Una pregunta de este tenor se plantea Bernd Ulrich en Die Zeit a propósito del caso Susanne Osthoff. Es una pregunta interesante sobre la que se debería meditar un rato.
Recordemos brevemente el caso. Sussanne Osthoff es una arqueóloga de nacionalidad alemana que estuvo unas semanas secuestrada en Irak y que hace unos días fue liberada, al parecer después de intensas gestiones de la diplomacia alemana y probablemente gracias a que el Estado alemán pagó una elevada suma de dinero, como viene siendo habitual últimamente en tales casos.
Pero lo peculiar del asunto es que Susanne Osthoff se convirtió al Islam hace tiempo, abandonó Alemania y cortó todo contacto con su familia bávara y con cualquier otra institución alemana, salvo con la que le financia sus investigaciones arqueológicas. Se proclama defensora de la causa del islamismo y desprecia el Estado alemán, su Constitución y los valores en que se asienta en ese país la convivencia ciudadana. Tras su liberación no quiso hacer declaraciones a los medios de comunicación alemanes y dio su primera entrevista a la cadena árabe Al-Yasira. Manifestó que sus raptores no eran delincuentes, los alabó, dijo que no buscaban dinero. Se pregunta con razón el mencionado articulista qué buscaban entonces con el secuestro.
Susanne Osthoff ha manifestado que desea regresar a Irak y proseguir allí su trabajo arqueológico, a lo que la autoridad ministerial alemana ha respondido que allá ella, pero que el erario público alemán ya no se las va a subvencionar.
Lo que Die Zeit plantea es por qué ha de considerarse que el Estado alemán tiene algún tipo de obligación con tal ciudadana que lo detesta, lo desprecia, lo abandona y se siente mucho más solidaria e integrada con los fundamentalistas iraquíes.
Es una buena pregunta con respuesta complicada. Nos lleva a meditar sobre el tipo de vínculo que existe o debe existir entre un Estado y sus ciudadanos, sus nacionales. En el caso Osthoff podemos ver esa ligazón entre esa mujer y Alemania en dos cosas: o en la síntesis de sangre y territorio, pues nació en tierra alemana y lleva en sus venas sangre de alemanes, o en el dato puramente formal de que posee, conforme a la ley de aquel país, la nacionalidad alemana.
La primera opción parece poco atractiva para cualquiera que se sienta un poco cosmopolita y que descrea de que el hecho de nacer a un lado o a otro de una línea fronteriza nos hace sustancialmente desiguales y merecedores de derechos distintos. Y no digamos nada de la metáfora de la sangre, como si tuviera composición distinta o diferente color la de los nacidos a un lado o al otro de un río o una cadena montañosa. Además, sabemos por la historia que cuando la base de la ciudadanía es de ese cariz el propio Estado que se siente obligado con los nacidos de sus nacionales o en su territorio, se considera también legitimado para castigar duramente lo que considere traiciones a la sangre o al suelo nacional.
En cuanto a la segunda posibilidad, también conduce a paradojas graves, pues hace que un Estado deba cuidar mucho más a su mal ciudadano que, por ejemplo, a un buen extranjero. Nos choca ver a Alemania esforzarse y pagar para que liberen a esa señora que no quiere saber nada con tal país, mientras que seguramente Alemania no movería un dedo si el secuestrado fuera una bondadosa monja chilena o un íntegro científico canadiense.
¿Qué salida se nos ofrece para semejantes dilemas? Es difícil responder, pero aventuro la siguiente propuesta. Cuando se trata de proteger a las buenas personas y de dar cobertura a las buenas acciones, las diferencias de nacionalidad deberían pasar a segundo plano, debería perder protagonismo el Estado nacional y cobrarlo mucho mayor la sociedad internacional, estableciéndose formas fuertes de solidaridad interestatal a esos efectos. Es intolerable que un secuestrado guatemalteco, pongamos por caso, tenga menos posibilidades de recobrar su libertad y sobrevivir que uno alemán o francés, simplemente porque su Estado tenga una diplomacia más débil o menos posibilidades económicas.
¿Y qué hacemos en casos como el de la Osthoff? Pues que cada palo aguante su vela y la señora Osthoff la suya. Es una pura cuestión de coherencia. Si tú odias a tu vecino y no quieres saber nada con él, no vayas a pedirle árnica cuando te vienen mal dadas. Si, como la Osthoff, simpatizas más con tu secuestrador y sus delictivas ideas que con quien ten tiende la mano para rescatarte, se impone retirar esa mano. No porque el Estado tenga que exigir especiales votos de amor o manifestaciones de lealtad a sus ciudadanos, sino porque puede y debe dar por roto su compromiso protector con quienes lo combaten. El Estado alemán no debe hacer nada contra la señora Osthoff y la actitud de ella no lo habilita para ninguna medida ilegal en su contra, por supuesto que no. No se trata de tildarla de traidora y delincuente porque prefiera otras reglas y otras formas de vida en otros lugares. Pero tampoco debe reconocerle a ella el derecho a ninguna prestación que le sea costosa, esto es, que se haga a costa de los buenos ciudadanos y para defender a quienes odian a esos buenos ciudadanos. Porque en su esencia última posiblemente un Estado no es más que la históricamente aleatoria asociación de un grupo de personas, que pasan a ser ciudadanos, para protegerse frente a los que quieren agredirlos o humillarlos y para proveerse de los medios para una mejor vida en común.
Habrá que seguir pensando y afinar más sobre este asunto, pues a lo mejor tiene consecuencias muy serias para muchas cosas que nos tocan más de cerca.
Recordemos brevemente el caso. Sussanne Osthoff es una arqueóloga de nacionalidad alemana que estuvo unas semanas secuestrada en Irak y que hace unos días fue liberada, al parecer después de intensas gestiones de la diplomacia alemana y probablemente gracias a que el Estado alemán pagó una elevada suma de dinero, como viene siendo habitual últimamente en tales casos.
Pero lo peculiar del asunto es que Susanne Osthoff se convirtió al Islam hace tiempo, abandonó Alemania y cortó todo contacto con su familia bávara y con cualquier otra institución alemana, salvo con la que le financia sus investigaciones arqueológicas. Se proclama defensora de la causa del islamismo y desprecia el Estado alemán, su Constitución y los valores en que se asienta en ese país la convivencia ciudadana. Tras su liberación no quiso hacer declaraciones a los medios de comunicación alemanes y dio su primera entrevista a la cadena árabe Al-Yasira. Manifestó que sus raptores no eran delincuentes, los alabó, dijo que no buscaban dinero. Se pregunta con razón el mencionado articulista qué buscaban entonces con el secuestro.
Susanne Osthoff ha manifestado que desea regresar a Irak y proseguir allí su trabajo arqueológico, a lo que la autoridad ministerial alemana ha respondido que allá ella, pero que el erario público alemán ya no se las va a subvencionar.
Lo que Die Zeit plantea es por qué ha de considerarse que el Estado alemán tiene algún tipo de obligación con tal ciudadana que lo detesta, lo desprecia, lo abandona y se siente mucho más solidaria e integrada con los fundamentalistas iraquíes.
Es una buena pregunta con respuesta complicada. Nos lleva a meditar sobre el tipo de vínculo que existe o debe existir entre un Estado y sus ciudadanos, sus nacionales. En el caso Osthoff podemos ver esa ligazón entre esa mujer y Alemania en dos cosas: o en la síntesis de sangre y territorio, pues nació en tierra alemana y lleva en sus venas sangre de alemanes, o en el dato puramente formal de que posee, conforme a la ley de aquel país, la nacionalidad alemana.
La primera opción parece poco atractiva para cualquiera que se sienta un poco cosmopolita y que descrea de que el hecho de nacer a un lado o a otro de una línea fronteriza nos hace sustancialmente desiguales y merecedores de derechos distintos. Y no digamos nada de la metáfora de la sangre, como si tuviera composición distinta o diferente color la de los nacidos a un lado o al otro de un río o una cadena montañosa. Además, sabemos por la historia que cuando la base de la ciudadanía es de ese cariz el propio Estado que se siente obligado con los nacidos de sus nacionales o en su territorio, se considera también legitimado para castigar duramente lo que considere traiciones a la sangre o al suelo nacional.
En cuanto a la segunda posibilidad, también conduce a paradojas graves, pues hace que un Estado deba cuidar mucho más a su mal ciudadano que, por ejemplo, a un buen extranjero. Nos choca ver a Alemania esforzarse y pagar para que liberen a esa señora que no quiere saber nada con tal país, mientras que seguramente Alemania no movería un dedo si el secuestrado fuera una bondadosa monja chilena o un íntegro científico canadiense.
¿Qué salida se nos ofrece para semejantes dilemas? Es difícil responder, pero aventuro la siguiente propuesta. Cuando se trata de proteger a las buenas personas y de dar cobertura a las buenas acciones, las diferencias de nacionalidad deberían pasar a segundo plano, debería perder protagonismo el Estado nacional y cobrarlo mucho mayor la sociedad internacional, estableciéndose formas fuertes de solidaridad interestatal a esos efectos. Es intolerable que un secuestrado guatemalteco, pongamos por caso, tenga menos posibilidades de recobrar su libertad y sobrevivir que uno alemán o francés, simplemente porque su Estado tenga una diplomacia más débil o menos posibilidades económicas.
¿Y qué hacemos en casos como el de la Osthoff? Pues que cada palo aguante su vela y la señora Osthoff la suya. Es una pura cuestión de coherencia. Si tú odias a tu vecino y no quieres saber nada con él, no vayas a pedirle árnica cuando te vienen mal dadas. Si, como la Osthoff, simpatizas más con tu secuestrador y sus delictivas ideas que con quien ten tiende la mano para rescatarte, se impone retirar esa mano. No porque el Estado tenga que exigir especiales votos de amor o manifestaciones de lealtad a sus ciudadanos, sino porque puede y debe dar por roto su compromiso protector con quienes lo combaten. El Estado alemán no debe hacer nada contra la señora Osthoff y la actitud de ella no lo habilita para ninguna medida ilegal en su contra, por supuesto que no. No se trata de tildarla de traidora y delincuente porque prefiera otras reglas y otras formas de vida en otros lugares. Pero tampoco debe reconocerle a ella el derecho a ninguna prestación que le sea costosa, esto es, que se haga a costa de los buenos ciudadanos y para defender a quienes odian a esos buenos ciudadanos. Porque en su esencia última posiblemente un Estado no es más que la históricamente aleatoria asociación de un grupo de personas, que pasan a ser ciudadanos, para protegerse frente a los que quieren agredirlos o humillarlos y para proveerse de los medios para una mejor vida en común.
Habrá que seguir pensando y afinar más sobre este asunto, pues a lo mejor tiene consecuencias muy serias para muchas cosas que nos tocan más de cerca.
Vamos a aprovechar garciamado y como estará recuperándose, sea tan amable de ilustrarme acerca del concepto que tiene Vd del Estado y de que coños se debe ocupar.
ResponderEliminarHoy he visto una foto de la Osthoff y en fin, que si no la quieren en Alemania o ella a Alemania , yo que soy amplio para esto del amor hago un hueco en mi habitación para ella.
ResponderEliminarY a vueltas con el moro de Irán, aunque siempre mantengo que no es necesario un líder para nada he de reconocer que a éste gobernante le veo un atractivo singular, es un auténtico hombre del pueblo, con un buen montaje publicitario más que el Che, lo que pasa que a la izquierda le gustan los líderes ensangrentados y el moro no tiene los crímenes del Che.
Uff, peliagudo el tema y difícil la respuesta. Atribuirle al Estado capacidad para sentir -y para actuar conforme a sentimientos (odio, desprecio, afecto)- es peligroso y falaz, como los letreros que nos cuelgan en las autopistas: no podemos conducir por usted -quién no puede conducir por mí (dejando de lado el hecho de que yo no quiero que conduzca por mi nadie)-. Prefiero que las relaciones entre el Estado y sus ciudadanos se articulen en términos de derechos y obligaciones, claro que esto tampoco soluciona el problema que usted plantea, pero quizá permite encauzarlo mejor. El Estado alemán tiene respecto a la Osthoff las mismas obligaciones que respecto a cualquier otro nacional que siga siéndolo, y la Osthoff tiene respecto al Estado alemán los mismos deberes que el resto de los nacionales que sigan siéndolo. No es un vínculo afectivo, el que une a un Estado y a sus ciudadanos, sino político. Porque de los afectos a los enemigos hay un paso muy corto.
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