Publicado en Diario de León, jueves 7 de julio de 2005.
LA IZQUIERDA, LAS TRADICIONES Y EL MATRIMONIO.
Juan Antonio García Amado
Durante siglos en la teoría política se ha entendido que las fuerzas de la izquierda luchaban por romper con el orden establecido y las tradiciones, fuente de sometimiento de los más desfavorecidos e ideología mediante la que se perpetuaban las estructuras sociales más injustas. Así fue como la izquierda fue conquistando cosas tales como la igualdad de los ciudadanos ante la ley, la libertad de asociación, los derechos sindicales o el voto femenino. El mundo nuevo que habría de suponer el definitivo giro histórico hacia la liberación de todos los seres humanos tenía que construirse en lucha con el orden histórico previo y en pugna con cualquier atribución de poder, status o riqueza que no se consiguiera bajo condiciones de igualdad de oportunidades entre todos los ciudadanos. Por contra, el cometido de las fuerzas reaccionarias era siempre el de reivindicar las tradiciones y el reparto de papeles en ellas sentado, sin permitir que la crítica las cuestionara ni que los individuos se liberaran de ellas para desplegar su propia vida sin más ataduras que el servicio a su vocación y sus aspiraciones. El héroe de los progresistas fue siempre el sujeto que se libra de los lazos de la familia, el clan, la aldea y la moral establecida y se lanza al mundo para construir en libertad su identidad. Por contra, los conservadors alabaron siempre al que se plegaba a las viejas pautas sociales, a la moral de los mayores, a la religión de los antepasados y al poder de los destinados por las tradiciones a mandar sobre el grupo.
Pero los fracasos reiterados de los sucesivos ensayos de edificar el paraíso comunista, culminados y resumidos en el derribo popular del Muro de Berlín en 1989 (que no cayó, como se dice, sino que lo destruyeron los encerrados por él) significaron para el pensamiento de izquierda una crisis de la que no se avizora salida a corto plazo. Lo más llamativo es que gran parte de la izquierda ha tomado para sí muchas de las banderas que hasta hace poco enarbolaba el pensamiento más reaccionario. En particular, destaca su asunción del pensamiento nacionalista, con su exaltación de la prioridad del grupo sobre la persona individual y de los derechos colectivos sobre los de los sujetos particulares. Quién le iba a decir hace treinta o cuarenta años a cualquier militante socialista o comunista que sus correligionarios de hoy se convertirían en guardianes celosos de los ritos y las tradiciones grupales y que todo propósito de liberación de los pobres y los oprimidos sería reemplazado por la reivindicación de autodeterminación para naciones, ciertas o fingidas, dominadas por burguesías depredadoras que se apropian del lenguaje de los viejos luchadores, pero sólo del lenguaje.
El caso es que a día de hoy la izquierda se hace cómplice de que a los hijos de los obreros catalanes o vascos se les enseñe antes la lengua minoritaria en que se apoyan las nuevas élites dominantes que otra que les permita entenderse con millones de personas en todo el mundo; o se vuelve cómplice de la política represiva que sienta sanciones para los comerciantes que no atiendan a sus clientes o escriban sus ofertas en la nueva lengua del poder establecido. Ya no interesa la liberación de las personas desfavorecidas, sino la de imaginarias naciones supuestamente oprimidas, donde la redistribución de la riqueza entre los individuos cuenta mucho menos que la egoísta reivindicación de un trozo mayor de pastel para disfrute de los más listillos, que presumen de hablar en nombre del pueblo porque se han apropiado de su lengua para beneficio propio. Pura impostura. Y en ese contexto nada se cotiza más que el rescate de tradiciones perdidas o la invención de otras con fingido marchamo de siglos.
Y digo yo, si tanto se cotizan las tradiciones, si no se concibe que los pueblos puedan prescindir de sus hábitos pretéritos, si tanto cuenta la recuperación de un rito de antaño o de una mitología de otro tiempo, habrá que pensar que, por lo mismo, para todo pueblo es buena la perpetuación de la moral grupal, de la religión colectiva y de los usos mediante los que se integra y se identifica. Si se halla en pleno auge un pensamiento multiculturalista y relativista que reclama el pleno respeto de la cultura de cada pueblo y de sus modos de vida de siempre, tendremos que pensar, si queremos ser mínimamente coherentes, que por las mismas razones será bueno también que en todas y cada una de las esquinas de nuestro Estado siga plenamente vigente y oficialmente protegida la moral tradicional, la religión católica y hasta el caciquismo consuetudinario. ¿Por qué vamos a tener que conservar la lengua o el folklore de los antepasados y no vamos a poder mantener su misma religión o su forma de entender la familia o la sexualidad? Así que deberíamos interpretar que la defensa que los obispos y las más rancias asociaciones católicas hacen del matrimonio tradicional, heterosexual y, a ser posible, indisoluble, es una de las más progresistas iniciativas de nuestra actual vida política. ¿O es que la reivindicación y utilización de las tradiciones y las comunidades que hacen los Ibarretxe o Carod es más progresista y liberadora que la que realizan Rouco y su tropa? ¿Acaso un pueblo se identifica y se realiza más en una lengua o una forma de danza que en una manera de casarse? ¿Tenemos que respetar menos la tradición religiosa española -o castellana, catalana o vasca, como ustedes quieran- que la tradición gastronómica, folklórica o lingüística? ¿Debemos mayor consideración a las costumbres de los inmigrantes musulmanes que a las de los nacionales católicos?
Todo menos dejar que cada uno haga lo que le dé la gana sin dañar a otros, se case con quien quiera, viva donde le apetezca o hable el idioma que más le interese o le guste. En ésas andan unos y otros. Mucho descaro y mucha ley del embudo, eso es lo que hay. A mí me parecen unos reaccionarios todos, los unos y los otros, los herederos apócrifos de los ideales de izquierdas y los inmovilistas de siempre. Sólo se diferencian hoy en el tipo de opio que le administran al pueblo. Y en que se lo cobran en votos.
En este país de nuevos ricos y revolucionarios de tres tenedores, desde que no tenemos problemas serios, o no queremos verlos, hemos descubierto la pasión por la metafísica y el gusto por la especulación conceptual más estéril. Y resulta ahora, en pleno siglo XXI, que lo que más nos ocupa y nos preocupa es descubrir la esencia del matrimonio o averiguar en qué consiste la sustancia de una nación. Manda narices.
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