Eso de que estamos en la era de las comunicaciones es más que un slogan, es pura verdad. Verdad que se hace esencia personal, radiografía de la vida que llevamos. Seguramente no será exageración si decimos que más que comunicantes somos el medio del que se valen las comunicaciones para comunicarse consigo mismas, para reproducirse a modo de red que se extiende, se teje y desteje, se adensa y se hace dueña de nosotros, que somos ya poco más que su medio, rebajados a tránsito o cable de un vaivén que pierde su objeto y se enseñorea de todos nuestros instantes. Somos el complemente necesario, el adminículo, el puro instrumento, la mera herramienta que utilizan los teléfonos móviles, los programas de correo electrónico, los chats, la web, para cobrar vida autónoma y adueñarse del planeta. Lo de la odisea aquella de 2001 ha llegado casi puntualmente. Si en verdad fuéramos nosotros los usuarios y propietarios de todos esos medios, gozaríamos de la satisfacción y la plenitud de los que transmiten lo que piensan y sienten, de los que se crecen al verse expendedores de ideas y sensaciones y receptores del sentir y la reflexión de los otros. No es así. Es al revés. La máquina somos nosotros. El cerebro, si lo hay, está en otra parte, es la red, son las ondas. Y a modo de alma ya no hay más que software. Aquello que antes llamaban el ser humano está de más. Se ha reducido a una oreja, un ojo y un dedo, mecánicos los tres, por más señas. Y a una infinita capacidad de repetición.
Una situación ya habitual para muchos es estar en un cuarto o despacho, al parecer personal, en el que nos acompañan un teléfono fijo y otro móvil, al menos un ordenador encendido y conectado a la web, al correo electrónico, a algún programa de transmisión de letra y voz, tipo messenger o skype, y abiertos en pantalla varios foros y chats. En un solo minuto podemos enviar y recibir mensajes hablados y escritos, fotos, músicas, películas y documentos de todo pelaje. La información circula en proporciones que hacen imposible su manejo. Nadie ve ni una mínima parte de las películas que piratea en la red, ni oye las cancines que “baja”, ni visita otra vez las páginas web que acumula en sus “favoritos” con compulsivo afán de coleccionista iluso. Uno ya no puede ni leer todos los e-mails que le llegan, y tampoco mirarán los otros los que uno manda. La gente no puede acordarse de lo que acaba de decir, y a quién, treinta segundos antes en uno de los tres o cinco chats abiertos al tiempo. Las revistas y libros electrónicos nos hacen sentirnos tan propietarios de la biblioteca de Babel como incapacitados para leer ya nunca ni una línea más. La información, en suma, ya no circula para informarnos, circula para circular, movimiento perpetuo alimentado con nuestra energía dilapidada, deus ex machina que nos va devorando y nos convertirá pronto en prescindibles, cuando la máquina pueda jugar su juego retroalimentador sin el dedo nuestro que le ponga el clic.
De humanos nos va quedando sólo la ansiedad. Apenas uno entra en casa o en su oficina, el que la tenga, es un abalanzarse sobre los cachivaches, para conectarlos todos y para ver qué nos dicen. Si los mensajes pendientes se amontonan, sobreviene la prisa por verlos todos y por responder los más urgentes. Si están mudos y vacíos los casilleros electrónicos, le entra a uno una sensación de abandono, de vacío, de carencia irremediable, y se hace angustiosa la pregunta de qué hacer ahora, ahora que nada nos distrae de los verdaderos quehaceres. Ya no se vive tranquilo sin la intranquilidad de estar permanentemente disponibles, abiertos, a la escucha, al quite, al acecho. Una hora desconectados y ya no nos sentimos en el mundo, se nos aparece ajeno todo lo real y añoramos lo irreal de la comunicación distante, de la señal con que nos ponen a sus pies teléfonos y computadoras. ¿Se han fijado ustedes con qué ansiedad se lanzan a conectar su móvil los que salen de una conferencia o una reunión? O se lanzaban, porque lo último es no desconectarse ni en ésas. Cada vez es más común que en medio de charlas o conciertos, en el cine o en el teatro, a la gente le suene bajito el móvil, o le vibre, y se ponga a hablar en susurros, ajena a lo que ocurre en el estrado, el escenario o la pantalla, inmersa en la imperiosa realidad de lo irreal distante.
Dicen a veces los periódicos que las encuestas enseñan los destrozos que los móviles y demás cacharros causan en las relaciones amatorias. Son legión los que prefieren interrumpir el devaneo sexual mismamente, aun a riesgo de que no sea viable luego la reanudación, antes que quedarse con la duda corrosiva de quién me estará llamando, qué querrán decirme, para qué me requerirán. Al tiempo que el personal se desviste va colocando al alcance de la mano el teléfono y a tiro de ratón el ordenador portátil que en cualquier momento te indica que tienes un correo electrónico, que te buscan en el messenger, que alguien ha entrado en tu web o que ha aparecido la edición vespertina de un periódico digital. Y déjalo todo y corre a tomar el teclado, a deslizar el ratón, a concentrarte en eso que en la lejanía se te ofrece en lugar de lo que tienes en tu propio lecho.
Y, sin embargo, la gente está cada vez más sola. No es extraño. La comunicación virtual deshumaniza, nos rebaja a complemento del aparato de turno, poco más que una pieza suya, o el hilo conductor que las comunicaciones necesitan para seguir su curso recurrente, espiral, infinito, absorbente. Ya no hablamos con los próximos, los compañeros, los amigos, los amantes, la familia. Si acaso, un e-mail o, mejor aún, un sms. La gente se llama por el móvil de esquina a esquina de una calle corta, de habitación a habitación, incluso. Le quitamos al contacto la cara, la expresión, las sensaciones físicas y la emoción real. Las reemplazamos por esas caritas (smiles) que colocamos en los mensajes y que sonríen o muestran gesto triste; o por nuevos signos de lo mismo a base de puntos, comas y paréntesis ;-). Ya casi nadie ríe por casi nada, lo veo cada semana con mis estudiantes. Pero los chats están llenos de jajajajajajjjjjj. Enésima muestra de que la sensación real ha cedido el sitio a su representación virtual. Ya no somos personas, sólo personajes de un guión que se escribe en bites.
Una situación ya habitual para muchos es estar en un cuarto o despacho, al parecer personal, en el que nos acompañan un teléfono fijo y otro móvil, al menos un ordenador encendido y conectado a la web, al correo electrónico, a algún programa de transmisión de letra y voz, tipo messenger o skype, y abiertos en pantalla varios foros y chats. En un solo minuto podemos enviar y recibir mensajes hablados y escritos, fotos, músicas, películas y documentos de todo pelaje. La información circula en proporciones que hacen imposible su manejo. Nadie ve ni una mínima parte de las películas que piratea en la red, ni oye las cancines que “baja”, ni visita otra vez las páginas web que acumula en sus “favoritos” con compulsivo afán de coleccionista iluso. Uno ya no puede ni leer todos los e-mails que le llegan, y tampoco mirarán los otros los que uno manda. La gente no puede acordarse de lo que acaba de decir, y a quién, treinta segundos antes en uno de los tres o cinco chats abiertos al tiempo. Las revistas y libros electrónicos nos hacen sentirnos tan propietarios de la biblioteca de Babel como incapacitados para leer ya nunca ni una línea más. La información, en suma, ya no circula para informarnos, circula para circular, movimiento perpetuo alimentado con nuestra energía dilapidada, deus ex machina que nos va devorando y nos convertirá pronto en prescindibles, cuando la máquina pueda jugar su juego retroalimentador sin el dedo nuestro que le ponga el clic.
De humanos nos va quedando sólo la ansiedad. Apenas uno entra en casa o en su oficina, el que la tenga, es un abalanzarse sobre los cachivaches, para conectarlos todos y para ver qué nos dicen. Si los mensajes pendientes se amontonan, sobreviene la prisa por verlos todos y por responder los más urgentes. Si están mudos y vacíos los casilleros electrónicos, le entra a uno una sensación de abandono, de vacío, de carencia irremediable, y se hace angustiosa la pregunta de qué hacer ahora, ahora que nada nos distrae de los verdaderos quehaceres. Ya no se vive tranquilo sin la intranquilidad de estar permanentemente disponibles, abiertos, a la escucha, al quite, al acecho. Una hora desconectados y ya no nos sentimos en el mundo, se nos aparece ajeno todo lo real y añoramos lo irreal de la comunicación distante, de la señal con que nos ponen a sus pies teléfonos y computadoras. ¿Se han fijado ustedes con qué ansiedad se lanzan a conectar su móvil los que salen de una conferencia o una reunión? O se lanzaban, porque lo último es no desconectarse ni en ésas. Cada vez es más común que en medio de charlas o conciertos, en el cine o en el teatro, a la gente le suene bajito el móvil, o le vibre, y se ponga a hablar en susurros, ajena a lo que ocurre en el estrado, el escenario o la pantalla, inmersa en la imperiosa realidad de lo irreal distante.
Dicen a veces los periódicos que las encuestas enseñan los destrozos que los móviles y demás cacharros causan en las relaciones amatorias. Son legión los que prefieren interrumpir el devaneo sexual mismamente, aun a riesgo de que no sea viable luego la reanudación, antes que quedarse con la duda corrosiva de quién me estará llamando, qué querrán decirme, para qué me requerirán. Al tiempo que el personal se desviste va colocando al alcance de la mano el teléfono y a tiro de ratón el ordenador portátil que en cualquier momento te indica que tienes un correo electrónico, que te buscan en el messenger, que alguien ha entrado en tu web o que ha aparecido la edición vespertina de un periódico digital. Y déjalo todo y corre a tomar el teclado, a deslizar el ratón, a concentrarte en eso que en la lejanía se te ofrece en lugar de lo que tienes en tu propio lecho.
Y, sin embargo, la gente está cada vez más sola. No es extraño. La comunicación virtual deshumaniza, nos rebaja a complemento del aparato de turno, poco más que una pieza suya, o el hilo conductor que las comunicaciones necesitan para seguir su curso recurrente, espiral, infinito, absorbente. Ya no hablamos con los próximos, los compañeros, los amigos, los amantes, la familia. Si acaso, un e-mail o, mejor aún, un sms. La gente se llama por el móvil de esquina a esquina de una calle corta, de habitación a habitación, incluso. Le quitamos al contacto la cara, la expresión, las sensaciones físicas y la emoción real. Las reemplazamos por esas caritas (smiles) que colocamos en los mensajes y que sonríen o muestran gesto triste; o por nuevos signos de lo mismo a base de puntos, comas y paréntesis ;-). Ya casi nadie ríe por casi nada, lo veo cada semana con mis estudiantes. Pero los chats están llenos de jajajajajajjjjjj. Enésima muestra de que la sensación real ha cedido el sitio a su representación virtual. Ya no somos personas, sólo personajes de un guión que se escribe en bites.
Y la soledad. En el supermercado se reconoce fácil al comunicante incomunicado. Va con prisa y movimientos torpes, con gesto ausente. No domina la expresión facial ni las artes de la vida mundana. Quiere acabar pronto y volver a ser hardware. Soledad. Conviene echar de vez en cuando un vistazo a los chats de contenido sexual. Quien no los visite imaginará que llega uno ahí y halla refocile libidinoso. Para nada. Es de patetismo extremo lo que por ahí circula. Cientos y miles de personas de toda edad y pelaje que piden y ofrecen sexo por cam. Ya no es aquella cosa, tal vez emocionante y sin duda arriesgada, de la cita a ciegas o del ir intimando a riesgo de que fuera un manolo bigotudo el dueño de aquel nick que se hacía pasar por escultural y aburrida damisela. Eso ya pasó. Ahora la meta máxima es que dos que acaban de contactar enchufen simultáneamente su cámara conectada al ordenador y que a la vez se vean en sus manipulaciones y alcancen de consuno (pero en casa de cada uno) satisfacción rápida y sencilla, sin más trámite ni otra cosa que decirse. Luego picas en exit y a dormir con la satisfacción de que el ordenador te ha echado un polvo bárbaro. Que es literalmente lo que ha ocurrido. Acabarás pariendo bites, nada más.
¿Qué es al fin y al cabo un blog, sino un sucedáneo de las conversaciones que ya no podemos tener?
No.
ResponderEliminar????
ResponderEliminarSi es por lo de tener conversaciones, alguna sí podemos tener, no seamos radicales, de acuerdo. Prometo explicarme mejor en un próximo post.
Si el no del amigo Mercutio tiene alcance general, no voy a decirle que no.
El cerebro, de momento, seguimos siendo nosotros aunque algunos cerebros no tengan ni una neurona en su sitio.
ResponderEliminarLas máquinas, no tienen voluntad propia, ahora bien, como toque de atención vale.
Y lo del polvo, que nos lo dejen como está, yo en vez de luchar por lo de la legalización de las drogas (que también)todo el tiempo, me gustaría luchar porque a cargo de la seguridad social, a los que no andamos excesivamente boyantes de euros, nos pagaran un polvo a la semana en un club decente (que ahora lo son casi todos), pero una ocupación de una hora, para enterarnos de algo.