30 junio, 2015

Entre retribución y prevención en la justificación de la pena. Razones para una teoría mixta.



(He seguido leyendo -mucho- y escribiendo algo sobre lo del la justificación de las penas y el principio de proporcionalidad penal. Tengo pendiente contestar a las oportunas y agudas ideas expuestas por mi amigo Lorenzo Peña como comentarios a la entrada anterior. Pero creo que en algo le doy la razón con los matices que en esta entrada introduzco).

                Que hay diferentes grados de gravedad o aflicción en delitos y penas parece algo intuitivamente evidente, más allá de puntuales discusiones y matices. Nadie objetará a que matar dolosamente a alguien es más grave que robar cien euros. Y también habrá acuerdo obvio en que una pena de diez años de cárcel es más grave y “dolorosa” que una de un año o que una multa de mil euros. Ahora, con fines teóricos, demos por sentado que la eficacia preventiva de una pena (en cualquiera de las variantes de prevención) fuera claramente medible y pudiéramos tener datos fiables al respecto y de todas las penas. Supongamos también que hubiera algún patrón ciertamente utilizable para hacer valer el principio de proporcionalidad entre delitos y penas con algo de objetividad y al menos dentro de ciertos límites. Sentado lo anterior, examinemos las posibles situaciones resultantes, combinando gravedad del delito y eficacia preventiva. Llamemos D al delito y P a la pena que para D se plantea.
                (1) Para D, P es proporcionada, en términos de gravedad, y tiene plena eficacia preventiva. Tanto para retribucionistas como para consecuencialistas, estaría justificado imponer P a D.
                (2) Para D, P es proporcionada, pero carece de eficacia preventiva. El retribucionista puro dirá que está justificado imponer P, ya que es merecida por el delincuente como consecuencia de la reprochabilidad de su conducta. El consecuencialista puro tendrá que sostener que no hay tal justificación. Las alternativas, en clave de prevención, serán o bien la impunidad, o bien la sustitución de la pena por otro tipo de medidas que sí resulten preventivamente eficaces. La pregunta para el prevencionista, entonces, sería esta: ¿qué sucede si la única medida preventivamente eficaz es más “dolorosa” o “dañina” para el sujeto que la pena en cuestión? Por ejemplo, una terapia que anule su voluntad (en plan La Naranja Mecánica, o una medida de seguridad que lo aísle del trato social.
                (3) Para D, P es proporcionada, pero no tiene eficacia preventiva. Sin embargo, un aumento de P (P+1) si alcanzaría efecto preventivo, pero ya no habría proporción entre D y P+1. El retribucionista puro dirá que esa pena es injustificada, en lo relativo al grado 1 de exceso, pero el consecuencialista puro pensará que sí hay justificación para P+1. Para el retribucionista, la pena justificada es solamente la pena proporcional a la gravedad del delito.
                (4) Para D, P es proporcionada, pero la imposición de una pena al tipo de comportamientos en que D consiste tiene efectos antipreventivos, tiene consecuencias de aumento de tales comportamientos, por ejemplo porque se produce un efecto imitación o se fomenta una imagen heroica de esos delincuentes. El retribucionista puro insistirá en que está justificada la aplicación de P, en cuanto merecida, mientras que el consecuencialista tendrá una fuerte razón para la despenalización de D. Queda abierta la cuestión de si el consecuencialista se inclinaría por medidas no penales de algún tipo, si las hay preventivamente eficientes.
                (5) Similarmente, para D, P es proporcionada, pero el efecto preventivo solamente se consigue con una pena más suave (P-1). El retribuicionista puro dirá que la pena correcta es P, por merecida y proporcionada. El consecuencialista estimará que la pena adecuada es P-1, por debajo del merecimiento por D.
                Esa escala de supuestos me sirve para sostener dos tesis. La primera, que sin la idea de proporción como merecimiento resulta sumamente difícil y extraño el razonamiento sobre las penas para los delitos. El legislador normal y ordinario opera con una idea de proporción, y por eso castiga más duramente el homicidio que la injuria, por ejemplo. A lo que se añade que en un contexto social como el nuestro, aquí y ahora, los ciudadanos se escandalizarían y rechazarían un castigo mayor de la injuria que del homicidio, aun cuando esa “desproporción” se justificara con datos tangibles sobre eficiencia preventiva de las respectivas penas. Además, no podemos negar que muchas veces el legislador tipifica delitos y penas sin contar con datos mínimamente fiables sobre el efecto preventivo de cualquier tipo. Podemos agregar que cuando un profesor o tratadista se indigna por lo excesivo de alguna pena y no argumenta su oposición mostrando que dicha gravedad de la pena no supone ventajas preventivas, está presuponiendo, al menos en parte, un enfoque de merecimiento y proporcionalidad, tal como se configura por el tipo de retribucionismo actual. Un consecuencialista puro o bien no debe hablar del principio de proporcionalidad o bien debe vincularlo nada más que a la eficacia, entendiendo proporcionada la pena que maximiza el efecto preventivo y desproporcionada la que no lo maximiza o lo aminora.
                La segunda tesis, que es la que quiero específicamente tratar ahora (del principio de proporcionalidad diré algo un día de estos), es que solo parecen razonables las doctrinas mixtas. Llamo doctrina mixta a la que, sin prescindir del elemento de merecimiento ligado al nivel de reprochabilidad de la conducta delictiva de que se trate, admite excepciones a la exacta correspondencia o proporción entre delito y pena, pero bajo una clara condición: que la excepción no perjudique al reo haciéndole pagar en más de lo que merece, aunque pueda beneficiarlo imponiéndole pena más baja que la merecida y proporcional. Bajo dicha condición, y curiosamente, el argumento consecuencialista sólo opera con efectos despenalizadores o de aminoración de pena. Veamos esto al hilo de los cinco supuestos que hace un momento enumeré.
                El supuesto (1) no es problemático, obviamente, respecto de él no habría desacuerdos. 
                En el supuesto (2), el argumento retribucionista para mantener la pena allí donde constara su falta de eficacia preventiva sería del tipo del de Kant en aquel famoso pasaje donde dice que si una comunidad política fuera a disolverse, habría un imperativo moral insoslayable para, previamente, ejecutar la pena prevista para el delincuente condenado y que aguardaba tal ejecución. O podríamos ver que se trata de una razón de deontologismo extremo asociada a aquella idea de fiat iustitia, pereat mundus. Una pena merecida pero socialmente inútil se parecería demasiado a algo así como una venganza social sin más móvil que la venganza misma. Con todo esto estoy sentando que el merecimiento de la pena debe ser condición necesaria, pero no siempre es condición suficiente.
                Ahora bien, puesto que, en el planteamiento de teoría penal liberal que mantengo, la pena, como merecimiento, se asocia a una determinada imagen del ciudadano como persona libre e igual en su titularidad básica de derechos, sin que el delincuente pueda ser tratado como enemigo o inferior, esa misma idea que subyace al planteamiento retributivo veda cualquier alternativa a la pena que, siendo eficaz, se oponga a tal idea de merecimiento. En eso el retribucionismo sigue limitando los riesgos mayores del consecuencialismo preventivista.
                Aquí conviene hacer alguna apreciación más, pues pareciera que estoy dejando sin considerar una razón que muchas veces se trae a colación para defender el retribucionismo puro. Se dice que cómo podría resultar asumible que delitos gravísimos, de extrema reprochabilidad moral, quedaran impunes o menos castigados de lo merecido si se demostrara que no tiene ni la más mínima virtualidad preventiva la pena. Sería el caso del asesinato, la violación o el robo con violencia, por ejemplo. Planteado el asunto como hipótesis teórica, tiene su miga y puede hacer que se recapacite sobre la concesión que acabo de hacer al consecuencialismo al comentar este supuesto (2). Sin embargo, es muy dudoso que precisamente en delitos del tipo de los citados se pueda pensar que no tiene la pena efeccto preventivo, al menos en términos de prevención general negativa o, incluso, positiva. Por eso creo que no es imaginable que, en sociedades y estados como los nuestros, se disponga un día de datos científicos que hagan ver que el castigo del asesinato o la violación en nada disuade a nadie de tales acciones y que sería el mismo el número de las mismas si fueran impunes.
                Me parece que esa es una ventaja de la prevención general sobre la especial. De algunos delincuentes por convicción, como muchos terroristas con móvil religioso o político, a lo mejor no tiene mucho sentido esperar efectos reformadores de la pena; aunque a veces los hay, ciertamente, si bien no es posible saber si de resultas de la vida en la cárcel o de un proceso de reflexión que hubiera acontecido igualmente en esa persona estando en libertad. Pero no me cabe duda de que más de cuatro de los que comparten las mismas ideas religiosas o políticas se tientan la ropa y se abstienen de dar el paso a la acción terrorista, justamente por el temor a las consecuencias penales. Que en muchos el temor a la pena no influya no implica, en modo alguno, que no influya en nadie.
                En el supuesto (3), y por lo que ya sabemos, las nociones de merecimiento y proporcionalidad también ponen barreras frente al exceso posible del consecuencialismo penal. No resultaría aceptable ese plus de castigo que rebasa el merecimiento y hace desproporcionada la pena, y sí cabría la despenalización de D si con suficiente rigor consta que P es socialmente inútil.
                En cuanto al supuesto (4), la solución es, lógicamente la misma, pero con más razón. Si la pena merecida tiene efectos antipreventivos, ya no es meramente inútil socialmente, sino socialmente dañina. Por tanto, estaría justificada la supresión de la pena.
                En lo que al supuesto (5) se refiere, las razones constatables de utilidad social pueden hacer admisible la rebaja de pena respecto al merecimiento y la proporcionalidad con el mal que el delito implica.
                Queda así de manifiesto lo que antes sostuve: que con este planteamiento la referencia de la pena justa en principio la da la idea retribucionista de merecimiento, unida a la noción de proporcionalidad, pero que no se excluye la toma en cuenta de las consecuencias de la pena cuando llevan, y únicamente si llevan, a una imposición de una pena menor y nunca a la de una más aflictiva que la que se corresponda con el merecimiento. Y añado ahora un matiz, tal vez discutible, pero que me parece adecuado y defendible: esas excepciones al merecimiento en la gradación de la pena, que, repito, solo pueden ser excepciones favorables y nunca contrarias al delincuente, sólo son admisibles si se cuenta con datos mínimamente acreditados en cuanto a la eficacia de la pena, datos que fiablemente muestren que la pena, en su en principio debida proporcionalidad, es una pena socialmente inútil o, incluso, socialmente perjudicial.

                Todo queda, pues, a merced de la idea de gradación de la pena en proporción al merecimiento por la reprochabilidad de la conducta delictiva. Se puede afirmar que sin una teoría consistente y aplicable de la proporcionalidad la doctrina del retribucionismo liberal y mínimo que estoy defendiendo se viene abajo o queda en vacías declaraciones de intención. Pero no es menos necesaria esa teoría para las doctrinas consecuencialistas, pues sin ella no podrá el consecuencialista propiamente criticar por desproporcionada la pena que sea preventivamente eficaz y, además, quedará expuesto a cualesquiera excesos y desmanes el sistema penal que nada más que por las consecuencias justifique los castigos.
                Del principio de proporcionalidad pronto pondré aquí alguna cosa.

27 junio, 2015

La corbata. Por Francisco Sosa Wagner



Se ha puesto de moda aparecer en público sin corbata y son los políticos los más aficionados al “sincorbatismo” de suerte que, cuando uno decide dar un mitin con corbata, sale en la televisión abriendo los telediarios. Y los comentaristas de las tertulias se preguntan cuál será el mensaje e indagan sobre el posible meollo del gesto: si se habrá hecho de centro/derecha, si busca el voto entre los vendedores de complementos, si querrá un puesto en la OTAN o en el FMI y por ahí seguido hasta lograr trenzar una serie sostenida de insensateces.

Antiguamente, en determinados locales, no se dejaba entrar si no era con corbata. Así sucedía en los casinos más elegantes, esos que tenían un ambiente intenso, con historial de crímenes, espionaje y mujeres con cuchillos por mirada, y ello tenía su sentido porque era una forma de asegurarse que, si el jugador se arruinaba, le quedaba la corbata como testimonio último de su decoro perdido. Ahora, al parecer, en esos mismos locales, exigen entrar con piercing y se advertirá el deterioro estético que ello ha supuesto.

Despreciando la corbata se desprecia el hecho, científicamente comprobado por unos suecos (que son invariablemente los “científicos de guardia”), de la existencia de 177.147 maneras de anudar una corbata, lo que demuestra la imaginación que se le puede echar al acto de vestir corbata. Y cada una de ellas identifica personajes diferenciados: el elegante, el opositor, el apresurado, el calmoso, el infantil, el náufrago de la vida, el banquero, la víctima del banquero, el hiperestésico, el ilusionista, el rutinario etc. Es decir, que la corbata es un tratado de psicología resumido y la prueba de su necesidad es que los modernos que prescinden de ella recurren a los fulares que fueron emblema de algunos simbolistas en el pasado y después han sido patrimonio de señoras finas y algunas descuidadas que morían atrapadas por su propio fular simbolizando con ello una muerte cinematográfica y principesca.

Y avanzo más: de la misma forma que el tiempo cincela a los personajes y el espacio a las catedrales, así el traje o la chaqueta que vestimos los hombres no se interpreta más que con la corbata. La corbata es la firma, el rasgo que completa y da sentido a la indumentaria tradicional que llevamos. Por eso el sincorbatismo actual está muy bien y es un rasgo de modas que se nutren de otras experiencias pero necesita prendas distintas. Quiero decir que a quien vista a lo Bin Laden, a lo jeque de Kuwait o a lo Mao, la corbata le sobra. Pero a quien lleva chaqueta y camisa convencional, si le falta la corbata, es como si al discóbolo le quitamos el disco.

El fallo del sincorbatismo actual está en que los modistos no acaban de diseñar la ropa apropiada para el descamisamiento generalizado y por ello lo que se ve es algo incompleto, mutilado, con aire de huerta sin frutal o de poeta al que no le sale la rima.

Otro día habrá que dedicar espacio a la variante alada de la corbata que es la pajarita que yo a veces llevo como homenaje a Ortega, a Marañón, a Ramón Gómez de la Serna... Una forma de recordar las esencias de la España ida, de la España que quiso ser lenta.

26 junio, 2015

Retribucionismo y justificación del castigo penal.



(Pronto tendremos en León un buen seminario sobre la justificación de la pena. Y cada día me diverten más los temas de los penalistas y las maneras que los penalistas tienen de razonar y de cultivar ciertos patrones gremiales. Soy un privilegiado, puesto que a menudo se me presentan estupendas oportunidades de debatir con ellos y de aprender de ellos. Por todo eso, me he puesto a pensar y a escribir un poco sobre la justificación de la pena. Esto de abajo es nada más que un primer borrador que, quizá, puede acabar convertido un día en artículo publicable en revista de esas que ahora se indexan para brindar felicidad corporativa y plenitud gremial a los autores. Como se verá, me ha dado por defender un cierto retributivismo. Creía que mi postura era original, pero me desengañé al leer en un montón de lugares que, al menos en el ámbito anglosajón y de treinta años para acá, hay un fuerte revival de un retribucionismo nada autoritario y muy preocupado por poner límites al punitivismo desbocado y a los funcionalismos de ordeno y mando).
1. Planteamiento general.
                Hace poco, en una charla en la que mencioné de pasada y marginalmente el tema de la retribución como elemento justificador del castigo penal, un agudo asistente me planteó que jamás el infligir un mal podía presentarse como respuesta justificada a una acción mala, reprochable, razón por la que no cabía justificar la pena como retribución o castigo merecido por el delito. Comenzaré con unas consideraciones críticas, muy generales sobre ese argumento generalizador.
                (i) No siempre aplicar lo que para el sujeto es un mal carece de justificación, más allá de las preferencias del sujeto pasivo.
                Para empezar, y aun saliéndonos un tanto de la contrastación entre acción mala y respuesta adecuada, comparemos una situación mala y una acción mala que sea respuesta  frente a la misma. El objetivo en este punto es mostrar que hay acciones de respuesta que suponen infligir un mal y que vemos como plenamente justificadas. Supóngase que yo ingreso en un hospital con gravísimas heridas y en estado de inconsciencia. Los médicos concluyen que para salvar mi vida es necesario amputarme una pierna y así lo hacen. Tal amputación supone un mal que se me hace, pero no se dudaría de que, concurriendo en el personal médico la debida diligencia y si actúa según la lex artis, está plenamente justificada tal amputación. Se dirá que lo que ahí tenemos es la aplicación de un mal para evitar un mal mayor, que en ese caso sería mi muerte. Pero imaginemos que mis heridas responden a un fallido intento de suicidio. Si yo quería morir, bajo mi óptica o mis preferencias el mal que se me produce al amputarme la pierna no es menor que el que me supondría morir, sino que se me sumarán dos males: se evitó la muerte que quería y, además, en adelante viviré igual de desdichado y, de propina, sin una pierna.
                En este ejemplo vemos un primer matiz importante, el de que a la hora de determinar qué sea un mal y qué no lo sea o de establecer una prelación entre males mayores y menores, cabe una doble perspectiva: la del sujeto pasivo y la perspectiva social. Esto, aplicado a la pena, nos lleva a reparar en que el castigo penal normalmente será un mal para el delincuente al que se le aplica, pero que eso no implica que necesariamente haya de verse socialmente la pena como un mal. Pongamos un ejemplo fuera el ámbito penal. Que a mí se me obligue a pagar un impuesto me supone un mal o daño que probablemente no deseo, pero al justificar ese tipo de detracciones de mi patrimonio no se toma en cuenta lo que para mí es malo o bueno, en función de mis preferencias, sino lo que colectivamente se puede fundamentar como malo o bueno. Yo puedo pagar forzadamente mil euros por un impuesto o puedo ser penalmente condenado a multa de mil euros. Más allá de que el castigo penal tiene una carga de reproche por mi conducta que en el pago coactivo del impuesto no está presente, mi situación es idéntica en ambos casos, y si malo para mí es lo uno, malo para mí es lo otro, en idéntica medida. Si del impuesto cabe dar justificaciones basadas en fines de filosofía política y de conveniencia social, ¿por qué no han de caber tales justificaciones respecto de la pena?
                (ii) Legítima defensa o estado de necesidad.
                Si no estuviera justificado responder a daño con otro daño, menos lo estaría infligir un daño como respuesta a la mera amenaza de un daño. Parece claro que, si tal no cupiera, decaería el fundamento moral de la legítima defensa. Si es patente y evidente que A va a matar a B y, para evitar su propia muerte a manos de A, B mata a A, se causa un indudable mal a A para evitar el mal que A iba a realizar y que todavía no ha acontecido. Similar consideración cabría hacer para casos de estado de necesidad.
                (iii) Retribución penal no es sinónimo de venganza.
                Es muy común que la justificación retributiva de la pena se asocie a la venganza. Asumido que el delincuente ha ejecutado una acción reprochable, se entiende que el retribucionismo habilita la pena como venganza. La diferencia estaría en que la venganza privada, de mano de la víctima, sus deudos o su clan, es reemplazada por el Estado. Al castigar al delincuente, el Estado venga a las víctimas y, de esa manera, les brinda satisfacción moral. Una acción moralmente rechazable quedaría moralmente compensada haciendo pagar a su autor según el patrón del ojo por ojo, obligándolo a sufrir un daño equiparable al que con su conducta provocó en la víctima.
                Ese tipo de retribucionismo es muy difícilmente defendible. Como tantas veces se ha dicho, agregar a un mal otro mal no equivale a suprimir o dejar sin efecto o sanado el mal primero, mediante una extraña operación de sustracción o resta, sino que estamos ante la suma de dos males. Si A hirió a B y, como pena, herimos a A de la misma manera, hay dos lesiones de igual valor, no una “sanación” de la lesión primera. Pero el defecto de ese modo de razonar está en la asociación con la idea de venganza como acción moralmente justificada. La venganza es vista como restablecimiento de un equilibrio roto, de manera que es dicho equilibrio previo entre los sujetos lo que resulta moralmente privilegiado. Hay en eso restos de algún tipo de pensamiento primitivo.
                Ahora bien, aplicar a un delincuente la pena que se pueda considerar racional o razonablemente merecida no equivale a vengarse de ese delincuente. Obligar a que alguien pague por lo que indebidamente hizo no equivale necesariamente a darle un tratamiento vengativo. Cuando en derecho privado se permite que se fuerce al cumplimiento de la prestación contractual incumplida no decimos que está el sistema jurídico permitiendo la venganza de la parte contratante defraudada, sino que admitimos con facilidad que caben razones que fundamenten infligirle ese mal al incumplidor. Más claramente todavía, pues falta el elemento consensual inmanente al contrato, lo vemos en el caso de la responsabilidad por daño extracontractual. Cuando con su acción negligente A causa a B un daño indemnizable y se le condena a indemnizarlo, no se nos ocurre pensar que el derecho está habilitando una venganza del dañado contra el dañador. Fijémonos, además, en la responsabilidad civil por delito. A, como autor de una conducta delictiva que dañó a B, es condenado, supongamos, a una multa de mil euros y a pagar a B una indemnización de diez mil euros, en razón de la demanda de compensación de B.  ¿Dónde estaría el componente de venganza, en la pena, en la indemnización o en ambas? Me parece que lo más razonable es sostener que ni en lo uno ni en lo otro.
                Considerar las sanciones negativas como aplicación de un principio de venganza es tan impropio como estimar que los incentivos responden a un principio de alabanza. Cuando, por ejemplo, a las familias numerosas se les aplican desgravaciones fiscales o descuentos en los precios públicos no se les está reconociendo una especie de mérito moral por tener más de dos hijos, sino que se les otorga ese incentivo justificado por razones de política social. Tener tres o más hijos no es moralmente más digno de loa que tener uno solo o preferir no tener hijos. En consecuencia, ni la pena es respuesta vengativa a un demérito moral frente a la víctima del delito ni la sanción positiva es, en el ejemplo anterior, respuesta laudatoria a una acción moral de los padres frente a los hijos, los vecinos o la sociedad entera.
                En manos del Estado, una sanción negativa o positiva se desubjetiviza, por así decir. Si un vecino me hace un favor o me procura un beneficio, yo puedo tener razones personales para recompensarlo. Si, por ejemplo, ese vecino salva a mi perro de morir ahogado, yo puedo sentir ahí una buena razón para invitarlo a cenar un día, pero esa no sería una razón para que el Estado asumiera los costes de tal invitación. De la misma manera, si el vecino mata a mi perro a posta, yo puedo encontrar buenas razones en su conducta para castigarlo de alguna manera en lo que tiene que ver con nuestra relación interpersonal; por ejemplo, negándole el saludo en el futuro. Pero esas razones mías tampoco son razones que, por sí, sirvan para que el Estado lo castigue. Cuando el Estado ofrece un incentivo positivo al que realiza determinada conducta colectivamente beneficiosa, las razones se refieren al beneficio colectivo de la conducta en cuestión. Igualmente, si el Estado castiga al que mata animales en ciertas circunstancias, será porque se considera socialmente inconveniente dicho comportamiento y sólo muy secundariamente contará el dolor del dueño del animal muerto, si acaso.
                La idea de venganza posee un componente personal y subjetivo que no tienen por qué estar presente en la pena, aunque se admita un fundamento retributivo para la pena. No es que el Estado se vengue por mí y en mi nombre del delincuente que me dañó. Pero eso no quita para que en el castigo penal pueda razonablemente verse un elemento importante de merecimiento, de retribución por la realización de una acción reprochable. Cuando un profesor puntúa con una nota muy baja al estudiante que ha hecho un pésimo examen porque no estudió nada, no se está vengando de él, sino dándole la nota que merece. Decir que esa nota retribuye el escaso esfuerzo del estudiante nada tiene que ver con venganzas ni sentimientos subjetivos del profesor. De igual manera que si eliminamos todo componente de retribución ligado al mérito y mantenemos que el suspender al alumno no tiene más función que la de incentivar a él y a sus compañeros para que estudien más, perdemos de vista una de las fundamentaciones de la calificación, la que liga estrictamente la calidad del examen con la nota merecida. Porque, sin ese dato, estaría justificada la injusticia de aprobar al que no estudió o de suspender al que no lo hizo mal, pero puede rendir más.
                Lo anterior no quita para que la tipificación de determinadas conductas como delictivas no deba estar sujeta a razones que pueden y debe ser también razones morales. Razones morales son las que permiten elevar determinados bienes o intereses a la condición de bienes penales, de bienes o intereses merecedores de protección penal. Y razones atinentes a la idea de acción moral del sujeto son las que llevan igualmente a exonerar de responsabilidad penal a quien no actuó culpablemente. Pero que sean razones morales las que justifican que una conducta se tipifique como merecedora de pena y que sean razones morales las que exoneren del castigo al que no obró con libertad y siendo dueño de sus actos no tiene nada que ver con entender que la aplicación de la pena implique venganza. Que, según parámetros no meramente jurídico-positivos, sino también morales, un sujeto merezca la pena que se le aplica no equivale a decir que al recibir la pena esté padeciendo una venganza por su mal hacer.

                2. Retribución vs. prevención.
                Aceptemos que, bajo múltiples puntos de vista, la pena supone un mal, un daño que se le inflige al reo. Entonces, ante ese mal que la pena implica, las posturas que caben son tres: rechazar la pena como mal carente de justificación, fundamentar la pena en razones utilitarias, de conveniencia social, y justificar dicho mal, la pena, en razones de merecimiento, como retribución (no sinónimo de venganza, por las razones que se acaban de exponer)
                La primera opción lleva al abolicionismo penal. El abolicionismo rechaza la pena por carente de justificación aceptable, ni de tipo retributivo, como merecimiento, ni de tipo utilitarista o por sus efectos posibles o deseables. Aquí no voy a detenerme en los problemas, pormenores y variantes del abolicionismo y nada más que haré algunas sumarias consideraciones.
                Analíticamente, podríamos diferenciar variantes del abolicionismo:
                a) No se justifica la pena porque no tiene sentido hablar de delito como acción reprochable en ningún sentido. No debería haber penas porque no debería haber comportamientos tildables de delito bajo ninguna variante de tal concepto. Así vistas las cosas, el estado social adecuado sería algo así como el estado de naturaleza.
                b) Hay conductas reprobables y que no deberían darse, pero no es la pena lo que se les debe aplicar, en el sentido de pena jurídica e institucionalmente organizada y aplicada por el Estado. No se trata, pues, de abolir cualquier tipo de castigo o consecuencia negativa, sino de eliminar el tratamiento y monopolio estatal de dichas medidas de respuesta al hacer reprochable. Probablemente lo que se propugna, entonces, es que el tipo de sanción y presión sobre el que obra indebidamente se desinstitucionalice y consista en algo similar a lo que en sociedades con una densa moral positiva grupal o comunitaria se hace con quien desatiende esos patrones de moral colectiva. Aquí no se rechaza cualquier forma de castigo o de respuesta social al comportamiento normativamente disonante, sino que se rechaza nada más el castigo estatal basado en la norma jurídica positiva.
                La pregunta capital ante el abolicionismo, en cualquiera de sus formas, sería la de en qué tipo de sociedad preferiríamos vivir y en cuál nos sentiremos más libres y seguros. Como ampliamente ha expuesto Ferrajoli, entre tantos otros, sentado que hay males que todos querremos evitar, sean esos males resultado de la acción del prójimo, sean provenientes de la acción del poder político o grupal y a modo de castigos ¿estaremos menos expuestos a ese tipo de males y daños en una sociedad sin derecho penal institucionalizado o en una sociedad con alguna forma de regulación e institucionalización de los castigos por nuestras conductas tipificadas como indebidas?

                Las doctrinas penales de tipo utilitarista justifican la pena por sus efectos o fines sociales. En cualquiera de sus variantes, el delito es visto negativamente, como conducta que se debe evitar. Y se debe evitar porque socialmente es perjudicial que dichas conductas delictivas acontezcan. A partir de ese dato común, aparecen las variantes del utilitarismo penal como justificación de la pena: la pena está justificada como acicate o móvil para que el mismo delincuente no reincida, no vuelva a hacer lo que hizo y es socialmente perjudicial (prevención especial negativa), para que los demás ciudadanos escarmienten en cabeza ajena y no cedan a la tentación de incurrir en esa conducta indebida por socialmente perjudicial (prevención general negativa), para que el delincuente aprenda o se acostumbre a tomar en cuenta y respetar la norma que sanciona ese comportamiento socialmente indebido que es el delito (prevención especial positiva) o para que los demás ciudadanos, al ver cómo al delincuente se le aplica la norma, asimilen la norma y se habitúen a respetarla (prevención general positiva).
                Examinemos lo que esas variantes implican cuando la justificación utilitarista o preventiva no va unida a ningún género de consideración retributiva de la pena.
                - Prevención especial negativa. La razón de ser de la pena se halla en que el delincuente no reincida en el delito. El delito consiste en una conducta reprobable, pero el motivo de que al autor se le condene no es que merezca el castigo por haber hecho lo que hizo, sino que no vuelva a hacer lo que socialmente no conviene que haga alguien como él, que ya ha mostrado una vez que sí es capaz de hacerlo y puede estar dispuesto a hacerlo. Porque si sostenemos que se le castiga porque por su acción lo merece y, además, se quiere que no reincida, en la primera parte de esa justificación compleja de la pena ya hemos introducido un elemento de retribución, en el sentido de merecimiento personal: se le hace pagar por lo que hizo, como primera condición u objetivo, a lo que luego se añade la otra función, la de prevención especial negativa.
                Sin ese componente de retribución o justo merecido, nace algún grave problema más. En primer lugar, y como luego veremos más sistemáticamente, no hay un patrón para la medida de la pena. Al contrario, a más pena, mayor efecto preventivo, porque más espantarán al reo, para el futuro, las consecuencias de su acción socialmente indeseable. En segundo lugar, si el castigo no obedece a ninguna consideración de merecimiento, se podrá justificar también un cierto uso preventivo del castigo: por el hecho de que usted, dada su forma de ser y su estilo general de vida, supone una seria amenaza para determinados bienes, le castigamos por anticipado y a modo de advertencia, para indicarle que más grave pena le puede caer si acaba haciendo lo que tememos que haga. En tercer lugar, y extremando un tanto el razonamiento, podemos llegar a pensar que si el objetivo exclusivo es evitar la reincidencia en el delito, la máxima eficacia se conseguirá incapacitando al sujeto para volver a delinquir, sea con penas ilimitadas, sea mediante alguna técnica de inocuización. ¿Con qué razones podemos librarnos de esas consecuencias extremas? Seguramente, introduciendo algún elemento de retribución: sólo se le puede castigar por lo que merezca y en la medida merecida, aunque, así, con esos límites, los efectos preventivos sean menores.
                - Prevención general negativa. Si el efecto que justifica la pena es el aleccionamiento general sobre lo que no se debe hacer, a base de mostrar las consecuencias de hacerlo, valen la mayoría de las consideraciones anteriores, puesto que más contundente será la lección para todos cuanto más duras y aflictivas sean las penas para el que cayó en el delito. Aquí el reo tiene algo de chivo expiatorio. Si no se le castiga como expiación por su reprobable conducta y con base en su personal merecimiento, sino buscando aquel efecto de reducción de la delincuencia general por temor al castigo, tampoco importará mucho que su merecimiento de la sanción sea grande o pequeño y mejor o peor fundado, sino que bastará con que los ciudadanos en general crean que se le pune por hacer lo que a todos ellos les está por igual prohibido. Y, en última instancia, lo que se trata de propagar mediante el castigo penal es el temor al incumplimiento de las normas en cuanto que normas, como mandatos a los que estamos colectivamente sometidos. Porque en el instante que introducimos consideraciones de merecimiento o justicia “retributiva” para atenuar esos riesgos de exceso punitivo o autoritarismo, nos las habemos con un componente de retribucionismo.
                - Prevención especial positiva. El lema podría ser el de que la letra con sangre entra. No parece muy moderno ni demasiado ilustrado este planteamiento. El castigo está justificado como medio para que el sujeto acepte la norma, la asimile y se anime a obedecerla, ya no por temor (eso sería prevención negativa), sino por convicción. La norma me prohíbe hacer X, bajo amenaza de pena, pero solamente cuando he hecho X y me han castigado, descubro lo que la norma en sí vale y cuán merecedora es de mi aceptación y obediencia. El ladrón que no respetaba ni quería la norma que prohíbe el robo va a ver con buenos ojos esa norma después de pagar cárcel por robar, y evitará la reincidencia por haber descubierto en prisión las virtudes positivas de la propiedad privada y del precepto penal que la protege. Es como si del niño que se niega a aprender a leer esperáramos que, después de recibir unos buenos azotes, se convirtiera en amante de la literatura y animoso degustador de Joyce o Proust. Una quimera.
                Si lo que con la pena se pretende es que el autor del ilícito tome conocimiento de la norma y la asuma como merecedora de obediencia y si no cuentan consideraciones retributivas o de merecimiento, parece claro que puede haber mejores medios para esa promoción de los preceptos penales y, sobre todo, que no impliquen el infligirle a alguien un mal que no estaría justificado como pago, respuestas o compensación por otro mal equivalente o proporcional causado por esa misma persona con su conducta culpable.
                - Prevención especial positiva. De nuevo sirven en buena parte las apreciaciones sobre prevención especial negativa, pero también algo de lo dicho sobre prevención general negativa. Salvando las distancias y con ejemplos que llevan al absurdo la lógica subyacente, es como si a fin de convencer a la gente para que no fume se sacrificara a un fumador consumado para mostrar a todos sus pulmones ennegrecidos; o como si para que los ciudadanos se animen a respetar una dieta saludable, se tomara a un obeso comedor de bollería industrial y se lo sometiera a público escarnio y a exhibición vergonzante de sus adiposidades. Similarmente, si lo que se busca con el castigo penal para el que comete un delito contra la libertad sexual no es que los demás que puedan verse tentados se repriman por el temor a la cárcel, sino que aprecien en lo que vale la norma protectora de dicha libertad y la cumplan por convicción, no se comprende bien por qué no hay menos cárceles y más pedagogía, o menos fiscales y jueces de lo penal y más expertos en márquetin normativo. De esa manera se evitaría que tuviera que pagar pena el reo al que no se castiga con la justificación de que por su acción lo merece (de nuevo, eso sería un razonamiento retributivo), sino para que los demás aprendan lo que él olvidó.
                Pero, ante todo, la justificación utilitarista o puramente preventiva y carente de componente retributivo choca con la gravísima objeción de qué hacer con los delincuentes irreductibles o irreformables o con las sociedades impermeables al mensaje preventivo. Una justificación basada en la eficacia depende de los resultados reales, no puede quedarse en una genérica y no contrastada mención de objetivos. Una campaña de publicidad del producto de una empresa se justifica si aumentan las ventas, y deberá ser suprimida rápidamente si no las mejora o, incluso, disminuyen. Si una política pública que supone fuerte inversión presupuestaria para que descienda la tasa de paro no logra tal descenso o lleva al incremento del número de desempleados, pierde su fundamento la inversión y deberá ser suprimida o radicalmente alterada. Si usted asume todas las labores hogareñas para que sus hijos tengan todo su tiempo para estudiar y labrarse un buen porvenir, pero ellos aprovechan todas esas horas disponibles para dormir a pierna suelta quince horas diarias o para chatear con los amiguetes, su política familiar carecerá de sentido y mejor será que cambie de estrategia. Por lo mismo, una política criminal y de justificación del castigo que se ampare nada más que en las consecuencias tendrá que atender a los efectos reales de las penas y se quedará sin fundamento si dichos efectos no son los que para justificarlas se invocaron.
                Si el argumento justificatorio es de prevención especial, sea positiva o negativa, la dificultad la plantea el delincuente pertinaz, el que ni se atemoriza por todas las veces que ha sido condenado y purgó las correspondientes penas, ni se convence de que mejor está acatar la norma penal que vulnerarla. Con el sujeto que una y otra vez reincide en el delito y que ningún signo da de que vaya a reformar su plan de vida, el argumento preventivo especial pierde sustento. Si somos radicales enemigos de todo planteamiento retribucionista y no admitimos que, aparte o además de para que se reforme y deje de desobedecer los preceptos penales, lo penamos porque lo merece, porque con su acción se hace moralmente acreedor de la sanción penal, con ese delincuente nuestra justificación utilitarista pierde pie, se estrella sin remisión. Con el irreformable no tienen sentido las acciones reformadoras. Entonces, en casos así, o bien asumimos que no tiene fundamento castigar y que deben las acciones de tales sujetos quedar impunes (cosa que en realidad no deberá provocar desgarro moral al antiretribucionista consecuente), o bien llevamos a su límite natural el razonamiento consecuencialista o utilitarista y pensamos que con esos ciudadanos irreformables tienen justificación las políticas de inocuización. Si lo que importa son los efectos sociales negativos del delito y la pena no previene el delito futuro de algunos delincuentes, evitemos esos delitos con penas más duras, aunque no parezcan las moralmente merecidas por el disvalor moral de las acciones, o con medidas alternativas a la pena que saquen de la circulación a esas personas. El derecho penal del enemigo no parece, pues, sino una radicalización de cierto componente antikantiano, antideontológico y puramente consecuencialista que está latente en el utilitarismo penal puro y duro.
                Cuando la justificación utilitarista es de prevención general, es la ineficacia preventiva general de la pena para determinado delito lo que se queda sin apoyo racional. Si los índices de comisión de cierto delito no menguan pese a las abundantes condenas, o incluso si crecen, suena evidente que está justificado el aumento de la pena para el delito en cuestión. La desproporción o falta de proporcionalidad entre el disvalor moral de la acción y la pena que así crece no podrá usarla el utilitarista pleno que no deje espacio ninguno para el argumento retributivo. Si, aun con penas que suban y suban, las tasas de ese delito no van a menos, también aquí el fin utilitario absolutamente prevalente nos abocará o bien a propugnar la despenalización, ya que la pena nada logra de lo que la justifica, o bien, más comúnmente, a dar el paso a planteamientos de “guerra” como alternativa a las políticas punitivas ordinarias, garantistas e ineficaces. De nuevo surge cierta coherencia utilitarista y antideontológica del Jakobs del derecho penal del enemigo. Cuanto más convencido el que delinque o cuanto menos sensible al “mensaje” de la pena y, por ello, mayor propagador del mensaje social antinormativo e indomable, mejor justificación para quitarlo de en medio sin contemplaciones. Si las consecuencias sociales del delito son las que justifican el castigo penal y nada más que a la prevención de dichas consecuencias se dedica la pena, y si no hay concesiones que hacer al merecimiento individual ni existen valores del sujeto que se antepongan al valor de la vida colectiva en orden y eficiente, lo jurídico es, antes que otra cosa, ingeniería social, y el derecho, en especial el derecho penal, en realidad no aplica sanciones, sino que maneja resortes conductuales, como incentivos negativos o positivos que únicamente por sus efectos se justifican y se valoran.

                3. Mal frente a mal. Sobre la relación entre retribución y los principios de culpabilidad y proporcionalidad.
                Los abundantes críticos de todo rastro de retribucionismo en la justificación de la pena insisten en que penar a alguien es causarle deliberadamente un mal, un daño en algún bien muy básico de la persona. En especial, así se ve cuando hablamos de penas privativas de libertad. Volvamos, pues, a asumir que, efectivamente, la aplicación de la pena implica infligirle deliberadamente un mal o importante daño al reo.
                La pena estaría justificada como reacción ante una acción del delincuente que también se considera dañina o mala desde un punto de vista moral. Sin duda, el delito es ilícito jurídico, en cuanto conducta típica y, por tanto, vulneradora de la prohibición contenida en la norma jurídica correspondiente. Pero quedamos en que el derecho penal no puede o debe castigar cualquier conducta, sino nada más que la que socialmente y fundadamente se pueda considerar atentatoria contra bienes muy fundamentales, de manera que quepa entender perfectamente que tales conductas antijurídicas son también y fundamentalmente conductas moralmente muy reprochables. Ahí está (o debe estar) la diferencia entre el ilícito penal y otro tipo de comportamientos antijurídicos, y ahí tenemos la base para la particular justificación que buscamos para las sanciones jurídicas más duras o más afrentosas, que son las sanciones penales.
                Así puestas las cosas, la acción delictiva es un mal, en el sentido de que provoca un daño a algún bien individual o colectivo que se moralmente se estima merecedor de suma protección. Y la pena es también un mal, ya que daña al reo en algún fundamental bien suyo, como la vida, la integridad física, la libertad, la propiedad, etc., además de señalarlo o etiquetarlo socialmente de modo negativo, con descrédito para su imagen o su honor.
                ¿Qué relación existe o debe existir entre esos dos males? El retribucionista tiene la respuesta más fácil, en mi opinión. Para él, la pena es, antes que nada y en el fondo, retribución, pago o compensación para el autor del delito por lo reprochable de su acción. No se trata de que un mal anule otro ni de reverdecer atávicas maneras del pensamiento mágico o animista. Pero, como luego veremos, poner esa idea de merecimiento o de justicia retributiva como base de la pena es la mejor manera de dar sentido a un principio que de otro modo no lo tiene, el principio de proporcionalidad de la pena. El valor de la retribución no puede ser superior al valor de lo retribuido, lo que es tanto como decir que el castigo que el reo sufra tiene que ser proporcional al mal o daño que con su conducta provocó.
                Pongamos un ejemplo. Imaginemos que yo no arrojo la basura de mi casa en los recipientes o contenedores que el municipio habilita al efecto, sino que la esparzo por el suelo. Es rechazable ese proceder mío y no sería raro que estuviera incurriendo en un ilícito administrativo o en un ilícito penal de tipo leve. Es fácil que estemos de acuerdo en que esta conducta ha de ser sancionable, pero no se nos ocurrirá  demandar penas de diez o doce años de cárcel para el que sea sorprendido regando su basura por el suelo de la calle. Pero supongamos que eso se ha convertido en una moda o en una forma de protesta. Miles y miles de personas en cada ciudad obran así un día y otro y eso aumenta considerablemente los gastos que la administración pública ha de aplicar a limpieza de las vías públicas. ¿Estaría justificado que se impusieran penas de cárcel de diez o doce años para ese comportamiento, en razón de tan perniciosos efectos sociales y para disuadir de tan reiterados comportamientos? El retribucionista dirá que no; el utilitarista no tiene especial razón para no decir que sí, salvo que tome en cuenta una pauta de proporcionalidad entre gravedad de la acción y gravedad de la pena, de equivalencia entre esos dos males. Pero aquí está la cuestión: ¿cómo establecer esa pauta si  no es acogiendo algún elemento de retribución?

                Ahora trabajemos con el ejemplo sencillo de un delito de resultado y comisión por acción. Un sujeto, S, causa con su acción lesiones a otra persona; concretamente, le provoca heridas en una pierna que tardan treinta días en curar. Para empezar, reparemos en que no toda causación de un daño así por la acción de S conllevará responsabilidad penal y pena. El Derecho penal requiere alguna forma de culpabilidad, culpabilidad que se asocia a la efectiva autonomía del sujeto, a que haya producido ese resultado mediante una acción libre, autónoma. El que esa acción dañosa acarree responsabilidad penal presupone que la acción es propiamente una acción de S, es suya. Por eso, por ejemplo, si las lesiones provienen de un disparo efectuado por un niño de cinco años, no habrá pena. Si para condenar penalmente a S se le presupone libertad de acción, que pueda ser dueño de la acción dañosa, estamos entendiendo que la pena ha de ser merecida por ser el daño por S causado fruto de su acción libre. Entonces, ¿no estamos presuponiendo que la pena nada más que se le puede imponer a quien por tal razón la merece?
                A los niños también se les ponen en la vida ordinaria castigos o sanciones diversas a fin de hacerles ver la conveniencia de respetar determinadas pautas de conducta y de que padezcan ciertas consecuencias negativas por sus comportamientos inapropiados. Si al derecho penal le importaran solamente los efectos preventivos de las penas y si nada más que le importaran estrategias de incentivación de conductas debidas, no habría objeción para el castigo penal a menores o inimputables en general. Hasta a los perros se les educa mediante castigos para que no muerdan o no ataquen a los viandantes. Si el principio de culpabilidad no se asocia al merecimiento del castigo por ser la acción delictiva fruto de la libre elección del delincuente, dicho principio pierde buena parte de su razón de ser. Pues, repito, el puro efecto disuasorio y preventivo se puede cumplir también con muchas personas de las que jurídico-penalmente calificamos de inimputables.
                Vamos ahora con el principio de proporcionalidad de las penas. Tal principio impone que debe haber una equivalencia entre el daño que el delito causa y el daño que para el delincuente la pena implica. Sin ese límite y si nada más que se atiende a la eficacia preventiva de la pena, nada obstaría a que a S se le aplicara por aquellas lesiones una pena de cadena perpetua o de treinta años de cárcel. Bastaría que hubiera datos empíricos que contradijeran la tesis de que habrá menos delitos de lesiones si el castigo es de esa magnitud que si es de uno o dos años de pena privativa de libertad. Dicho de otro modo, si el grado de daño o mal que la pena significa no puede ser mayor que el mal o daño que a la víctima causó la acción del delincuente, es por una pura cuestión de merecimiento, porque nadie debe pagar un castigo de valor superior al daño que produjo, por mucho que un castigo más “caro” conllevara un efecto preventivo mayor, más eficaz. ¿No es ese un argumento de corte retributivo?
                La comparación con la responsabilidad civil por daño es nuevamente ilustrativa. Una acción de un sujeto puede verse como dañosa para la víctima o como dañosa para la colectividad. Si la perspectiva que se privilegia es la del daño para la víctima, la compensación o el “pago” ha de ser para la víctima. Así ocurre en el derecho de la responsabilidad civil, donde la obligación de indemnizar rige frente a la víctima y por el monto o equivalencia del daño por la víctima sufrido. Por eso quienes cultivan la filosofía del Derecho de daños invocan muy a menudo la justicia correctiva y niegan que se aplique la justicia retributiva, y de ahí también las dificultades teóricas para la justificación de los llamados daños punitivos.
                Pensemos ahora en los delitos de resultado con víctima individualizada, como el homicidio o las lesiones. La específica compensación para la víctima (o sus deudos) no se organiza mediante la pena, sino a través de la responsabilidad civil por delito. Cuando en los sistemas sociales primitivos se admite y se regula la venganza privada, se piensa que la venganza provoca en el que la ejerce una satisfacción moral que de alguna manera compensa la desazón o el dolor del delito. Los sistemas jurídicos avanzados y modernos excluyen la venganza privada, la convierten a ella misma en delito y regulan las compensaciones materiales del daño por la vía de la responsabilidad civil. Pero podemos todavía preguntarnos si acaso la pena no tiene también la función, entre otras, de otorgar una forma de satisfacción moral a la víctima. ¿Es acaso moralmente rechazable que la víctima desee que, mediante el castigo, el reo “pague” por la maldad de su acción?
                Se podrá aducir que con una justificación meramente preventiva de la pena dicha satisfacción moral, en lo que cuente, queda también satisfecha, aun cuando no sea ese un elemento que deba contar. Es más, si por razones preventivas se aplica una pena desproporcionadamente alta, podría hasta pensarse que la satisfacción de la víctima “vengativa” es todavía mayor; a no ser que un cierto sentido de justicia de la víctima la lleve a rechazar un castigo desproporcionado para el que la dañó. Lo que sucede es que si está claro que la pena para un determinado delito carece de eficacia preventiva y, por tanto, es inútil para tal función, tendremos que plantear si, no obstante, la imposición de la pena proporcionada para ese delito puede estar justificada. En ese caso no queda más justificación posible que la justificación retributiva.
                Pero ¿qué o a quién retribuye esa pena? Si existe el doble sistema de responsabilidad penal y responsabilidad civil para un mismo delito, la víctima será materialmente compensada con la indemnización por el daño. Fuera de eso, materialmente la pena no compensa a la víctima, salvo que concedamos una forma de adicional compensación moral. No entraré en si puede estar moralmente justificada esa demanda de compensación moral para la víctima mediante la pena, aunque opino que sí puede haber razones aceptables que la amparen. Pero también me parece que esa constituiría una justificación secundaria o puramente complementaria de la pena, no su razón de ser. Entonces, nos queda la opción de sostener que la pena como retribución o compensación lo es frente a la sociedad. ¿Cómo se puede fundamentar? Repito que si el fundamento de la pena fuera meramente preventivo y se acreditara que el castigo de un determinado delito es ineficaz, decaería la razón de ser de esa sanción.

                4. El riesgo de la pena como precio de la libertad.
                La idea de la pena como retribución o compensación a la sociedad puede adoptar perfiles autoritarios o perfiles liberales. Bajo una faz autoritaria, la pena es retribución por la pura desobediencia, por significar el delito una rebelión intolerable contras las pautas supremas de la convivencia colectiva. Bajo tal punto de vista, el retribucionismo acaba justificando el mismo tratamiento penal que un utilitarismo penal exento de elementos retributivos liberales que frenen la búsqueda a cualquier precio de efectos preventivos. Para el retribucionismo autoritario, el mal por el que con la pena se paga no es tanto el daño a un determinado bien o interés personal o social, sino la desobediencia como tal, la falta de respeto a la norma, al orden social constituido, sea el que sea. Para el utilitarismo penal puro, lo que justifica la pena es también la búsqueda de un efecto de orden social, la prevención de determinadas acciones que se consideran dañinas al margen o por encima del merecimiento subjetivo del delincuente o del disvalor objetivo de la acción delictiva. O, si acaso, ese disvalor de la acción delictiva se mide por los efectos sociales solamente.
                Un retribucionismo liberal presenta la pena como precio que el ciudadano que delinque abona por el disfrute de la libertad. Hay procedimientos de dirección de conductas alternativos a la pena y más eficaces que ella. Y cabe imponer castigos que supriman en el delincuente la posibilidad de volver a delinquir o que la restrinjan grandemente. Frente a esas dos alternativas funcionalmente superiores o más eficaces, el retribucionismo liberal pone límites. El sistema penal contempla el delito como opción libre que la sociedad reconoce al ciudadano, el cual normativamente no debe delinquir, pero materialmente sí puede, y dicha posibilidad no se quiere suprimir. Todo ciudadano en una sociedad de seres libres y con su libertad normativamente protegida asume que puede ser víctima del delito ajeno. Desde ese punto de vista, el riesgo de padecer delito es el precio que todos pagamos por ser todos libres, y a cambio de que ninguno de los que puedan ser vistos como potenciales o probables delincuentes sea apartado de la vida social, inocuizado, y a cambio de que al que delinquió no se le vuelva definitivamente imposible el retorno a la vida social en libertad. Y, por lo mismo, la tasa que se cobra al que en uso de su reconocida libertad delinque es el de la pena. Existe, así, una especie de compensación de riesgos entre la sociedad y el ciudadano libre. Yo me arriesgo a la pena si delinco, a cambio del riesgo que mis conciudadanos asumen de que yo pueda delinquir en uso de la libertad que socialmente se me reconoce y se me garantiza. De ahí que el principio de culpabilidad implique que nada más que sea penado el que obró con libertad y siendo dueño de sus actos, y de ahí también que, en virtud del principio de proporcionalidad, la pena tenga que ser equivalente al daño concreto que con mi acción causé, y no homenaje desmedido a la vigencia de la norma prohibitiva y pura secuela de la búsqueda del orden por el orden. Por lo mismo, el principio de resocialización no se concibe como excusa para una manipulación de la conducta o la conciencia individual que impida la futura libertad para delinquir, sino como oferta de medios para la reintegración social en libertad y de acuerdo con los requerimientos de la libertad de todos. El delincuente, entonces, no es un enemigo al que exterminar, sino un conciudadano cuyo uso de la libertad se respeta en el fondo, pero no se puede asumir, porque con su acción pone en peligro el disfrute igual de la libertad por cada uno. El culpable paga por haberse aprovechado de su libertad en detrimento de la libertad de otro u otros, y porque si todos pudieran hacer como él no cabría la convivencia de todos en libertad. La retribución no es venganza por su maldad intrínseca ni precio de una ofensa personal o grupal, es, a la postre, compensación porque se le reconoce libre y él, en cambio, no ha respetado los fundamentos de la libertad ajena o los bienes con los que cada conciudadano suyo puede ser libre también.

                5. Retribución y prevención. Una combinación posible y necesaria.
                El sustrato retributivo en modo alguno excluye los fines preventivos. Sin un fundamento adicional o complementario de prevención, las penas serían, en general, socialmente inútiles. Si por definición todo delincuente penado fuera reacio a la reconsideración del uso de su libertad y a la valoración positiva de la libertad de todos, no habría razón para el coste social del sistema penal. En un sistema penal liberal no es ni puede ser esa la presunción, sino al contrario. Mas el fundamento retributivo primero parece irrenunciable, por las siguientes razones ya expuestas y que de nuevo resumo.
                Primera. La retribución, en el sentido liberal que he defendido, mantiene la razón de ser de la pena aun en los casos puntuales en que la eficacia preventiva pueda ser escasa o nula.
                Segunda. La retribución, como precio de la libertad y compensación por poder hacer un uso de ella que perjudica la de los otros, justifica el principio de culpabilidad.
                Tercero. El elemento retributivo es el único capaz de fundamentar el respeto al principio de proporcionalidad. Sin él, la proporción debida no sería entre lo que vale el daño libremente causado y la pena aplicada, sino entre la pena y sus efectos, debiendo ser, entonces, la pena proporcionada a los efectos con ella buscados. Para este retribucionismo liberal que defiendo, el razonamiento punitivo mira hacia atrás, a la proporción entre el mal producido y el mal que con la pena se le hace al reo, mientras que, sin ese límite retributivo, el razonamiento penal mira solamente hacia el futuro y busca que la pena sea proporcionada al efecto con ella buscado.
                Cuando justificamos una práctica señalamos las condiciones para que esa práctica pueda estar justificada y, con ello, indicamos también cuándo carece de justificación. Esas condiciones justificadoras pueden ser condiciones suficientes o condiciones necesarias. Veamos cómo pueden jugar a este respecto la retribución y la prevención. No perdamos de vista que la idea de retribución que aquí se maneja está ligada a la idea de merecimiento con arreglo a pautas sociales atinentes a la reprochabilidad o disvalor moral de una conducta, no a la mera desobediencia a una norma de cualquier contenido o en cualquier tipo de Estado.
                Planteemos dos situaciones.
                Primera situación. Un delito es cometido por un sujeto, pero parece claro que el castigo no va a influir en los valores y la conducta venidera de dicho individuo. Además, pongamos que resulta más que dudoso que la pena para ese delito tenga efectos de prevención general negativa o positiva. En esa tesitura, la única justificación posible para la imposición de la pena sería una justificación retributiva: hay que aplicar la pena a ese delincuente porque la merece, porque merece pagar por lo que hizo, aunque socialmente ningún beneficio se vaya a derivar y aunque socialmente la pena suponga costes. En ese caso, la retribución, como merecimiento, es condición suficiente de la pena. La alternativa sería no penar y olvidarse de lo que esa persona por su conducta merece.
                En realidad, sí habría una alternativa en términos de costes sociales. Se trataría de quitar de en medio a tal individuo irrecuperable, sea encarcelándolo de por vida de manera que no tenga ni el más mínimo margen para reincidir, sea matándolo. Aunque asumamos aquella hipótesis de que la pena por ese delito no tiene efectos de prevención general, un coste se ahorra sin duda y un beneficio se obtiene: esa persona no reincidirá, no robará, violará o matará a nadie más. Pero si así se procediera con ese cálculo abrupto de coste-beneficio, se estaría justificando la vulneración del principio de proporcionalidad. Se justificaría imponerle un castigo superior a lo que por su acción merece. Por ejemplo, la cadena perpetua para el que ya robó diez veces y podría, si recuperara la libertad, robar otras diez. Además, se estaría saltando el límite del retribucionismo liberal al que antes me referí, el cual justifica la pena en razón de la libertad y, en consecuencia, excluye la radical y definitiva supresión de la libertad.
                Con esto apreciamos que, cuando hablamos de retribución, no aludimos solamente a un parámetro negativo, sino a uno que tiene también virtualidad positiva o limitadora. Retribuir significa que está justificado que alguien “pague” en proporción a lo que merece, pero no en mayor proporción que lo que merece.
                Segunda situación. Un sujeto daña un bien penalmente protegido, pero de manera no culpable. Por ejemplo, mata a alguien en una tesitura de trastorno mental grave o de inconsciencia (pensemos que obrando como sonámbulo, v. gr.) cuya causación no le es para nada imputable. Su castigo puede multiplicar el efecto preventivo. Si penamos al que obrando como sonámbulo lesionó a otro, posiblemente le animemos para el futuro a dormir a atado o esposado a la cama y sin posibilidad de liberarse sin ayuda ajena. En cuanto a la prevención general, cualquier ciudadano puede razonar que si hasta se castiga al que sin conciencia realiza la acción penal típica, cómo no va a tener el que está en sus cabales que vigilar sus acciones para cuidarse del castigo. Como ya manifesté antes, bajo un prisma utilitarista no es fácil justificar el límite radical que presenta el principio de culpabilidad. El merecimiento (y, en ese sentido, la retribución) es condición necesaria de la pena, si es que vamos a respetar el principio de culpabilidad.
                Con esas dos situaciones he querido fundamentar que siempre es la retribución condición necesaria y que, por tanto, nunca es la prevención condición suficiente. Eso no significa que la prevención no tenga un importante papel en la justificación del castigo penal. Por las siguientes razones:
                - Cuando es claro o no es discutible el efecto preventivo de la pena se agrega una poderosa razón adicional para la justificación de la misma: además de merecida, la pena es socialmente útil. Solo se trata de excluir la pena no merecida o superior a la merecida.
                 - Cuando el efecto preventivo que puede esperarse es desdeñable, de la pena no resta más justificación que la retributiva, y eso lleva a que haya que contar con razones fuertes de merecimiento para el castigo. Es decir, no cualquier comportamiento que pueda reputarse de inmoral o personalmente reprochable puede justificar el merecimiento de una respuesta tan grave como la pena. Cuando el merecimiento es condición suficiente, han de ser muy fuertes las razones de merecimiento de tal castigo. Tenemos ahí un sólido motivo para la despenalización de algunos delitos escasamente graves y cuya pena tiene dudoso valor preventivo; por ejemplo, cuando se trate de conductas socialmente muy aceptadas o habituales y cuya reprochabilidad no sea grande. También el argumento de la prevención pone coto a un retribucionismo exagerado o a la pretensión de penar cualquier conducta que pueda sentirse como inmoral en algún sentido. No toda conducta reprochable merece una pena, especialmente si la pena no tiene efectos sociales positivos.
               
                6. ¿Por qué se merece la pena?
                En lo hasta aquí expuesto se está asumiendo que la pena justificada es la pena merecida y que el que recibe pena ve retribuido su merecimiento de la misma. Se ha dado por sentado que la base de ese merecimiento está en la reprochabilidad de la conducta y que esa reprochabilidad es, en su base, reprochabilidad moral. Por supuesto, se asume también el principio de legalidad penal, lo que quiere decir que con el delito se vulnera una norma jurídica prohibitiva. Mas la fuente de la reprochabilidad no está en el mero incumplimiento de la norma penal, sino en el atentado contra el bien que la norma penal protege. Con todo esto estoy dando por sentado que la pena justificada no es meramente la pena jurídico-formalmente justificada. Ya que al hablar de justificación de la pena nos movemos en el campo de las razones morales y no en el de la pura técnica penal, se está presuponiendo la diferencia entre pena legítima y pena ilegítima, distinción que no se corresponde con la diferencia entre pena legal y pena ilegal. Una pena legal puede ser una pena ilegítima. En otras palabras, si de justificación hablamos, debemos referirnos a las razones para penar como razones para que la ley legítimamente tipifique delitos y penas. Si parto de que las razones puramente preventivas o utilitaristas pueden dar pie a penas ilegítimas, la pregunta es sobre qué razones morales pueden justificar la pena legítima.
                Bajo una óptica liberal como la que aquí subyace, sólo podrá ser legítima la previsión legal de pena y sólo será legítimo, por merecido, el castigo penal de un sujeto bajo ciertas condiciones:
                - La libertad, como principio rector, presupone el pluralismo de ideas, creencias y concepciones del bien y del mal, así como la posibilidad genérica de que cada cual viva y se comporte de acuerdo con sus ideas y preferencias.
                - En ese contexto de libertad y pluralismo, los límites a la libertad sólo podrán legitimarse mediante acuerdos en un marco de deliberación.
                - Tales acuerdos nada más que podrán ser acuerdos mayoritarios, acuerdos de mínimos y acuerdos sobre la protección de bienes e intereses que todos o la grandísima mayoría puedan considerar como irrenunciables. Por ejemplo, que haya personas que disfruten matando o que piensen que es moralmente aceptable matar a determinadas personas o en ciertas situaciones no quita para que pueda razonablemente suponerse que nadie quiere que lo maten y que, como pauta general, todos apreciamos el valor supremo de la vida. Por eso parece fácil la justificación de la pena por homicidio y acordar que el que culpablemente mata a otro merece el castigo.
                - Por lo mismo, no resulta sencillo justificar la pena para conductas atentatorias contra bienes que raramente serán vistos por todos como merecedores de tan contundente y coactiva protección. Podemos fácilmente asumir que ni a ricos ni a pobres les parecerá bien que les roben lo que es suyo y, si acaso, que el pobre considerará aún más afrentoso que otro le arrebate algo de lo poco que tiene; pero no es nada fácil justificar como razonable un acuerdo sobre la punibilidad de la blasfemia y sobre el merecimiento del castigo por el blasfemo. Tal vez otro tanto se pueda decir, por dar otro ejemplo, sobre los delitos consistentes en atentados contra los símbolos del Estado. Sin duda que la cohesión social se acrecienta con la protección de ciertos símbolos de la organización colectiva, pero las razones de mera cohesión social raramente valdrán como razones de merecimiento personal de castigo.
                En resumidas cuentas, este retribucionismo liberal y mínimo que defiendo nada tiene que ver con la apología del punitivismo, sino muy al contrario. La idea de pena como merecimiento personal, en un contexto de libertad y pluralismo, vale para poner coto a un posible punitivismo consecuencialista. Ninguna consecuencia social positiva justifica racionalmente la aplicación de penas al que no las merece y por aquello que en un ámbito social libre y deliberativo no pueda razonablemente fundarse como merecedor de tan sanción. Al fin y al cabo, me parece que cuando muchos de nuestros penalistas críticos del retribucionismo y partidarios de las justificaciones preventivas se alarman, aquí y ahora, por la ola de punitivismo que padecemos y porque se penan tantos comportamientos que no deberían castigarse así, están brindando razones de corte retributivo, aunque no se den cuenta o no lo les guste reconocerlo.