09 septiembre, 2005

Amigos con cuento (I) A. Fierro

Callos fríos a la leonesa
A. Fierro.

Tenéis que reconocer que, a veces, las cosas vienen mal dadas. Que no es que el santo no lo tengamos de cara, sino que viene de culo o atravesado y dando hostias. Que a los pequeños dioses caseros y familiares, manes, lares, penates, de vez en cuando se unen los hijoputatis, que son unos primos jaraneros y calaveras que se divierten horrores gastando bromas pesadas. Además, queríamos que todo saliera bien. Era la cena con la que despedíamos el verano. Que todo transcurriera en un ambiente de sosiego y melancolía, como el tono de los artículos de Julio para el periódico que tituló “Veraneo interior”.

Ayer, ya tenía yo que haber intuido unos pequeños desequilibrios en la fuerza que hacían presagiar estas tragedias caseras. Para empezar, después de unos hermosísimos días de calor soportable y frescor a la anochecida, amaneció nublado y chispeando. En el telediario de la 3, hablaron de que el Katrina se había revuelto un poquito y que podía empezar a bufar de nuevo. Esto lo dijeron antes de que le dieran el Príncipe de Asturias a Fernandito Alonso que, por cierto, el otro día estuve en Oviedo comiendo con un amigo e hice la prueba y no me lo podía creer: si pronuncié tres veces su nombre a tres interlocutores distintos, los tres tenían algo que ver con el muchacho: o habían ido con él al colegio, o conocían mucho a una prima, o el chaval mayor suyo era colega porque compitió –y alguna vez lo ganó- cuando, de pequeñinos, corrían juntos en los karts. En fin, una cosa asturiana y no grave, porque me gustaría saber a mí qué pasaría si hoy mismo, cuando salga a tomar los vinos, hago la prueba con ZP.

Estábamos, digo, con lo del epicentro. Pues bien, al atardecer se descolgó con estruendo de su pared en el salón el cuadro de Emiliano. Ya sé que el nuevo marco es frágil y no aguanta el peso del cristal, pero mira tú por dónde tenía que ser ayer precisamente. Luego, en la tele dijeron que Morientes se había lesionado en vísperas del trascendental partido contra Serbia-Montenegro, antigua Yugoslavia, como bien explicó Milosevic, el delantero centro.

Pero hoy, sin embargo, hasta que comenzaron las llamadas de teléfono, nada hacía presagiar tanto renglón torcido. De hecho, Mar y yo organizamos todo sin contratiempo alguno. Yo madrugué y estuve dibujando un buen rato. Tenía ganas de usar un pincelito nuevo. Dibujé mi mesa de trabajo en la que aparece desplegado un mapamundi con las corrientes oceánicas. Es un motivo simbólico y globalizador que le vendrá bien a la blog de Toño Amado, cada día más internacional. Luego, leí un par de horas “Vida de Rossini”, de Stendhal. Mar, creo que anduvo limpiando, y a eso de las doce me llamó para ir a comprar los callos.

Nada, digo, hacía suponer los dramas familiares de la tarde, aunque siempre podemos sacarle punta a cualquier anécdota: Recordé, al anochecer, cuando ya estaba abrumado y sentado solo en la enorme mesa del comedor, que un borrón de tinta china casi había arruinado mi dibujo y me había tenido rascaqueterasca un buen rato y que Stendhal lleva a rajatabla su teoría del medio y que las pasiones cálidas, su expansión, el ocio contemplativo sólo se dan en los soleados climas meridionales y hoy también había amanecido nublado.

El primero en llamar, a eso de las seis, fue Sendo. Estaba desolado, no se lo podía creer: el caminante de casi cuatro metros de alto que tenía en el taller, dándole los últimos retoques y casi a punto para volver a colocarlo en la plaza de Astorga, se había incendiado de nuevo. No se explicaba cómo había ocurrido. Lo más probable era que el obrero que había estado a última hora de la mañana para aplicar unos puntos de soldadura y que fumaba como un carretero hubiera dejado una colilla sin apagar y que tanto papel, disolventes, y demás enseres apetecibles al fuego, hubieran hecho panda y salido de marcha en busca de emociones fuertes.

El Jacobeo se quedaba otra vez huérfano de uno de sus símbolos. Sendo, que tenía que recoger a Gus, lo llamó contándole el fregao en el que andaba y éste, después de serenarse pegando unas voces al más hermoso estilo asturianín, agarró la moto y en menos que se reza un credo, enfiló hacia San Justo para retratar las pavesas y no sabemos si a consolar a Sendo o mandarlo al guano, que depende del día que tenga.

Eran las dos primeras bajas.

A las siete y pico, fue Tacho. Acababa de llamar Marisa, que había comido fuera y acababa de llegar a casa y acababa de recoger una notificación de la Universidad que le anunciaba la fecha del nuevo examen de su oposición y estaba histérica perdida. Tacho, que es un profesional, le dijo que tuviera calma, que en cinco minutos estaba con ella. Cogió el portátil, donde tenía copia del recurso y salió a la calle pensando que de ésta entraban en el Guiness si conseguían anular por cuarta vez la convocatoria. Estaba contento. Ya en camino, se puso a tararear “bella figlia dell’amore, /schiavo son de’vezzi tuoi; /con un detto sol tu puoi/ la mie pene consolar”. Casi se le olvida llamarnos para decir que no podía venir, que le dejásemos lo suyo en un taper.

Como no hay dos sin tres y las desgracias nunca vienen solas, estaba yo gritándole a Mar, que había subido a regar en las terrazas de arriba, “¡sólo faltaba que…!”, cuando sonó el teléfono. Julio y Cecilia llamaban desde Urgencias. Cuando estaban saliendo desde la casa de La Mata, a Julito se le había antojado traer el pato. Le dijeron que no y cogió un berrinche. Cecilia discutió con Julio y le hizo ver que no pasaba nada por darle el capricho porque en un par de días estarían en Madrid y allí el pobre niño tendría que sujetarse a las espartanas reglas y horarios de la vida escolar. Volvió Julió al patio, Julito corrió detrás y Gastón, el enorme samoyedo, desde el otro extremo del jardín, hizo lo propio loco de contento y arrollando a Julito, que cayó mal y hasta que no les dieran las radiografías no sabrían si la muñeca izquierda tenía algún problema serio. Vamos, que aquello iba para largo y que Julio, con la navaja que le había regalado Yuma, estaba en ese momento partiendo un cachín del postre que iban a traer para la cena, porque eran casi las nueve y le había entrado hambre.

Mar se ha sentado frente a mí en la mesa del comedor. Está muy bonita con flores y velas. Mar también está guapa, alta y delgada. Pensé que iba a echarse a llorar, pero le ha dado una risa nerviosa. Yo, que llevo el día intelectualizándolo todo, estoy serio como una patata. He recordado el poema de Pessoa “Dobrada à Moda do Porto”. El poeta se enfada, pero no protesta porque es un mindundi; no los come, no pide otra cosa y se va a dar una vuelta. Pero hace un hermoso poema, “Un día en un restaurante, fuera del espacio y del tiempo, me sirvieron el amor como unos callos fríos”. Pero a mí, ahora, con un cabreo del ocho, lo que menos se me ocurre es escribir nada y aquí quería yo ver a don Fernando, porque lo suyo, al fin y al cabo, sería una ración de nada y esto son más de dos kilos.

A. Fierro.

Miércoles, 7 de septiembre de 2005.

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