Llego de mi Asturias, patria (¡?) querida, cavilando. Y me pongo, cansado, a perpetrar un post que supongo que me dará para debatir más de un rato con tanto amigo de los que cada día hacen más agradable y formativo, para mí, el debate. Es tarde y también conviene cenar, así que voy al grano y hago el argumento sucinto, sin perjuicio de ulteriores ampliaciones cuando me lleguen las primeras estocadas.
Enunciaré de mano la tesis central: no todas las culturas son iguales en valor, no todas valen lo mismo, las hay mejores y peores. Conozco bastante bien los debates en filosofía política entre individualistas y comunitaristas y entre universalistas y relativistas culturales. Pero hago abstracción por ahora de la cosa doctrinal y paso directamente a tomar partido por algunas causas. Al afirmar que no todas las culturas (o civilizaciones, me permito aquí y ahora usar los dos términos como intercambiables, aunque quepan precisiones analíticas que marquen diferencias) son igual de valiosas estoy pensando, por ejemplo, en que la moderna cultura occidental, ésta en la que estamos los que aquí hablamos, es superior, y desde múltiples puntos de vista preferible, a la cultura del paleolítico, o a la cultura europea de la Alta Edad Media, por poner dos ejemplos bien contundentes.
Por supuesto, toda comparación se hace por relación a un referente, a un patrón de medida. Y es necesario explicitarlo. El patrón que yo estoy tomando aquí adopta como eje al ser humano y atiende principalmente a dos cuestiones que le conciernen: la calidad material de su vida (índices de mortandad, niveles de sufrimiento físico, número de años de perspectivas de vida, nivel de satisfacción de necesidades físicas primarias, etc.) y el grado de libertad de todo individuo –con independencia del sexo, el nacimiento, la apariencia, etc.-, entendida como capacidad para elegir la forma de vida y los valores que la inspiren. Esto requiere, sin duda, desarrollos más amplios, pero creo que podemos entendernos, por el momento, dejándolo así expresado.
Pues bien, si por esas dos razones combinadas la civilización moderna occidental es superior a sus antecesoras inmediatas o más alejadas, es superior también a todas las culturas contemporáneas, actuales, incluida la islámica: porque en estas otras culturas, como la islámica, el dominio absoluto de una religión, elevada a religión de Estado excluyente y exclusiva y que da pie a auténticas teocracias, imposibilita el tipo de desarrollo social y de actividades que permiten tanto el progreso material –repito, hablo de aportaciones de la ciencia para nuestra calidad y posibilidad de vida, no de otras cosas- como la libertad de espíritu, que va ligadada siempre a la tolerancia y a una reconducción de la religión al fuero interno de las personas.
Pensemos en por qué nos espanta la pretensión de los creacionistas norteamericanos de someter la enseñanza y la ciencia estadounidenses –y de todas partes, si pudieran- a la censura y el filtro de su compatibilidad con el tenor exacto del Antiguo Testamento: porque significaría paralizar la posibilidad misma de que se desarrollen ciencias como la paleontología y determinadas ramas de la biología, probablemente, como la genética. Y no digamos nada de lo que supone en términos de marcha atrás de conquistas tales como los derechos de la mujer. Las consecuencias de su triunfo se presentarían como retroceso científico general, y de ciertas libertades, lo que conduciría a daño inmediato para nuestra calidad de vida. Porque supongo que nadie me negará que hay más y mejor calidad de vida allí donde se deja, por ejemplo, a la medicina (médicos y médicas, ojo) avanzar en los métodos de curación de enfermedades o a la ingeniería en la construcción de puentes o de edificios más seguros y baratos. Si negamos eso, poco nos quedará por debatir. Pero, eso sí, que me lo niegue uno que vaya a pie, pase de quirófanos y viva en chozas; o que si tiene un cáncer prefiera ir a que se lo vea el chamán de alguna tribu o ponerse a orar al dios de la salud.
Pues ése es el problema de gran parte de las culturas contemporáneas, comenzando por la islámica, ya que se trata de culturas que no han pasado por esa experiencia capital que en otros lugares, también regidos por una religión monoteísta del Libro, han posibilitado la eclosión simultánea del conocimiento libre y la autodeterminación personal, sobre la base de una idea de verdad independizada de los textos del Libro y de una concepción de la dignidad personal que arranca de la libertad de conciencia, base de la autonomía personal. ¿O acaso los reparos que aplicamos a los creacionistas no nos sirven para otras cosmovisiones limitadoras y de efectos equivalentes o peores?
Sentado lo anterior, la pregunta es qué hacer en la situación presente, cómo debe comportarse esta cultura nuestra a día de hoy. Mi respuesta primera es ésta: debe, en primer lugar, procurar la universalización de esas dos enormes conquistas civilizatorias, ciencia libre y conciencias autónomas. Esto equivale a que los que creemos en estos valores de fondo de nuestros sistemas sociales debemos congruentemente ansiar su disfrute por toda la humanidad, al margen de razas, lenguas, naciones, culturas y religiones. Yo deseo firmemente y con absoluta convicción que cualquier niño o niña que en este momento esté naciendo en Pakistán, Indonesia, Bolivia, Tahití o Sierra Leona tenga exactamente las mismas posibilidades, las mismas, de llegar a viejo y de decidir qué quiere ser de mayor que tendrá el niño que ahora mismo esté naciendo en León, Madrid, Bruselas o Helsinki.
¿Y cómo lo conseguimos? Esta pregunta nos conduce a mi segunda respuesta. Sentado el qué, hay que ver el cómo: pacíficamente y mediante el diálogo intercultural. Y en ese diálogo intercultural tendrá también nuestra cultura que ceder y cambiar en multitud de cuestiones que no tienen que ver con las esencias antes mencionadas: verdad empírica, ciencia secularizada y libertad de espíritu. El mestizaje, el intercambio, la evolución, son buenos y enriquecedores para todos y por definición. Ahora bien, decir diálogo es decir mucho. La orientación al diálogo es una actitud (y requiere también una aptitud), es una disposición de ánimo, un talante, incluso. Y el problema estriba en que dos no pueden dialogar cuando uno no quiere, cuando se muestra inflexible; o cuando el otro se muere de miedo por la violenta fiereza de su interlocutor. El diálogo con Torquemada y sus más radicales secuaces en los tribunales de la Inquisición me temo que era imposible. A los inquisidores no los venció el diálogo, los derrotó el Estado moderno desde la filosofía ilustrada que lo alimentó en sus orígenes. Sin un componente mínimo de esa filosofía y de esa praxis, que lo fueron de la tolerancia, al menos tolerancia de mínimos, no hay posibilidad real ninguna para esos niños de los “otros mundos” que antes mencioné como ejemplo. Traducido a términos más prácticos, lo anterior significa que la necesaria disposición al diálogo por “nuestra” parte tiene que estar alimentada de convicciones humanísticas, no de escepticismo radical, autocrítica enfermiza (subrayo el adjetivo) y relativismo cultural extremo, ése que proclama que cuentan más los grupos que los individuos, y que cualquier cultura es tan buena como cualquier otra (incluidas, si queremos ser consecuentes, nuestra cultura teocrática medieval) y tan conveniente, por tanto como ésta que hoy aquí vivimos.
Respeto total al otro, sí, pero al otro por ser humano, y respeto al otro que muestre una mínima disposición a respetar al ser humano, en su cultura y en la nuestra; respeto al ser humano por encima de su religión, de su raza, de su lengua, de sus costumbres, de cualquier cosa que pueda convertirse en jaula que encierre irremisiblemente su libertad. Esto significa reciprocidad, y equivale, con un ejemplo sencillo, a que de la misma manera que aquí debemos aceptar al que decida convertirse en musulmán o irse a vivir a la selva con los indígenas y a su manera, allá se debe respetar igualmente al que desee mutar sus creencias o elegir otra forma de vida. Toda cultura que quiera imponerse a la fuerza sobre sus miembros es una cultura opresiva, y así debe ser llamada y así debe ser tratada. Ojalá mañana aquí convivan cien iglesias y sin forzamiento ninguno, tampoco para los ateos; ojalá mañana así sea también en Pakistán, Indonesia, Sierra Leona o el más escondido paraje amazónico.
Hasta aquí he hablado de ideas e ideales. Toca ahora referirse a la práctica. Me parece que es urgente que sentemos una distinción fundamental, la distinción entre propósitos y ejecuciones. Los errores de ejecución o las traiciones que en el seno de nuestra civilización han padecido y padecen tales ideales de fondo, que nos definen como cultura, no son indicio de maldad congénita de la misma, sino muestras de eso, de errores y traiciones. Que el poder supremo en esta civilización lo ostente en estos momentos un cafre fanático como Bush no es señal de que sea esta civilización el colmo de la perversidad, sino de que padecemos graves desajustes internos o de que se nos están disolviendo peligrosamente nuestros propios principios. Pero la solución es corregir esos desajustes en nombre de los mismos ideales que nos dan pie a la crítica frente a Bush, o frente a la guerra de Irak, o frente al doblez moral de ciertas multinacionales petroleras; no tirar por la borda, por culpa de esos sujetos, de esas empresas o de determinado país, todas las conquistas civilizatorias, ésas que nos han permitido descubrir vacunas, explorar el espacio, avanzar en la igualación jurídica y social de las mujeres o acabar con la esclavitud.
Mientras conservemos la fe en lo valioso de la filosofía de fondo, podremos corregir tantos errores o incongruencias entre teoría y práctica de los derechos humanos, por ejemplo. Pero si renunciamos a las convicciones, al grito de todo da igual o persuadidos de que nuestro mundo es el peor de los posibles, todo estará perdido y volveremos al imperio libérrimo del fanatismo, la opresión y la fuerza. Si por lo que este mundo ha hecho tan mal (colonización, descolonización, capitalismo salvaje, guerras por interés meramente económico, retorno de la tortura –que aquí y sólo aquí está vetada y que aquí y sólo aquí podemos volver a exterminarla-) nos abandonamos a creer que son mejores, o igual de malos, esos regímenes primitivos, cleptómanos y fanáticos que imperan, por ejemplo, en gran parte del mundo islámico, no lograremos el ideal de universalizar los más básicos de esos que llamamos derechos humanos; conseguiremos sólo que tampoco rijan aquí, ya sea porque nos venza el fanatismo de fuera, ya porque ganen la partida los fanáticos antiilustrados de dentro.
Nuestra cultura ha incurrido en practicas odiosas que primero han dejado a las otras gentes en la miseria material y moral y ahora están sirviendo de coartada para los que allá quieren perpetuar la dominación más cruel y la extirpación de todo asomo de libertades individuales. Eso es rigurosamente cierto. Pero la solución no está en renunciar a ella y abandonarse al retorno de los dioses sanguinarios y los sátrapas que los invocan. La solución está en perseverar en ella para que, desde ella, podamos, mediante el diálogo, ayudar a la liberación de los que no pueden elegir sus dioses, o su oficio, o su orientación sexual, o la persona con la que quieren casarse. Pero ese diálogo ha de ser tan abierto en las formas como firme en lo irrenunciable. Porque es de miserables proclamar aquí las virtudes liberadoras del matrimonio homosexual, por ejemplo, y añadir que merece el mismo respeto una cultura en la que los homosexuales sean apadreados o ahorcados. Pues la culpa de que se les hagan tales cosas, por seguir con el caso, no es exclusiva de ni de Bush ni de la colonización ni de las multinacionales; es, en gran medida también, de la maldita mezcla de religiosidad premoderna y de dictadura sanguinaria en que han ido a parar esas otras culturas. ¿O acaso no es mejor para cualquiera, de acá o de allá, vivir en EEUU, pese a Bush, que en Arabia Saudí -salvo que se sea familia del jeque de turno y se venga cada veranito de putas a Marbella- o Afganistán, pongamos por caso? Pues debe llegar el día en que se pueda morar con la misma libertad y la misma esperanza de vida en un lugar que en otro. ¿O no? Si estamos de acuerdo en eso, podremos debatir luego sobre táctica y estrategia para lograr la liberación de todos y ver, por ejemplo, cuánto y hasta cuándo se debe excepcionar la libertad de expresión para no ofender a los dioses de otros. Si no, no hay nada más que hablar. Y cuando no se quiere o ya no se puede hablar, la violencia reemplaza a la comunicación, gane quien gane.
Un texto extraordinario y la finalidad muy sencilla pero es lo que podemos conseguir : "Pues debe llegar el día ... en un lugar que en otro".
ResponderEliminarQué agradable de leer.
ResponderEliminarSupongo que acierta usted en que esto no tiene vuelta de hoja analítica. Incluso su apelación a la superioridad en relación con la mejor salud y la mayor libertad de las personas es sólo explicable desde, por ejemplo, un sistema moral que aprecie tanto el más acá. En el maravilloso "El Forastero Misterioso" de Twain (sólo publicado tras su muerte), un ángel -y ya sabemos que son seres terribles- concedía un deseo a un humano, y salvaba de la muerte a su amigo. Sin embargo, con esto lo había condenado al fuego eterno. Su juicio de valor sobre las culturas que son mejores sólo es generalizable a los que que otorguen más valor a la libertad que a la sospecha de estar salvándose del fuego de la Gehenna. Uno a uno, los humanos solemos pensar así. Pero, then again, eso sólo es un indicio para quienes piensen que moralmente los juicios de los individuos tienen un valor.
Desde un plano empático, podemos movernos mucho mejor, porque al ubicarnos e un diálogo entre individuos, el individualismo puede plantear mejor sus requerimientos.
Por eso lo del talante. Por eso su apelación a la aproximación empática es la única salida. Pero es difícil ocultarnos que para el individualismo el diálogo no es más que una estrategia para la victoria. Bienvenida sea.
Y por eso tácticamente (y para un gobernante eso es lo único que vale) importa más "estar cerca del otro" que tener razón teórica sobre él. Por eso importa más cofirmar con Erdogan y hacer que un islamista defienda la libertad de expresión que tener toda la razón uno solo. La victoria requiere inteligencia. Sólo ganará el individualismo en la medida en que se busque abrir el camino para el poder del individuo en sistemas odiosos.
Si no somos listos, la batalla propagandística la ganarán allí los malos. Porque las cosas no siempre han sido como ahora. Hace años en Irán las cosas no eran así (os recomiendo un comic de una iraní, donde cuenta su infancia antes de la República islámica, y cómo se impuso: se llama Persépolis, y va, creo, por el cuarto tomo. Buenísimo)
Si los caminos por los que el individualismo pretende imponerse llevan a que en una aldea sean arrancadas las parabólicas, quemadas los televisores, etc., hemos perdido una importantísima batalla, y por muchos años. Y los jodidos no vamos a se directamente nosotros. Sólo hay una manera de calificar al glorioso general que nos ha llevado hasta ahí: GILIPOLLAS.