Existen en casi todas las ciudades de nuestro país barrios enteros habitados por personas y grupos de muy baja extracción y gran necesidad. Por ejemplo, gitanos. En este León en que vivo basta darse una vuelta por la zona llamada La Inmaculada. Casi nadie la conoce o ha pasado por allí, claro.
Me despierta gran curiosidad imaginarme que un día de estos en alguno de tales barrios de una ciudad española se desata la furia destructiva de sus humildes habitantes y que se ponen a quemar coches como posesos. No pensemos en una zona llena de inmigrantes, no, sino en uno de estos otros, con mayoría gitana, por ejemplo. La curiosidad me viene al preguntarme si nuestros bienpensantes aplicarían los mismos paños calientes, idénticas excusas y similares explicaciones que las que repiten a propósito de los desmanes que han venido sucediendo en Francia. Porque, al parecer, todo aquello se explica por completo y se justifica bastante en consideración a que se trata de ghetos en los que vive población inmigrante apenas integrada en la sociedad del país, discriminada y con altísimas tasas de desempleo. Bien, no discrepo por completo de ese diagnóstico de causas, aunque me parece parcial e insuficiente, pero sí del propósito absolutorio que lo suele acompañar. Y me pregunto si los portavoces de tales diagnósticos con ánimo de eximentes los mantendrían si la destrucción la realizaran aquí gitanos o población marginal de alguno de nuestros particulares ghetos; o si el coche se lo quemaran a su cuñada, esa de las piernas largas, tan guapa.
Pero pretendo ponerme un poco más analítico y referirme a la diferencia entre motivos y razones, matiz que no dominan muchos de los que tan bondadosamente analizan los incidentes franceses. Un motivo de mi acción es el estado de cosas, objetivo o subjetivo, que me impulsa a querer hacer algo. El motivo de que yo me lance a comer compulsivamente puede ser que tengo un hambre de tomo y lomo. El motivo de que abuse sexualmente de una señora que me topo en un ascensor puede ser una larga e involuntaria abstinencia sexual. El motivo de que le robe la cartera a mi compañero de trabajo puede estar en que quiero comprarme una playstation último modelo. Raro es que hagamos algo para lo que no se pueda hallar un motivo, un móvil, que dicen los juristas. Ahora bien, ¿son esos motivos razones que nos den razón y que atenúen nuestra responsabilidad o el reproche de nuestra acción? Me parece que no. Fuera de los casos absolutamente desesperados, en los que el sujeto realmente carece de alternativas de actuación si quiere sobrevivir o salvar un bien que le importa e importa mucho (legítima defensa o estado de necesidad; o figuras de la doctrina tradicional como el llamado hurto famélico), los motivos no pueden servir como razones absolutorias ni en lo moral ni en lo jurídico, pues de lo contrario bastaría con poder explicar la acción como desencadenada por alguna circunstancia negativa o carencia de su autor para que, sin más, hubiera que dejar de aplicarle la sanción o la crítica.
Que ninguna mujer me haga caso no es razón que disculpe que viole a una, ni que rebaje el reproche moral y jurídico de mi odiosa conducta. Que todos mis colegas tengan aparatejos de último modelo y que yo ansíe mercarme uno no es razón para suavizar el reproche de mi conducta al robar a un compañero. ¿Y los inmigrantes franceses que queman coches? Concedamos, y tal vez no es difícil, que sus condiciones vitales son más adversas que las de la mayoría de los franceses. Admitamos también que eso es causa de que anden malhumorados y agresivos. Pero, ¿vale como razón que quite tan siquiera una parte de la maldad de su conducta de quemar indiscriminadamente automóbiles y otros bienes? Y si usted, amigo lector, contesta que sí que excusan las circunstancias y las causas, tendrá que admitir que las mismas excusas deberán valer si los que así proceden son cualesquiera otros que se hallen en circunstancias igual de negativas y si el perjudicado por sus actos es usted o cualquiera de los que le son más próximos o queridos. Porque, si afirmando lo primero no me admite esto, lo suyo es la ley del embudo, permítame que se lo diga. ¿Ha reparado usted en que muchos de esos que matan a su pareja, comportamiento vil y odioso donde los haya, son también unos pobres hombres –o mujeres- sin cultura, lumpen, marginados, excéntricos? ¿Por qué no decimos de ellos que pobres, que no es suya la culpa sino de la sociedad, que es normal que se rebelen echando mano de la violencia y que son la expresión de una sociedad tan injusta que no puede condenarlos sin dar nueva prueba de su insensibilidad?
Reparemos en otro detalle. Hablamos con toda naturalidad de lo que disculpa a los grupos y usamos el plural con gran complacencia. Son los pobres, los marginados, los discriminados, los inadaptados, los oprimidos. Bueno, pues ahora imagínese que usted está en el colmo de la miseria y la desesperación y que padece todo el maltrato de esta sociedad oprobiosa, hasta que un día no puede más, sale de su casa con una lata de gasolina y le prende fuego a diez coches, con un par de cerillas. ¿Cuántos se iban a acordar de su terrible situación como razón para no criticarlo y condenarlo? Me temo que ninguno. Y esto nos lleva a dos de los prejuicios que lastran el razonamiento de la supuesta intelectualidad bienintencionada que pontifica sobre este tipo de asuntos.
El primero de esos prejuicios es el privilegio del número. Lo que si hecho por un desesperado se sigue viendo odioso y condenable, si lo realiza una masa de gente empieza a parecer noble rebelión y recurso último de la justicia social. ¿Por qué?
Y el prejuicio segundo es la preferencia por lo destructivo frente a lo que podríamos llamar lo alimenticio. Si usted roba para comer o darle carrera a su hijo, le seguirán diciendo que eso no es plan y que así no vamos a ningún lado. Pero se junta usted con cien que tienen idéntica necesidad a la suya y sale por ahí a poner petardos o destruir tiendas y coches y comenzamos a pensar que la santa indignación encuentra su expresión más adecuada. ¿A cuento de qué?
Y tentaciones me dan de pensar que si el grupo que sale a destruir es de bercianos pobres y oprimidos no van a hallar tanta comprensión como encontrarían si, siendo su situación social y económica idéntica, fueran inmigrantes, incluso de tercera generación y con la misma nacionalidad que los del Bierzo.
Supongo que la razón de esas sinrazones es la nostalgia de la revolución, tan propia de intelectuales acomodados y de burguesillos que se conceden pensamientos puros para sanar en su alma los ecos de sus acciones más impuras. Esos que se cambian de acera cuando van a cruzarse con un gitano pero que se indignan tanto cuando oyen al ministro francés llamar chusma a los que le meten fuego a los coches.
Pues bien, los que queman los coches son chusma y, sin embargo, no son chusma los miles de pobres y marginados que viven entre nosotros sin quemar nada. ¿O acaso valen menos y merecen éstos menor respeto? Qué bonito eso de pensar que uno ya es guapo porque no usa palabras feas. Qué cómodo creer que porque nuestro lenguaje es políticamente correcto ya es ejemplar y correcta en grado máximo nuestra conducta. Qué fácil sentirse de los buenos por decir solamente que no hay malos.
Me despierta gran curiosidad imaginarme que un día de estos en alguno de tales barrios de una ciudad española se desata la furia destructiva de sus humildes habitantes y que se ponen a quemar coches como posesos. No pensemos en una zona llena de inmigrantes, no, sino en uno de estos otros, con mayoría gitana, por ejemplo. La curiosidad me viene al preguntarme si nuestros bienpensantes aplicarían los mismos paños calientes, idénticas excusas y similares explicaciones que las que repiten a propósito de los desmanes que han venido sucediendo en Francia. Porque, al parecer, todo aquello se explica por completo y se justifica bastante en consideración a que se trata de ghetos en los que vive población inmigrante apenas integrada en la sociedad del país, discriminada y con altísimas tasas de desempleo. Bien, no discrepo por completo de ese diagnóstico de causas, aunque me parece parcial e insuficiente, pero sí del propósito absolutorio que lo suele acompañar. Y me pregunto si los portavoces de tales diagnósticos con ánimo de eximentes los mantendrían si la destrucción la realizaran aquí gitanos o población marginal de alguno de nuestros particulares ghetos; o si el coche se lo quemaran a su cuñada, esa de las piernas largas, tan guapa.
Pero pretendo ponerme un poco más analítico y referirme a la diferencia entre motivos y razones, matiz que no dominan muchos de los que tan bondadosamente analizan los incidentes franceses. Un motivo de mi acción es el estado de cosas, objetivo o subjetivo, que me impulsa a querer hacer algo. El motivo de que yo me lance a comer compulsivamente puede ser que tengo un hambre de tomo y lomo. El motivo de que abuse sexualmente de una señora que me topo en un ascensor puede ser una larga e involuntaria abstinencia sexual. El motivo de que le robe la cartera a mi compañero de trabajo puede estar en que quiero comprarme una playstation último modelo. Raro es que hagamos algo para lo que no se pueda hallar un motivo, un móvil, que dicen los juristas. Ahora bien, ¿son esos motivos razones que nos den razón y que atenúen nuestra responsabilidad o el reproche de nuestra acción? Me parece que no. Fuera de los casos absolutamente desesperados, en los que el sujeto realmente carece de alternativas de actuación si quiere sobrevivir o salvar un bien que le importa e importa mucho (legítima defensa o estado de necesidad; o figuras de la doctrina tradicional como el llamado hurto famélico), los motivos no pueden servir como razones absolutorias ni en lo moral ni en lo jurídico, pues de lo contrario bastaría con poder explicar la acción como desencadenada por alguna circunstancia negativa o carencia de su autor para que, sin más, hubiera que dejar de aplicarle la sanción o la crítica.
Que ninguna mujer me haga caso no es razón que disculpe que viole a una, ni que rebaje el reproche moral y jurídico de mi odiosa conducta. Que todos mis colegas tengan aparatejos de último modelo y que yo ansíe mercarme uno no es razón para suavizar el reproche de mi conducta al robar a un compañero. ¿Y los inmigrantes franceses que queman coches? Concedamos, y tal vez no es difícil, que sus condiciones vitales son más adversas que las de la mayoría de los franceses. Admitamos también que eso es causa de que anden malhumorados y agresivos. Pero, ¿vale como razón que quite tan siquiera una parte de la maldad de su conducta de quemar indiscriminadamente automóbiles y otros bienes? Y si usted, amigo lector, contesta que sí que excusan las circunstancias y las causas, tendrá que admitir que las mismas excusas deberán valer si los que así proceden son cualesquiera otros que se hallen en circunstancias igual de negativas y si el perjudicado por sus actos es usted o cualquiera de los que le son más próximos o queridos. Porque, si afirmando lo primero no me admite esto, lo suyo es la ley del embudo, permítame que se lo diga. ¿Ha reparado usted en que muchos de esos que matan a su pareja, comportamiento vil y odioso donde los haya, son también unos pobres hombres –o mujeres- sin cultura, lumpen, marginados, excéntricos? ¿Por qué no decimos de ellos que pobres, que no es suya la culpa sino de la sociedad, que es normal que se rebelen echando mano de la violencia y que son la expresión de una sociedad tan injusta que no puede condenarlos sin dar nueva prueba de su insensibilidad?
Reparemos en otro detalle. Hablamos con toda naturalidad de lo que disculpa a los grupos y usamos el plural con gran complacencia. Son los pobres, los marginados, los discriminados, los inadaptados, los oprimidos. Bueno, pues ahora imagínese que usted está en el colmo de la miseria y la desesperación y que padece todo el maltrato de esta sociedad oprobiosa, hasta que un día no puede más, sale de su casa con una lata de gasolina y le prende fuego a diez coches, con un par de cerillas. ¿Cuántos se iban a acordar de su terrible situación como razón para no criticarlo y condenarlo? Me temo que ninguno. Y esto nos lleva a dos de los prejuicios que lastran el razonamiento de la supuesta intelectualidad bienintencionada que pontifica sobre este tipo de asuntos.
El primero de esos prejuicios es el privilegio del número. Lo que si hecho por un desesperado se sigue viendo odioso y condenable, si lo realiza una masa de gente empieza a parecer noble rebelión y recurso último de la justicia social. ¿Por qué?
Y el prejuicio segundo es la preferencia por lo destructivo frente a lo que podríamos llamar lo alimenticio. Si usted roba para comer o darle carrera a su hijo, le seguirán diciendo que eso no es plan y que así no vamos a ningún lado. Pero se junta usted con cien que tienen idéntica necesidad a la suya y sale por ahí a poner petardos o destruir tiendas y coches y comenzamos a pensar que la santa indignación encuentra su expresión más adecuada. ¿A cuento de qué?
Y tentaciones me dan de pensar que si el grupo que sale a destruir es de bercianos pobres y oprimidos no van a hallar tanta comprensión como encontrarían si, siendo su situación social y económica idéntica, fueran inmigrantes, incluso de tercera generación y con la misma nacionalidad que los del Bierzo.
Supongo que la razón de esas sinrazones es la nostalgia de la revolución, tan propia de intelectuales acomodados y de burguesillos que se conceden pensamientos puros para sanar en su alma los ecos de sus acciones más impuras. Esos que se cambian de acera cuando van a cruzarse con un gitano pero que se indignan tanto cuando oyen al ministro francés llamar chusma a los que le meten fuego a los coches.
Pues bien, los que queman los coches son chusma y, sin embargo, no son chusma los miles de pobres y marginados que viven entre nosotros sin quemar nada. ¿O acaso valen menos y merecen éstos menor respeto? Qué bonito eso de pensar que uno ya es guapo porque no usa palabras feas. Qué cómodo creer que porque nuestro lenguaje es políticamente correcto ya es ejemplar y correcta en grado máximo nuestra conducta. Qué fácil sentirse de los buenos por decir solamente que no hay malos.
Los gitanos , grupos de gran necesidad, en León en estos momentos, no estoy de acuerdo. La mayoría de los gitanos no reside en el barrio de la Inmaculada, alias Corea, sino en Armunia. No tienen grandes necesidades, se ganan bastante bien la vida, vendiendo al minorismo mercaderías e incluso verduras y hortalizas y más de un centenar están trabajando para el Ayuntamiento y la diputación en exclusiones sociales y monitores en las CEAS del barrio del Crucero y hasta el "Neti" está de monitor en el Plan Municipal sobre drogas de León. No considero a ningún gitano más marginado que cualquier "payo".
ResponderEliminarLa Inmaculada, alias Corea (porque ese barrio se levantó cuando Franco y la guerra de Corea acababa de finalizar y la gente bien de León al referirse a los habitantes del barrio se decían : eso es peor que la guerra de Corea), no es el barrio marginal de hace unos años, lo afirmo porque allí vive mi hija Libertad (11 años) C/ Nazareth nº 58 bajo y conozco el barrio a ojos cerrados y a sus habitantes y sigue siendo un sitio poco recomendable para estudiar, es cierto, pero la gente se va tirando más a trabajar y dejar los trapicheos para moros, negros , sudacas y lituanos que se están asentando al lado, en la barriada conocida como las casas de don Pablo (un obispo).
Yo creo que la marginalidad en ESPAÑA es actualmente y en exclusiva de los inmigrantes, no de todos , por supuesto, sino de los que no se integran.
Eso de la marginalidad de algún español actualmente,no, delincuentes sí que sigue habiendo españoles y extranjeros, pero los españoles son ya más delincuentes de cuello blanco y de crimen de estado, los mitos marginales de la izquierda de papá son varios, entre ellos El Lute, éste personaje que es jurista, llegó a la fama por fíjense que terribles delitos : robar dos gallinas y un conejo, estar implicado (que no autor) en una muerte producida por el rebote del plomo de una bala, por tanto cualquiera que esté actualmente en prisión es más delincuente que este listo, hace poco estuvo en León dando una conferencia en el Musac, fue un amigo mío a la conferencia y le pregunté a ver si habían ido mercheros (quinquis), me dijo que ninguno, que eran gente "paya" los asistentes, es decir, que su propia gente le tienen muchos por confidente de la policía y de los carceleros de cuando Franco, pero para los progres es algo o alguien, y ¿qué mérito tiene? ¿que ha terminado una licenciatura siendo quinqui?, el Lute, no era un delincuente, era un lila, un julipa del tres al cuatro y encima confidente, un ejemplo vaya.
Completamente de acuerdo con la diferencia que establece garciamado entre motivos y razones.