Les hacen renunciar a la familia desde muy jóvenes, a la sexualidad "normal" (y, a ser posible, a la otra también), tienen que entregar al grupo gran parte de su sueldo, oran todos los días largo rato, necesitan el permiso constante de su director espiritual, están sometidos a una rígida disciplina, viven agrupados y sometidos a vigilancia en su relación con el mundo.
La cosa empieza desde pequeños casi siempre. Allí donde hay un niño o niña que saca buenas notas y que parece sensible, aparece siempre otro compañero, de la misma edad o mayor, que lo invita o la invita a una pequeña fiesta en una casa, donde se reúne una pandilla muy simpática. Algún muchacho mayor les da a los reunidos una charla y les propone una excursión para el domingo siguiente o algún torneo divertido de juegos o deportes. Entremedias, y como quien no quiere la cosa, rezan un rato. Se les insiste en que deben ser buenos y pensar que dios es como un padre que nos quiere y se preocupa de nosotros, pero que también desea que seamos cumplidores y respetuosos con él, y sufre si no nos atenemos a su ley. De las niñas se les dice a los niños que tienen su mejor tesoro en la pureza y su más alta misión en la maternidad, y que así es como dios las quiere, primero puras y luego madres, si no consagradas a él de por vida y en cuerpo y alma.
Muchos niños y muchachos escapan despavoridos tras uno o dos de esos encuentros con amiguitos, pero algunos quedan enganchados. Para éstos los pasos están ya perfectamente previstos. Es la crónica de una alienación anunciada. Hay que estudiar duro, primeramente, pero sin que tampoco desmaye la oración ni la fortificación del alma frente a las tentaciones de este mundo, en particular frente a los peligros del sexo. Poco a poco se les van enseñando técnicas para contener y reprimir los impulsos libidinosos propios de la edad. Se empieza tratando de vincular el sexo con todo lo turbio, oscuro y sucio, salvo cuando está consagrado por y a la religión. Como con el susto no basta, hay que ir acostumbrándose a la ducha fría, a la comida sin picantes, a evitar el alcohol, por supuesto. Y es necesario desarrollar una angelical habilidad para sustraerse a las situaciones peligrosas y las ocasiones para ser tentado. Ya desde entonces se procura evitar la desnudez propia y ajena. En el cuerpo desnudo está el demonio. Practican mucho deporte para dar sana salida a las energías, pero ya desde muchachos tienen prohibido desnudarse juntos en un vestuario o una ducha. Y de mayores siguen así, nadie les ha visto nunca compartiendo con naturalidad la camaradería de un vestuario después de un partidillo de fútbol. Por si acaso. Cuando la cosa se pone dura, les enseñan a colocarse un cilicio, que es una cosa con púas que produce dolor y sirve de penitencia y aviso. Por mucho que duela, no es nada en comparación con lo que serán las penalidades eternas de los impuros que usen su sexo sin aprehensión y con disfrute. Cosas así les cuentan.
Cuando van estando bien seguros y suficientemente adoctrinados, se les separa de la familia y se procura que vayan a estudiar a lugares donde no tengan más próximos que sus compañeros de rezos y sus directores espirituales y donde vivan en residencias para ellos solos. Madrugan, rezan, estudian, trabajan, no intiman con nadie de fuera más allá de un cierto punto, rehuyen cualquier situación comprometida con personas de otro sexo, o del propio, guardan celosísimamente su intimidad y evitan por completo la intimidad de otros, salvo que vean en ella ocasión de llevar un alma a su molino. Obedecen siempre a sus superiores, especialmente cuando éstos les invitan a hacerse con puestos importantes y de mando en la sociedad. Y bien pagados, pues pobre no se conoce ni uno. Se apoyan entre ellos con total desprecio a principios laicos como el de mérito y capacidad. Suelen tener la soberbia de todos los que, en todas las religiones, se consideran santos y se saben destinados a un paraíso de dicha y beatitud. Por eso no suelen ser muy sensibles con los males y debilidades que aquejan a los pecadores del montón.
Y así, para qué alargarse. Pululan entre nosotros y al verlos, y mientras no se los identifica, uno no puede sospechar que está ante individuos que han renunciado al uso libre de su cuerpo, al placer (si acaso, alguna que otra concesión a la gula, que un día es un día, caramba), a la libertad de pensamiento, a leer lo que les apetezca sin sometimiento a disciplina o censura, al gusto de las relaciones sociales espontáneas y auténticas. A casi todo, a fin de cuentas, lo que la modernidad ha traído, al menos como ideal o proyecto, para los seres humanos.
¿Les suena todo esto? Ya sé, ya sé. No estamos hablando islamistas. Pero, insisto, ¿les resulta familiar algo de lo anterior? No son violentos, es cierto, aunque en muchas dictaduras se les ha visto a la derecha del tirano de turno, como sus mejores muñidores. Y no ponen bombas, eso es rigurosa verdad. Pero si se lo mandaran sus imanes...
La cosa empieza desde pequeños casi siempre. Allí donde hay un niño o niña que saca buenas notas y que parece sensible, aparece siempre otro compañero, de la misma edad o mayor, que lo invita o la invita a una pequeña fiesta en una casa, donde se reúne una pandilla muy simpática. Algún muchacho mayor les da a los reunidos una charla y les propone una excursión para el domingo siguiente o algún torneo divertido de juegos o deportes. Entremedias, y como quien no quiere la cosa, rezan un rato. Se les insiste en que deben ser buenos y pensar que dios es como un padre que nos quiere y se preocupa de nosotros, pero que también desea que seamos cumplidores y respetuosos con él, y sufre si no nos atenemos a su ley. De las niñas se les dice a los niños que tienen su mejor tesoro en la pureza y su más alta misión en la maternidad, y que así es como dios las quiere, primero puras y luego madres, si no consagradas a él de por vida y en cuerpo y alma.
Muchos niños y muchachos escapan despavoridos tras uno o dos de esos encuentros con amiguitos, pero algunos quedan enganchados. Para éstos los pasos están ya perfectamente previstos. Es la crónica de una alienación anunciada. Hay que estudiar duro, primeramente, pero sin que tampoco desmaye la oración ni la fortificación del alma frente a las tentaciones de este mundo, en particular frente a los peligros del sexo. Poco a poco se les van enseñando técnicas para contener y reprimir los impulsos libidinosos propios de la edad. Se empieza tratando de vincular el sexo con todo lo turbio, oscuro y sucio, salvo cuando está consagrado por y a la religión. Como con el susto no basta, hay que ir acostumbrándose a la ducha fría, a la comida sin picantes, a evitar el alcohol, por supuesto. Y es necesario desarrollar una angelical habilidad para sustraerse a las situaciones peligrosas y las ocasiones para ser tentado. Ya desde entonces se procura evitar la desnudez propia y ajena. En el cuerpo desnudo está el demonio. Practican mucho deporte para dar sana salida a las energías, pero ya desde muchachos tienen prohibido desnudarse juntos en un vestuario o una ducha. Y de mayores siguen así, nadie les ha visto nunca compartiendo con naturalidad la camaradería de un vestuario después de un partidillo de fútbol. Por si acaso. Cuando la cosa se pone dura, les enseñan a colocarse un cilicio, que es una cosa con púas que produce dolor y sirve de penitencia y aviso. Por mucho que duela, no es nada en comparación con lo que serán las penalidades eternas de los impuros que usen su sexo sin aprehensión y con disfrute. Cosas así les cuentan.
Cuando van estando bien seguros y suficientemente adoctrinados, se les separa de la familia y se procura que vayan a estudiar a lugares donde no tengan más próximos que sus compañeros de rezos y sus directores espirituales y donde vivan en residencias para ellos solos. Madrugan, rezan, estudian, trabajan, no intiman con nadie de fuera más allá de un cierto punto, rehuyen cualquier situación comprometida con personas de otro sexo, o del propio, guardan celosísimamente su intimidad y evitan por completo la intimidad de otros, salvo que vean en ella ocasión de llevar un alma a su molino. Obedecen siempre a sus superiores, especialmente cuando éstos les invitan a hacerse con puestos importantes y de mando en la sociedad. Y bien pagados, pues pobre no se conoce ni uno. Se apoyan entre ellos con total desprecio a principios laicos como el de mérito y capacidad. Suelen tener la soberbia de todos los que, en todas las religiones, se consideran santos y se saben destinados a un paraíso de dicha y beatitud. Por eso no suelen ser muy sensibles con los males y debilidades que aquejan a los pecadores del montón.
Y así, para qué alargarse. Pululan entre nosotros y al verlos, y mientras no se los identifica, uno no puede sospechar que está ante individuos que han renunciado al uso libre de su cuerpo, al placer (si acaso, alguna que otra concesión a la gula, que un día es un día, caramba), a la libertad de pensamiento, a leer lo que les apetezca sin sometimiento a disciplina o censura, al gusto de las relaciones sociales espontáneas y auténticas. A casi todo, a fin de cuentas, lo que la modernidad ha traído, al menos como ideal o proyecto, para los seres humanos.
¿Les suena todo esto? Ya sé, ya sé. No estamos hablando islamistas. Pero, insisto, ¿les resulta familiar algo de lo anterior? No son violentos, es cierto, aunque en muchas dictaduras se les ha visto a la derecha del tirano de turno, como sus mejores muñidores. Y no ponen bombas, eso es rigurosa verdad. Pero si se lo mandaran sus imanes...
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