27 octubre, 2005

Las broncas que le caen a uno

Qué guapo estás callado, solían decir en mi pueblo. Y es verdad. No guapo, que eso no se arregla así, pero sí tranquilo. Y con montones de amigos, que de otro modo van quedando en el camino.
No es que me haya levantado hoy particularmente melancólico, pero sí dubitativo. A lo mejor hay que ir pensando en cambiar de manera de ser, o de forma de pensar, o de modos de comportamiento. Puede ser. Meditaré, pero entretanto permítanme los amigos que siguen este modesto blog que reflexione un poco en voz alta, como quien dice.
En los dos últimos días he provocado algo de molestia o inquietud en algunas personas, unas próximas y otras desconocidas, por algunos escritos. Tomo hoy sólo un caso, el de mi articulillo "Ma/paternidades posmodernas", que se publicó el pasado martes en La Nueva España, de Oviedo. Es una versión levemente corregida de lo que con el mismo título colgué aquí mismo allá por septiembre. Consternación entre amigos y lectores con hijos: que sí, que algo hay, pero que exagero y me paso mucho. Pues claro. Cómo no, si el propósito era satírico. Que la sátira me haya quedado más o menos lucida es una cosa. Pero si quiere ser sátira no puede limitarse a una declamación pacífica y sentimental de las virtudes de toda paternidad, eso también es obvio. En su famosa sentencia sobre el caso Titanic (no el famoso barco, sino una revista satírica alemana, que se llamaba de ese modo), dice el Tribunal Constitucional Alemán que la sátira, en cuanto género, reúne los tres caracteres siguientes: distanciamiento, exageración y caricatura. Parece una buena descripción. Hay por la web alguna antología interesante de literatura satírica. Eche un vistazo el lector inquieto (me permito recomendar dos textos gloriosos de Ricardo Palma, ya un clásico de la literatura peruana. Uno se titula Fatuidad humana, y el otro La pinga del Libertador. Si alguno se aficiona, que se dé una vuelta por su libro Tradiciones en salsa verde, que está en la red). Y, desde luego, servidor no es Quevedo (en la página citada se recogen abundantes textos de Quevedo), qué más quisiera. ¿Pero se imaginan a los amigos de don Francisco diciéndole "jo, tío, como te pasas, eres un exagerado, las cosas tampoco son exactamente así". Habría tenido que hacerse cronista deportivo o concejal de centro, cosas que creo que no estarían al alcance de su tiempo, supongo.
Merece la pena reflexionar sobre cómo va perdiendo su sentido del humor esta sociedad. Los bromazos que nos gastábamos en mi pueblo -qué manía con el pueblo, ya lo sé- con la mejor disposición de ánimo darían hoy lugar a pleitos y desavenencias perpetuas. Toca cogérsela/o con papel de fumar. ¿Por qué? Me atrevo a aventurar un par de posibles causas. Una, la dictadura de lo políticamente correcto. Al gordo ya no puedes llamarlo gordo; llamar flaco al flaco es herirlo; al feo tienes que decirle menos guapo, y al guapo no debes exagerarle el piropo, porque te responderá que no sólo es un cuerpo; al zángano debes suponerlo cansado, pero nunca insinuar que le puede la pereza; al necio no se te permite tildarlo de tal, pues se presume que es un fracado del Estado social el hecho de que él no tenga luces; llamar sabio al que sabe se toma por decirle sabiondo, pero calificar de estulto al que no conoce de las cosas es peligroso, pues pensará que la palabrita tiene que ver con algún desvío sexual. Si hablas el lenguaje común, el de la tele o El Larguero, cómo demonios expresas algo que merezca la pena; si sacas algo más exquisito del Diccionario, tío tú de qué vas, a quién quieres impresionar, ni que fueras Valdano.
Otra de las causas posibles, el malentendido de la tolerancia. El hecho feliz de que esta sociedad haya aprendido a permitir de buen grado que cada uno viva como quiera y haga de su capa un sayo se ha trasladado a una desautorización de la crítica. Si yo tengo derecho a ser homo o hétero, a vivir aquí o allá, a llevar corbata o vaqueros, a peinarme con gomina o ponerme un piercing, a ser católico o protestante, etc., se desprende que nadie puede criticarme por nada de lo que yo sea o elija ni a bromear con ninguna de mis circunstancias. Pero una cosa no lleva a la otra, creo. Lo primero es sano y extraordinariamente positivo, signo de la madurez de una sociedad. Lo segundo es el retorno de la censura por la puerta de atrás. Aquí todos tenemos derecho a hacer lo que queramos y que no dañe a otro, pero nadie tiene por qué estar inmune de la crítica o la broma. Intocables no, thanks.
Deberíamos pensar un día detenidamente sobre el lugar de la crítica en nuestra sociedad, sobre su desubicación. Adelanto alguna hipótesis y seguimos otro día. La crítica se ha transformado en una combinación de espectáculo e insulto. Espectáculo porque esta sociedad acrítica se divierte contemplando las supuestas críticas, muchas veces amañadas y siempre previsibles, que se enseñan en televisión. Ver cómo dos discuten virulentamente no es practicar la crítica ni aguzar el correspondiente sentido, es contemplar una representación de la crítica, un entretenimiento para masas pasivas. Pero ponte a debatir sobre el mismo tema con un amigo y verás cómo a los tres segundos ya hay mosqueo. El espectáculo de la crítica gusta al espectador medio sobre todo si va sazonado de insulto. De eso viven algunas cadenas de televisión, de organizar representaciones en que dos, a ser posible chico y chica, se llaman de todo (cobrando, eso sí) a propósito de una aparente discusión sobre el tipo de prestaciones que se daban cuando eran pareja o salían. Pero repróchale tú algo, suavecito, al pariente o la parienta y verás la que se arma: acabáis en insultos, como en la tele.
Insultar es fácil, cualquier patán lo puede hacer. Para entender y manejar la ironía, gozar el doble sentido o disfrutar con el fino duelo dialéctico hacen falta dos cosas: haber leído algo y ser un caballero o una señora. Ay, amigo, vamos mal, lo primero en las escuelas se estila poco ya; lo segundo decididamente no se lleva. Mola más parecerse a los del Gran Hermano. Pues viva la Pepa. Todos mis estudiantes saben quién era la Pepa esa y cuáles sus hazañas, seguro. Y los profesores también.

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