25 julio, 2015

Acciones afirmativas y discriminaciones primeras. Y de justos por pecadores.



                Las llamadas acciones afirmativas (también denominadas a veces acciones positivas o discriminaciones inversas) son medidas regulativas que introducen una diferencia de trato legal con el fin de reducir una desigualdad material o social entre grupos.
                La gran mayoría de las definiciones dan vueltas a esas ideas centrales y se diferencian en que incorporen más o menos supuestos dentro del concepto. Así, para James P. Sterba la acción afirmativa es “a policy of favoring qualified women and minority candidates over qualified men or nonminority candidates with the immediate goals of outreach, remedying discrimination, or achieving diversity and the ultimate goals of attaining a color-blind (racially just) and a gender-free (sexually just) society” (James P. Sterba, “Defending Affirmative Action, Defending Preferences”, Journal of Social Philosophy, 34, 2003, p. 285).
                Los elementos definitorios son los siguientes:
                - En una norma se asigna un trato más favorable a un grupo social o sector de la población. Ese grupo recibe así una ventaja y, por contraste, los demás grupos al efecto concurrentes no son tratados en igualdad, sino que quedan en una posición de desventaja comparativa.
                - Dichas medidas normativas se justifican como medio para solucionar o aminorar una situación de desventaja o discriminación social del grupo legalmente favorecido.
                - La tensión, por tanto, se produce entre dos principios constitucionales, el de igualdad de todos los ciudadanos ante la ley y el de igualdad social o material entre los ciudadanos.
                Los ejemplos son sobradamente conocidos. Si en un Estado hay un grupo racial que, por razones culturales, de discriminación histórica, laboral, etc. se encuentra en una situación de fuerte desventaja, de manera que, bajo condiciones de igualdad formal, compiten en inferioridad y encuentran dificultades mayores para acceder a los puestos y estatutos más relevantes o cotizados, puede estar justificado un trato legal que permita a los de ese grupo alcanzar esos objetivos con requisitos menores o condiciones menos gravosas que las que con carácter general rigen al efecto. Así, y por mencionar nada más que un posible supuesto, cabe que a los ciudadanos de esa raza en desventaja se les reserven cuotas en las universidades, de forma que puedan acceder a los estudios universitarios con una calificación menor de la que se les requeriría en otro caso. Quiere decirse que, en una escala curricular de cien puntos, un ciudadano del grupo beneficiado por esa reserva de cupo puede acceder, por ejemplo, con noventa puntos, mientras que se queda fuera uno de los otros que tiene noventa y un puntos y que habría entrado si la competencia hubiera sido bajo condiciones idénticas, sin dicha cuota.
                Los debates sobre la razón de ser y la utilidad de las medidas de acción afirmativa son enconados en la doctrina internacional, y no los glosaré aquí en este momento. Unos afirman que ha de prevalecer el puro mérito y que dichas políticas son socialmente dañinas, porque con ellas se impide que, por seguir con el mismo ejemplo, se hagan médicos o ingenieros o abogados los más capaces y que mejor pueden rendir para el bien de la colectividad; o porque las acciones afirmativas, a la postre, acaban por suponer una etiqueta negativa y un nuevo prejuicio en contra de aquellos a los que se pretende impulsar. Los defensores aducen que se trata de una herramienta perfectamente válida para terminar con las desigualdades sociales y materiales entre esos grupos, pues nada más que con ese beneficio compensatorio se logrará que acabe habiendo un número parejo o proporcional de médicos, ingenieros, abogados, economistas, etc. de esas colectividades marginadas.
                Subráyese que no se trata de remover las discriminaciones legales existentes y que impiden o dificultan que los de tal o cual grupo puedan llegar a determinadas profesiones en igualdad con los otros. Ese es un paso previo, anterior, y se fundamenta en la igualdad de trato legal, que es, en cierto sentido, lo contrario de la acción afirmativa. La acción afirmativa no elimina barreras legales, barreras que ya tienen que haber desaparecido antes, sino que instaura en la ley ciertos privilegios o tratos de favor que a unos benefician y que, correlativamente, pueden perjudicar a los otros. La acción afirmativa, repito, pone una excepción a la pauta de igualdad ante la ley, aunque con el fin de revertir una situación de discriminación que ya no es legal, sino social.
                Todo lo anterior es bien sabido y el punto que aquí me interesa tratar es el de cómo la acción afirmativa en favor de grupos discriminados se combina con las desigualdades económicas. Concretando mejor, la cuestión se puede enunciar así: si en una sociedad existen también fuertes desigualdades económicas y dichas desigualdades son transversales a los distintos grupos, ¿no cabe que la acción afirmativa acabe reforzando la desigualdad económica y favoreciendo a los más ricos de los grupos colectivamente más desfavorecidos?
                Imaginemos un Estado en el que, a los efectos que para la acción afirmativa en cuestión importen, hay tres grandes grupos de ciudadanos, y llamemos a esos grupos A, B y C. De cada grupo forma parte un tercio de la población de ese Estado. Los del grupo C vienen padeciendo una secular discriminación y, en consecuencia, viven, de promedio o como pauta general, en situación social de inferioridad. Si vemos, por ejemplo, cuántos titulados superiores existen en ese Estado o cuántos profesionales con carrera universitaria, el resultado puede ser así: 50% pertenecen al grupo A, 45% son del grupo B y solo un 5% forman parte del grupo C. En ese contexto, parece que puede estar bien fundamentada alguna política acción afirmativa en pro de los de ese tercer grupo, con el objetivo final de que pasen del 5% a una proporción similar a la de los otros.
                Ahora añadamos un dato más, que muy raramente se toma en cuenta en estos debates, la distribución de la riqueza entre esos grupos. En el escalón superior de riqueza y patrimonio hay un 5% de la población total de tal Estado. El Estado tiene diez millones de ciudadanos y, de ellos, quinientos mil se encuentran en ese peldaño superior de riqueza. De ese medio millón de los más ricos, doscientos cincuenta mil (50%) son del grupo A, doscientos mil (40%), del B y cincuenta mil (10%) del C.
                Si aceptamos que las oportunidades vitales de cualesquiera ciudadanos dependen grandemente de su situación económica o la de su familia, es muy verosímil suponer que haya una correlación notable entre la situación social y la situación económica de dichos sujetos. En cualquier caso, en la realidad de cualquier país eso no es muy difícil de comprobar. Asumamos aquí que, en el Estado en cuestión, disponemos de los siguientes datos fiables: la inmensa mayoría de los titulados superiores de ese país, sean del grupo A, B o C (ya se han señalado antes los porcentajes de titulados superiores de cada grupo) pertenecen a ese 5% por ciento de los más ricos. Dicho de otra manera, tanto en A como en B y C hay pobres y ricos, aunque en proporción diversa. Pero siempre son los ricos los que alcanzan los puestos más cotizados. Suceda que, como el porcentaje de ricos de A es mucho mayor que el porcentaje de ricos de C, hay muchos más profesionales con carrera en A que en C.
                ¿Qué pasará si para el acceso a las universidades introducimos medidas de acción afirmativa a favor de los de C? Creo que es muy de temer que ocurran dos cosas:
                a) Esas medidas beneficiarán principalmente a los ricos de C. Seguramente los de C que sean económicamente más débiles no estarán en situación de competir ni siquiera por los puestos reservados. No podrán competir en mínima igualdad con los potentados de A o B bajo la regla general, pero tampoco con los económicamente fuertes de C por los puestos de la cuota.
                b) Tales medidas perjudicarán a los más pobres de A (o B). El aspirante más pobre de A tiene todas las de perder frente al aspirante más rico de C, a igual merecimiento objetivo. O sea, ese estudiante perteneciente a A ya estaba en clara desventaja frente a los pudientes de su grupo, pero no le bastará ganarlos a ellos. Ahora, además, se quedará sin su plaza universitaria frente a uno de C que compita con una nota inferior y que, con hartísima probabilidad, será más rico que él. O sea, el pobre de A deberá vencer a los más ricos de su propio grupo (A; y B) y nada más que se librará de perder ante el de C si ha ganado a aquellos más ricos de su grupo, A (y B).
                Concretemos un poco más el supuesto con el que estamos trabajando. En ese Estado las plazas universitarias están muy cotizadas. Para tener mayores posibilidades de conseguir una, los estudiantes acuden a preparar el examen de ingreso o algo así como la selectividad a academias privadas. Las mejores de esas academias son las que tienen mayor tasa de éxito, pero son también las más costosas. Únicamente los que disfrutan de mejor economía pueden pagarlas, sean de A, B o C. La proporción de aprobados de los de cada grupo que frecuentan esas academias es la misma. Consecuentemente, están en inferioridad los que no tienen con qué pagar tales academias, los más pobres, sean del grupo que sean. Pero los de C que sí contraten tales academias gozan de una ventaja más: tienen su cuota reservada y o bien entran con el baremo general, o bien pueden acceder con el “descuento” resultante de la cuota.
                Lo que he dicho en este ejemplo de aquellas academias podría valer para los colegios, si se trata de una nación en la que los colegios con resultados más altos son colegios de pago y hay una proporción entre precio y resultados educativos.

                Hasta aquí el planteamiento del caso. Alguien podrá alegar que no hay en la realidad situaciones como la que he descrito. Creo que es más que evidente que sí existen. Hasta tal punto lo creo, que no me voy a parar en desarrollar esta afirmación. Lo que sí cabe es que no sea esa la estructura de base de todas las políticas de acción afirmativa. De modo que lo que a continuación sostendré valdrá únicamente para aquellos casos en los que las oportunidades sociales de los miembros de un grupo estén grandemente condicionadas por la situación económica de tales sujetos. Imaginemos una sociedad en la que el noventa y nueve por ciento de los tuertos no pueden comprarse una casa, aunque la ley se lo permita, pero en la que todos los tuertos con dinero sí pueden adquirir una sin problema. Aquel noventa y nueve por ciento no tiene posibilidad de comprar casas, ciertamente, pero no porque se trate de tuertos, sino porque se trata de pobres. Están exactamente igual que los no tuertos sin recursos económicos. Y los tuertos con posibles se hallan a la par que los otros ciudadanos con buena capacidad económica, en lo que a la posibilidad de adquirir casas se refiere.
                Vamos al fin con la hipótesis que deseo presentar. Se puede resumir fácilmente así: la discriminación grave es la discriminación por motivos económicos y es la desigualdad económica la que, en un Estado social, hay que combatir con medidas legales que faciliten una plena igualdad de oportunidades, igualdad de oportunidades que ha de ser completamente ciega a toda diferencia por razones de adscripción grupal de los individuos.
                Si eso es así, los tratos favorables o bien miran solamente la situación económica, o bien se combinan con atención a la situación económica. En caso contrario, revierten en acrecentamiento de la injusticia contra los más débiles en lo económico. Desarrollemos esto sucintamente y continuemos con el ejemplo de la educación.
                La igualdad de oportunidades entre todos los niños y jóvenes se consigue haciendo que la calidad de la educación sea la misma para todos, de manera que todos los que puedan aprovecharla la aprovechen en la misma medida, que será la de su talento. Si, en una economía de mercado tenemos que hay colegios privados más caros o costosas academias preparatorias y que su éxito es mayor, se debe dar becas y ayudas para que ahí concurran los que no tienen con qué pagar. Y, mucho mejor todavía, el instrumento plenamente igualador en esto será una educación pública gratuita que compita en rendimiento y buena formación con esas instituciones privadas.
                Admitamos, como segunda opción, que siguen los mejor situados accediendo a una formación más eficiente, que pagan. Puede, en principio, admitirse una política de cuotas en las universidades para los integrantes de aquel grupo C de antes. Pero con un matiz: las cuotas han de ser para los de C que no rebasen un determinado umbral económico. Y, aun así, restará un elemento de incongruencia, pues los de C que no superen ese umbral jugarán con ventaja ante los de A que tampoco lo superen. Tendremos, pues, que los más discriminados o doblemente discriminados serán los más pobres de A. Razón por la que retorno a la primera opción y sigo sosteniendo que la política social preferible y más justa no es, por lo general, la basada en acciones afirmativas como las mencionadas, sino la política social de igualdad de oportunidades que compense la desventaja económica de los individuos con menos recursos.
                Porque, al fin y al cabo, ¿por qué tienen que pagar los pobres del grupo socialmente ventajoso por las culpas que individualmente no tienen? ¿Por qué un pobre más capaz, esforzado o talentoso ha de ceder el paso a un rico que lo sea menos,  pero que pertenezca a un grupo en el que muchos han sufrido discriminación, aunque él sea un privilegiado y nade en la abundancia?

19 julio, 2015

Sin retribución no hay pena justa



                A la mayoría de los penalistas españoles se les eriza el vello corporal cuando oyen hablar de justificaciones retributivas de la pena. Posiblemente esa especie de prejuicio proviene de la muy potente e influyente dogmática alemana, donde retribución penal es asociada a venganza primitiva, donde se liga a las llamadas teorías absolutas de la pena y se tiñe de colores poco menos que religiosos o místicos, y donde, para colmo, en los últimos tiempos parece que algunas teorías retribucionistas van por la senda hegeliana y cobran aroma de autoritarismo o estatismo tremendo. Así que el retribucionismo es contemplado como esencialmente reaccionario y poco digno de consideración teórica.
                En otros ámbitos de la cultura jurídica las cosas no son así. En la discusión teórica anglosajona se habla de un renacer del retribucionismo desde hace cuarenta o cincuenta años y, además, muchos de los que se proclaman retribucionistas están en las filas que aquí llamaríamos progresistas. Para colmo del desconcierto, el muy conservador juez Scalia, en la sentencia del caso Harmelin (véase también aquí) sostuvo que el principio de proporcionalidad es un componente capital de la justificación retributiva de la pena y que resulta incompatible con cualquier fundamentación de la pena que se base en la búsqueda de la disuasión, la incapacitación o la rehabilitación del delincuente. Se trataba de ver si la imposición de una pena desproporcionadamente alta para la gravedad del delito está vedada por la Enmienda Octava, la que prohíbe las penas crueles, inhumanas o degradantes. En el Tribunal Supremo de EEUU se ha buscado en esa norma el anclaje constitucional para el principio de proporcionalidad de las penas y las posturas de sus jueces a lo largo de décadas han sido cambiantes y contradictorias.
                Scalia entiende que la Constitución no está alineada con ninguna filosofía penal en particular, pero que tanto desde los orígenes de la carta constitucional (no olvidemos el originalismo de Scalia) como en la actualidad, la opinión pública y política dominante tiende a justificar la pena por sus consecuencias sociales favorables, en términos de disuasión fundamentalmente, o, como diríamos, aquí, por su función de prevención. Según Scalia, si se quiere ser fiel a esa fundamentación consecuencialista o preventiva, hay que prescindir del principio de proporcionalidad de las penas, que es un componente nada más que de la justificación retribucionista. En consecuencia, cuando resulte que, en un delito dado, el efecto disuasorio nada más que se pueda lograr con penas muy altas, desproporcionadas en relación con la gravedad moral del delito, no hay por qué pararse en ideas de merecimiento o justicia y el principio de proporcionalidad está de más. En otras palabras, habría, según Scalia, una asimilación o correspondencia entre principio de proporcionalidad y fundamentación retributiva, y o atendemos a ese principio o atendemos a las justificaciones consecuencialistas, funcionales o utilitarias de la pena, sin que quepan posturas intermedias o mixtas.
                En su núcleo más común, el actual retribucionismo americano puede resumirse bajo las siguientes tesis unidas:
                a) La pena justa como pena merecida. Que la pena sea merecida no significa que el delito tenga una especie de propiedad ontológica que haga de la pena un bien intrínseco y necesario para algo así como el orden del mundo o de la Creación. Ese merecimiento es un merecimiento moral. La pena justificada es la que se impone a un sujeto por una acción suya que resulta moralmente reprochable. Por tanto, para que haya delito tiene que darse reprochabilidad moral de la conducta. El sujeto merece el mal que la pena para él representa porque la pena equivale de alguna manera a lo que de reprochable moralmente hay en su acción. Eso no implica que toda conducta moralmente reprochable sea merecedora de castigo penal, pero sí implica que no puede haber castigo penal si un determinado grado de reprochabilidad moral.
                b) La pena solamente cabe para el sujeto culpable. Los retribucionistas mantienen que no es fácil fundar el principio de culpabilidad como límite penal sin aquella filosofía retributiva de fondo, sin tal idea de merecimiento moral. La pena solamente la merece quien obró personalmente y obró siendo dueño de sus actos. Insisten los retribucionistas en que con planteamientos puramente preventivos y disuasorios puede en ciertos casos resultar justificado castigar al inocente, para escarmiento general de la sociedad (a la que se le puede ocultar que el penado era inocente) o imponer penas “vicarias”, castigando, por ejemplo, a los hijos del que cometió el ilícito. Si yo sé que si cometo cierto delito van a ser encarcelados mis hijos, tendré una muy fuerte razón disuasoria, un motivo especialmente poderoso para abstenerme de tal conducta.
                c) La única pena justificada es la pena proporcional. La proporcionalidad supone equivalencia entre el mal que el delito causa y el mal que, como castigo, al delincuente se le impone. No es que un mal (la pena) sane otro mal (el delito) o lo anule, no se trata de ninguna extraña construcción metafísica. Se trata de que nadie sea castigado en medida mayor de lo que por su conducta merece, y dicho merecimiento tiene su primera base en el grado o alcance de la reprochabilidad moral.
                No se me ocurre cómo se puede hacer uso del principio de proporcionalidad sin ese trasfondo retributivo o con un enfoque meramente preventivo. La alternativa consecuencialista para construir el principio de proporcionalidad está condenada a fijar una idea de proporción muy diferente. Esa proporción tendría que ser entre el daño social que un tipo de delito produce y el beneficio social que su castigo genera, en términos de reducción de esos actos delictivos. Es un razonamiento en clave de costes sociales, aunque no sean necesariamente costes económicos.
                Pongamos que el daño que se estima que causa el delito D es un daño X. Imaginemos también que ese delito no nos parece muy altamente reprochable desde un punto de vista moral. Si para D se tipifica una pena P proporcionada en su gravedad a la reprochabilidad de la conducta delictiva, el daño social desciende un grado, en una escala de 0 a 10. Tenemos, pues un resultado de X-1. Supongamos ahora que tenemos datos fehacientes que nos indican que multiplicando por diez la dureza de la pena para D, el efecto preventivo es altísimo, de grado 9, de forma que con esa altísima pena para un comportamiento no tan reprochable pero socialmente perjudicial, la comisión de tal delito será escasísima, puramente marginal. El daño X habrá prácticamente desaparecido, de resultas del buen efecto práctico de esa pena moralmente desproporcionada, pero funcionalmente muy eficaz.
                La pregunta decisiva es, pues, la siguiente. ¿Hay alguna manera de mantener el principio de proporcionalidad de la pena, en el sentido en que habitualmente lo usamos, sin limitar la justificación preventiva o consecuencialista y sin hacerle sitio a un elemento de retribucionismo, entendido de la manera que he descrito?
                En mis tratos con tantos amigos penalistas, estoy acostumbrado a verlos rasgarse las vestiduras ante este punitivismo actual que día tras día endurece las penas, incurre en incongruencias valorativas tremendas al castigar más severamente comportamientos que son menos graves que otros con pena menor o pone castigos muy duros para delitos que no los merecen. ¿Están esos penalistas presuponiendo un retribucionismo limitador, como el descrito, y nos insinúan, por tanto, que no es admisible para ningún delito una pena superior a la que merece? O, a la inversa, cuando se echan las manos a la cabeza porque determinados delitos altamente reprobables, como algunos de los llamados de cuello blanco, quedan impunes o reciben en la ley castigo más liviano que el merecido, ¿siguen argumentando retributivamente, aunque no lo reconozcan?
                Un penalista consecuencialista o prevencionista puro puede responder que el escándalo proviene de que esas penas más altas no son disuasorias en verdad, o muy escasamente, o que, en los otros casos, esos castigos tan suaves tienen un efecto antipreventivo. Pero me parece que ese argumento tiene algunas debilidades. Una, que puede ser válido para ciertos delitos, pero no para todos los casos. Cuando la pena desproporcionadamente alta sí disuade grandemente, al prevencionista puro no le quedará mucho que decir. Otra, que, si en los efectos preventivos está la clave, el prevencionista tiene que ser sumamente sensible a los datos empíricos, criminológicos, sobre la incidencia real de las pena en las tasas del delito en cuestión. Un dogmático penal puramente prevencionista y poco atento a las aportaciones de las ciencias empíricas criminológicas parece condenado a razonar un poquillo en el vacío, a humo de pajas.
                Naturalmente, al retribucionista le queda mucho que hacer, especialmente en lo referido a las ideas de merecimiento moral de la pena y de proporcionalidad. Al igual que le falta algo esencial al prevencionista que habla de efectos preventivos mejores o peores sin manejo de los datos que brinden las ciencias sociales y de la conducta, el retribucionista necesita una teoría moral consistente y una buena construcción de la idea de proporcionalidad como equivalencia entre reprochabilidad moral de la acción y grado de aflicción de la pena. Eso está sin elaborar en gran parte, pero algo hay. Algo significa, a ese respecto, el acuerdo generalizado en que es excesiva e injustificada una pena de treinta años de cárcel para el que roba cien euros, o una de multa de cien euros para el que asesina a diez personas. Quizá a partir de esos acuerdos primarios quepa ir elaborando una buena teoría de la proporcionalidad como pena merecida. Y alguna relación con esto debe de tener la teoría de los bienes jurídico-penales, tan querida por nuestra dogmática penal.
                En verdad, entre los retribucionistas de estos tiempos son mayoría los que se acogen a una teoría mixta o híbrida. Hay muchas variantes, pero podría sintetizarse del siguiente modo la posición que domina: el límite de la proporcionalidad con el merecimiento es un límite absoluto, pero la pena no puede estar justificada por el puro merecimiento. Esto es, la pena también ha de cumplir una función social positiva, preventiva. Quiere decirse que esos principios ligados de merecimiento y proporcionalidad (más el de culpabilidad, estrechamente emparentado con la idea de merecimiento) son condición necesaria para la pena justa o justificada, pero no son condición suficiente.
                Esas teorías mixtas también pueden topar con una objeción muy seria, que paso a exponer, para acabar. Imaginemos el siguiente caso y acéptense los datos del caso, tal como lo expongo. En un Estado ha comenzado a actuar un grupo terrorista sumamente violento y peligroso. Dirigidos por su sanguinario cabecilla, han segado la vida ya de docenas de personas, de manera muy cruel. Pero se sabe con total certeza (esta es la parte del ejemplo que pido que se acepte, pues puede ser real en alguna ocasión) que si ese cabecilla es detenido, juzgado y condenado a la pena legalmente prevista para tan horribles crímenes, en ese territorio serán muchísimos los que lo consideren un mártir de la causa y cientos y cientos los que darán el paso de incorporarse a dicha organización terrorista. Estoy hablando, por tanto, del caso (extraño, pero no imposible) de que la aplicación de la pena merecida tenga efectos fuertemente antipreventivos, provoque consecuencias opuestas a las que justifican la pena como disuasoria.
                No sé lo que en un caso así tendría que decir el prevencionista. Pero si piensa que es absolutamente justo el castigo para aquel sujeto, pase lo que pase y caiga quien caiga, se nos ha convertido en un retribucionista duro. Tampoco sé cómo va a salir del apuro el que maneja una teoría mixta como la que brevemente he descrito. Si dice que el castigo en esa oportunidad es insoslayable, por imperativo de la justicia, pone una excepción a aquella tesis de que el merecimiento de la pena es condición necesaria, pero no condición suficiente. El único que lo tiene fácil ahí es el retribucionista puro. Pero el retribucionista puro también asusta bastante, con su rigidez moral y su fiat iustitia, pereat mundus, al kantiano estilo. Ciertamente, se ha subrayado mil veces en estos tiempos que retribucionistas puros apenas ha habido o hay. Lo fue Kant, posiblemente (hay interpretaciones divergentes, no obstante), y en nuestros tiempos el que más se acerca es Michael S. Moore, de Placing Blane: A Theory of the Criminal Law (2010).
                Dejando de lado esos eventuales casos trágicos, me pregunto: ¿tanto desgarro íntimo o gremial supondría para nuestros penalistas patrios y sus compadres alemanes admitir que el retribucionismo de nuestro tiempo no es retrógrado, sino todo lo contrario, y que algo de retribucionismo asumimos todos cuando nos alarmamos con los desmanes de nuestros desmedidos legisladores penales?
                (Para un comentario crítico de las tesis de Scalia y una potente defensa de las teorías mixtas, véase Ian P. Farrell, “Gilbert & Sullivan and Scalia: Philosophy, Proportionality, and the Eighth Amendment”, aquí).