21 mayo, 2014

Técnicas para bloquear la autonomía moral de los ciudadanos



Llamamos aquí juicio moral a aquel mediante el que un sujeto formula su idea de la bondad o maldad moral de algo, sea una acción, una persona o una situación, entre otras cosas. Cuando de una persona o una acción, por ejemplo, decimos que es justa o buena, o cuando decimos que es mala o injusta, formulamos un juicio moral. Un juicio moral, por tanto, puede ser positivo o negativo. Un juicio moral es expresión de alabanza o reproche moral.

Un juicio moral es un juicio normativo, tiene base en un sistema de normas. Los juicios normativos, basados en normas, son de diverso tipo. Si yo afirmo que la acción A de Fulano es antijurídica o ilegal, estoy formulando un juicio normativo negativo de tipo jurídico y la referencia la dan las normas que componen el sistema jurídico correspondiente. Si yo afirmo que Fulano es muy cortés o bien educado, hago un juicio normativo que tiene su pauta en las reglas de cortesía o de trato social. Cuando mantengo que Fulano es malo (o bueno) o que su acción es injusta (o justa), ésos son juicios morales y su referencia está en el conjunto de normas que componen ese sistema normativo que llamamos moral.

Según el común de los tratadistas, cabe distinguir entre moral social o positiva y moral autónoma o personal. La moral positiva es aquel conjunto de normas morales generalmente aceptadas en una sociedad y en un momento histórico determinado. Ese sistema de moral positiva va cambiando, evoluciona. Por ejemplo, en nuestra sociedad, hoy, está comúnmente admitida la norma según la cual mujeres y hombres o blancos y negros o creyentes y ateos tienen idéntica dignidad y merecen idéntico tratamiento, por lo que se considera injusto o inmoral discriminar a unos u otros. Hace trescientos años no eran esos los contenidos de la moral socialmente dominante.

La moral personal, también llamada a veces moral crítica, es aquel conjunto de normas que cada individuo utiliza como soporte o referencia de sus juicios morales. Ese sistema normativo de la moral personal de un sujeto puede coincidir en más o en menos con el de la moral social. Así, puede haber normas morales mías que no tengan el acuerdo de la mayoría social, y puede haber normas de la moral social que yo no asuma como mías. Por tanto, el contenido de mis juicios morales no siempre coincidirá con el juicio de la moral social para las acciones, los sujetos o las situaciones que en cada ocasión se valoren. Las discrepancias entre la moral personal de un sujeto y la moral social dominante pueden ser mayores o menores, dependiendo de factores atinentes al respectivo sujeto (su personalidad o carácter, la información que maneje, la educación, etc.) y de factores atinentes al sistema social (el grado de libertad que se permita, el tipo de formación o de adoctrinamiento de los ciudadanos, etc.). Lo que apenas cabe imaginar es una discrepancia total o altísima entre la moral personal de un individuo y la moral socialmente dominante. Ese ciudadano podría ser tildado de loco o de inadaptado. Eso es un hecho.

La moral, en cuanto sistema normativo, tiene en la Modernidad una peculiaridad muy llamativa, como es esa su bifurcación en dos sistemas potencialmente distintos, el sistema de la moral social y el sistema de la moral personal. Tal cosa no sucede por ejemplo con el Derecho, pues no tiene apenas sentido que alguien afirme que frente al sistema jurídico vigente él tiene su propio y personal sistema jurídico, con sus normas propias y particulares. Es difícilmente imaginable también para el sistema normativo de la cortesía o el trato social, y mucho chocaría que alguno dijera que las normas socialmente vigentes de educación no cuentan para él y que, en suma, considera de mala educación que un vecino le dé los buenos días en el ascensor o que alguien mastique en público sin hacer ruido o coma sin eructar violentamente.

Sin embargo, en nuestra era y nuestra cultura se exalta la autonomía del individuo como autonomía moral, como capacidad para someter a juicio reflexivo las normas de la moral social y para formar y aplicar sus propias ideas sobre lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto. La libertad, supremo valor de nuestro tiempo o de la moral social de nuestro tiempo, se entiende antes que nada como libertad moral, como autonomía moral. Por mucho que la gran mayoría de mis contemporáneos estimen que la conducta C es buena o justa, yo puedo considerarla injusta y puedo expresarlo así. Sin tal posibilidad la libertad personal, como libertad primero de pensamiento y luego de acción, no tendría cabida. Si sólo puedo pensar y valorar como todos, no me quedará más alternativa teórica y práctica que hacer lo de todos, que comportarme igual que los otros en todo lo que sea moralmente relevante para la comunidad.

Esa autonomía moral del ciudadano da lugar a una doble acción del Derecho, a una doble reacción de nuestros sistemas jurídicos. Por un lado, el Derecho respalda mi posibilidad de valorar libremente y de obrar en consecuencia, elevando a derechos, y a derechos fundamentales, la libertad de pensamiento y expresión, la libertad de credos y la libertad para desarrollar libremente mi personalidad, obrando según las convicciones mías y no según las pautas socialmente impuestas. Además, se garantizan jurídicamente también ciertos medios o instrumentos sin los que esas libertades primeras no se desarrollarían en la práctica, como ocurre con la libertad de información.

Por otro lado, los sistemas jurídicos ponen coto o limitan el ejercicio social de esas libertades personales. Puede cada uno pensar como quiera y valorar libremente, pero no cualquier acción puede ser permitida por estar basada en la libre valoración o apreciación moral del sujeto. Alguien puede entender que no hay nada de malo, sino bueno, en torturar a los bajitos, y actuar en consecuencia con unos cuantos de ellos, pero socialmente es necesario poner un límite a las acciones posibles de los sujetos, por mucho que se amparen en la autonomía moral de los mismos.

En lo anterior radica una tensión esencial de nuestros sistemas jurídico-políticos. No todo lo que la persona juzga moralmente bueno está permitido por esa herramienta ordenadora de la convivencia que es el Derecho, y tampoco está permitido abstenerse de hacer lo jurídicamente debido por el hecho de que el ciudadano de turno lo estime malo o injusto a tenor de su moral. Para ciertos casos nuestros sistemas jurídico-constitucionales admiten la desobediencia por motivos de conciencia, pero sólo para ciertos casos. La razón es más práctica que propiamente “ideológica”: si la conciencia individual exime de los deberes jurídicos, se está habilitando a cada cual para que haga de modo jurídicamente lícito lo que le venga en gana, para que mate el que piense que matar es justo o para que no pague impuestos el que los tenga por injustos.

Nos vamos así acercando al núcleo de un gran problema. Tomemos de nuevo aquel ejemplo un tanto absurdo del que sinceramente piense que torturar a los bajitos no es inmoral, o que es mandato moral incluso, y supongamos que da el paso y tortura a algunos. Cometerá delito, qué duda cabe, pues así nos lo indica el sistema jurídico, y conforme a Derecho podrá y deberá ser castigado. ¿Pero por qué es castigado? ¿Es castigado jurídico-penalmente por pensar como piensa o por hacer lo que hace? Creo que nada más que cabe una respuesta congruente con los fundamentos político-constitucionales y morales de nuestros sistemas jurídicos: no se le castiga por lo que cree, sino por lo que hace. Pues si fueran sus convicciones morales las merecedoras de castigo, habría que penarlo ya por ellas, incluso en el caso de que de ningún modo pasara de la idea a la acción. Lo cual, no nos confundamos, no tiene aquí que ver con la exigencia de dolo o intención para su conducta punible. Se castiga por haber obrado intencionalmente, no por haber tenido la intención sin obrar.

Lo anterior tiene varias secuelas importantes. La primera, que a nadie se le puede legítimamente castigar en Derecho por ser mala persona, a tenor del juicio social o de la moral social, sino por conducirse indebidamente. Lo contrario supondría la más radical negación de la esencial autonomía moral de los ciudadanos. Podemos rechazar todos o la mayoría la creencia moral del que aprueba la tortura de los de estatura baja y podremos aplicarle las peculiares sanciones morales, como cierto rechazo social, como la crítica, como cualquier manera informal y no ilícita de desaprobación; pero nada más. Si por pensar diferente del grupo y muy autónomamente lo penamos, el Derecho penal se torna en autoritario garante de un único pensamiento, el pensamiento del grupo; o de los que mandan en el grupo. Se acabarían, entonces, aquellas primeras libertades individuales y sería el ocaso del individuo autónomo como eje de nuestros sistemas políticos y jurídicos.

La segunda secuela tiene que ver con un problema de solución más difícil. ¿Qué sucede si ése que cree en la moralidad de la tortura no tortura jamás, pero públicamente manifiesta esa su convicción? Si la expresión de ideas morales personales pero socialmente heterodoxas o malsonantes es objeto de castigo penal, acortamos tremendamente la autonomía moral de las personas. Yo puedo pensar cualquier cosa, pues mi pensamiento es mío y nadie lo conoce si no lo expreso y no lo traduzco en obras con él consecuentes, pero eso que pienso no puedo llevarlo a la práctica ni tampoco decirlo. A los efectos, la situación es exactamente la misma que si la libertad de pensamiento no existiera, que si no se dejara espacio para la autonomía moral. En la más férrea tiranía, allí donde toda discrepancia y toda heterodoxia se reprimen con violencia, cualquiera podrá para sus adentros opinar o creer cualquier cosa. El fuero interno es socialmente irreprimible, precisamente porque es interno. En tiempos de la Inquisición habría más de uno que creyera que todo el entramado jurídico-social y religioso era injusto y absurdo, pero no podía decirlo sin verse ante aquellos jueces y exponerse al castigo. Así como las razones para no poder hacer cada uno lo que quiera son razones elementales de convivencia y de mantenimiento del más elemental orden social, las razones para reprimir la mera expresión de las convicciones y opiniones personales no son de ese tipo y nada más que pueden explicarse como vía para cercenar la autonomía personal y para elevar la moral colectivamente dominante a moral única e indiscutible. Eso se llama autoritarismo, como mínimo y sin vuelta de hoja.

Cierto que el Derecho puede y debe considerar también las expresiones que inciten al delito de una manera u otra, sea llamando a cometerlo, sea alegrándose de sus consecuencias con el propósito de que esas consecuencias se multipliquen, de que los delitos sean más. Pero aquí o hilamos muy fino o llegamos de nuevo a la negación de la autonomía moral más básica. No es lo mismo que alguien púbicamente llame a matar a todos los X o que diga que los X son malas personas o son injustos. No es lo mismo que alguien anuncie que da una recompensa al que les ponga una bomba a los del pueblo de al lado o que manifieste que le dan poca pena los muertos por una bomba en el pueblo de al lado. Podremos en este segundo caso decir de tal sujeto que es un salvaje o un desalmado o una mala bestia o una pésima persona. Pero imponerle una pena ya es harina de otro costal. Y, por otra parte, para la salvaguarda del honor de las víctimas del delito existen también instrumentos no penales de protección del honor, que rectamente usados tienen su buena función y su sentido.

¿Dónde está en verdad el peligro para nuestra autonomía y nuestra libertad primera? En la pretensión, ahora mismo tan en boga, de que se castigue, y se castigue penalmente, la expresión del pensamiento socialmente tenido por inmoral y desagradable. Con un planteamiento así, hace doscientos años se habría tenido que punir al que dijera que los negros debían tener iguales derechos que los blancos o las mujeres derechos iguales a los de los hombres, o que una mujer con pantalones y en bicicleta no perdía nada de su valor como persona y de su dignidad. La represión de la expresión heterodoxa o socialmente disonante y que no sea directa y manifiesta incitación o provocación al delito grave es autoritarismo puro y duro, es cercenamiento del pluralismo y de la autonomía de los particulares, es retorno del Estado censor y de los poderes al servicio de la moral dominante, que suele ser la moral que a los poderes dominantes conviene.

En la actualidad tenemos una circunstancia novedosa, como es la disposición y uso de las redes sociales. Antes eran muy limitadas las posibilidades que un ciudadano tenía de plantear públicamente sus opiniones y de extenderlas a mucha gente. Podía cualquiera hablar ante los amigos o vecinos en el bar o en la calle, podía subirse a una silla en un parque y soltar su discurso, podía mandar una carta a un periódico con la escasa esperanza de que se la publicaran. Podía también escribir un libro o un artículo con la expectativa de hallar editorial o revista que lo recogiera. Esto es, o el auditorio era muy limitado o, para tenerlo mayor, se dependía de otros. Ahora no, ahora las redes sociales extienden ilimitadamente las opiniones y los juicios que en ella se quieran verter. Por eso las redes sociales, con sus pros y sus contras, se han convertido en temibles para los regímenes autoritarios y las sociedades represivas.

Las redes sociales tornan a los ciudadanos peligrosos, pero peligroso por lo que en ellas pueden hacer, que es nada más que expresarse. No es que porque haya redes sociales sean más los ciudadanos que piensan distinto o se acogen a ideas socialmente incómodas o incómodas para el poder. No, las redes sociales implican, ahora, que ésos que piensan diferente o que se salen de la pauta y las convenciones disponen de un canal eficaz de comunicación pública.

Quien crea en el pluralismo, en el efecto positivo del diálogo social, en la democracia deliberativa y cosas similares, tendrá que aplaudir esa novedad, ese enriquecimiento de los auditorios y los intercambios. Naturalmente que en las redes sociales encontraremos a gentes diciendo burradas o mostrándose de la peor calaña. Pero algo así se temía también cuando, en tiempos, se discutía sobre la libertad de imprenta o la libertad de prensa. Si no queremos periódicos en los que se den noticias o se expresen ideas que no nos gusten, apliquemos la censura o limitemos la libertad de prensa. Pero la libertad de prensa ya apenas asusta, los controles han crecido y la heterodoxia brilla por su ausencia allí donde los medios de información están en pocas manos y bien domesticadas. Ahora preocupan y asustan las redes sociales. Porque son el único medio del que dispone la gente para decir lo que piensa, sea agradable o desagradable, penoso o estimulante.

¿Que por medio de Twitter o de Facebook se planea un atentado terrorista? Persígase ese delito como si el plan se hiciera por carta o mediante telegramas de los de antes. ¿Que alguien usa una de tales vías para atentar patentemente contra el honor de otro, vivo o muerto? Pues como si lo hubiera dicho en un discurso en la plaza pública o en un programa de televisión, empréndanse las acciones civiles o penales pertinentes por quien esté jurídicamente legitimado. ¿Qué alguien formula, en alguna red social, juicios desagradables o manifiesta puntos de vista morales que socialmente repugnan o que a algún grupo o persona desagradan? La pura expresión, repito, lo que no sea incitación clara al delito grave no puede ser punida si no es al precio del autoritarismo y la negación de la autonomía moral del ciudadano.

Mas no es sólo la dimensión jurídica del asunto lo que merece atención. La batalla se libra también en el plano de la moral social. La presión sobre el que dice y sobre las maneras de decir se está volviendo insoportable. Estamos ante una verdadera persecución política, social y mediática del que piensa diferente y lo proclama, del que se expresa al margen de las cada vez más estrictas reglas expresivas, del políticamente incorrecto, del osado, del que arriesga juicios suyos cuando la consigna impuesta es el callar o el acomodarse a las consignas oficiales. Ya no hablamos de este loco punitivismo penal y del riesgo de que se trate de delincuente y se procese al que ofende un poco por lo que dice y aunque no esté llamando a delinquir. Hablamos de que tampoco se puede contar ciertos chistes, de que se le cae el mundo encima al que se permite determinados chascarrillos, de que se condena violentamente al que osa criticar un poco a ciertos grupos sociales o a un solo miembro de esos grupos. Con las nuevas iglesias hemos topado y ahora la Inquisición se ha vuelto más sutil en sus medios, pero igual de efectiva para sus fines. Ay de aquel que se permita un juego de palabras o una pequeña ofensa para los éstos o las otras. A la hora de la verdad, ya no cabe más juicio personal o moral, o más broma, incluso, que a costa de los varones de cierta edad, heterosexuales y, a ser posible, funcionarios y que no pertenezcan a una nación o pueblo especialmente sensible. Porque si el Madrid de baloncesto hubiera perdido el otro día ante un equipo moldavo no habría problema en que miles de “tuiteros” hubieran dicho que malditos moldavos y que por qué no se los comerán los buitres. Si el Numancia de Soria gana al equipo de mis amores, podré explayarme con los defectos de los sorianos y hasta de los castellanos al completo. En otros casos, no.

¿Acaso porque alguien se meta de mala manera en Twitter con los israelíes o con las mujeres o con los gitanos o con los negros, los amarillos o los rubios tenemos que darlo por bueno y chitón, dado que se trata de libertad de expresión y de libertad de ideas? Para nada. Lo que no debemos olvidar es la diferencia entre replicar y reprimir. La réplica consiste en dar razones contra las del otro, incluso contra lo que nos parezca a tantísimos la sinrazón del otro. La represión consiste en mandarlo callar o hacer que calle. Desde la moral personal bien entendida sólo cabe la réplica o, como máximo, un cierto desprecio personal. Pero cuando llamamos al Derecho para que reprima, en el fondo estamos cada uno renunciando a lo personal de la moral nuestra y pidiendo que, a cambio, se suprima la moral personal del otro. Llamar a la represión jurídica y estatal es buscar la eliminación del discrepante para no tomarnos la molestia individual de combatir sus razones con las nuestras y para no hacer cada uno el esfuerzo de ser autónomo, de creer y valorar por sí, de afirmarse como persona frente al impersonal Leviatán.

Es reaccionario comportarse así, es incluso paradójicamente reaccionario defender de esa manera las ideas que se dicen progresistas. Y es suma expresión de debilidad personal y apocamiento el esperar que sean el Estado y sus huestes, incluidas sus huestes académicas y mediáticas, quienes nos digan qué podemos pensar y qué debemos expresar y de qué manera. La libertad, cuando la hubo, se conquistó frente al Estado y frente a las masas obedientes y dóciles, sumisas y uniformes. Hoy y siempre, defender la libertad es defender al que dice lo inconveniente, aunque nos moleste y aunque discrepemos. Y para eso tenemos todos las redes y tantos otros medios ahora, para defender nuestras ideas y discutir las de los demás, en lugar de para rogar, impotentes y miedosos, que nos las anulen o que se castigue al que tenga opiniones propias y las difunda.

20 mayo, 2014

¿Qué deberían hacer las universidades públicas con sus parásitos?



Hay cuestiones que se las traen, y quiero con brevedad y rigor plantear una de ellas. Pero primero importa resaltar el significado de ciertas preguntas sobre las preguntas, una metacuestión, si así puede decirse. Es ésta: ¿por qué hay ciertas preguntas, de importancia muy evidente, que casi nunca se plantean?

Pongamos una comparación. Durante mucho tiempo hubo bastantes mujeres maltratadas de obra por sus esposos, pero de eso apenas se hablaba y casi no se sacaba a la palestra como problema merecedor de atención y debate. Pues creo que, salvando las distancias que haya que salvar, lo mismo pasa con muchos temas, por ejemplo el que quiero tocar enseguida. Y la respuesta que provisionalmente me viene a la cabeza es que resultan sumamente significativos los silencios, pues revelan un turbio mundo de intereses y dominaciones, complicidades múltiples y ganancias colaterales.

Vamos al tema de hoy. En las universidades públicas españolas hay siempre algunos profesores que no hacen absolutamente nada más que dar sus clases. Se me dirá que si no es bastante. Me refiero a profesores funcionarios que no investigan ni hacen otra labor que justifique su sueldo. No publican ninguna cosa, ni buena ni mala, no desempeñan labores de gestión, no se encargan de la limpieza de los departamentos ni cuidan las bibliotecas, por ejemplo, ni cosa ninguna. Perciben, eso sí, su sueldo íntegro, prácticamente igual, o casi, que si hicieran de todo y todo bien.

¿No bastan las clases para justificar su remuneración? Veamos. Actualmente, y desde que entró en vigor hace poco una nueva norma sobre dedicación docente del profesorado universitario, dichos profesores han de impartir treinta y dos créditos de docencia. Treinta y dos créditos vienen a ser trescientas veinte horas y eso suele considerarse mucho. Así que analicemos.

Con una jornada laboral de cinco horas diarias, las trescientas veinte horas equivalen a sesenta y cuatro días de trabajo. Si pensamos en una semana laboral de cinco días, de lunes a viernes, tenemos que en un año, esos sesenta y cuatro días equivalen a trece semanas, en números redondos; o sea, se cumplirían en menos de tres meses. Quiere esto decir que si esa carga laboral de treinta y dos créditos la calculamos a cinco horas diarias, se cumple en tres meses. Para que los meses de labor sean más, hay que bajar la jornada diaria. A dos horas de clases al día, de lunes a viernes, el tope de obligación docente se alcanza en ciento sesenta días, que son treinta y dos semanas. A dos horas diarias cinco días a la semana, salen diez horas semanales. El año natural tiene cincuenta y dos semanas. Por tanto, trabajando en las clases dos horas al día o, lo que es lo mismo, diez horas a la semana, tenemos que a ese profesor le sobra la diferencia entre cincuenta y dos y treinta y dos: veinte semanas. Veinte semanas son cuatro meses y pico. En resumen, un profesor que no haga más cosa que explicar lo que es la carga docente máxima posible y que la reparta a dos horas al día, no trabaja nada durante aproximadamente un tercio del año. Estupendo.

¿Cuántos profesores hay en tal situación? Para plantear el problema teórico que me interesa bastaría con que hubiera uno en cada universidad. Pero son más, y todos lo sabemos. La casuística es variadísima. No pretendo referirme a aquellos profesores que a día de hoy están obligados a impartir treinta y dos créditos, pues sin duda en un buen número de casos pueden ser buenos trabajadores e investigadores que han tenido mala suerte o que han pasado una crisis puntual o que han padecido una injusticia en el reconocimiento de sexenios, etc., etc. No, estoy pensando en los casos extremos y muy claros.

Los supuestos de los que hablo podemos delimitarlos así, para que no haya dudas ni atenuantes de ningún género, con estas características sumadas: a) hace más de diez años que no publican una sola línea; b) tampoco participan de ninguna forma en labores investigadoras de algún equipo o grupo ni se dedican individualmente a buscar resultados a medio o largo plazo; o sea no están embarcados en lecturas o experimentos propios de su disciplina y que vayan a brindar alguna vez algún fruto; c) no hacen otras cosas que puedan justificar su dedicación y su salario, como gestión real de cualquier especie, asesoría o auxilio de compañeros o investigadores noveles, cuidado de instalaciones, etc.

Resta una posible justificación si pensamos en personas que nada más que dan sus clases, pero que las preparan con mucho esmero y resultan unos extraordinarios docentes, muy ricos y útiles para sus estudiantes. Así que descartemos de nuestra cuestión también a esos docentes que se mantienen al día, preparar sus clases con gran rigor y multiplican por cinco o diez las horas de su dedicación real. Bien sé que es muy difícil medir la calidad de la docencia de un profesor, pero en cada centro eso se sabe muy bien en el fondo. Tanto compañeros como estudiantes distinguen perfectamente al buen docente y al docente zángano y descuidado.

En suma, el problema que traigo a colación es el del profesorado que: a) no investiga de ninguna de las maneras posibles; b) no hace otra cosa aparte de dictar las clases a las que está obligado; c) da unas pésimas clases y, seguramente, incumple bastante sus obligaciones docentes (se salta horas con cualquier pretexto, gasta en bobadas su tiempo en las aulas, no se esfuerza en evaluar en serio a sus estudiantes…).

¿Son muchos los que son así? No, no son muchos. Pero haberlos, haylos. Yo he conocido y conozco algunos. Todos los del gremio sabemos de unos cuantos. ¿Cuál es su situación? Veamos. Cobran igual o muy poco menos que si trabajaran con el mayor celo e hicieran de todo y todo bien. Nadie les pide cuentas. No hay forma legal, a día de hoy, ni de echarlos, ni de bajarles el sueldo ni de obligarlos a más labor o mayor trabajo. Ah, y a la hora de votar para lo que sea, desde elegir rector hasta escoger director de departamento o decano, su voto vale lo mismo que el de cualquier compañero suyo.

¿Qué se debería (poder) hacer? Para empezar, habría que (poder) echarles en cara la inmoralidad de su conducta profesional, su falta de ética profesional y el modo en que, cual parásitos, viven del erario público. Pero nadie le pone el cascabel a ese gato, al menos públicamente, pues rigen el sacrosanto principio de que todo el mundo es bueno y la idea de que son idénticos los derechos de todos. Esto tiene unos efectos absolutamente destructivos sobre la moral del resto del personal, pues es inevitable sacar la conclusión de que es medio idiota el que se esfuerza y rinde. Si el parásito no sufre ni sanción ni reproche ni desventaja de ningún tipo efectivo y tangible, y puesto que trabajar bien  es cansado y lleva a más sacrificada vida, la conclusión sale sola: en realidad trabaja y cumple nada más que el que quiere, y para querer hace falta ser medio tonto o algo raro. Porque las bien visibles comparaciones son tan claras como odiosas: mientras que unos andan atareados y cansándose, otros, que cobran lo mismo y no se encuentran objeción ni pero, disfrutan de los placeres de la vida y se dan con fruición a la pereza, cultivan de lunes a viernes cualesquiera aficiones, se recrean en su casa, duermen la mañana, se toman sus cafelitos a toda hora, se van de compras o frecuentan día tras día la piscina y el gimnasio en horas de labor, pulen sus cuberterías o construyen primorosos barquitos con palillos. Y nadie les tose. Sí, ya sé, algunos los despreciamos para nuestros adentros, pero o no se enteran o se ríen de nosotros, tan dignos nosotros en lo profesional, tan estirados y tan puros.

¿Qué habría que hacer con esa gente? Vuelvo a lo del inicio de esta entrada. Lo más llamativo es que tal cuestión ni se plantee. No se la plantea la autoridad académica, empezando por los rectores. La consigna general es la de dejarlos vivir a su aire y que ya les llegará la jubilación. Una maravilla.

Me pregunto si en verdad no hay recurso legal ninguno para sancionarlos. Parece que no, pero por eso habría que empezar por redefinir con seriedad el estatuto del personal docente e investigador y sus obligaciones. Porque la mejor solución que demanda la más elemental justicia es la de ponerlos de patitas en la calle. En su defecto, obligarlos a fregar las escaleras o a limpiar los baños.

Mientras problemas de ese calibre ni se solucionen ni se planteen siquiera, seguirá quedando en evidencia que ni quienes mandan en ella se toman en serio la universidad ni nosotros, los profesores normales que vemos y callamos, nos respetamos a nosotros mismos ni consideramos la institución que nos alimenta. Quienes podríamos quejarnos y protestar callamos, estudiantes incluidos, y los que tienen la autoridad legal e institucional achantan y consienten. Y puesto que donde se tolera lo peor es normal reclamar tolerancia para lo menos malo, la lección es inapelable: cualquiera puede hacer lo que le apetezca y como le dé la gana, sin riesgo para su estatuto y sin merma de sus emolumentos. Que es lo que de hecho ocurre. Porque si, pongamos, a nuestros niños les permitimos apuñalar al abuelo o defecar en la cocina, a ver con qué cara les decimos luego que deben comer la carne con cuchillo y tenedor.

Lo más gracioso de los últimos tiempos ha sido ver la consternación y el enfado con que esos elementos (me refiero a ésos, repito, no a otro tipo de profesionales que hayan visto aumentar su carga docente por variadas circunstancias) han acogido la reforma que les obliga a impartir sus trescientas veinte horas por curso. Claro, hasta ahora la carga docente se dividía a partes iguales y solían librar con unas ciento ochenta horas, las mismas que tenía el profesor que más y mejor trabajaba. Están ofendidísimos los vagos irredentos y se dicen víctimas del abuso y la discriminación más grave. Razón por la que más de uno aplica descuentos a su aire y se dedica a declarar explicado el programa cuando falta un mes para que termine el curso, o a inventarse enfermedades y compromisos ineludibles para no acudir a las aulas un día sí y otro también.

Y conste un último detalle. Obligar precisamente a esos a impartir más horas de clase es una manera horrible de faltar al respeto a los estudiantes y de despreciar la buena docencia. Porque ellos, precisamente ellos, suelen ser unos profesores pésimos, por obvias razones de su ignorancia y su pereza.

Habría que expulsarlos o sancionarlos, naturalmente que sí. Pero no hay cuidado, ni ocurre ni va a ocurrir. Seguirán calentitos y felices, riéndose de todos, fingiéndose importantes y ofendidos y viviendo del cuento y del erario público, de los impuestos de la gente. Y no pasa nada.