12 septiembre, 2005

Usaquén en domingo



Una mañana de domingo en Bogotá merece una escapada a Usaquén, al norte, hoy una parte de la ciudad, antes su límite. Se transita por la Séptima, que tiene los domingos una de sus calzadas convertida en "ciclovía" y es la imagen misma del disfrute ciudadano.
Usaquén es un remanso de casas bajas y coquetamente pintadas, con restaurantes acogedores, aceras llenas de vendedores de todo y esquinas en las que estratégicamente se colocan cada domingo los que tienen que colocar cachorros de cualquier raza canina imaginable.
Usaquén tiene tiendas secretas, auténtico recreo para el comprador calmoso, privilegio para iniciados. Son un abigarramiento de los objetos más diversos, pero algún extraño arte de la disposición de las cosas consigue que no nos atosigue el escaso espacio. Y el color. Estamos acostumbrados a las tiendas de antiguedades en las que predomina la oscuridad del ambiente, de los objetos mismos y hasta de un tiempo presente en los objetos y que por doloroso es oscuro. Y aquí no. Los objetos más heterogéneos, y hasta decrépitos, tienen color y luz, infunden buen ánimo en el que los contempla; es como si el tiempo se acompasara a otros ritmos y su tránsito no doliera. No son cosas muertas. Estas tiendas tienen más de recopilación de versos que de cementerio de cosas, de verbena para los sentidos que de mausoleo para coleccionistas. Pero nunca veo que vendan nada. Tal vez son museos clandestinos. Auténticos museos, sí, no como lo que se ve por ahí.
Y, para acabar, imprescindible darse una vuelta por el mercado de las pulgas (rastro) de Usaquén, donde uno puede encontrar las más sugerentes artesanías a un precio excelente. Y comer en puestos al aire libre con los lugareños que mejor saben vivir, porque no son ricos y aún entienden de sabores y de los nombres de las cosas.

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