Ah, qué maravilla, hoy sí que es un buen día. Me he levantado con el pie derecho y sintiendo que comienza una etapa de mi vida, la mejor. ¿Qué me ha pasado? He descubierto que soy nación. Sí, sí, yo mismo, tal cual. Este pelmazo del blog, hasta ayer mismo su humilde servidor, ha cambiado de estatuto y ya no es un vulgar ciudadano más. Ahora soy nación. Así que cuidadín, pues me veré obligado a reconsiderar todas mis relaciones con el Estado opresor de mi autonomía y con el resto del personal.
¿Qué cómo lo he sabido? Gracias a un cuento chino que leí anoche y que paso a resumir, traduciéndolo a una prosa menos florida y con la que podamos entendernos más rápidamente. Ahí va.
Pues resulta que un individuo llamado X vivía en un gran Estado que era también un Estado grande cuyas gentes se relacionaban entre sí, comerciaban, viajaban y competían en múltiples torneos deportivos. Un día un grupo de personas de las que vivían en la misma región que X cayeron en la cuenta de que las gentes de esa región tenían cosas peculiares: hablaban de un modo distinto, les gustaba comer cosas diferentes de las que eran habituales en los otros territorios de ese Estado, eran aficionados a ciertas músicas o danzas que resultaban también bastante peculiares de aquella tierra y diferentes de las de las tierras vecinas, aun dentro del mismo Estado. Así que ese grupo dijo: nosotros somos nación y una nación tiene el derecho a autodeterminarse y a tener sus propias leyes, su gobierno propio y, a fin de cuentas, su propio Estado. Convencieron no sólo a X, sino también a la mayoría de sus coterráneos y fundaron su propio Estado, del que X pasó a ser ciudadano.
En esa región, ahora Estado, X había nacido y vivido siempre en una ciudad que podemos llamar C, para abreviar. Un día, un grupo de habitantes de C cayeron en la cuenta de que los naturales de tal ciudad eran bastante peculiares. Hablaban la lengua de la zona con modismos propios y una entonación inconfundible; bailaban una jota (bueno, su equivalente en chino) que todo el mundo conocía como “la jota de C”, pues sólo allí se danzaba desde tiempo inmemorial y sólo los de allí acertaban con la cadencia exacta de sus pasos; tenían un potaje muy curioso que era en C la comida popular por excelencia y que apenas se tomaba en otros lugares de aquella región, ahora Estado. En fin, que a base de darle vueltas a sus propias particularidades, los habitantes de C llegaron a la conclusión de que eran nación, y de inmediato exigieron y lograron tener un Estado para ellos, pues es derecho inalienable de toda nación convertirse en Estado independiente. Así que nuestro amigo X pasó a ser nacional de un Estado nuevo. Ya había cambiado dos veces de ciudadanía. No sería la última vez.
En aquella ciudad C, ahora Estado C, nuestro protagonista se había criado y había vivido siempre en un barrio de las afueras, llamémoslo B. Un día estaba X sentado con un grupo de amigos en un café de B, celebrando la fiesta local de ese barrio. A partir de la tercera cerveza se pusieron a repasar lo ligados que estaban a ese barrio suyo y cuánto les gustaban las cosas especiales que tenía: ese plato que sólo se preparaba en sus bares, aquella manera de hablar tan suya que tenían sus vecinos, las leyendas que circulaban entre sus gentes y que decían de cuando aún no era un barrio de C, sino una aldea aislada y con mucha personalidad. En fin, que esa misma noche X y sus amigos cayeron en la cuenta de algo en lo que, de tan evidente, hasta entonces no habían reparado: B era una nación. Comenzó así una disputa de años, hasta que consiguieron independizarse del Estado C y tener su propio Estado, derecho irrenunciable de toda nación, como bien sabemos.
Pasó un poco de tiempo. X se casó y tuvo hijos. Uno de esos años, con ocasión precisamente de su cumpleaños, reunió en su casa todos los miembros vivos de su familia, que representaban a cuatro generaciones. Les dio un gran banquete y después de los brindis se pusieron entre todos a recordar cosas de sus antepasados, anécdotas de su vida en común y diversas peripecias de la vida de cada uno. La conclusión se les fue imponiendo por sí sola y al cabo de un par de horas ya no había duda posible: más que una familia, o además, eran una nación. Bastaba atender a cómo a lo largo de las generaciones se había mantenido en todos cierto deje gangoso al pronunciar determinadas letras del alfabeto chino, cómo habían nacido entre ellos determinadas leyendas que cada generación narraba a la siguiente, cómo se habían afirmado determinadas tradiciones, como aquella misma de celebrar los cumpleaños en familia guisando un cordero con unas hierbas que le daban un sabor único y que, se decía, era receta que había inventado una tatarabuela hacía ya siglos. Y así tantas cosas que fueron recordando y enumerando con creciente emoción.
Les costó años, pero consiguieron que aquel Estado que no quería reconocerlos se rindiera ante la evidencia de que eran nación y ante su insoslayable consecuencia: tenían derecho a su propio Estado. Y así fue.
Pasaron los años. Con cada uno que transcurría el señor X se iba sintiendo un poco más incómodo, oprimido, tenso. Ya se sabe lo que es una familia. Donde hay confianza... Todos querían mandar y cada uno invocaba su mayor derecho: el uno que si por ser más viejo, el otro que de ninguna manera, que la prioridad debía ser de los jóvenes; los varones de la familia argumentaban que tradicionalmente en esa familia, ahora Estado, habían imperado los hombres, y que la tradición es sagrada e intocables los derechos que en ella se gestan, que son derechos históricos; las mujeres, que de ningún modo y que una cosa es que ese Estado tenga su origen en una historia familiar o otra, muy distinta que haya que tragar con todo lo que fue historia. Y así todo el día, en gresca de unos con otros y con continuo movimiento de grupos, facciones, alianzas, pactos y contrapactos.
Así que X, cansado, se subió un día a la azotea de la casa familiar, azotea que era, al tiempo, la parte más vistosa del territorio de ese Estado, y se puso a reflexionar. Y vio la luz. Él, X, era un sujeto con una fuerte personalidad. Todos le reconocían siempre que era muy suyo. Y tenían razón. No se parecía propiamente a nadie, ni a su padre ni a su madre, y por el aspecto nadie sacaría que era hermano de sus hermanos. Además, tenía muy claros sus gustos. Detestaba el acento con que hablaba su familia y trataba de evitarlo poniendo en sus palabras una entonación neutra. Se había hecho vegetariano tiempo atrás, por lo que a diario cocinaba para sí y se abstenía de tomar de la perola con el potaje familiar, que era, simultáneamente, el plato típico de aquel Estado casero. Nunca había conseguido dar ni dos pasos de aquella horrible danza a la que se entregaban con frenesí en todas las celebraciones y conmemoraciones los otros miembros de aquel Estado-nación familiar, pero le encantaba el jazz, que tenía que escuchar en solitario y entre la incomprensión general. And so on, pensó después, recordando que otra peculiaridad muy suya era que le gustaba expresarse en inglés, pese a la consigna familiar de que se debían desterrar los idiomas foráneos que pudieran poner en riesgo la identidad grupal.
En esas estaba cuando, súbitamente, tuvo la revelación crucial: Dios mío, se dijo, soy una nación. Y bajó las escaleras gritando, soy una nación, soy una nación, soy una nación. Sus conciudadanos consanguíneos y afines tanto en línea recta como colateral lo contemplaron estupefactos, pero no tuvieron más remedio que avenirse a sus argumentos cuando les dijo ¿pero no veis que tengo en mí todos y cada uno de los caracteres de una verdadera nación? ¿No os dais cuenta de que pienso distinto, hablo diferente, tengo mis propias costumbres, voy desplegando mi propia historia, llevo toda la vida siendo un ser ontológicamente separado de los demás –esto no lo entendieron todos de la misma forma-? Soy libre, soy libre y tendréis que asumirlo, no os quedará más remedio que aceptar mi derecho a autodeterminarme como nación, como nación individual. ¿O acaso vamos a hacer de la libertad para autodeterminarse una cuestión de número? ¿Acaso no hemos admitido, incluso, la sociedad anónima unipersonal? Padecía cierta deformación profesional el bueno de X, pero ese es otro tema.
Ese discurso de X tuvo efectos arrolladores. El rechazo inicial de sus connacionales, tanto consanguíneos y afines, se fue tornando silencio reflexivo. En cuestión de minutos a todos y cada uno se les fue iluminando la mirada y su ceño fruncido se tornó en sonrisa: todos y cada uno acababan se sentirse y saberse nación.
La noticia corrió como la pólvora en todo el vecindario, es decir, en los Estados vecinos, en la sociedad internacional, por tanto. El movimiento nacionalista individual se hizo imparable. Al poco, a X se le ocurrió convocar una gran asamblea de naciones individuales. Miles y miles de sujetos acudieron revestidos de unas camisas en las que en grandes letras doradas estaba escrito el lema de la reunión: “soy mi propia nación. ¡Viva mi nación libre!”. Pasados dos días de pura exaltación, alguien formuló la pregunta que todos tenían en mente y nadie se atrevía a enunciar en voz alta: ¿y ahora qué hacemos? Veían los inconvenientes de que cada uno se autodeterminase por libre. Así que, sin apenas debate, acordaron fundar un Estado. Un Estado que de tan plurinacional, pues reconocía tantas naciones como habitantes, ya no era ni siquiera un Estado-nación. Era un Estado preocupado sólo por que cada uno de sus ciudadanos individuales fuera libre, tuviera cómo ganarse dignamente la vida y no sufriera discriminación.
Fin del cuento chino.
Ahora tome cuenta el lector de la profunda emoción que a mí, a mí mismo, garciamado, me embarga en este momento. Es una emoción contradictoria. Por un lado me exalta el descubrimiento de que yo soy con toda propiedad una nación, ¡ah, qué cosa más grandiosa! Pero, por otro lado constato que soy una nación sin Estado. Miro a mi alrededor pero no veo más que rebaños conducidos por oscuros pastores. Esta misma tarde saldré a buscar otros individuos-nación como yo que estén dispuestos a fundar conmigo, de igual a igual, un auténtico Estado, un Estado de individuos libres. Lo llamaremos Estado de Derecho.
Amen.
¿Qué cómo lo he sabido? Gracias a un cuento chino que leí anoche y que paso a resumir, traduciéndolo a una prosa menos florida y con la que podamos entendernos más rápidamente. Ahí va.
Pues resulta que un individuo llamado X vivía en un gran Estado que era también un Estado grande cuyas gentes se relacionaban entre sí, comerciaban, viajaban y competían en múltiples torneos deportivos. Un día un grupo de personas de las que vivían en la misma región que X cayeron en la cuenta de que las gentes de esa región tenían cosas peculiares: hablaban de un modo distinto, les gustaba comer cosas diferentes de las que eran habituales en los otros territorios de ese Estado, eran aficionados a ciertas músicas o danzas que resultaban también bastante peculiares de aquella tierra y diferentes de las de las tierras vecinas, aun dentro del mismo Estado. Así que ese grupo dijo: nosotros somos nación y una nación tiene el derecho a autodeterminarse y a tener sus propias leyes, su gobierno propio y, a fin de cuentas, su propio Estado. Convencieron no sólo a X, sino también a la mayoría de sus coterráneos y fundaron su propio Estado, del que X pasó a ser ciudadano.
En esa región, ahora Estado, X había nacido y vivido siempre en una ciudad que podemos llamar C, para abreviar. Un día, un grupo de habitantes de C cayeron en la cuenta de que los naturales de tal ciudad eran bastante peculiares. Hablaban la lengua de la zona con modismos propios y una entonación inconfundible; bailaban una jota (bueno, su equivalente en chino) que todo el mundo conocía como “la jota de C”, pues sólo allí se danzaba desde tiempo inmemorial y sólo los de allí acertaban con la cadencia exacta de sus pasos; tenían un potaje muy curioso que era en C la comida popular por excelencia y que apenas se tomaba en otros lugares de aquella región, ahora Estado. En fin, que a base de darle vueltas a sus propias particularidades, los habitantes de C llegaron a la conclusión de que eran nación, y de inmediato exigieron y lograron tener un Estado para ellos, pues es derecho inalienable de toda nación convertirse en Estado independiente. Así que nuestro amigo X pasó a ser nacional de un Estado nuevo. Ya había cambiado dos veces de ciudadanía. No sería la última vez.
En aquella ciudad C, ahora Estado C, nuestro protagonista se había criado y había vivido siempre en un barrio de las afueras, llamémoslo B. Un día estaba X sentado con un grupo de amigos en un café de B, celebrando la fiesta local de ese barrio. A partir de la tercera cerveza se pusieron a repasar lo ligados que estaban a ese barrio suyo y cuánto les gustaban las cosas especiales que tenía: ese plato que sólo se preparaba en sus bares, aquella manera de hablar tan suya que tenían sus vecinos, las leyendas que circulaban entre sus gentes y que decían de cuando aún no era un barrio de C, sino una aldea aislada y con mucha personalidad. En fin, que esa misma noche X y sus amigos cayeron en la cuenta de algo en lo que, de tan evidente, hasta entonces no habían reparado: B era una nación. Comenzó así una disputa de años, hasta que consiguieron independizarse del Estado C y tener su propio Estado, derecho irrenunciable de toda nación, como bien sabemos.
Pasó un poco de tiempo. X se casó y tuvo hijos. Uno de esos años, con ocasión precisamente de su cumpleaños, reunió en su casa todos los miembros vivos de su familia, que representaban a cuatro generaciones. Les dio un gran banquete y después de los brindis se pusieron entre todos a recordar cosas de sus antepasados, anécdotas de su vida en común y diversas peripecias de la vida de cada uno. La conclusión se les fue imponiendo por sí sola y al cabo de un par de horas ya no había duda posible: más que una familia, o además, eran una nación. Bastaba atender a cómo a lo largo de las generaciones se había mantenido en todos cierto deje gangoso al pronunciar determinadas letras del alfabeto chino, cómo habían nacido entre ellos determinadas leyendas que cada generación narraba a la siguiente, cómo se habían afirmado determinadas tradiciones, como aquella misma de celebrar los cumpleaños en familia guisando un cordero con unas hierbas que le daban un sabor único y que, se decía, era receta que había inventado una tatarabuela hacía ya siglos. Y así tantas cosas que fueron recordando y enumerando con creciente emoción.
Les costó años, pero consiguieron que aquel Estado que no quería reconocerlos se rindiera ante la evidencia de que eran nación y ante su insoslayable consecuencia: tenían derecho a su propio Estado. Y así fue.
Pasaron los años. Con cada uno que transcurría el señor X se iba sintiendo un poco más incómodo, oprimido, tenso. Ya se sabe lo que es una familia. Donde hay confianza... Todos querían mandar y cada uno invocaba su mayor derecho: el uno que si por ser más viejo, el otro que de ninguna manera, que la prioridad debía ser de los jóvenes; los varones de la familia argumentaban que tradicionalmente en esa familia, ahora Estado, habían imperado los hombres, y que la tradición es sagrada e intocables los derechos que en ella se gestan, que son derechos históricos; las mujeres, que de ningún modo y que una cosa es que ese Estado tenga su origen en una historia familiar o otra, muy distinta que haya que tragar con todo lo que fue historia. Y así todo el día, en gresca de unos con otros y con continuo movimiento de grupos, facciones, alianzas, pactos y contrapactos.
Así que X, cansado, se subió un día a la azotea de la casa familiar, azotea que era, al tiempo, la parte más vistosa del territorio de ese Estado, y se puso a reflexionar. Y vio la luz. Él, X, era un sujeto con una fuerte personalidad. Todos le reconocían siempre que era muy suyo. Y tenían razón. No se parecía propiamente a nadie, ni a su padre ni a su madre, y por el aspecto nadie sacaría que era hermano de sus hermanos. Además, tenía muy claros sus gustos. Detestaba el acento con que hablaba su familia y trataba de evitarlo poniendo en sus palabras una entonación neutra. Se había hecho vegetariano tiempo atrás, por lo que a diario cocinaba para sí y se abstenía de tomar de la perola con el potaje familiar, que era, simultáneamente, el plato típico de aquel Estado casero. Nunca había conseguido dar ni dos pasos de aquella horrible danza a la que se entregaban con frenesí en todas las celebraciones y conmemoraciones los otros miembros de aquel Estado-nación familiar, pero le encantaba el jazz, que tenía que escuchar en solitario y entre la incomprensión general. And so on, pensó después, recordando que otra peculiaridad muy suya era que le gustaba expresarse en inglés, pese a la consigna familiar de que se debían desterrar los idiomas foráneos que pudieran poner en riesgo la identidad grupal.
En esas estaba cuando, súbitamente, tuvo la revelación crucial: Dios mío, se dijo, soy una nación. Y bajó las escaleras gritando, soy una nación, soy una nación, soy una nación. Sus conciudadanos consanguíneos y afines tanto en línea recta como colateral lo contemplaron estupefactos, pero no tuvieron más remedio que avenirse a sus argumentos cuando les dijo ¿pero no veis que tengo en mí todos y cada uno de los caracteres de una verdadera nación? ¿No os dais cuenta de que pienso distinto, hablo diferente, tengo mis propias costumbres, voy desplegando mi propia historia, llevo toda la vida siendo un ser ontológicamente separado de los demás –esto no lo entendieron todos de la misma forma-? Soy libre, soy libre y tendréis que asumirlo, no os quedará más remedio que aceptar mi derecho a autodeterminarme como nación, como nación individual. ¿O acaso vamos a hacer de la libertad para autodeterminarse una cuestión de número? ¿Acaso no hemos admitido, incluso, la sociedad anónima unipersonal? Padecía cierta deformación profesional el bueno de X, pero ese es otro tema.
Ese discurso de X tuvo efectos arrolladores. El rechazo inicial de sus connacionales, tanto consanguíneos y afines, se fue tornando silencio reflexivo. En cuestión de minutos a todos y cada uno se les fue iluminando la mirada y su ceño fruncido se tornó en sonrisa: todos y cada uno acababan se sentirse y saberse nación.
La noticia corrió como la pólvora en todo el vecindario, es decir, en los Estados vecinos, en la sociedad internacional, por tanto. El movimiento nacionalista individual se hizo imparable. Al poco, a X se le ocurrió convocar una gran asamblea de naciones individuales. Miles y miles de sujetos acudieron revestidos de unas camisas en las que en grandes letras doradas estaba escrito el lema de la reunión: “soy mi propia nación. ¡Viva mi nación libre!”. Pasados dos días de pura exaltación, alguien formuló la pregunta que todos tenían en mente y nadie se atrevía a enunciar en voz alta: ¿y ahora qué hacemos? Veían los inconvenientes de que cada uno se autodeterminase por libre. Así que, sin apenas debate, acordaron fundar un Estado. Un Estado que de tan plurinacional, pues reconocía tantas naciones como habitantes, ya no era ni siquiera un Estado-nación. Era un Estado preocupado sólo por que cada uno de sus ciudadanos individuales fuera libre, tuviera cómo ganarse dignamente la vida y no sufriera discriminación.
Fin del cuento chino.
Ahora tome cuenta el lector de la profunda emoción que a mí, a mí mismo, garciamado, me embarga en este momento. Es una emoción contradictoria. Por un lado me exalta el descubrimiento de que yo soy con toda propiedad una nación, ¡ah, qué cosa más grandiosa! Pero, por otro lado constato que soy una nación sin Estado. Miro a mi alrededor pero no veo más que rebaños conducidos por oscuros pastores. Esta misma tarde saldré a buscar otros individuos-nación como yo que estén dispuestos a fundar conmigo, de igual a igual, un auténtico Estado, un Estado de individuos libres. Lo llamaremos Estado de Derecho.
Amen.
Muy bien garciamado y ... regular, me explico: genial la reducción al absurdo de como una comunidad deviene un individuo. Minucioso y muy fino en mi opinión.
ResponderEliminarRegular en el último párrafo porque claro en definitiva ESPAÑA no es un rebaño o 17 rebaños conducidos por ZP o por 17 mendas más o menos oscuros (aunque con tanto inmigrante negro se oscurecerá el panorama), pero empatizando acepto la metáfora.
Lo que no queda desarrollado de ningún modo, es si en ese mundo de hombres libres que basan sus relaciones en el Derecho, ¿existirán menos conflictos?, esta pregunta es jodida porque si existen los mismos conflictos básicos : ricos y pobres (bueno ricos y clases medias); padres e hijos y suegras; palacios y chabolas; moros y cristianos y lo más crucial - vagos y estudiosos, no será un Estado de Derecho y si dejan de existir ¿para qué el Derecho?.
Es hora de reflexionar de nuevo sobre Nigeria, 122 tribus,25 estados (eso sí , casi todos los ciudadanos negros) , diferentes religiones, creencias y ritos salvajes que de vez en cuando se dan unas ostias y viva Nigeria. Eso es el verdadero nacionalismo o comunitarismo o estatalismo o españolismo, cada uno será lo que quiera (como dice la canción del legionario)pero que a ESPAÑA nos la dejen como está.
Me parece que le voy a enlazar en mi blog, me gusta mucho su opinión.
ResponderEliminarcatetodepacifistan.blogspot
Professor,gracias. ¿Podría escribir de nuevo la dirección de su blog? No he conseguido entrar.
ResponderEliminarGracias.
Gentileza de Venator, que en esta ocasión es quien les ha puesto en contacto en el blog de Arcadi Espada.
ResponderEliminarhttp://catetodepacifistan.blogspot.com/
Gentileza de Venator, que en esta ocasión es quien les ha puesto en contacto en el blog de Arcadi Espada.
ResponderEliminarhttp://catetodepacifistan.blogspot.com/
Perdona pero lo primero que leí fue "yo sí que soy maricón". Hay ciertas homofonías curiosas. Por otro lado no tendría nada de malo, porque yo sí que soy liberal (en el buen sentido, no como Aznar, o su mujer, la de las manzanas y las peras).
ResponderEliminarDe lo que estoy seguro es que soy una "realidad nacional", como el Ebro, o la playa de Conil, o los inmigrantes, esos que según
uno que escribe más arriba "con tanto negro se oscurecerá el panorama". Él seguramente será muy blanquito pero a lo mejor en Estocolmo lo toman por mulato, aunque sea de Madrid o Barcelona, que hace unos años en USA a muchos españoles nos ponían mala cara cuando entrábamos a los restaurantes exclusivos para blancos. O sea que menos presumir de raza área, no nos podemos olvidar que tenemos mucha sangre de almohades mauritanos.