En teoría del Derecho no hay noción o concepto que no se discuta y sobre el que no exista al menos media docena de teorías contrapuestas. El concepto de Constitución no es una excepción a eso. Pero que nadie se me alarme, pues no voy a ponerme la toga de doctrinante ni es mi propósito levantar dolores de cabeza a los sacrificados lectores de este blog. Únicamente pretendo hacer alguna consideración muy general al hilo de los debates políticos que en nuestro país acontecen sobre la Constitución, aprovechando, de paso, la fecha en que estamos. Lo que no excluyo es la mala leche, pues no sé cómo evitarla, con la que está cayendo.
Pocos teóricos del Derecho constitucional discutirían que para que una Constitución cumpla con el papel que le corresponde en el sistema jurídico-político hace falta algo más que la perfección formal de su diseño o la bondad del contenido de sus artículos. Y ese algo más alude a su aceptación generalizada como suprema regla del juego jurídico y político que en una sociedad tiene lugar. Porque una Constitución materialmente es eso, el conjunto de preceptos que una sociedad mayoritariamente acepta como delimitadores de la contienda social entre ideologías, creencias e intereses.
No en vano las idea moderna de Constitución nace cuando las sociedades se hacen y se aceptan pluralistas, roto el monolitismo anterior, generalmente de base religiosa, impuesto a sangre y fuego, la sangre de los disidentes y el fuego de las hogueras inquisitoriales. Repárese en que el orden social que permite la convivencia organizada se puede alcanzar por dos vías principalmente. Una, mediante la violencia pura y dura que un grupo ejerza sobre el conjunto de la población, a base de imponer mediante la fuerza sus prescripciones y de valerse de la coacción para que todos cumplan sus órdenes. Se trata entonces de sociedades en las que la lucha de todos contra todos ha sido sustituida por la lucha de unos, vencedores, contra los otros, compelidos mediante las armas a la obediencia y a no rechistar. En tales sociedades las Constituciones propiamente sobran y, cuando han existido, como en algunos de los totalitarismos que el siglo XX ha conocido, no son más que tapaderas con los que tales regímenes asesinos han tratado de legitimarse hacia el exterior o de disimular su verdadera faz criminal y liberticida. Son los regímenes que gustan a los pusilánimes, a los débiles mentales, a los cobardes, a los resentidos, a los envidiosos, a los sanguinarios, a los reprimidos, a los impotentes, a los imbéciles, a los que aman tanto el rebaño como se desprecian a sí mismos.
La otra vía es la que trata de conciliar, en alquímica síntesis, el orden con la libertad. Sin orden no hay convivencia propiamente dicha (convivir, vivir juntos organizadamente), no hay sociedad posible, pues nadie sabe a qué atenerse, no hay pauta común, no existen expectativas fiables, nadie puede confiar en nada ni en nadie allí donde no hay regla que tipifique conductas y fije consecuencias generales para cada una. Para qué voy yo a suscribir un contrato con nadie si no existe, o no es efectiva, la norma que determine la obligación mía y de la otra parte de cumplir lo pactado y que sirva para forzar al incumplidor y evitar la defraudación del que sí hizo lo prometido; por qué voy yo a abstenerme de matar a mi rival si no hay norma que me castigue por ello y, además, es mi acción preventiva la mejor garantía de que no sea el otro el que me mate a mí, en ausencia total de regla que prohíba el homicidio y mande castigar al que lo cometa.
Así que ya estamos ante el gran problema del derecho moderno: cómo conseguir un orden social, basado en normas de alcance general y cumplimiento forzoso, que no sea por definición supresor de la libertad e irrespetuoso de la diversidad de credos y aspiraciones de los individuos. Y las constituciones modernas nacen justamente buscando ese acomodo de orden en libertad, con tres grandes hitos: la Constitución inglesa, nunca escrita y que fue recogiendo a lo largo de siglos las conquistas de libertad del pueblo, garantizadas férrea y valientemente por los jueces ingleses; la Constitución norteamericana, hija de la sed de libertad de tantos colonos llegados a la América del Norte para huir de la represión religiosa y política; y la Constitución francesa, surgida de la revolución de 1789, que acaba con el Antiguo Régimen, estamental, discriminatorio y autoritario.
¿Cómo se articula esa moderna idea de Constitución, con su mencionada síntesis de orden y libertad? Mediante las siguientes características:
i) Sometimiento del poder. Ningún poder está por encima de la Constitución, no hay ningún gobernante, no hay ninguna fuerza (ni siquiera la militar) que se estime superior a la fuerza de las normas contenidas en el documento constitucional. El más alto poder es el del derecho, no el del que dicta las normas o hace que se apliquen. Todos, Parlamento, Gobierno y Poder Judicial quedan limitados por las disposiciones de la Constitución y ninguno hay que sea señor de ella o la pueda instrumentalizar o cambiar a su antojo. Esto fue una evolución lenta y de ritmo diferente en los distintos países, pero no vamos aquí a entrar en los detalles de cada lugar.
ii) Disciplinamiento del poder. ¿A qué quedan sometidos los poderes? A límites que las propias constituciones les fijan, y que son fundamentalmente de dos tipos: límites institucionales y límites vinculados al respeto de los ciudadanos. Lo primero alude a que el poder ya no puede organizarse como quiera, creando o deshaciendo a su antojo, sino dentro de los moldes orgánicos que la propia Constitución señala. Si legisla un Parlamento, ya sea unicameral o bicameral, si el Gobierno se elige por el Parlamento de una u otra forma, si hay un Presidente de la Nación o un Rey como Jefe del Estado, si la competencia para juzgar corresponde al un poder judicial organizado de una u otra manera, todo ello es así porque la Constitución lo determina y a ello tiene que amoldarse la sociedad y quienes en ella manden. Ningún poder puede hacer de su capa un sayo cuando y donde hay Constitución efectiva y los poderes son, en consecuencia, poderes constitucionales; es decir, poderes por constitucionales, no por lo que valgan, pretendan o merezcan en sí. En cuanto al límite referido al respeto a los ciudadanos, quiere decirse que las Constituciones modernas marcan esferas de intangibilidad de los sujetos, aspectos en que el individuo no puede ser tocado, castigado o forzado a actuar como no quiera. Las Constituciones indican, por tanto, que ningún poder es superior al valor de mi vida, de mis libertades (en lo que sean compatibles con las libertades de los demás) y de determinadas necesidades mías.
iii) Organización del poder. Todo poder tiene vocación de poder absoluto. Lo vemos hasta en la comunidad de vecinos de nuestro portal. El que más libertad pide cuando no tiene cargo se convierte en tirano desde que le toca presidir, a nada que nos descuidemos. En el Estado es igual, debe de ser cosa de la naturaleza humana. Siempre hay el riesgo de que el que gana las elecciones quiera quedarse en ventaja para siempre y no volver a convocarlas, o convocarlas tramposamente, o de que el Parlamento (central o autonómico, en nuestro caso) quiera saltarse a la torera aquellos límites que la Constitución le traza, o de que los jueces prefieran rechazar el corsé de la ley y dictar sus fallos según su sentido particular de la justicia o su ideología, sin consideración a la pauta general que vincula su juicio. ¿Cómo se evitan, en lo posible, tales riesgos? Mediante ese sutil mecanismo llamado separación de poderes, que en síntesis significa que cada poder (legislativo, ejecutivo, judicial; hoy habría seguramente que añadir también aquí el cuarto poder, el de los medios de comunicación y la opinión pública) vigila y controla al otro y lo frena cuando se desmanda. Es una mecánica tan precisa como frágil y no hay gobernante en ejercicio que no sueñe con dañarla, para sustraerse a los controles y perpetuarse en su dominación. Por eso andan siempre tratando de manejar con el menos control posible el nombramiento de los jueces o las cadenas de radio y televisión que adoctrinan y manipulan a los votantes, ya sean la COPE o La Cuatro, que tanto monta, monta tanto, Jiménez Losantos como Polanco.
iv) Habilitación y legitimación de las ideologías plurales, diversas. Todo lo anterior sirve sólo para un propósito: que ninguna persona o grupo imponga a la fuerza su verdad o su interés, de modo que en la sociedad puedan convivir en igualdad (en la mayor igualdad posible) las verdades y los intereses de cada uno y de cada grupo: religiosos y ateos, conservadores y progresistas, partidarios del marcado y partidarios de la intervención redistributiva del Estado, extremeños y catalanes, gitanos y payos, heterosexuales y homosexuales, trabajadores y empresarios, etc., etc., etc. Esto supone otro dato importante, como es la habilitación de la política como suprema actividad ciudadana, pues si nadie tiene derecho a imponer porque sí sus ideas o ambiciones, pero alguna pauta común ha de sentarse para posibilitar la convivencia, algún contenido ha de darse a las leyes, ¿cómo se dirime qué idea se impone y qué grupo predomina en cada momento? Haciendo que el cauce para la lucha por dicho predominio se sublime a través de la política, de la contienda entre grupos y partidos que formulan sus ideas con el propósito de ganar el apoyo social mayoritario y que, cuando lo tienen, por imperativo constitucional también tienen que ejercer su gobierno respetando a la minoría y sus derechos, lo que equivale a decir haciendo que la política siga siendo posible y resignándose el que hoy es mayoría a ser minoría mañana, si así le vienen dadas las cartas en ese juego político.
Se me ha ido la mano con la teoría. Era de esperar. Pero llego, al fin, adonde quería, a la presentación resumida (ya era hora) de lo que una Constitución significa y al diagnóstico de nuestra realidad constitucional actual. Una Constitución es, por todo lo expuesto, el reglamento supremo de la convivencia social. La Constitución delimita el campo y los límites con los que los distintos sujetos, individuales y colectivos, van a contender, con toda la vehemencia que se quiera, pero sin agresión; queriendo obtener la mayoría y el gobierno, pero amando, más aún que el poder, esas reglas comunes que inmunizan a cada uno del riesgo del exterminio, la agresión violenta o el abuso radical. Un ciudadano constitucional, un político constitucional es aquel que a la pregunta sobre si prefiere gobernar sin o contra la Constitución o estar en minoría bajo un gobierno constitucional, responde sin pestañear que lo segundo, pues asume que los derechos de todos y las garantías de cada uno valen infinitamente más que cualquier verdad que uno tenga o cualquier proyecto que con los suyos comparta. Por eso hay ideologías y credos que muy difícilmente se concilian con la idea de Constitución y otros que se agarran a la Constitución precisamente para evitar que aquéllas acaben con la libertad y el pluralismo en nombre de una única verdad, accesible sólo a los privilegiados o los iniciados que tienen comunicación directa con el más allá o han sido comisionados por los dioses para gestionar al precio que sea el paraíso sobre la tierra o la salvación de muchas almas.
Todo lo anterior acaba por resumirse en una idea bien simple: la Constitución, con todos esos presupuestos que vengo de señalar, no sobrevive allí donde la ciudadanía y las fuerzas sociales predominantes no creen en ella y no le son leales, donde la consideran más un estorbo para sus fines o metas que una manera justa de hacer que convivan en paz los objetivos plurales y legítimos de los muy diversos sujetos y grupos. De ahí que sistemáticamente fracasen intentos como los de instaurar un régimen constitucional real en lugares como Afganistán o Irak, pues a los fundamentalismos que mandan e impregnan las conciencias les repugnan las cortapisas que las constituciones imponen a su asesino afán de dominio exclusivo sobre vidas y haciendas.
Bueno, ¿y en España qué pasa? Pasa que parecía que la cosa iba bien. El personal andaba bastante satisfecho y la Constitución se consolidaba como suprema regla de juego que casi todos respetaban y casi ninguno cuestionaba, excepción hecha de la mafia asesina de etarras y de los idiotas congénitos e irrecuperables que le bailan el agua a cualquier baboso que pegue tiros y prometa revoluciones y fusilamientos al amanecer. Teníamos una Constitución que funcionaba bien y un problema con unos cuantos gañanes que la odiaban. Ahora hemos pasado a tener una Constitución atorada por culpa de otros cantamañanas que no saben si la quieren, la odian o se la trae floja. ¿A quén me refiero con calificativo tan poco amable? Pues al gobierno y a la oposición. A los unos, encarnados paradigmáticamente en ese prodigio de claridad mental, retórica excelsa y cinismo diarréico que nos preside y que se debate absorto en la vieja sospecha de que esto del derecho y la Constitución debe de ser cosa de carcas, maniobra de multinacionales, engendro superestructural de la oligarquía. Por eso el talante se le pone cachondo al ver cómo sus amigos Chaves o Castro se limpian el trasero con los textos de nuestras constituciones y las suyas; por eso duda tanto antes de defender la Constitución frente a los matones etarras o los reaccionarios catalanes, pues mal se defiende aquello en lo que no se cree, y menos frente a quienes se admira, con el rebillo de la conciencia, como última esperanza de la revolución imposible. Este hombre daría bien de portavoz del Comandante Marcos o de Ministro de Justicia de Fidel, como mandado de lujo y mesiánico ejecutor de revoluciones discapacitadas. Pero aquí pinta mal, pues su esquizofrenia va a conseguir que nos liemos todos a tortas un día de estos, todos por querer defender o cambiar lo que bien estaba quieto y aceptado, antes de que él aterrizara a lomos de una onda expansiva.
Ah, amigo, pero también hay que decir cuatro palabritas de los otros, de la poco lustrosa oposición, loca por ponerse el traje constitucional que el otro abandona y sin querer darse cuenta de que le aprieta por el lado de la bragueta y de que no tiene el alzacuello que tanto ansía. Podría la oposición, debería, hacer la pedagogía constitucional que nos está faltando ante el ataque combinado del oscurantismo antiilustrado de los Carod, Ibarretxe o Rubalcaba. Pero no, imposible, cuándo un oscurantismo sirvió para combatir a otro en nombre de la Constitución. Lo combate, sí, pero a beneficio de su propio delirio preconstitucional, de su sueño de rancias patrias, desfiles bajo palio y curas que manipulen a nuestros hijos. Se erigen en paladines de una Constitución que en puridad deja de serlo, por definición, cuando es sólo su Constitución, la Constitución de ellos.
Y así estamos. A los unos, el Gobierno y sus socios, las reglas del juego que la Constitución establece les traen al fresco, en el mejor de los casos, y las instrumentalizan a su antojo, con cambios diarios de interpretación y nuevos refritos que las dejan hechas jirones, y al ciudadano completamente privado de referencias y anclajes. A los otros, la oposición, les entra nostalgia de banderas e inciensos y paso a paso retornan a la muy gastada y peligrosa idea de que el texto constitucional no es más que pálido y subordinado reflejo de la esencia nacional y los valores patrios, de una unidad de destino en lo universal llamada España, reserva espiritual de Occidente, por más señas.
Si tuviera que acabar con un mensaje de optimismo diría que la última barrera defensiva de la Constitución, que la definitiva esperanza de que sigamos teniendo el régimen de libertades y separación de poderes que la Constitución quiere garantizar, se encuentra en la sociedad civil. Pero miro alrededor y veo a la sociedad civil tocándose los cataplines y las cataplinas en el sofá y absolutamente extasiada ante la posibilidad de que dos del Gran Hermano se echen por fin un casquete. Hondas preocupaciones embargan a nuestros conciudadanos. Démonos por jodidos.
Pocos teóricos del Derecho constitucional discutirían que para que una Constitución cumpla con el papel que le corresponde en el sistema jurídico-político hace falta algo más que la perfección formal de su diseño o la bondad del contenido de sus artículos. Y ese algo más alude a su aceptación generalizada como suprema regla del juego jurídico y político que en una sociedad tiene lugar. Porque una Constitución materialmente es eso, el conjunto de preceptos que una sociedad mayoritariamente acepta como delimitadores de la contienda social entre ideologías, creencias e intereses.
No en vano las idea moderna de Constitución nace cuando las sociedades se hacen y se aceptan pluralistas, roto el monolitismo anterior, generalmente de base religiosa, impuesto a sangre y fuego, la sangre de los disidentes y el fuego de las hogueras inquisitoriales. Repárese en que el orden social que permite la convivencia organizada se puede alcanzar por dos vías principalmente. Una, mediante la violencia pura y dura que un grupo ejerza sobre el conjunto de la población, a base de imponer mediante la fuerza sus prescripciones y de valerse de la coacción para que todos cumplan sus órdenes. Se trata entonces de sociedades en las que la lucha de todos contra todos ha sido sustituida por la lucha de unos, vencedores, contra los otros, compelidos mediante las armas a la obediencia y a no rechistar. En tales sociedades las Constituciones propiamente sobran y, cuando han existido, como en algunos de los totalitarismos que el siglo XX ha conocido, no son más que tapaderas con los que tales regímenes asesinos han tratado de legitimarse hacia el exterior o de disimular su verdadera faz criminal y liberticida. Son los regímenes que gustan a los pusilánimes, a los débiles mentales, a los cobardes, a los resentidos, a los envidiosos, a los sanguinarios, a los reprimidos, a los impotentes, a los imbéciles, a los que aman tanto el rebaño como se desprecian a sí mismos.
La otra vía es la que trata de conciliar, en alquímica síntesis, el orden con la libertad. Sin orden no hay convivencia propiamente dicha (convivir, vivir juntos organizadamente), no hay sociedad posible, pues nadie sabe a qué atenerse, no hay pauta común, no existen expectativas fiables, nadie puede confiar en nada ni en nadie allí donde no hay regla que tipifique conductas y fije consecuencias generales para cada una. Para qué voy yo a suscribir un contrato con nadie si no existe, o no es efectiva, la norma que determine la obligación mía y de la otra parte de cumplir lo pactado y que sirva para forzar al incumplidor y evitar la defraudación del que sí hizo lo prometido; por qué voy yo a abstenerme de matar a mi rival si no hay norma que me castigue por ello y, además, es mi acción preventiva la mejor garantía de que no sea el otro el que me mate a mí, en ausencia total de regla que prohíba el homicidio y mande castigar al que lo cometa.
Así que ya estamos ante el gran problema del derecho moderno: cómo conseguir un orden social, basado en normas de alcance general y cumplimiento forzoso, que no sea por definición supresor de la libertad e irrespetuoso de la diversidad de credos y aspiraciones de los individuos. Y las constituciones modernas nacen justamente buscando ese acomodo de orden en libertad, con tres grandes hitos: la Constitución inglesa, nunca escrita y que fue recogiendo a lo largo de siglos las conquistas de libertad del pueblo, garantizadas férrea y valientemente por los jueces ingleses; la Constitución norteamericana, hija de la sed de libertad de tantos colonos llegados a la América del Norte para huir de la represión religiosa y política; y la Constitución francesa, surgida de la revolución de 1789, que acaba con el Antiguo Régimen, estamental, discriminatorio y autoritario.
¿Cómo se articula esa moderna idea de Constitución, con su mencionada síntesis de orden y libertad? Mediante las siguientes características:
i) Sometimiento del poder. Ningún poder está por encima de la Constitución, no hay ningún gobernante, no hay ninguna fuerza (ni siquiera la militar) que se estime superior a la fuerza de las normas contenidas en el documento constitucional. El más alto poder es el del derecho, no el del que dicta las normas o hace que se apliquen. Todos, Parlamento, Gobierno y Poder Judicial quedan limitados por las disposiciones de la Constitución y ninguno hay que sea señor de ella o la pueda instrumentalizar o cambiar a su antojo. Esto fue una evolución lenta y de ritmo diferente en los distintos países, pero no vamos aquí a entrar en los detalles de cada lugar.
ii) Disciplinamiento del poder. ¿A qué quedan sometidos los poderes? A límites que las propias constituciones les fijan, y que son fundamentalmente de dos tipos: límites institucionales y límites vinculados al respeto de los ciudadanos. Lo primero alude a que el poder ya no puede organizarse como quiera, creando o deshaciendo a su antojo, sino dentro de los moldes orgánicos que la propia Constitución señala. Si legisla un Parlamento, ya sea unicameral o bicameral, si el Gobierno se elige por el Parlamento de una u otra forma, si hay un Presidente de la Nación o un Rey como Jefe del Estado, si la competencia para juzgar corresponde al un poder judicial organizado de una u otra manera, todo ello es así porque la Constitución lo determina y a ello tiene que amoldarse la sociedad y quienes en ella manden. Ningún poder puede hacer de su capa un sayo cuando y donde hay Constitución efectiva y los poderes son, en consecuencia, poderes constitucionales; es decir, poderes por constitucionales, no por lo que valgan, pretendan o merezcan en sí. En cuanto al límite referido al respeto a los ciudadanos, quiere decirse que las Constituciones modernas marcan esferas de intangibilidad de los sujetos, aspectos en que el individuo no puede ser tocado, castigado o forzado a actuar como no quiera. Las Constituciones indican, por tanto, que ningún poder es superior al valor de mi vida, de mis libertades (en lo que sean compatibles con las libertades de los demás) y de determinadas necesidades mías.
iii) Organización del poder. Todo poder tiene vocación de poder absoluto. Lo vemos hasta en la comunidad de vecinos de nuestro portal. El que más libertad pide cuando no tiene cargo se convierte en tirano desde que le toca presidir, a nada que nos descuidemos. En el Estado es igual, debe de ser cosa de la naturaleza humana. Siempre hay el riesgo de que el que gana las elecciones quiera quedarse en ventaja para siempre y no volver a convocarlas, o convocarlas tramposamente, o de que el Parlamento (central o autonómico, en nuestro caso) quiera saltarse a la torera aquellos límites que la Constitución le traza, o de que los jueces prefieran rechazar el corsé de la ley y dictar sus fallos según su sentido particular de la justicia o su ideología, sin consideración a la pauta general que vincula su juicio. ¿Cómo se evitan, en lo posible, tales riesgos? Mediante ese sutil mecanismo llamado separación de poderes, que en síntesis significa que cada poder (legislativo, ejecutivo, judicial; hoy habría seguramente que añadir también aquí el cuarto poder, el de los medios de comunicación y la opinión pública) vigila y controla al otro y lo frena cuando se desmanda. Es una mecánica tan precisa como frágil y no hay gobernante en ejercicio que no sueñe con dañarla, para sustraerse a los controles y perpetuarse en su dominación. Por eso andan siempre tratando de manejar con el menos control posible el nombramiento de los jueces o las cadenas de radio y televisión que adoctrinan y manipulan a los votantes, ya sean la COPE o La Cuatro, que tanto monta, monta tanto, Jiménez Losantos como Polanco.
iv) Habilitación y legitimación de las ideologías plurales, diversas. Todo lo anterior sirve sólo para un propósito: que ninguna persona o grupo imponga a la fuerza su verdad o su interés, de modo que en la sociedad puedan convivir en igualdad (en la mayor igualdad posible) las verdades y los intereses de cada uno y de cada grupo: religiosos y ateos, conservadores y progresistas, partidarios del marcado y partidarios de la intervención redistributiva del Estado, extremeños y catalanes, gitanos y payos, heterosexuales y homosexuales, trabajadores y empresarios, etc., etc., etc. Esto supone otro dato importante, como es la habilitación de la política como suprema actividad ciudadana, pues si nadie tiene derecho a imponer porque sí sus ideas o ambiciones, pero alguna pauta común ha de sentarse para posibilitar la convivencia, algún contenido ha de darse a las leyes, ¿cómo se dirime qué idea se impone y qué grupo predomina en cada momento? Haciendo que el cauce para la lucha por dicho predominio se sublime a través de la política, de la contienda entre grupos y partidos que formulan sus ideas con el propósito de ganar el apoyo social mayoritario y que, cuando lo tienen, por imperativo constitucional también tienen que ejercer su gobierno respetando a la minoría y sus derechos, lo que equivale a decir haciendo que la política siga siendo posible y resignándose el que hoy es mayoría a ser minoría mañana, si así le vienen dadas las cartas en ese juego político.
Se me ha ido la mano con la teoría. Era de esperar. Pero llego, al fin, adonde quería, a la presentación resumida (ya era hora) de lo que una Constitución significa y al diagnóstico de nuestra realidad constitucional actual. Una Constitución es, por todo lo expuesto, el reglamento supremo de la convivencia social. La Constitución delimita el campo y los límites con los que los distintos sujetos, individuales y colectivos, van a contender, con toda la vehemencia que se quiera, pero sin agresión; queriendo obtener la mayoría y el gobierno, pero amando, más aún que el poder, esas reglas comunes que inmunizan a cada uno del riesgo del exterminio, la agresión violenta o el abuso radical. Un ciudadano constitucional, un político constitucional es aquel que a la pregunta sobre si prefiere gobernar sin o contra la Constitución o estar en minoría bajo un gobierno constitucional, responde sin pestañear que lo segundo, pues asume que los derechos de todos y las garantías de cada uno valen infinitamente más que cualquier verdad que uno tenga o cualquier proyecto que con los suyos comparta. Por eso hay ideologías y credos que muy difícilmente se concilian con la idea de Constitución y otros que se agarran a la Constitución precisamente para evitar que aquéllas acaben con la libertad y el pluralismo en nombre de una única verdad, accesible sólo a los privilegiados o los iniciados que tienen comunicación directa con el más allá o han sido comisionados por los dioses para gestionar al precio que sea el paraíso sobre la tierra o la salvación de muchas almas.
Todo lo anterior acaba por resumirse en una idea bien simple: la Constitución, con todos esos presupuestos que vengo de señalar, no sobrevive allí donde la ciudadanía y las fuerzas sociales predominantes no creen en ella y no le son leales, donde la consideran más un estorbo para sus fines o metas que una manera justa de hacer que convivan en paz los objetivos plurales y legítimos de los muy diversos sujetos y grupos. De ahí que sistemáticamente fracasen intentos como los de instaurar un régimen constitucional real en lugares como Afganistán o Irak, pues a los fundamentalismos que mandan e impregnan las conciencias les repugnan las cortapisas que las constituciones imponen a su asesino afán de dominio exclusivo sobre vidas y haciendas.
Bueno, ¿y en España qué pasa? Pasa que parecía que la cosa iba bien. El personal andaba bastante satisfecho y la Constitución se consolidaba como suprema regla de juego que casi todos respetaban y casi ninguno cuestionaba, excepción hecha de la mafia asesina de etarras y de los idiotas congénitos e irrecuperables que le bailan el agua a cualquier baboso que pegue tiros y prometa revoluciones y fusilamientos al amanecer. Teníamos una Constitución que funcionaba bien y un problema con unos cuantos gañanes que la odiaban. Ahora hemos pasado a tener una Constitución atorada por culpa de otros cantamañanas que no saben si la quieren, la odian o se la trae floja. ¿A quén me refiero con calificativo tan poco amable? Pues al gobierno y a la oposición. A los unos, encarnados paradigmáticamente en ese prodigio de claridad mental, retórica excelsa y cinismo diarréico que nos preside y que se debate absorto en la vieja sospecha de que esto del derecho y la Constitución debe de ser cosa de carcas, maniobra de multinacionales, engendro superestructural de la oligarquía. Por eso el talante se le pone cachondo al ver cómo sus amigos Chaves o Castro se limpian el trasero con los textos de nuestras constituciones y las suyas; por eso duda tanto antes de defender la Constitución frente a los matones etarras o los reaccionarios catalanes, pues mal se defiende aquello en lo que no se cree, y menos frente a quienes se admira, con el rebillo de la conciencia, como última esperanza de la revolución imposible. Este hombre daría bien de portavoz del Comandante Marcos o de Ministro de Justicia de Fidel, como mandado de lujo y mesiánico ejecutor de revoluciones discapacitadas. Pero aquí pinta mal, pues su esquizofrenia va a conseguir que nos liemos todos a tortas un día de estos, todos por querer defender o cambiar lo que bien estaba quieto y aceptado, antes de que él aterrizara a lomos de una onda expansiva.
Ah, amigo, pero también hay que decir cuatro palabritas de los otros, de la poco lustrosa oposición, loca por ponerse el traje constitucional que el otro abandona y sin querer darse cuenta de que le aprieta por el lado de la bragueta y de que no tiene el alzacuello que tanto ansía. Podría la oposición, debería, hacer la pedagogía constitucional que nos está faltando ante el ataque combinado del oscurantismo antiilustrado de los Carod, Ibarretxe o Rubalcaba. Pero no, imposible, cuándo un oscurantismo sirvió para combatir a otro en nombre de la Constitución. Lo combate, sí, pero a beneficio de su propio delirio preconstitucional, de su sueño de rancias patrias, desfiles bajo palio y curas que manipulen a nuestros hijos. Se erigen en paladines de una Constitución que en puridad deja de serlo, por definición, cuando es sólo su Constitución, la Constitución de ellos.
Y así estamos. A los unos, el Gobierno y sus socios, las reglas del juego que la Constitución establece les traen al fresco, en el mejor de los casos, y las instrumentalizan a su antojo, con cambios diarios de interpretación y nuevos refritos que las dejan hechas jirones, y al ciudadano completamente privado de referencias y anclajes. A los otros, la oposición, les entra nostalgia de banderas e inciensos y paso a paso retornan a la muy gastada y peligrosa idea de que el texto constitucional no es más que pálido y subordinado reflejo de la esencia nacional y los valores patrios, de una unidad de destino en lo universal llamada España, reserva espiritual de Occidente, por más señas.
Si tuviera que acabar con un mensaje de optimismo diría que la última barrera defensiva de la Constitución, que la definitiva esperanza de que sigamos teniendo el régimen de libertades y separación de poderes que la Constitución quiere garantizar, se encuentra en la sociedad civil. Pero miro alrededor y veo a la sociedad civil tocándose los cataplines y las cataplinas en el sofá y absolutamente extasiada ante la posibilidad de que dos del Gran Hermano se echen por fin un casquete. Hondas preocupaciones embargan a nuestros conciudadanos. Démonos por jodidos.
Llevado por la retórica, faltas a la verdad, amigo mío, al hablar de que "lo que bien estaba quieto y aceptado" antes de marzo de 2004.
ResponderEliminarY mezclas categorías; concuerdo con que la aceptación, entendida como consenso social, es una virtud. Sobre la quietud tengo mis dudas.
Los problemas de la Constitución predatan al actual gobierno, y se irán agravando, como cualquier problema, hasta que no se llame al pan, pan, y al vino, vino, y no se reforme el pacto de convivencia. Coincido contigo en que la ciudadanía está en horas bajas, y ello explica, mejor que nada, que la situación haya llegado donde ha llegado. Pero ello no quita que, si hay amanecer tras esta noche, pase por sentarnos, hablar largo y tendido, y refundar nuestro pacto. A mi modo de ver -no espero convencerte con ello- los nacionalismos, paradójicamente (y pongo en el adverbio quizá incluso más mala leche de la que traías tú hoy), van a ayudar a que esto suceda.
Un saludo,
Estimado amigo ignoto, puedo concederte más de lo que supones. Es seguro que las aguas no estaban tan calmas antes ya del actual gobierno, sí. Tal vez lo que a mí me molesta un tanto es el empeño en agitarlas más (aún). Posiblemente me gustaría más que se aquietaran, será que me hago viejo y conservadorón.
ResponderEliminarY no es la necesidad de refundar el pacto lo que me incomoda, pues aquí mismo tengo escrito hace algún tiempo que yo lo refundaría gustoso en la compañía que más me agrada y con licencia total, y bien cortés, para que se vayan muchos de otras naciones (reales o supuestas, me da igual, pues no hay más nación que la nación que se cree tal, salvo para los racistas que piensen que hay otra más real, con sustancia material de sangre y territorio, Blut und Boden) que están incómodos en este Estado y desean crear uno nuevo. Agur.
Pero soy considerablemente escéptico en que sean esos nacionalismos los que ayuden a acordar un nuevo pacto de convivencia. Lo habrá sin ellos,si se van, y por mí bien estará. Con ellos me parece difícil, pues la pedagogía social que transmiten es exactamente la contraria a la que se requiere para que la Constitución funcione como regla de juego común de ciudadanos que no se chupen el dedo. Su lema parece el de "más pa mi, que soy especial, y que ninguno se me iguale, salvo los que sean tan especiales como yo, que serán pocos". Notable tendrá que ser la paradoja, efectivamente, para que de ahí nazca un acuerdo colectivo de ciudadanos que acepten vivir juntos bajo reglas comunes. A ver quién es el que dice que él es menos y que traga con peores derechos o menos servicios o menos pasta. Si la Constitución va a ser el resultado de un pacto entre poderes territoriales con modos cuasifeudales, a la manera como los distintos territorios alemanes, por ejemplo, se aglutinaban bajo el Sacro Imperio, puede que resulte. Pero, francamente, a mí eso no me pone. Yo deseo un Estado de ciudadanos libres e iguales, no una agrupación de reinos de taifas que mercadean con los derechos de sus súbditos para aumentar los privilegios de quienes los mandan.
Y, por otro lado, sea como sea alguien debería decirnos ya cuál es el plan, cómo, cuándo y de qué hablamos, si es que, como parece, hay que hablar, una vez que se ha creado la situación que hace necesario hablar.
Mas, si se trata de confiar, confiemos, pero, ya puestos, mejor será esperar que San José haga un milagro a que don José Luis o don Mariano tengan una idea, o don Josep-Lluis amplitud de miras y ganas de echar una mano a un Estado que no quiere suyo.
De todos modos, toda mi simpatía para tu optimismo y toda mi esperanza para tu confianza. Cosas más raras se han visto. El mundo es de vosotros, los emprendedores, los arrojados, los tenaces. Se ve que tienes experiencia en la lucha y gusto por el riesgo. Enhorabuena.
Saludos y gracias muy sinceras por la atención que pones a este blog.
Sin entrar en conceptos ni teorías sobre la Constitución, en lo que nunca estaré de acuerdo es que sea Suprema regla de juego y menos cuando ha sido copiada de aquí y de allá por unos presuntos padres de la Constitución y tan presuntos como que ha sido copiada, no ha sido una idea del pueblo español para empezar.
ResponderEliminarNo es una regla de juego porque como dicen los burlangas (tahúres) de mi barrio : quien juega limpio, limpio queda. Tal vez un compromiso del pueblo, pero no de todo el pueblo sino del pueblo acomodado que quiere que se le respete su propiedad privada ante todo, sí, con la función social y lo que quieras, pero es un compromiso del pueblo acomodado para que se les respete (en teoría, siempre hay teorías como argumenta garciamado)la libertad personal, la libertad de contratación, de comercio... El Estado aparece como un servidor controlado por normas jurídicas, y sin embargo, la realidad nos dice que la única manera de controlar al poder es unicamente posible por el mismo que lo da, el pueblo, lo cuál no quiere decir que sea razonable la decisión de otorgar poder, en contra de lo que los políticos profesionales dicen : los españoles no son tontos y saben lo que elijen (nada más que ver el atasco de los tribunales de tanto como saben los ciudadanos), lo cierto es que la Constitución : no te garantiza la convivencia democrática (máxime cuando no pasas por el aro), ni consolida un Estado democrático (todos los altos cargos incluido el presidente del Consejo de Estado y del tribunal de Cuentas, nombrados a dátil por el presidente) y del garante Tribunal Constitucional, no creo que haya otro tribunal cuyas sentencias se hayan comentado más criticamente por la doctrina científica y además el derecho a elegir a nuestros representantes mediante voto secreto implica miedo ¿por qué voy a tener que pronunciarme en secreto? ¿a que debo de temer por que se sepa a quién voto? ¿por qué me puede interesar que no se sepa a quién voto?; no protege a todos los españoles cuando se reconoce que hay distintas nacionalidades; no promueve el progreso de la cultura se tiende a un pensamiento fundamentalista de que este sistema es el menos malo y amén; se dedica a afianzar conceptos inexplicables como la justicia , ¿qué cojones pinta la justicia en la Constitución si no se sabe qué es? porque si no se logra, lo cuál reitero es imposible lograr al desconocerse su contenido en general, no lo justo en situaciones concretas, afianza también otro concepto que es el tesoro del hombre , la libertad,que para mí no acaba donde empieza la de otro, pues no sería libertad, la libertad no puede acabar porque ya no sería libertad y la igualdad no puede limitarse a ser la mayor posible en lo referente a la economía, sino la absoluta (con leves matices, uno puede querer coleccionar sellos y otro cromos y otro chapas de pepsi, pero que no nos falte pan y cultura a nadie)y por fin la seguridad, la jurídica y la del sistema en su conjunto falla desde el momento en que están presentes decires del Antiguo Régimen, ejemplo : el que tiene padrino se bautiza, desde que el ciudadano acepta (el que lo acepte, yo antes prefiero la muerte)que tiene que pedir favores a la Administración, desde ese momento, ha puesto el culo en pompa para que lo violen muy democrática y constitucionalmente y no me vale la labia de, si lo hacen mal en las próximas elecciones no se les vota, ¿cómo no se les va a votar si copan todo entre cuatro o seis partidos?
La Constitución puede ser esto o aquello pero no una regla del juego de la convivencia social. No cuela.