24 noviembre, 2016

El tiempo en estos tiempos

(Publicado en Canibaal nº 7, 206, pág. 96).



            Lo que se está volviendo imposible es la concentración, el dedicar tiempo seguido a alguna cosa, el planear las propias actividades. Nada se puede hacer cuando todo el tiempo hacemos algo que en su mismo instante se esfuma. Nos bombardean acontecimientos triviales que tratamos como emergencias que requieren nuestra atención inmediata. Llegan correos electrónicos, mensajes de tres o cuatro redes sociales, avisos del teléfono móvil… e interrumpimos cualquier cosa que estemos haciendo, ya sea comer, acariciar, cambiarle los pañales a un hijo, leer un libro, poner ladrillos en lo alto de un andamio, un experimento científico, una conversación íntima con un amigo, el rezo en un funeral... Cuando lo momentáneo se hace continuo, cuando lo repentino se da de seguido y lo excepcional se convierte en regla, caen todas las referencias establecidas y nuestro comportamiento es previsiblemente caótico. Esa es la paradoja. Ya es perfectamente calculable nuestro modo imprevisible de actuar, pues dependemos de estímulos absolutamente aleatorios que sabemos que no dejarán de suceder. Yo sé que mi amigo no va a atender a nuestra conversación más de un minuto o dos, ya que algún aparatillo va a sonar o vibrar y se va a llevar su atención. El amante sabe que la pareja que ya no lo escucha nada más que le prestará la atención soñada si, allí mismo, desde el lecho que comparten, le envía un whatsapp. La plenitud solo es imaginable ya en parejas que al hacer el amor chatean entre sí, en amigos que ante la misma mesa intercambian confidencias por whatsapp, entre amantes que en la misma cama se excitan mirando las fotos de la desnudez del otro que el otro en ese instante les envía.
Los aparatos mismos con que nos comunicamos son la quintaesencia de la comunicación y la inmediatez de los mensajes es la negación del tiempo. Ya nada podemos hacer, ya no estamos para nada. Todas las mañanas mi teléfono móvil me conecta y yo me siento muy útil por haberme recargado durante la noche. De inmediato, mi teléfono móvil se conecta a través de mí con todos sus colegas y yo me siento útil al fin y le veo el sentido a mis circuitos.

15 noviembre, 2016

Sobre la vida buena en los aviones



Hoy, en esta bitácora un poco abandonada últimamente (seguro que por las mismas razones de las que aquí voy a tratar), quiero dedicar cinco minutos a reflexionar sobre el curioso hecho de que últimamente mis horas más aprovechadas son las que paso encerrado y encajonado en los aviones. Preguntarse por qué es bien interesante y la respuesta más verosímil resultará aleccionadora.
Vayan por delante algunas elementales informaciones para el lector no muy cercano, a fin de encuadrar adecuadamente el asunto. Soy profesor universitario a dedicación completa y, aunque no sé si está bien que yo mismo o diga o i será vanidad o inmodestia, dedico muchísimas horas a mi trabajo, entendiendo por tal la suma de docencia, formación propia –lecturas para mantenerme al día en mi especialidad, v.gr.- e investigación; más las labores burocráticas propias de mi condición profesoral y funcionarial en España, que, ¡ay! se llevan su tiempo grande. Sin exagerar ni un pelo, puedo decir que mis horas de trabajo así, sean donde sean, son como mínimo, y de promedio, unas cincuenta a la semana. Tal cual. Confieso que más que por obligación lo hago por devoción, entre otras cosas porque la esencia de mi trabajo me gusta más que cualquier otra diversión o pasatiempo regular.
Y lo curioso es que, pese a tanta vocación y tanta dedicación, cada vez siento que rindo menos y que pierde profundidad y constancia mi labor. ¿Por qué será? Podría pensarse que se debe a que uno se va haciendo algo mayor, a que fallan un poco las fuerzas o decae el ánimo de vez en cuando; o a que abundan en exceso otras tentaciones alrededor y se distrae uno más de lo que debiera o quisiera. Algo de todo eso habrá, no digo que no. Pero si cada día me propongo leer tal libro o escribir sobre tal asunto o renovar la preparación de tal tema de los que debo explicar en mis clases, y si me lo propongo sinceramente y con firmeza ¿por qué tantas veces acabo frustrado y del mal humor porque no me ha dado tiempo o no he conseguido concentrarme?
Ahora es cuando viene la comparación que hago, y le pido al amable lector que la analice. En los viajes transoceánicos, de los que tengo al menos siete u ocho al año (con su vuelta, así que pónganle catorce o dieciséis vuelos anuales, como mínimo) mi eficiencia y mi productividad se disparan. El medio es hostil, pero los rendimientos son bárbaros. Va uno encajado en asientos estrechos, al lado se sienta un desconocido que quizá intenta trabar conversación, interrumpe el personal para servir comidas o cafés, hay la tentación de ver alguna película o viene el sueño un rato y se me quedo dormido. Y, pese a todo, es una maravilla cuánto leo, cuántas notas escribo o cuantas ideas anoto. Por poner un ejemplo reciente, diré que llevaba meses tratando de buscar un rato tranquilo para leer con detenimiento unos cuantos artículos sobre realismo moral, pero sin éxito. En mi último vuelo largo me fui con esos textos y los trabajé estupendamente. Y así tantas veces y con tantos asuntos.
Y más. Disfruto mucho también leyendo literatura, en especial buenas novelas. Pero los más de los días no me quedan fuerzas, humor o tiempo para echar mano de ninguna. En esa ocho, diez o doce horas seguidas de avión, al final del vuelo, ya satisfecho conmigo mismo, saco la novela y le dedico también su horita.
Y aquí viene el enigma: ¿por qué en mi vida ordinaria de profesor no llego a tales logros, ando siempre a salto de mata, me interrumpo en todo cada dos por tres y me cuesta Dios y ayuda consumar cualquier tarea intelectual seria que me proponga? Ahí está la madre del cordero y sobre eso tendríamos que meditar los del gremio profesoral e investigador.
Mi hipótesis es la siguiente. Concurren tres factores para bajar la productividad de los de este oficio y para aumentarnos la desesperación y hasta las neurosis. Los menciono brevemente.
Primero, y principal. Las instituciones están pésimamente organizadas y gestionadas. Mismamente las universidades (las españolas desde luego, pero me temo que ya casi todas) y sus gestores se esfuerzan para que el investigador no investigue y para que el docente enseñe cada vez menos y peor, aunque traten de impartirnos mil y un cursos idiotas sobre la recta motivación del alumnado y la utilización de medios audiovisuales en la docencia. Paparruchas. Nos han convertido en viles burócratas, en mediocres gestores. Y más cuanto mayor es nuestra vocación y más se incrementa nuestra formación. Al que solo se dedica a investigar en serio y a estudiar concienzudamente lo ningunean nuestras universidades, le cortan las alas, lo condenan al ostracismo y se vuelve invisible. Y el que quiere tener visibilidad, presencia y algo de atención institucional tiene que ponerse a hacer papelillos y papelotes, a rellenar aplicaciones absurdas y a poner su currículum en formatos siempre nuevos y cada vez más inverosímiles. Es como si a los monjes de un monasterio los obligasen a bailar en paños menores y con liguero, y tanto más cuanto mayor fueran su fervor religioso y su preparación teológica. ¿Que usted, reverendo, quiere ser conocido por su gran fe y por su obra teológica? Perfecto, muy bien, pues depílese las pantorrillas, póngase un tutú y dance aquí ante todos al ritmo de aquella famosa canción de Joe Cocker, You can leave your hat on. ¿Absurdo? Pues no más que el que a un profesor universitario lo tengan todo el día haciendo bobaditas para que no estudie, experimente y escriba como quiere y debería.
Segundo. Las modernas comunicaciones. Imposible hacer nada serio o riguroso si cada minuto suena el indicador de que ha entrado un mensaje de correo electrónico, si cada diez minutos te llaman al móvil para preguntarte si ya compraste el pan o si se lo encargamos a la tía Rosaura, cada once entra el whatsapp con el último vídeo chorras que te manda un colega que se cree que todo el mundo está a lo mismo que él, etc., etc.
Tercero. La vida hogareña y familiar, que ha perdido toda racionalidad. Porque la casa antes era, ay, el lugar donde descansaban el guerrero o la guerrera o el refugio en el que tramaban en paz sus cosas los moradores. Ya no. El hogar familiar es la casa de Tócame Roque, el sitio en donde cualquiera que allí viva o por allí pase se siente plenamente legitimado para llamarte a todas horas y pedirte de todo- Y tú a los otros, igual, conste. Y donde, de propina, hay tantas cosas, que cada día una se avería, por ejemplo, o donde cada jornada aparece un nuevo aparato que sintonizar, otro chisme que montar, o donde hoy dejó de funcionar el router, mañana se desconfiguró el ordenador, etc., etc. Porque esa es otra, antes se vivía con cuatro cosas y se investigaba con unos libros, unas hojas de papel y un bolígrafo, pero ahora sientes que no puedes producir nada serio sobre la enfiteusis en el Derecho romano postclásico si no tienes todo el rato conexión electrónica con la NASA y si no te funciona ese día el abono a Netflix. Ya que, evidentemente, si se torció internet o te falló el abono a Netflix, a enmendar esa avería tremenda vas a dedicar tus próximas horas o hasta los días venideros y se va al carajo la enfiteusis, las clases extraescolares del niño o el paseo vespertino el perro.
Y ahí está la cosa, ya tenemos la respuesta, si en lo anterior tengo algo de razón. En los aviones se lee, se piensa y se escribe de maravilla, y hasta se disfruta una película o una novela o se echa una cabezadita bien rica porque no se puede hacer nada de todo eso y libres estamos los pasajeros de las perversas acechanzas. No tienes conexión de internet (pretenden introducirla en los aviones y deberíamos resistirnos a brazo partido), no puedes recrearte con el móvil, haciendo o recibiendo llamadas, no cabe enviar aplicaciones ni memorandos a ninguna parte, no hay a mano ningún mueble que armar ni ningún aparatejo que reconfugurar, no existe posibilidad de que, en pleno vuelo, lleves a tu hijo a violín o a tu hija a piano y no te va a pedir alguna administración pública, empezando por esa en que trabajas, que le escribas una memoria de no menos de cincuenta líneas y no más de cincuenta y uno sobre los pormenores del vuelo y la incidencia del tráfico aéreo en los derechos de los discapacitados.
Termino con una pequeña confesión. Como no es plan de andar todos los días subiendo a aviones para que uno pueda hacer lo que le gusta y que, además, es aquello por lo que se supone que le pagan, pronto, muy pronto, voy a echar a volar en sentido figurado y me voy a despedir de los mensajes, los teléfonos, los papeleos, los certificados propios y ajenos, los pelmazos activos o pasivos y hasta del sursum corda. A ver si lo consigo. A ver si tengo fuerzas y valor. A ver si al fin hago todo lo que me apetece y me libero de verdad de tanta maldita zancadilla institucional y social. Porque esa es otra: veo cada día mindundis que ni trabajan ni hacen nada de nada de nada y que son más felices que yo y cobran casi lo mismo.
Bien pensado, si fracaso en mi propósito de escaparme a la torre de marfil insonorizada o al avión imaginario, pasaré a la acción clandestina y violenta. Sí. Contra los mindundis. Y contra las instituciones universitarias que a ellos los consienten y a mí me putean. Con perdón.  

13 noviembre, 2016

Ventosidades del móvil. Por Francisco Sosa Wagner



A las gentes de mi generación nos acompañó siempre la cartilla de urbanidad que tenía ilustres precedentes en el siglo XIX, el famoso manual de Carreño, y en ella nos enseñaban a no meternos los dedos en la nariz, en público se entiende porque, en privado, hurgar en esas lóbregas intimidades estaba tolerado si se trataba de aliviarnos de esas molestias a las que las narices se complacen en prestar cobijo.

Otras advertencias consistían en ceder el asiento en el tranvía a los sazonados en años, quitarnos la gorra al paso de los ataúdes -cuando gimen las calaveras-, lavarnos las manos antes de comer y también tras habernos proveído, no practicar el regüeldo, al menos el que va acompañado de estrépito pues el quedo, ejecutado con pericia, podía pasar desapercibido y por ello carecía de sanción... Todo esto ¿quién lo duda? hacía la vida menos enojosa y el trato con nuestros semejantes menos rudo. 

Había también las prohibiciones rigurosas y, entre ellas, figuraban no escupir -por miedo a las enfermedades-, no cantar con desmesura y -suprema desatención- desafinando, no blasfemar, al menos, como decía un cartel de un bar de mi niñez, contra los santos “más importantes”, una transigencia que demostraba cierta liberalidad pues permitía llenar de improperios a los de menor enjundia santificadora.

¿Qué puede decirse hoy de aquella urbanidad elemental, fastidiosilla, sí, y un poco como de merengue almibarado? Pues que fue eficaz. De resultas de ella las narices no son sobadas en público, el eructo y otras ventosidades han sido encerradas intra muros, nadie escupe más que con el pensamiento, etc.

De ahí que se eche de menos en la actualidad una reedición de las normas de urbanidad, publicadas en edición de postín y repartidas gratuitamente con cargo a los fondos de reptiles de algún ministerio.

¿Por dónde empezamos? Alcanzadas las conquistas señaladas, procede ponernos al día y empezar a tratar esas mudanzas que nos trae la vida diaria y que son como los afeites y ungüentos con que se embadurna la nueva sociedad.

El primer envite será con el móvil y así enviaremos al círculo del infierno de los malos educados irrecuperables a quienes lo atienden cuando les estamos hablando, no digamos a quien, en medio de un almuerzo, hace o contesta una llamada y, encima, se pone la mano en la boca para embozar su perorata en un gesto de suprema desconfianza, de agravio, hacia sus contertulios. A este personaje preciso es mandarlo a sufrir ásperas penitencias y el rigor de la chancillería más próxima. 

La misma pena corresponde a quien anda mirando la pantallita de su móvil acechando la última noticia del Ibex o el resultado de las primarias de Podemos -tan apasionantes ellas- o envía un mensaje a un su pariente para comunicarle que está lloviendo.

¿Qué pena se les puede aplicar? Graves: el bloqueo de sus cuentas de guasap, de tuitero y tuentero hasta llegar al móvil sin batería, sin conexión, con el wi-fi mudo y averiado, sepultado en los confines donde las sombras informáticas se hacen más lóbregas y espesas. Y así hasta la consumación de los siglos y las trompetas de Jericó nos avisen para el postrero desperezamiento.

En próximas soserías trataré los siguientes envites contra la mala crianza.