El debate político está siendo sustituido por la discusión histórica. Los periódicos y la red se llenan a diario de muestras. Una de las últimas, bien significativa, la tenemos en los comentaristas de un artículo que hace un par de días publicó Javier Orrico en Periodistadigital.com. No entro en opiniones sobre el artículo en sí, muy bien escrito, eso sin duda. Voy a otra cosa.
La política es labor eminentemente pragmática, prosaica, resolución de problemas comunes del día a día, con la mejor virtud en la prudencia y las habilidades necesarias de espíritu negociador, disposición pactista, capacidad de diálogo, sensibilidad para el sentir social y conciencia de la prelación entre los problemas que merecen el mayor esfuerzo. Por eso la política práctica no puede pretenderse científica ni lógica, del mismo modo que no son ni la ciencia ni la lógica las que determinan cómo puede y debe uno gobernar su casa, orientar su vida o administrar su tiempo. De ahí que la política buena, la que a los ciudadanos de a pie más nos conviene, es la que hacen sujetos con sentido común, no iluminados ni profetas. No estoy inventando nada, todo esto sobre la política lo han escrito magistralmente en el siglo XX autores como Isaiah Berlin o Michael Oakeshott, al margen de que el uno fuera más progresista y el otro más conservador, pero hermanados en un liberalismo de fondo que se espanta de los dogmtismos que intentan traducir a normas sociales supuestas esencias metafísicas o verdades intemporales. Con la que ha caído en el siglo XX, y no escarmentamos.
Una tal concepción práctica y humanizada de la política es por vocación democrática, pues nadie queda excluido de la capacidad de opinar por no ser lo bastante sabio o no estar en contacto con los dioses, la tierra, el espíritu del pueblo o los antepasados, y porque el objetivo que al pensamiento y la acción política se otorga no es otro que el de ir resolviendo, de la mejor manera posible en cada momento, los problemas fundamentales de los ciudadanos: que hemos de comer, que queremos trabajar, que necesitamos salud, vivienda, educación y ocio, etc. Se ha de renunciar, pues, a todo propósito de construir sobre la tierra o en la nación de uno cualquier variante del paraíso, inasible por definición. Esta del paraíso es suprema trampa para manipular incautos y engañar a bobos, ya sea paraíso de los proletarios, de los creyentes, de los del pueblo de uno o de los de sangre azul.
De esa idea práctica, democrática y con dimensión ciudadana de la política es de la que nos estamos alejando en nuestro país, Estado, nación o lo que diablos sea esto. Y ahora la disculpa es la Historia (así, con mayúscula). Otras veces fueron la Justicia, el Bien, la Fe, la Verdad. Ahora es le toca a la Historia convertirse en opio del pueblo y pretexto de la manipulación. Pero no porque los historiadores, pobres, vayan a ver crecido su estatus o aumentado su sueldo (salvo los más pillines que escriban al dictado de algún lerdo gobernante), sino porque los políticos con menos escrúpulos han encontrado ahí el último filón para mantener en vilo y sometida a una ciudadanía crecientemente escéptica y desengañada después de haber visto en que acabaron las otras metafísicas falaces: en abuso, explotación y sangre.
¿Por qué ahora la Historia? Al parecer, las decisiones cruciales de nuestra convivencia tienen que pasar por el aro de la Historia, y por eso se habla y se habla de derechos históricos, naciones históricas y cosas por el estilo. Late en el fondo de semejantes categorías un profundo prejuicio metafísico, un dogma perfectamente acrítico y exento de todo fundamento mínimamente racional y comprensible, aunque tremendamente conservador en todo caso. Según tal prejuicio dogmático, lo que un día fue debe volver a ser o tiene que seguir siendo. La idea de progreso histórico está siendo remplazada por la de regreso histórico, según unos, o la de estancamiento histórico, según otros. Me explicaré.
Los unos, tenidos por progresistas pero que gustan cada día más de volverse al pasado, consideran que si un día, hace un siglo o cinco, un pueblo le ganó la batalla a otro o fue independiente de él, tiene el derecho por esa sola razón a volver a aquella situación que un día se dio. O si una vez un rey eximió a ese pueblo de un impuesto, eximido queda para siempre, porque la Historia es intocable, sobre todo si hay pasta de por medio. Y ahí viene la discusión erudita sobre si fue verdad o no que tal batalla significó tal cosa o tal decreto tal otra. ¿Y qué más da? Sólo importa para esos que creen que el dato histórico, el pasado, es totalmente determinante de nuestras opciones presentes y futuras. Mama dicho prejuicio de la metafísica idea de que lo que un día fue debe volver a ser; un pasado no pasado en verdad, sino con permanente vocación de presente. Una quimera.
Ah, pero están también los otros, guiados por un prejuicio igual de metafísico, por no decir supersticioso, mas de contenido levemente distinto. Para éstos es el presente el que tiene vocación y propósito de eternidad, y el estado de cosas en que nos hallamos debe permanecer incólume, intocable y sustraído a toda discusión que lo cuestione o toda decisión que lo modifique, por los siglos de los siglos. Amen.
No hace falta, creo, que traduzca a términos más claros quiénes están en cada variante del dogma prejuicioso. Los primeros buscan la prueba histórica de que un día fueron nación política al menos un poco o un ratito, como justificación principal de que deban volver a serlo ahora y como causa de deslegitimación suprema de nuestra forma actual de Estado y convivencia. Los segundos se agarran al hecho de que ahora, o desde hace tiempo, o casi siempre, hemos sido lo que somos, un Estado-nación unitario, para elevar a intocable dicha configuración jurídico-política y a réprobos a quienes osan cuestionarla. Estos y los otros, los de acá y los de allá, ¿no tienen mejores argumentos para hacer política que éste, precisamente, que en el fondo excluye la política?
Y la excluye porque hace que gobiernos y ciudadanos eleven a preocupación suprema lo que menos importa en estos tiempos de tan cacareada globalización (qué nombre o dimensión tenga la unidad política en que organizadamente convivimos) y hurtan a la reflexión y la elección lo único que para el ciudadano y sus políticos tiene que ser preocupación central, inmediata y puramente práctica: que todo el mundo pueda vivir dignamente, a un lado y a otro de cualquier frontera, que a nadie le falte de comer, que a todos se les den las letras y las libertades que se precisan para entender el mundo, elegir la vocación de cada cual y participar con todos en el gobierno de los asuntos colectivos.
A esos patriotas de pega, a los que viven y cobran de perpetrar patrias y fosilizar historias, que los encierren juntos, a todos, en una isla lejana infestada de fronteras y bien dividida en cuadraditos, sectores y zonas que puedan llenar de banderas, himnos y discursos. Que los aguanten las gaviotas. O los pingüinos.
La política es labor eminentemente pragmática, prosaica, resolución de problemas comunes del día a día, con la mejor virtud en la prudencia y las habilidades necesarias de espíritu negociador, disposición pactista, capacidad de diálogo, sensibilidad para el sentir social y conciencia de la prelación entre los problemas que merecen el mayor esfuerzo. Por eso la política práctica no puede pretenderse científica ni lógica, del mismo modo que no son ni la ciencia ni la lógica las que determinan cómo puede y debe uno gobernar su casa, orientar su vida o administrar su tiempo. De ahí que la política buena, la que a los ciudadanos de a pie más nos conviene, es la que hacen sujetos con sentido común, no iluminados ni profetas. No estoy inventando nada, todo esto sobre la política lo han escrito magistralmente en el siglo XX autores como Isaiah Berlin o Michael Oakeshott, al margen de que el uno fuera más progresista y el otro más conservador, pero hermanados en un liberalismo de fondo que se espanta de los dogmtismos que intentan traducir a normas sociales supuestas esencias metafísicas o verdades intemporales. Con la que ha caído en el siglo XX, y no escarmentamos.
Una tal concepción práctica y humanizada de la política es por vocación democrática, pues nadie queda excluido de la capacidad de opinar por no ser lo bastante sabio o no estar en contacto con los dioses, la tierra, el espíritu del pueblo o los antepasados, y porque el objetivo que al pensamiento y la acción política se otorga no es otro que el de ir resolviendo, de la mejor manera posible en cada momento, los problemas fundamentales de los ciudadanos: que hemos de comer, que queremos trabajar, que necesitamos salud, vivienda, educación y ocio, etc. Se ha de renunciar, pues, a todo propósito de construir sobre la tierra o en la nación de uno cualquier variante del paraíso, inasible por definición. Esta del paraíso es suprema trampa para manipular incautos y engañar a bobos, ya sea paraíso de los proletarios, de los creyentes, de los del pueblo de uno o de los de sangre azul.
De esa idea práctica, democrática y con dimensión ciudadana de la política es de la que nos estamos alejando en nuestro país, Estado, nación o lo que diablos sea esto. Y ahora la disculpa es la Historia (así, con mayúscula). Otras veces fueron la Justicia, el Bien, la Fe, la Verdad. Ahora es le toca a la Historia convertirse en opio del pueblo y pretexto de la manipulación. Pero no porque los historiadores, pobres, vayan a ver crecido su estatus o aumentado su sueldo (salvo los más pillines que escriban al dictado de algún lerdo gobernante), sino porque los políticos con menos escrúpulos han encontrado ahí el último filón para mantener en vilo y sometida a una ciudadanía crecientemente escéptica y desengañada después de haber visto en que acabaron las otras metafísicas falaces: en abuso, explotación y sangre.
¿Por qué ahora la Historia? Al parecer, las decisiones cruciales de nuestra convivencia tienen que pasar por el aro de la Historia, y por eso se habla y se habla de derechos históricos, naciones históricas y cosas por el estilo. Late en el fondo de semejantes categorías un profundo prejuicio metafísico, un dogma perfectamente acrítico y exento de todo fundamento mínimamente racional y comprensible, aunque tremendamente conservador en todo caso. Según tal prejuicio dogmático, lo que un día fue debe volver a ser o tiene que seguir siendo. La idea de progreso histórico está siendo remplazada por la de regreso histórico, según unos, o la de estancamiento histórico, según otros. Me explicaré.
Los unos, tenidos por progresistas pero que gustan cada día más de volverse al pasado, consideran que si un día, hace un siglo o cinco, un pueblo le ganó la batalla a otro o fue independiente de él, tiene el derecho por esa sola razón a volver a aquella situación que un día se dio. O si una vez un rey eximió a ese pueblo de un impuesto, eximido queda para siempre, porque la Historia es intocable, sobre todo si hay pasta de por medio. Y ahí viene la discusión erudita sobre si fue verdad o no que tal batalla significó tal cosa o tal decreto tal otra. ¿Y qué más da? Sólo importa para esos que creen que el dato histórico, el pasado, es totalmente determinante de nuestras opciones presentes y futuras. Mama dicho prejuicio de la metafísica idea de que lo que un día fue debe volver a ser; un pasado no pasado en verdad, sino con permanente vocación de presente. Una quimera.
Ah, pero están también los otros, guiados por un prejuicio igual de metafísico, por no decir supersticioso, mas de contenido levemente distinto. Para éstos es el presente el que tiene vocación y propósito de eternidad, y el estado de cosas en que nos hallamos debe permanecer incólume, intocable y sustraído a toda discusión que lo cuestione o toda decisión que lo modifique, por los siglos de los siglos. Amen.
No hace falta, creo, que traduzca a términos más claros quiénes están en cada variante del dogma prejuicioso. Los primeros buscan la prueba histórica de que un día fueron nación política al menos un poco o un ratito, como justificación principal de que deban volver a serlo ahora y como causa de deslegitimación suprema de nuestra forma actual de Estado y convivencia. Los segundos se agarran al hecho de que ahora, o desde hace tiempo, o casi siempre, hemos sido lo que somos, un Estado-nación unitario, para elevar a intocable dicha configuración jurídico-política y a réprobos a quienes osan cuestionarla. Estos y los otros, los de acá y los de allá, ¿no tienen mejores argumentos para hacer política que éste, precisamente, que en el fondo excluye la política?
Y la excluye porque hace que gobiernos y ciudadanos eleven a preocupación suprema lo que menos importa en estos tiempos de tan cacareada globalización (qué nombre o dimensión tenga la unidad política en que organizadamente convivimos) y hurtan a la reflexión y la elección lo único que para el ciudadano y sus políticos tiene que ser preocupación central, inmediata y puramente práctica: que todo el mundo pueda vivir dignamente, a un lado y a otro de cualquier frontera, que a nadie le falte de comer, que a todos se les den las letras y las libertades que se precisan para entender el mundo, elegir la vocación de cada cual y participar con todos en el gobierno de los asuntos colectivos.
A esos patriotas de pega, a los que viven y cobran de perpetrar patrias y fosilizar historias, que los encierren juntos, a todos, en una isla lejana infestada de fronteras y bien dividida en cuadraditos, sectores y zonas que puedan llenar de banderas, himnos y discursos. Que los aguanten las gaviotas. O los pingüinos.
muy fuerte garciamado, OLE su primo, lo que a Vd le gustaría es más utopía que un patriotismo visceral, que alguien sensato nos solucione lo mejor posible o ¿cómo es? lo menos malo posible en democracia partitocrática de grupos de intereses los problemas de vivienda, salud, tráfico, educación , y ... ese ser tan sensato ¿quién es? Aznar o ZP o Rajoy o Pérez Carod o ... ah ya, es un ser metafísico, el gobernante enrollao que lo lleva bien en compañí de su buen rollo flotando en una nube mientras en el parlamento paren leyes modélicas y de clarísimo tinte social ya todos clases medias y el ejército en funciones de cruzar ancianas en los pasos cebra...que bonito.
ResponderEliminarhay ocasiones garciamado, en que cuando argumentas da la impresión de que eres un privilegiado social que opina desde el bienestar personal, parecido al rey de ESPAÑA ayer en la ONU hablando de igualdad y de lo buenos que tenemos que ser con el semejante, pero el de traje y siendo rey, un rey populista y republicano como dice ZP, la teoría de la argumentación no está terminada por eso creo humildemente que debes opinar o argumentar no desde tu situación social privilegiada sino más a lo Kelsen porque si el único destino que le ves tú a un patriota es una isla cuadriculada con gaviotas por conciudadanos y algún pingüino les privas de poder convencer a los demás que es la virtud de la Tª de la argumentación, que parte de que cualquier idea es defendible siempre que como en Atenas seas capaz de defender la contraria si te lo exige el guión.
ResponderEliminarTus razones son un ideario metafísico de tolerancia parcial y relativismo absoluto en lo moral (excepto con el machismo musulmán) pero insisto en que desde un punto de vista cómodo al que le falta concreción, por ejemplo cuando dices dar educación (letras)... que educación, la de clases de musulmán en los colegios públicos o esa no porque es machista, es que todos sabemos (la humanidad) pasárnoslo bien y gastar dinero en eso somos maestros (cada uno en la medida de sus posibilidades y hasta empeñarnos consumiendo) que nos teoricen sobre el paraíso no es patrimonio de los nacionalismos estatales o autonómicos, tú también lo haces, primero tratemos por fin de averigüar qué es justicia que ya vale que en el XXI no sepamos tan siquiera lo que es, cuando lo sepamos paraiso habemus.
garciamado me gustaría me dijeses cual ha caido en el siglo XX que no haya caido en el XIX, XVIII , XVII, etc...
ResponderEliminar¿Quién es Kelsen? ¿Es nacionalista? Acabo de meter su nombre en el Google y he leído la primera referencia, según la cual fue un "pensador jurídico y político austriaco" que huyó del nazismo y se refugió en Estados Unidos. Este tipo, que huyó del nazismo -paradigma de sentimiento nacionalista exacerbado y deleznable-, ¿tiene una teoría que sirve para justificar el nacionalismo?
ResponderEliminarNo soy jurista, así que pido perdón por plantear preguntas seguramente muy ingenuas. Pero me llamó la atención la referencia a Kelsen -que no me sonaba de nada-en el post del usuario anónimo. Debe ser un tipo importante, porque salen un buen número de vínculos a su nombre.
sherlock si quieres tener una idea importante sobre Kelsen te recomiendo una monografía de Juan Antonio García Amado (sí,sí, nuestro estimado garciamado) que en el tema es imprescindible : "Hans Kelsen y la norma fundamental", editorial Marcial Pons 1996.
ResponderEliminarNo caigas en la falacia naturalista de pensar que el nazismo como fue un hecho que se pasaron deba ser siempre así, si no en Nuremberg (cuna del iusnaturalismo actual) no se hubiese juzgado a los jerarcas nazis, se les hubiese fusilado y punto, como al zar de Rusia que ese era tan evidentemente culpable que el pueblo no perdió el tiempo pim, pam a él y a toda su ralea.
sherlock ¿tú también sueñas con el mundo idílico?
Para contestar a tu pregunta y que no te pase a tí como a mí cuando pregunto algo a garciamado a tí o a venator que no obtengo por respuesta más que metafísica y eso cuando se me responde humildemente te contesto a tu pregunta sobre si Kelsen ¿tiene una Tª que sirve para justificar el nacionalismo? - Kelsen justifica todo lo que emana de la soberanía popular entendida al modo liberal nunca marxista y que se plasma en la Constitución, controlada por un tribunal constitucional, eso para el es válido mientras sea eficaz pues es norma positiva (para aclararte los términos jurídicos de mi humilde opinión te remito al libro de garciamado arriba citado).