07 febrero, 2016

Tesis doctorales. Por Francisco Sosa Wagner



Al ciudadano que no esté muy al tanto de lo que ocurre en la Universidad española quizás le interese saber que, en estos meses que inician los compases del año 2016, las tesis doctorales se están leyendo en nuestras Facultades en racimo siendo, en principio, un misterio la causa de tal frenesí. Porque las preguntas se multiplican: ¿habrá sido inoculado en el español el bacilo del estudio y de la investigación? ¿padecen las plumas urgencias mal contenidas? ¿buscan los doctorandos desahogos que otros encuentran en los paraísos artificiales? ¿algún laboratorio de complementos vitamínicos ha asociado la lectura de una tesis con el bienestar del cuerpo? ¿algún psicólogo de campanillas ha vinculado el trance doctoral al mejor gobierno de las pasiones?

En puridad, nada de eso ha ocurrido. La causa es más sencilla de explicar y voy a tratar de hacerlo. Todo viene de la afición descontrolada a los disparates que cultiva el legislador que se ocupa de la Universidad. Se trata de un sujeto que no descansa, que jamás se fatiga, que en cuanto olfatea un buen dislate en el horizonte se pone en tensión, enarca las cejas, ensancha sus ollares, expande sus facultades olfativas, despliega sus peores ardores y se pone en trance. Un trance, ay, que acaba en la promulgación de un decreto, de una ley o de algún otro exceso boletinesco pues que nada ni nadie puede detenerle.

Atención a este legislador del que hablo porque nunca desaprovechará la oportunidad de ocasionar un estropicio. Su disposición de ánimo es inmarcesible; su puntería, infalible.

En esta ocasión ha engendrado la idea de fijar una fecha límite para la lectura de las tesis doctorales. Es decir, ha puesto un plazo infranqueable a lo que toda la vida ha sido el producto de una gestación pausada, según un ritmo cauto e impulsado por el ingenuo deseo de estudio, por la curiosidad, circunstancias estas que iban dando a luz los trabajos madurados en la penumbra de las cavilaciones personales y que luego eran presentados en una Facultad como una tesis doctoral.

Si algún lector quiere distraerse en sus viajes en tren le aconsejo que se fije en algunos compañeros de asiento que son profesores universitarios. Hay centenares en trasiego constante: que vienen de una tesis o que van a una tesis y que tienen en sus agendas un abultado número de compromisos análogos que les angustia porque los hay muy disciplinados que las leen en su integridad y las anotan con el  rigor implacable de un monje medieval. Compañeros míos he encontrado que se recorren centenares de kilómetros para poder colocar el birrete doctoral a dos o tres estudiosos en un mismo día. 

Nuestro temible legislador, incansable como digo, despierto y vigilante, debió de advertir que había mucho doctorando con poca acometividad y, a través de las páginas del Boletín, le ha conminado a rendir sus trabajos de forma inexcusable y perentoria. De manera que España carecerá de otras razones para estar orgullosa de su Universidad pero podrá pavonearse de haber conseguido que se lean en pocos meses centenares de tesis y de exhibirse así en uno de esos certámenes de números y cábalas que se conocen con el nombre de estadísticas.

Cada vez es para mí más claro que el legislador universitario merece un homenaje nacional. Gracias a él una multitud de tesis doctorales alza hoy sus copas al cielo y busca su cobijo a la sombra del pensamiento bien concertado.