La patria era la infancia
Me crie y viví buena parte de mi adolescencia y primera juventud en una aldea asturiana llamada Ruedes, no muy lejos de Gijón. Mis padres eran campesinos, vivíamos modestamente de un poquito de tierra y unas vacas que nunca fueron más de doce. Todavía recuerdo los nombres de aquellas vacas, todavía sueño con aquel perro que me acompañaba a todas partes y cuento como horas perfectas muchas de las que pasé pastoreando el ganado en aquellos prados. La escuela era otro paraíso en el que doña Manolita, la maestra, era una reina bondadosa. Veinte niños entre los cinco y los catorce años metidos en el mismo salón, conviviendo sin particulares conflictos y aprendiendo juntos bajo la batuta de una maestra de la que cualquier pedagogo actual diría seguramente que contravenía todas las pautas de la buena didáctica y el debido trato. Pero aprendíamos, sí, y nos divertíamos mucho y éramos extraordinariamente felices.
Éramos felices mientras hacíamos aquellos dictados o nos devanábamos los sesos al dividir con decimales, o cuando, en verdadero alarde libertario, doña Manolita nos mandaba a la fuente con calderos para llevar agua para el baño o nos pedía que saliéramos a buscar caracoles. Resulta que en su casa los caracoles se guisaban y se comían, perversión gastronómica de la que a mi pueblo no había llegado notica previa y que nos tenía perplejos y muertos de risa. ¡Si las maestras comen caracoles, qué no se tragarán los analfabetos!
En la escuela, mientras cada uno hacía la tarea asignada, doña Manolita, con los pies en un brasero, leía novelas románticas de Corín Tellado. Sí, estimado lector, no se sorprenda usted. Doña Manolita era una maestra que leía. Ya sé que puede sonar raro, pero aquellos eran otros tiempos y la lectura todavía se valoraba bastante. Además, había un pequeño armario con no más de veinte libros y, cada tanto, doña Manilita nos daba una hora libre para leer y podíamos ir y coger el libro que nos apeteciera y pasarnos un buen rato con él. Recuerdo que así leí una biografía de Edison, por ejemplo, que vaya usted a saber cómo había llegado allí.
La dicha se terminó bruscamente cuando me mandaron a un colegio en la ciudad. Doña Manolita convenció a mis padres para que me dieran estudios (qué lástima que se haya perdido esa expresión, dar estudios a los hijos), los convenció con un argumento inapelable: si este niño no se marcha ahora, se irá dentro de unos años, pero seguro que aquí no se va a quedar con ustedes. Mis padres solo tenían en propiedad un pequeño prado y lo vendieron para que yo pudiera ir al colegio. Y fue al llegar a Gijón cuando supe que el progresar no es gratis y que la infancia es un paraíso pasajero. En el colegio había peleas, los curas nos pegaban de vez en cuando y muchos profesores explicaban con rutinaria indiferencia. Además, yo no había aprendido todavía a hablar buen castellano y a la mínima me expresaba en el bable de mi aldea, para burla general de aquellos burguesitos inclementes. Para colmo, un profesor de Lengua pidió que cada uno pusiera su nombre en el cuaderno y yo escribí “Toñín García”. Todavía retumba en mi recuerdo la risa cruel de aquel hombre. Él no sabía o no podía entender que en Ruedes yo era Toñín García, que para doña Manolita yo era Toñín García y que ese sigo siendo, mientras que el profesor aquel nunca fue nada y ni nombre le queda en mi memoria.
Luego todo marchó bien, porque es bueno poder elegir y vivir eligiendo. Yo no estudiaba porque hubiera que estudiar, sino porque a mis diez años había decidido estudiar, pues sospechaba que había todo un mundo de cosas interesantes para ver y aprender y que casi ninguna estaba en el pueblo. Y hasta aquí hemos llegado, sabedor ahora de que fue una buena decisión, aunque no sea para tanto lo que más allá del pueblo se cuece.
Por aquel entonces las circunstancias nos ayudaban a los más inquietos a embarcarnos en la promoción social y en la lucha por la vida y nos llevaban a ser felices transitando los caminos propios, por duros que resultaran. Me temo que hoy ya no hay circunstancias o que cada niño es para siempre prisionero de las suyas, mientras en las escuelas se le ahorran los esfuerzos y desde variados púlpitos nos explican que todo el mundo es bueno y que lo horrible es la meritocracia. Panes y circo para everybody y que los gobiernos nos pastoreen con sabia combinación de palo y zanahoria. Pero eso ya es harina de otro costal y que cada palo aguante su vela… o su voto.
Hice la carrera de Derecho viajando cada día a Oviedo desde mi pueblo, en trenes, autobuses o hasta en auto-stop. La mayor parte de los profesores se veían aburridos, mustios, tal vez porque no madrugaban tanto como yo o no hacían el mismo ejercicio, o porque se acaba yendo la tersura del cutis cuando uno lleva tanto tiempo preguntándose por la esencia del negocio jurídico o reflexionando hondamente sobre si el dolo está en el tipo o en otro lado. Pero me fue muy bien, pues se acercaba el momento de decidir sin vuelta de hoja si volvía a casa o dejaba Ruedes para siempre, condenando a mis padres a irse también al hacerse viejos. Nos marchamos, pero antes pasé unos años dedicado al sindicalismo campesino y al movimiento vecinal en las zonas rurales de Gijón. Fueron grandes y muy emocionantes tiempos.
Y llegó Alemania, la tesis doctoral…; en fin, los pasos antaño corrientes de una carrera académica que por aquel entonces se hacía con más entusiasmo que cálculo y con más sacrificio que quejas. Jamás me arrepentiré de nada y si no hubiera pasado por tantas vidas sería ahora más crédulo y probablemente más acomodaticio frente a los dictados de tantas correcciones políticas y sociales. Al menos así puedo ver que los únicos genuinos rebeldes que he conocido son ya viejecitos y siguen en mi aldea y sus alrededores. Casi todo lo demás es impostura con ínfulas y alguna que otra lectura.
Pasado y presente
Aquellos tiempos no eran mejores. Pocas veces el pasado es mejor, y no fue el caso. Pero la movilidad social era más fácil en aquella época. Además, tuve mucha suerte. En los años finales de una vil dictadura y en los tiempos de la transición a la democracia y de inicio de nuestro sistema constitucional, hoy tan cuestionado por los chulísimos, un niño de pueblo y bastante pobre podía ascender socialmente y llegar a buenos puertos a base de tesón. Era cuando los títulos universitarios valían, las notas contaban y los padres te decían aquello de o estudias o trabajas, pero en casa no vas a estar mano sobre mano. Era cuando las familias querían a sus hijos y por eso los adiestraban, y cuando los hijos querían a sus padres porque los veían deslomarse por ellos. Remoto pasado.
He de decir con sinceridad completa que socialmente había propensión a la burla o el irónico desprecio al joven campesino sin modales finos o sin ropas a la moda, pero jamás un profesor de aquella universidad supo quiénes eran mis padres o a qué dedicaba yo el tiempo libre, el que no tenía. Y entre los muy variados compañeros se conversaba sobre oposiciones y otros modos de conseguir buen trabajo, pero a nadie se le ocurría preguntar dónde y sobre qué ibas a hacer un máster. Porque no había máster. Todos admitían que las notas de la carrera daban algo así como una jerarquía natural y nadie dudaba de la justa correspondencia entre esfuerzo y éxito, en todo y para siempre, loterías aparte. Ya no es así. Ahora votamos para que nos susurren que nadie merece ser o tener más que nadie y que, si no, qué va a ser de nuestros pobres vástagos pasivos. Supongo que si un servidor hubiera nacido en estos tiempos se habría pasado media vida pugnando por una subvención o implorando una ayuda oficial. Hubo suerte, sí.
Y la hubo al irse, porque tampoco la vida en el pueblo subsistió como antes. También aquello se acabó para los de después. Los de mis años pudimos elegir entre la modesta labranza, para comer dignamente, y estudiar una carrera, si el cuerpo y la cabeza nos lo pedían. Ahora casi cualquiera puede estudiar y acabar una carrera que por sí no servirá de nada, y lo de vivir en el pueblo del trabajo de allá se terminó también. En el mío quedan dos o tres explotaciones ganaderas de tamaño más bien reducido. Son los últimos. Luego será el silencio y el pueblo tendrá todavía menos gente, aunque el paisaje se volverá de lo más natural, divino del todo.
Nos hablan ahora de la España vaciada. En los pueblos asturianos del estilo de aquel el territorio se reparte ya, con suerte pareja, entre residentes que trabajan en la ciudad y huyen de ella y jabalíes. Es la nueva lucha de clases, la más natural, la más auténtica, la lucha entre el ser humano y la alimaña (no se me tome como peyorativo el término, no vayamos a buscarnos un problema judicial por ponernos poéticos). Tampoco sería inexacto hablar de la eterna tensión entre el desprecio a los que producen y el placer de los que contemplan. Los contemplativos, entiéndase, no son los jabalíes, son los profesores de universidad que disertan con estudiado gesto sobre la vida natural, la economía primaria y el gusto de vivir en comunidad con el jabalí que hoza en tu sembrado. Por no decir de cómo el intelectual acabó siendo el lobo para el hombre de pueblo. Lo que duele es que el urbanícola con cátedra se entregue a la lírica durante el funeral de sus víctimas. Tal parece un lobo que tocara la cítara y compusiera versos a la pachamama mientras se toma a media tarde su merienda de ovejas. O de cuando la cadena ecológica se usa para atar a los nativos.
Pero pongámonos serios y hurguemos en las contradicciones del feliz sistema.
El mundo rural en la cultura académica y en la política de nuestro tiempo.
La palabra perfecta es paradoja. Ninguna otra describe mejor lo que está pasando. Si uno fuera experto en psicología clínica o psicología social, puede que diera con nombres para dolencias, formas científicamente más atinadas para describir la insoportable incongruencia entre lo que se quiere y lo que se consigue, lo que se dice y lo que se hace, lo que se pregona en programas y discursos y se niega con cada nueva ley o cada proyecto de investigación más sesgado y más ñoño.
Veamos. Da igual que miremos en los libros de los más cualificados bienpensantes, en las guías docentes de las asignaturas paisajísticas, en los programas de cualquier partido o coalición, en todas partes damos con la exaltación de las gentes con tradiciones, el canto a lo natural, el encumbramiento de las identidades locales y la loa a las culturas con poso de siglos. Y todas las prácticas, las prácticas de todos, sabotean y acogotan eso mismo que para legitimarse proclaman ante los danzantes y los votantes, por no hablar de esos alumnos nuestros que ya no saben qué ponerse para parecer más naturales y atávicos. Profesores que sacan del zurrón de pega la memoria usb para explicar en clases de antropología social las maravillas inmarcesibles de una faena agraria con bueyes y arado de reja.
Se lleva lo originario: comunidades antiguas, ritos ancestrales, fiestas populares, plantas medicinales, pimientos ecológicos, oficios pretéritos… ¡Cuantísima nostalgia del Edén perdido! ¡Qué melancólico lamento porque esta civilización capitalista está acabando con tantos usos y tantas sabidurías! Pero no es dolor sincero, es llanto de plañideras y plañideros (a quienes, por cierto, también están dejando sin oficio o función, mientras legiones de investigadores llegados de Antequera andarán analizando antiguos ritos funerarios de “sus” antepasados gallegos).
Da bastante pena que ya no leamos a Marx, don Carlos, ni hablemos de él, porque algún que otro concepto suyo todavía nos podría ayudar bastante. Por ejemplo, el de ideología como falsa conciencia o, de su mano, el de alienación. Pues qué va a ser, sino tapadera o inconsciencia de memo, ese discurso almibarado sobre la naturaleza, lo natural y los valores de lo aborigen, mientras que a la vez y con saña, nos vamos llevando por delante todo lo que decimos que adoramos. No es el designio infausto del mercado ni la táctica deliberada de multinacionales ateas lo que está liquidando cualquier vestigio de cultura campesina o del paisaje de siglos, es la cínica estulticia de sus protectores oficiales lo que hace que los dizque benefactores, de políticos a catedráticos de ética, se conviertan en verdugos. Porque si por el mercado fuera, explíquenme cómo sobreviven todavía ciertos estilos artísticos que no compra ni el gato, ese cine que nos abochorna por ombligocéntrico o esas músicas que ni por dinero escuchamos. En otras palabras y aunque ya esté claro: si vive del cuento la cultura, ¿por qué no vive de nada la agricultura? Si los salones de cualquier entidad cultural están repletos de concejales que no pagan los canapés ni el rioja reserva, ¿por qué siempre están vacíos los pueblos, a no ser en la forma y en los ratos que magistralmente retrata Santiago Lorenzo en su novela “Los asquerosos”?
Permítaseme que retorne por un minuto a la anécdota personal. Tengo un hijo que vive en Estados Unidos. Le regalé hace unos años el único prado que yo tenía, allá en Ruedes. Su sueño es construir una casa en el lugar. Contrató arquitecto, presentó el proyecto en el Ayuntamiento de Gijón y la licencia tardó un año en llegar. Todo estaba en orden y así se lo dijeron desde el principio, pero las cosas de palacio van despacio. Luego pasó que faltaban adicionales trámites y se requerían nuevos papeles, y cuando parecía que las obras comenzarían, llegó la noticia de que las empresas constructoras no encuentran mano de obra y tienen lista de espera para rato. Ahora sintonice usted el noticiario de las dos y ate cabos. A lo mejor entiende por qué se jodió el Perú. Es un decir.
Pero el asunto tiene su guinda final. Aquello es mi querida Asturias y los hórreos están severamente protegidos por su valor histórico, arquitectónico, cultural y todo. Me parece bien. Pero el caso es que en el mismo pueblo había una familia que tenía un hórreo muy antiguo que se estaba deteriorando y amenazaba ruina. Las gentes en cuestión ni querían repararlo ni tenían con qué pagar su arreglo, así que pidieron una subvención a la administración pública correspondiente. No se la dieron. Entonces le dijeron a mi hijo que si se lo llevaba a su prado, a donde iba a construir su casa, se lo regalaban. Los hórreos son desmontables. Mi hijo dijo que encantado, que asumía los costes del desmontaje, traslado, arreglo y montaje. Pero hete aquí que no había podido hacer la casa aún (y a la espera sigue) y hay una norma en vigor que prohíbe poner hórreos donde no haya casas. Y entre dimes y diretes, el hórreo aquel se cayó. Fin del cuento. Así es como se desprotege el patrimonio protegido.
Y, ya puestos, me concedo una licencia más para la autobiografía de combate. Ya dije antes que desde los primos de la capital hasta los compañeritos del colegio se mofaban de un servidor cuando, allá por la infancia, hablaba bien lo que se hablaba en el pueblo y con severas limitaciones el castellano de Cervantes. Quién me iba a decir que a algunos de los que más se empecinaban en la burla los vería después encabezando manifestaciones por la oficialidad del asturiano y hasta la autodeterminación de Asturias, enarbolando la lengua que ellos aprendieron, ya mayores, en un “cursillín” en Pajares.
Toda la vida de Dios hubo en Derecho un nombre para esa práctica, se llama expropiación. Mi padre y mi madre no entendían casi nada de aquel asturiano de academia y salones, de burguesía y fuá con pasas. Y luego son esos los que, de la mano de López Obrador y otros cántabros arrepentidos, critican el expolio de las culturas americanas por los perversos conquistadores. Al menos aquellos extremeños se jugaban la vida, se apareaban sin preguntar a la contraparte qué opinaba de lo último de Almodóvar y no ponían quejas si los langostinos eran congelados.
Bromas aparte, la real mezcla de expolio e impostura es abracadabrante. Llegan nuestras huestes de “naturalistas” a hacerse la foto bajo el tejo milenario y se creen que lo que sienten por donde los riñones es por el magnetismo de la tierra en aquel lugar y no por lo que están fumando; visitan lo que queda de la capilla medieval y se hacen dentro el selfie luciendo el tatuaje de un dragón sobre fondo de cominos; buscan el último artesano vivo en toda la zona y comprar, lo que se dice comprar, no le compran nada, pero tratan de entablar con él amena conversación sobre si serán sus técnicas las mismas con las que trabajaban el barro los toltecas o si sabría construir cabañas de barro como las de los nativos de algunas partes de Namibia.
Y qué decir de la historia repetida y bien sabida de los que van de turismo rural a vivir las delicias campestres y presentan reclamación en regla porque canta de madrugada el gallo o pasa de amanecida el tractor. Y del que ha escrito su tesis sobre la arquitectura tradicional a la orilla de no sé qué río, pero nunca se acerca por allí porque está lleno de culebras o te puede picar una avispa y nunca sabes cuándo eres alérgico. Y así como para tres libros de historietas, si no diera tanta grima todo eso.
Me viene también aquella historia que hace poco me relataba una muy respetada colega y querida amiga, orgullosa de sus orígenes campesinos ella también y con la perplejidad que cargamos los que de ese mundo venimos. Decía que había en su muy depauperado pueblo un proyecto para poner unos molinos de energía eólica en unos terrenos yermos y que eso había hecho resurgir la esperanza de las gentes. Un día andaba ella en faena en una vieja finca heredada de su padre y vio llegar a una muchacha joven que pedía ayuda porque se había perdido con su coche y no daba con la senda para volver a la ciudad. Le preguntó mi colega qué la había llevado por allí y la otra le dijo que, ante la inminencia de los molinos, le habían encargado que estudiara si por la zona quedaba algún ejemplar de un pajarillo cuyo nombre yo ahora no recuerdo, póngale que fuera el colifritín manchego. ¿Y has visto alguno?, le preguntó mi amiga. A lo que la otra, con sonrisa de oreja a oreja, respondió que sí, que había avistado uno y que se fueran olvidando de la energía eólica. Me apuesto cualquier cosa a que esa misma joven irá en cuanto pueda a algún mitin de “Torremelones también existe” o de “Castañares de Abajo ya”.
Vuelvo a mi pueblo para recordar que, ahora mismo, lo que no devora el fuego se lo comen las bestias o lo recauda el ayuntamiento. Los campesinos que quedan y que conocen el territorio y las maneras de mantenerlo ya no pueden desbrozar ni limpiar los montes. En tantos lugares ya, los rebaños no sobreviven a los lobos. Las gallinas en libertad se las zampa el zorro y cerrar las tierras para que no las destroce el jabalí cuesta más de lo que se puede sacar de una buena cosecha. Pero estamos protegiendo la vida natural, el paisaje y el medio ambiente, eso sí.
Hablemos de animales propiamente dichos. Me crie con ellos y entre ellos. De los no domésticos, sabíamos encontrar sus nidos, seguir sus rastros, distinguir sus sonidos, entender sus horarios, controlar sus movimientos. Con los seres de casa se convivía con tanta naturalidad como para que pasaran años y años sin que al abuelo lo viera el médico ni supiera el perro qué era un veterinario. Y con los otros bichos se competía en buena lid, cada uno con sus armas y sus mañas. Pero todos sabíamos algunas cosas de la cadena ecológica: no comen los hijos si no hay huevos ni gallinas, no hay gallinas si los pollos se los lleva el milano o se los desayuna el zorro. Así que con toda naturalidad se mantenía el equilibrio: siempre había gallinas y siempre quedaban zorros, de cada grupo de pollos sobrevivían suficientes y otros se los llevaba la rapaz de guardia. Cada uno mata al otro dentro de un orden y sin mala fe. Creo que algo de eso se llama cadena trófica, entre gente que sabe.
Había cazadores, claro, pero la mayoría venían de la ciudad los fines de semana. Los del pueblo tenían armas y trampas para defender a los animales de la familia. Y el zorro inventaba cada año un nuevo medio de acceso al gallinero, lo que se comentaba por largo tiempo en el bar con admiración y pensando que se había hecho justo acreedor a la siguiente perdigonada. Porque, sí, en la naturaleza la muerte y la vida van de la mano y los humanos no hemos llegado hasta aquí a base de meditación y yogures desnatados.
En mi pueblo y los de alrededores el cazador oficial de zorros era Juan Antonio, mi padrino. Por él me llamo así. No pasaba los días persiguiendo al “raposu”, que era como le decíamos al zorro. Pero cuando el descalabro de los gallineros colmaba la paciencia de los aldeanos, llegaba Juan Antonio con su mítico perro, otro especialista cargado de trienios, y garantizaban una temporada más de amaneceres con gallos.
Las cosas han cambiado mucho, ciertamente, por allí no quedan apenas lugareños y si uno se topa un perro, tiene pedigrí, lleva un chip y va abrigado con bufandita. Cómo se habrían divertido mi perro y sus amiguetes si se hubieran topado con unos cuantos de estos. Imagino entrañables escenas dantescas. Pero no dejemos volar la fantasía, pues también se lleva capada actualmente.
Las comunidades que tenían sus peculiares identidades han sido radicalmente expoliadas. Su lengua espontánea se vende ahora uperisada y con sellos académicos, las labores seculares del campo se han tornado imposibles por sobredosis de normas y variadísimas protecciones, el equilibro entre pobladores y bestezuelas se ha roto definitivamente a favor de excursionistas y avistadores de especies que propiamente nunca fueron de allí, las escuelas se fueron cerrando para que los niños pudieran aprender mejor, en la ciudad, la lengua vernácula, el perro ya no se puede tener sin su cartilla sanitaria, la vaca necesita su hoja de cálculo, al gato habrá que cortarle las uñas por imperativo legal y porque los ratones también son seres sintientes… Ya ni musgo para el belén navideño pueden coger los paisanos y las paisanas.
Si a la España vaciada la dejaran en paz, volvería a llenarse. Pero en tal caso, ¿dónde se recrearían los urbanitas sensibles, esos nobles androides que sueñan con ovejas eléctricas? Es bien sabido que los únicos que a lo largo de la historia han salido perdiendo en todas las revoluciones son los campesinos. Esta nueva derrota les llega de la revolución de los cursis. Una pena. Se puede asumir esta debacle o cualquier otra, pero, por favor, que no se autodenominen ecologistas los que vencieron y vaciaron.
Soluciones sí hay, pero falta seso y sobra cuento
Estoy convencido de que soluciones sí caben, de que podemos conservar vivos nuestros campos y nuestros pueblos. También creo que la Universidad tendría mucho que decir y que hacer al respecto. Optimismo no me queda apenas, y si parte relevante de la salvación se hace depender de las universidades y los universitarios, permítanme que sonría aviesamente. Pero creo que, al menos sobre el papel, cabría diseñar políticas públicas sinceras y efectivas manejando tres aspectos: los ciudadanos rurales, el territorio y la cultura.
La mayoría de los que dejan el campo se van porque están radicalmente discriminados. Pero de la discriminación lacerante de esas gentes nadie habla y ni se le pasa por el magín al filósofo político que de genuinas medidas de acción afirmativa pudieran ser beneficiarios los que moran en pueblos y aldeas. En las altas esferas, lágrimas de cocodrilo y ninguna iniciativa seria. Tal vez porque se considera que es grande la inversión que se necesitaría para tan pocas personas, pero al amable lector se le vendrán sin esfuerzo a la cabeza grupos mucho más pequeños a los que el BOE y el presupuesto miman cada día. A lo mejor los que nos dolemos en serio de pueblos y campos deberíamos poner en marcha una genuina guerra cultural para que se empezara a percibir como muy cool lo que en verdad se sigue viendo como paleto; y a ofendernos muchísimo con los chistes de aldeanos o los refranes poco amables con el campesinado.
Para acabar con la discriminación de los que viven en lo rural habría que comenzar por hacerlos ciudadanos como los demás, y eso pasa por dos requisitos: igualar oportunidades y equiparar servicios.
Igualar oportunidades requiere invertir para que quien nazca en una pequeña aldea tenga las mismas posibilidades de ser cualquier cosa que quien viene al mundo en el centro de Madrid o Barcelona. ¿Resultaría muy caro? Sí, bastante, pues, para empezar, habría que garantizar enseñanza de primera y procurar que, a la postre, pueda tener excelente destino el que desee irse y vida de no menor calidad el que prefiera quedarse. Se llama inversión y parece complicado, pero el más sencillo vistazo a la ley presupuestaria de cada año nos permite hacernos una idea de cuantísimos millones de euros se van en zarandajas y trivialidades o en asegurar la subsistencia holgada a todo tipo de individuos y grupos perfectamente parasitarios y radicalmente improductivos.
Y si de aproximar la calidad de vida se trata, habría que acercar buenos servicios públicos y todas las prestaciones que hoy se están negando. Es absolutamente loable que se protejan especies animales, paisajes y entornos, sin duda; pero por qué no invertimos similarmente para amparar y dar buena vida a los que habitan nuestros pueblos.
En segundo lugar, los territorios como tales. Claro que bien está resguardar y conservar, pero hay que escuchar a los que saben. Y los que saben son los del lugar. Ni cien tesis doctorales nos van a explicar como el nativo qué cultivos se dan en tales o cuáles tierras o por dónde se desborda el río o con qué madera conviene levantar el cobertizo o qué orientación es mejor darle a la vivienda, etc., etc. Y al nativo no se le escucha casi nunca, porque el investigador muchas veces es un dominguero y el legislador ni a eso llega.
Los territorios tienen que estar protegidos para que puedan seguir siendo lo que siempre han sido, mientras sus pobladores no quieran cambiarlos, dentro de lo que el interés general también permita. Pero si hay un modo radicalmente improcedente para salvaguardar lugares y espacios rurales es el catálogo de prohibiciones. Lo rural es, hoy, el campo de tiro favorito para los más variados prohibicionistas. Sospecho que de la lectura de Lacan podríamos extraer algunas explicaciones interesantes al respecto. O puede que sean mecanismos bien elementales de compensación psíquica los que determinan que quienes para sí y los de su tribu urbana reclaman una radicalización de todas las libertades y la supresión de mil y un controles, se apliquen con semejante empeño a prohibir todo lo que toda la vida se ha hecho más allá de los límites de la ciudad.
Igual que parece complicado prescindir de hipótesis psicoanalíticas o similares si queremos entender por qué ontológicamente merece más valor la vida del lobo que la de la oveja o la vaca y cómo es que en lugar de buscar el equilibrio, son tantos los que prefieren un monte sin vacas o unos pastos sin ovejas. Y ya nos morimos de la risa, literalmente, cuando escuchamos o leemos eso de que al mastín del pastor hay que respetarle la edad de jubilación. Criaturitas legisladoras, ternura de señorías.
Y el asunto cultural, cómo no. El juego actual consiste en conservar las culturas a costa de expulsar a los que en ellas viven, que son los únicos capaces de guardarlas y transmitirlas. Para el regulador necio la cultura es siempre un museo; o una academia. Justo lo que en todas partes se erige cuando ciertas prácticas culturales han periclitado o necesitan respiración artificial. Bien está que haya espacios para ver los viejos objetos, los artilugios de antes, los aperos que ya no se usan, las fotos de otros tiempos… Pero eso es homenaje tardío a lo que ya se fue, el requiescat in pace firmado por arquitectos, diseñadores de museos y archiveros. Tengamos también todo eso, pero se decía en mi tierra que después de muerto, la cebada al rabo. Primero prohibimos todas las prácticas y faenas tradicionales, luego las reproducimos como espectáculo turístico y más tarde pagamos, con cargo al erario público, diez sueldos para que los objetos sobrevivientes a los vetos se expongan para alemanes curiosos o franceses sorprendidos.
Bien está cultivar el recuerdo de lo ido, la glosa de lo que ya no queda, el lamento porque todo fluye demasiado aprisa, pero a las personas, los espacios y las culturas rurales hay que tomarlos en serio y ya de una vez por todas. Hemos progresado muy rápido y, en el fondo, el pueblo nos molestaba porque había moscas y los abuelos nos avergonzaban porque partían el queso con una navaja muy vieja. Pues ya está, preferimos Nueva York o nos encanta Benidorm. Nada que reprochar, somos libres. Pero si en verdad no nos importan, dejémoslos en paz. Porque con tanta norma y tanta pose y tanto estudio de pacotilla no estamos protegiendo nada ni manteniendo nada ni ayudando a nada. Si acaso, andamos cultivando una identidad postiza y medio esquizofrénica, esa que nos hace creernos solidarios con las gentes del mundo entero porque aportamos a un par de organizaciones no gubernamentales y comprometidos con la naturaleza porque ya no dejamos que el tío que sigue en el pueblo recoja del bosque la leña para el invierno o lleve a su perro como le dé la maldita gana, que, por cierto, es como al perro más le gusta.
Impresionante Toñín García! Brillante relato de cómo desprotegen un patrimonio protegido...👏👏👏
ResponderEliminarMagnífico, brillante, inteligente y empírico.
ResponderEliminarMe recuerda a como fue mi infancia y adolescencia...
ResponderEliminarIncreíble relato! Gracias ;)
ResponderEliminar¡Qué interesante, gracias! :)
ResponderEliminar¡Impresionante! gracias por la información aportada.
ResponderEliminarQue bonita historia y que lástima que no valoremos nuestro patrimonio
ResponderEliminarSupongo que Machado no andaba muy desencaminado ya en su momento:
ResponderEliminarY pedantones al paño
que miran, callan y piensan
que saben porque no beben
el vino de las tabernas.
Mala gente que camina
y va apestando la Tierra.
Muchas gracias por mantener esta honestidad sin artificios.