Arrancaré de una anécdota personal, mía, de hoy mismo, no sé si suficientemente significativa, pero que me ha fijado en la cabeza algunas ideas que hace tiempo ya merodeaban en ella. La anécdota es ésta. Para mis clases de Filosofía del Derecho en la Universidad de León he hecho un blog en el que cuelgo los textos que pretendo que cada semana manejen los estudiantes, al tiempo que les pido que sus comentarios y ejercicios los pongan también ahí, para que sea público y transparente lo que hace cada uno. Hemos comenzado por debatir sobre la ley que legaliza el matrimonio homosexual, y les he colocado en el blog un enlace con un texto de la Sangrada Congregación para la Doctrina de la Fe, condenatorio de las uniones homosexuales, y otro de una profesora de Derecho Canónico que habla de los caracteres del matrimonio islámico poligámico y de los problemas jurídicos para su reconocimiento en nuestro país y en otros como Francia, Italia o Gran Bretaña. La idea es tomar pie en esos debates para ir elevándose hacia la explicación y discusión de posturas diversas en materia jurídica y de filosofía política (concepción material contra concepción formal-procedimental de la Constitución, universalismo contra relativismo, comunitarismo contra individualismo, multiculturalismo contra monolitismo cultural, etc.). Pues bien, tanto en los comentarios del propio blog como en mi correo electrónico personal han aparecido en los últimos dos días seis mensajes fuertemente insultantes hacia mi y mi labor como profesor. Unos dicen que soy un fascista y otro que soy un sinvergüenza cómplice de Zapatero. Hasta cuando le zumban a uno está bien la diversidad, ya ven.
Hasta ahí la anécdota, que seguramente no tiene más significado que el de la mala suerte de que esos materiales de mis clases se hayan cruzado en el ciberespacio con un par de chiflados de diversa extracción ideológica e idéntica personalidad infame. Pero la verdad es que, aun así, todo esto me extraña menos hoy de lo que me habría chocado hace dos años, o cinco años, o quince años. ¿Por qué? Porque esta sociedad se está crispando a marchas forzadas y parece cuestión de tiempo –ojalá no sea así- el retorno de la violencia social que creíamos marginada y marginal para siempre. Veamos las razones y los temores de futuro.
Como tantísimas veces se ha dicho, la transición fue un extraño milagro, pues las Españas cainitas de antaño se reconciliaron o, al menos, aparcaron sus más violentos afanes para fundar un modelo de convivencia basado en una Constitución moderna y democrática y que sentaba unas reglas mínimas de juego que todos, o casi, parece que se comprometían y nos comprometíamos a observar: tolerancia social, respeto a las ideas y la dignidad de los contendientes, ya fueran políticos, ideológicos o religiosos, y uso “pacífico” y comedido de los medios de acción política (partidos, sindicatos, Parlamento, derechos de manifestación, reunión, huelga, etc.). Cierto que para que todo esto fuera posible muchos hubieron de tragar mucha bilis, especialmente para aceptar aquella amnistía y para soportar que tantos autores de anteriores desmanes, ya fueran policías o políticos, salieran de rositas y siguieran en sus puestos, muchas veces medrando. Y también, por supuesto, tuvieron que aguantar lo suyo los que fueron víctimas del terrorismo con anterioridad a esa amnistía.
Ese ambiente produjo un fenómeno casi único y profundamente positivo, en mi opinión: la desaparición de la extrema derecha y de la extrema izquierda. Daba gusto ver en cualquier bar de barrio los acalorados debates entre afines al PSOE o Izquierda Unida y simpatizantes del PP, apasionados pero pacíficos, pues se podía confiar en que no se iba a llegar a las manos ni se iba a traducir esa discusión en males de ningún tipo. Sólo restó sin resolverse el maldito problema terrorista en Euzkadi, donde un grupo de supuestos izquierdistas independentistas siguió matando, amenazando y practicando las formas de intolerancia y extorsión propias de todos los totalitarismos que en malhadado siglo XX han sido. Pero la enfermedad, aun grave, estaba localizada y los riesgos de contagio se percibían realmente escasos.
Esa tranquilidad de fondo se está yendo al garete. Se acabó la calma. Conviene trazar el desgraciado itinerario de la crisis de nuestra convivencia, por si podemos hacer algo todavía para atajar el mal y evitar las consecuencias más duras que pueden estar por venir.
El ejemplo de los etarras y su troupe fue prendiendo ocasionalmente en otros lados, en otros lodos. Un día escuchamos con sorpresa y perplejidad que en alguna universidad catalana ciertos activistas radicales (pobre término éste, “radical”, tan malgastado e impropiamente usado en esta época, ¿por qué el empeño de llamar radicales a los meros gamberros, a los ansiosos de tiranías o a los cómplices de asesinatos?) impedían hablar a algún conferenciante que no era de su cuerda. Pero la sociedad seguía tranquila y la convivencia entre los partidos políticos rivales continuaba siendo ejemplar: debates durísimos pero respeto de mínimos que no deben saltarse para que la contienda política no se torne violento enfrentamiento tribal. Cambió el partido de gobierno y, aun con las tensiones esperables y normales, las cosas no se salieron de madre.
El primero que empezó a dar malos síntomas fue Aznar, el Aznar del segundo mandato. Su gesto desabrido, sus desaires cada vez más comunes, su dogmatismo inflexible y su propensión a tratar al rival como enemigo y al crítico como traidor sembraron la primera semilla de un tipo de desavenencias que van más allá de la discrepancia civilizada y se parecen más a la pura enemistad, cuando no el odio. Dicen que quien siembra vientos recoge tempestades, aunque no estoy seguro de si las tempestades que ahora voy a mencionar nacieron de los vientos sembrados por ese antipático Aznar o eran de cosecha propia del PSOE y sus compañeros de viaje. El caso es que primero con el Prestige y luego, más radicalmente, con la guerra de Iraq se fomentó que la gente se echara a la calle para llamar a Aznar y a su gobierno asesinos y lindezas por el estilo. El insulto seguía su imparable avance hacia la suplantación de la verdadera política digna de una democracia.
Y llegó el desdichado 11M, y con él la torpeza de un Gobierno que duda entre respetar la transparencia o dejarse arrastrar por el mero cálculo electoral, que da una de cal y otra de arena y que siembra en los ciudadanos una comprensible inquietud con sus dimes y diretes, con sus comunicados y desmentidos y con su agresiva actitud contra los que dudan de sus tesis iniciales, a los que se llega a tachar de miserables. Los que no dudaron fueron los del PSOE, que organizaron la rubalcabada. La ocasión la pintaban calva y no se desperdició. Abajo los formalismos y las contemplaciones y usemos la jornada de reflexión para seguir dando caña callejera y mediática. La victoria electoral, así y todo, fue legítima, a mi juicio. Que se deba en más o en menos al shock de los atentados es cosa que aquí y ahora me importa poco. A lo que voy es al nuevo mal ejemplo que se dio a la ciudadanía, el ejemplo de que las reglas de juego están para violarlas y de que las cortesías y los principios de convivencia sólo valen mientras nos beneficien a nosotros, a los nuestros.
Y hete aquí que el nuevo gobierno, aupado en la imagen mediática del talante cuasivirginal de ZP, un bendito de dios, una sonrisa noble, un alma cándida, un inofensivo idealista, comienza a practicar la política más dura y menos dada al consenso y la tolerancia de todas cuantas hemos vivido del 78 para acá. La consigna real es nada el PP, todos contra el PP. Llueven los calificativos de grueso calibre. A ese partido constitucional, conservador, sí, incluso reaccionario en muchas cosas, pero constitucional, que es el Popular, se le llama cada vez más partido fascista, partido franquista y cosas por el estilo. Al tiempo, se pacta, a efectos de apoyo parlamentario, con aquellos que se habían entrenado en reventar conferencias y amordazar librepensdores. Y se hacen guiños a unos cuantos cómplices de los únicos desgraciados que venían matando y llevaban mil muertos en su cuenta. El mundo al revés, al menos en términos constitucionales y de convivencia. Como si Rajoy fuera de peor calaña que Josu Ternera o Acebes de más dudosa moralidad política que aquel Rovira que viajó a Perpiñán.
Acción y reacción. Los del otro lado tampoco son unos santos ni un dechado de prudencia y educación. Rajoy no es capaz de manejar el ala más extrema y autoritaria de su partido. Zapatero parece que no tiene ningún interés en tener a raya a los más faltones y macarras de los de sus filas, tanto parlamentarias como extraparlamentarias. De vez en cuando se alza en el PSOE alguna experta voz razonable que pide mesura, contención y seso. Y a esos les manda callar ZP cuando así se lo indican sus socios más gamberros.
Y ha comenzado a pasar, para desventura de todos, lo que tenía que pasar, así puestas las cosas. Una cadena de desgracias interrelacionadas, que ojalá no tengamos que pagar más caras que lo que ya nos están costando. Por una parte, resurge la extrema derecha. Apuesto a que antes de dos legislaturas los tenemos en el Parlamento dando mal ejemplo y en la calle dando otras cosas aún peores. Sólo están esperando que aparezca su Le Pen, una figura que los aglutine. Y, si acierto en esta negra previsión –ojalá no- será el momento de preguntarse de quién fue la culpa. Estará repartida, seguro, pero me atrevería a pronosticar que será de una derecha constitucional débil y dubitativa, sin criterio claro sobre márgenes y límites, como la que encarna Rajoy (uno se acuerda de Suárez o Calvo Sotelo y la nostalgia se hace insufrible), y de una izquierda zapateril y rubalcabista, que con su resentimiento atávico (¿por qué odia ZP? Algún día un doctorando psicólogo o psiquiatra se hará en serio esta pregunta) es reacia al diálogo con una derecha civilizada y quiere echarla toda al saco de los franquistas más reaccionarios, y que con su indigencia intelectual hace de la política cotidiana improvisación al son que toquen sus socios más truculentos, que más que aliados deberíamos llamar cómplices.
Acción y reacción. Agitan los unos el fantasma del franquismo, que estaba muerto y bien muerto, y Franco resucita, otra vez envuelto en la bandera “nacional” y al grito viejo de “España, una; España, grande; España, libre”. En Madrid ya se los ve cada fin de semana en determinadas plazas. Y en la red de redes hacen furor. Y en los chats, y en los blogs. Acción y reacción. Y los otros, los matones que en nombre de otras “naciones” también están dispuestos a amenazar, herir y matar (o a seguir haciéndolo), ven una nueva razón para su guerra y una nueva justicia para su delictiva condición. Y se crecen con los guiños y la comprensión de todo un gobierno, un gobierno que guarda la posta más gruesa para la derecha constitucional del PP y que por un plato de lentejas parlamentarias es capaz de mostrarse comprensivo y aterciopelado con el mismísimo Pol Pot, si se pone a tiro de sonrisa.
Somos, pobres ciudadanos, el espejo de nuestros políticos, nos contagiamos de sus sensaciones y sus actitudes y las devolvemos multiplicadas. Aquella sociedad que veía cómo Carrillo, González, Suárez y Fraga se daban la mano, mirándose a los ojos con franqueza y jugando limpio, tomaba buen ejemplo de un modo de convivir y del significado de las reglas del juego democrático, de esa especie de Constitución material que se teje de lealtad al conciudadano por encima de las discrepancias ideológicas con él. Y eso al margen de lo que entonces se dijera, o de lo que aún se diga hoy, del pasado mejor o peor, más presentable o menos, de cualquiera de esos personajes que he puesto como ejemplo. Y hasta la superación de aquellos pasados dogmáticos o muy poco edificantes en algún caso, era ejemplo para los ciudadanos: lo que había que construir sólo podía construirse entre todos, y edificarlo era tan importante como para explicar perdones y compensar impunidades.
Eran otros tiempos, eran otras gentes. Eran otros talantes. El talante de los de ahora, y muy en especial de los que desde el gobierno disfrutan más arrinconando al rival con fintas mediáticas y argucias retóricas que proponiendo un programa de gobierno al que atenerse y del que fiarse, provoca tensión y ánimo revanchista en muchos. Y una buena parte de esa oposición que vuelve a oler a sotana raída y a porra de goma tampoco sirve precisamente para calmar los ánimos inquietos.
¿Aguantará ZP sin sonreír cuando llegue el primer muerto o se deshará su talante en sonrisas al pensar que ya ganó, otra vez, las elecciones? ¿Deberá Rajoy confiar en que vuelva ETA a las andadas para ganarlas él? Triste política, mezquina política de odios que computa los muertos como triunfos.
Entretanto, nosotros ya hemos comenzado a insultarnos. La cuenta atrás ya ha empezado. Malditos sean.
Hasta ahí la anécdota, que seguramente no tiene más significado que el de la mala suerte de que esos materiales de mis clases se hayan cruzado en el ciberespacio con un par de chiflados de diversa extracción ideológica e idéntica personalidad infame. Pero la verdad es que, aun así, todo esto me extraña menos hoy de lo que me habría chocado hace dos años, o cinco años, o quince años. ¿Por qué? Porque esta sociedad se está crispando a marchas forzadas y parece cuestión de tiempo –ojalá no sea así- el retorno de la violencia social que creíamos marginada y marginal para siempre. Veamos las razones y los temores de futuro.
Como tantísimas veces se ha dicho, la transición fue un extraño milagro, pues las Españas cainitas de antaño se reconciliaron o, al menos, aparcaron sus más violentos afanes para fundar un modelo de convivencia basado en una Constitución moderna y democrática y que sentaba unas reglas mínimas de juego que todos, o casi, parece que se comprometían y nos comprometíamos a observar: tolerancia social, respeto a las ideas y la dignidad de los contendientes, ya fueran políticos, ideológicos o religiosos, y uso “pacífico” y comedido de los medios de acción política (partidos, sindicatos, Parlamento, derechos de manifestación, reunión, huelga, etc.). Cierto que para que todo esto fuera posible muchos hubieron de tragar mucha bilis, especialmente para aceptar aquella amnistía y para soportar que tantos autores de anteriores desmanes, ya fueran policías o políticos, salieran de rositas y siguieran en sus puestos, muchas veces medrando. Y también, por supuesto, tuvieron que aguantar lo suyo los que fueron víctimas del terrorismo con anterioridad a esa amnistía.
Ese ambiente produjo un fenómeno casi único y profundamente positivo, en mi opinión: la desaparición de la extrema derecha y de la extrema izquierda. Daba gusto ver en cualquier bar de barrio los acalorados debates entre afines al PSOE o Izquierda Unida y simpatizantes del PP, apasionados pero pacíficos, pues se podía confiar en que no se iba a llegar a las manos ni se iba a traducir esa discusión en males de ningún tipo. Sólo restó sin resolverse el maldito problema terrorista en Euzkadi, donde un grupo de supuestos izquierdistas independentistas siguió matando, amenazando y practicando las formas de intolerancia y extorsión propias de todos los totalitarismos que en malhadado siglo XX han sido. Pero la enfermedad, aun grave, estaba localizada y los riesgos de contagio se percibían realmente escasos.
Esa tranquilidad de fondo se está yendo al garete. Se acabó la calma. Conviene trazar el desgraciado itinerario de la crisis de nuestra convivencia, por si podemos hacer algo todavía para atajar el mal y evitar las consecuencias más duras que pueden estar por venir.
El ejemplo de los etarras y su troupe fue prendiendo ocasionalmente en otros lados, en otros lodos. Un día escuchamos con sorpresa y perplejidad que en alguna universidad catalana ciertos activistas radicales (pobre término éste, “radical”, tan malgastado e impropiamente usado en esta época, ¿por qué el empeño de llamar radicales a los meros gamberros, a los ansiosos de tiranías o a los cómplices de asesinatos?) impedían hablar a algún conferenciante que no era de su cuerda. Pero la sociedad seguía tranquila y la convivencia entre los partidos políticos rivales continuaba siendo ejemplar: debates durísimos pero respeto de mínimos que no deben saltarse para que la contienda política no se torne violento enfrentamiento tribal. Cambió el partido de gobierno y, aun con las tensiones esperables y normales, las cosas no se salieron de madre.
El primero que empezó a dar malos síntomas fue Aznar, el Aznar del segundo mandato. Su gesto desabrido, sus desaires cada vez más comunes, su dogmatismo inflexible y su propensión a tratar al rival como enemigo y al crítico como traidor sembraron la primera semilla de un tipo de desavenencias que van más allá de la discrepancia civilizada y se parecen más a la pura enemistad, cuando no el odio. Dicen que quien siembra vientos recoge tempestades, aunque no estoy seguro de si las tempestades que ahora voy a mencionar nacieron de los vientos sembrados por ese antipático Aznar o eran de cosecha propia del PSOE y sus compañeros de viaje. El caso es que primero con el Prestige y luego, más radicalmente, con la guerra de Iraq se fomentó que la gente se echara a la calle para llamar a Aznar y a su gobierno asesinos y lindezas por el estilo. El insulto seguía su imparable avance hacia la suplantación de la verdadera política digna de una democracia.
Y llegó el desdichado 11M, y con él la torpeza de un Gobierno que duda entre respetar la transparencia o dejarse arrastrar por el mero cálculo electoral, que da una de cal y otra de arena y que siembra en los ciudadanos una comprensible inquietud con sus dimes y diretes, con sus comunicados y desmentidos y con su agresiva actitud contra los que dudan de sus tesis iniciales, a los que se llega a tachar de miserables. Los que no dudaron fueron los del PSOE, que organizaron la rubalcabada. La ocasión la pintaban calva y no se desperdició. Abajo los formalismos y las contemplaciones y usemos la jornada de reflexión para seguir dando caña callejera y mediática. La victoria electoral, así y todo, fue legítima, a mi juicio. Que se deba en más o en menos al shock de los atentados es cosa que aquí y ahora me importa poco. A lo que voy es al nuevo mal ejemplo que se dio a la ciudadanía, el ejemplo de que las reglas de juego están para violarlas y de que las cortesías y los principios de convivencia sólo valen mientras nos beneficien a nosotros, a los nuestros.
Y hete aquí que el nuevo gobierno, aupado en la imagen mediática del talante cuasivirginal de ZP, un bendito de dios, una sonrisa noble, un alma cándida, un inofensivo idealista, comienza a practicar la política más dura y menos dada al consenso y la tolerancia de todas cuantas hemos vivido del 78 para acá. La consigna real es nada el PP, todos contra el PP. Llueven los calificativos de grueso calibre. A ese partido constitucional, conservador, sí, incluso reaccionario en muchas cosas, pero constitucional, que es el Popular, se le llama cada vez más partido fascista, partido franquista y cosas por el estilo. Al tiempo, se pacta, a efectos de apoyo parlamentario, con aquellos que se habían entrenado en reventar conferencias y amordazar librepensdores. Y se hacen guiños a unos cuantos cómplices de los únicos desgraciados que venían matando y llevaban mil muertos en su cuenta. El mundo al revés, al menos en términos constitucionales y de convivencia. Como si Rajoy fuera de peor calaña que Josu Ternera o Acebes de más dudosa moralidad política que aquel Rovira que viajó a Perpiñán.
Acción y reacción. Los del otro lado tampoco son unos santos ni un dechado de prudencia y educación. Rajoy no es capaz de manejar el ala más extrema y autoritaria de su partido. Zapatero parece que no tiene ningún interés en tener a raya a los más faltones y macarras de los de sus filas, tanto parlamentarias como extraparlamentarias. De vez en cuando se alza en el PSOE alguna experta voz razonable que pide mesura, contención y seso. Y a esos les manda callar ZP cuando así se lo indican sus socios más gamberros.
Y ha comenzado a pasar, para desventura de todos, lo que tenía que pasar, así puestas las cosas. Una cadena de desgracias interrelacionadas, que ojalá no tengamos que pagar más caras que lo que ya nos están costando. Por una parte, resurge la extrema derecha. Apuesto a que antes de dos legislaturas los tenemos en el Parlamento dando mal ejemplo y en la calle dando otras cosas aún peores. Sólo están esperando que aparezca su Le Pen, una figura que los aglutine. Y, si acierto en esta negra previsión –ojalá no- será el momento de preguntarse de quién fue la culpa. Estará repartida, seguro, pero me atrevería a pronosticar que será de una derecha constitucional débil y dubitativa, sin criterio claro sobre márgenes y límites, como la que encarna Rajoy (uno se acuerda de Suárez o Calvo Sotelo y la nostalgia se hace insufrible), y de una izquierda zapateril y rubalcabista, que con su resentimiento atávico (¿por qué odia ZP? Algún día un doctorando psicólogo o psiquiatra se hará en serio esta pregunta) es reacia al diálogo con una derecha civilizada y quiere echarla toda al saco de los franquistas más reaccionarios, y que con su indigencia intelectual hace de la política cotidiana improvisación al son que toquen sus socios más truculentos, que más que aliados deberíamos llamar cómplices.
Acción y reacción. Agitan los unos el fantasma del franquismo, que estaba muerto y bien muerto, y Franco resucita, otra vez envuelto en la bandera “nacional” y al grito viejo de “España, una; España, grande; España, libre”. En Madrid ya se los ve cada fin de semana en determinadas plazas. Y en la red de redes hacen furor. Y en los chats, y en los blogs. Acción y reacción. Y los otros, los matones que en nombre de otras “naciones” también están dispuestos a amenazar, herir y matar (o a seguir haciéndolo), ven una nueva razón para su guerra y una nueva justicia para su delictiva condición. Y se crecen con los guiños y la comprensión de todo un gobierno, un gobierno que guarda la posta más gruesa para la derecha constitucional del PP y que por un plato de lentejas parlamentarias es capaz de mostrarse comprensivo y aterciopelado con el mismísimo Pol Pot, si se pone a tiro de sonrisa.
Somos, pobres ciudadanos, el espejo de nuestros políticos, nos contagiamos de sus sensaciones y sus actitudes y las devolvemos multiplicadas. Aquella sociedad que veía cómo Carrillo, González, Suárez y Fraga se daban la mano, mirándose a los ojos con franqueza y jugando limpio, tomaba buen ejemplo de un modo de convivir y del significado de las reglas del juego democrático, de esa especie de Constitución material que se teje de lealtad al conciudadano por encima de las discrepancias ideológicas con él. Y eso al margen de lo que entonces se dijera, o de lo que aún se diga hoy, del pasado mejor o peor, más presentable o menos, de cualquiera de esos personajes que he puesto como ejemplo. Y hasta la superación de aquellos pasados dogmáticos o muy poco edificantes en algún caso, era ejemplo para los ciudadanos: lo que había que construir sólo podía construirse entre todos, y edificarlo era tan importante como para explicar perdones y compensar impunidades.
Eran otros tiempos, eran otras gentes. Eran otros talantes. El talante de los de ahora, y muy en especial de los que desde el gobierno disfrutan más arrinconando al rival con fintas mediáticas y argucias retóricas que proponiendo un programa de gobierno al que atenerse y del que fiarse, provoca tensión y ánimo revanchista en muchos. Y una buena parte de esa oposición que vuelve a oler a sotana raída y a porra de goma tampoco sirve precisamente para calmar los ánimos inquietos.
¿Aguantará ZP sin sonreír cuando llegue el primer muerto o se deshará su talante en sonrisas al pensar que ya ganó, otra vez, las elecciones? ¿Deberá Rajoy confiar en que vuelva ETA a las andadas para ganarlas él? Triste política, mezquina política de odios que computa los muertos como triunfos.
Entretanto, nosotros ya hemos comenzado a insultarnos. La cuenta atrás ya ha empezado. Malditos sean.
He descubierto este blog el otro día,casualmente.Independientemente de que comparta o no sus oponiones,alabo su forma de exponerlas.Sospecho que, el motivo por el cual me haré asidua,es ese; su visión global de los problemas y su lenguaje sencillo.
ResponderEliminarPersonalmente, creo que nunca hay que acorralar a nadie, siempre hay que dejar una salida, un escape,sobre manera al contrario.
Opino que la extrema derecha no ha desaparecido en ningún momento,puesto que siempre ha estado ahí; esperando la ocasión.
Creo que no es producto de la casualidad su protagonismo,no debemos olvidar que resurge (tímidamente) en el primer gobierno del PP.
Creo que solo a través de la educación,se puede luchar contra la intolerancia y violencia, incluso; con la verbal.
No se trata de limitarse a enseñar
lo que debe o no hacerse,de inculcar el respeto hacia los demás y sus opiniones.
Considero que, es igual de importante, aprender a reaccionar frente a situaciaciones injustas.
Que cerrando los ojos y los oidos no desaparecen los problemas,no vale mirar para otro lado.
El respeto parte de uno mismo,y si yo no exijo que me hablen y traten con respeto(independientemente de conseguirlo,claro)entraré en una rueda de la que es dificil salir.
En definiva,la clave está en discutir ideas,no en cuestionar a las personas por sus opiniones.
Un cordial saludo.
Las palabras no hacen daño garciamado y más cuando se tiene la conciencia tranquila, que unos gamberros insulten no tiene que alterarnos, cuestión distinta es que quieran agredirnos, legítima defensa y punto.
ResponderEliminarJoder , la obsesión con la extrema derecha si me parece ya más preocupante, que si desapareció la extrema derecha , que si vuelve amenazante , que si espera un líder para que los aglutine. Que miedo, yo si que tengo miedo pero por si uno de mis amigos, familiares, allegados, caiga en una comisaría y no les caiga bien porque pueden devolvérmelo en un sudario muy democraticamente muerto.
Sigo preguntándome si resulta racional el creer que porque un pensamiento político, pongamos de extrema derecha fracasase en una o en diez ocasiones, lo vaya a hacer siempre, yo creo que si la sociedad sobrevivió a Marx, ya está vacunada para 100 Hitlers.
Opino que los de extrema derecha no estén esperando a un mesías que los aglutine porque me da la impresión que eso lo necesitan los borregos que no piensan por sí mismos, pero el que no está robotizado por la democracia no depende de ningún líder sino que la idea/realidad de ESPAÑA supongo que le reconforte y que trabajarían por un estado mejor independientemente que un/una líder les diga :por aquí.
Y tranquilo garciamado que no va a llegar el caos de guerra porque la izquierda al tener ahora mismo más bienes materiales que perder nunca van a arriesgarse en un combate, si a su policía les desbordase el pueblo en una revolución , se van con sus ahorros a México hasta que escampe.
No te comas la cabeza ni 5 minutos con los insultos garciamado sigue pensando y transmitiendo.
!Cuánta razón tienes, como tantas otras veces! La crispación está en auge, no sólo en la vida política, también en la vida laboral. Antes regía la consigna tácita, fruto de la buena educación y del pudor, de no hacer pagar al prójimo tus problemas personales. Nadie en tu entorno laboral, salvo alguien muy amigo, sabía si habías dormido poco por culpa del niño o si habías discutido con la pariente. Ahora todo el mundo se cree con derecho a imponer a los demás su mala noche o su discusión conyugal. El que hace dos días te ofrecía chicles, hoy no te saluda. Nada, te dice otro compañero, debe tener problemas en casa, no le dés importancia que ya se le pasará. Una semana después vuelve a ofrecerte chicles. Ya se le pasó.
ResponderEliminar¡Qué felices tiempos aquellos en que regían las formas, y el pudor, y las malas noches y las discusiones conyugales no se usaban de salvoconducto a la crispación y coartada para la mala educación!