Hay días torvos, y temporadas, épocas en que el desaliento nos puede, no sé, o serán "los heraldos negros que nos manda la Muerte". Bueno, se me fue la mano por el gusto de citar a César Vallejo. Más adecuado a la situación que quiero describir es otro verso del mismo poema, aquel que dice "Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas". Pues a eso voy, a los bárbaros Atilas con sus potros, y al campo yermo que nos dejan tras su paso.
Vengo observando desde hace tiempo un fenómeno inquietante y que a otros, con mayores responsabilidades que las mías, debería preocupar mucho más que a mí. Me refiero al desánimo en que viven los mejores de mis colegas y compañeros, tanto los más próximos como los de otras universidades. Me voy a permitir hablar en primera persona, porque yo tengo a muchos de ellos por maestros y fuente de mis mejores estímulos profesionales. Y lo voy a hacer para decir que es como si arenas movedizas nos estuvieran tragando.
Vengo observando desde hace tiempo un fenómeno inquietante y que a otros, con mayores responsabilidades que las mías, debería preocupar mucho más que a mí. Me refiero al desánimo en que viven los mejores de mis colegas y compañeros, tanto los más próximos como los de otras universidades. Me voy a permitir hablar en primera persona, porque yo tengo a muchos de ellos por maestros y fuente de mis mejores estímulos profesionales. Y lo voy a hacer para decir que es como si arenas movedizas nos estuvieran tragando.
Uno va por los pasillos y se encuentra a los mandangas felices y contentos, de charleta camino de la cafetería o haciendo campaña para ser elegidos para el comité ejecutivo de la comisión provisional de la asamblea supramunicipal de mediopensionistas del gremio de torneros universitarios. Encantados de la vida, oiga, sin dar palo al agua pero con el orgullo del que sabe que hace cosas de importancia. Y luego están los otros, los buenos. Tengo, por fortuna para mí y para general indiferencia, compañeros con curricula apabullantes, auténticos investigadores de primera, docentes inquietos e innovadores, intelectuales completos, académicos por los cuatro costados... y no les hace caso ni dios, con perdón. Me refiero a que la Universidad en que laboran pasa de ellos como de auténticos apestados. Y luego nos cuentan aquello de la calidad y la competitividad. Sí, vida, y yo con estos pelos. Ahora prueba con un masaje un poco más abajo, a ver si empiezo a sentir algo. Porque esas milongas de la calidad, la excelencia y los objetivos de primera división yo ya no me las creo, ¿sabes? Llevo mucho tiempo viniendo por este club y os conozco a todas, corazón.
He tenido bastantes conversaciones esta temporada con esos compañeros a los que quiero y admiro. Y siempre terminamos igual: esto se acabó, a nosotros sólo nos queda refugiarnos en los cuarteles de invierno, el que venga detrás que arree, este hedor es insufrible, etc., etc.
De verdad que no quiero dramatizar en exceso ni hacer un post lacrimógeno. Y menos aún lograr que nadie sienta compasión de estas personas, pues para nada la necesitan. Su propia capacidad y su formación les proporcionan recursos más que suficientes para disfrutar haciendo lo que de verdad les gusta y para esponjar sus espíritu con actividades más gratas que estas de la brega con una institución atrozmente decadente. Y en eso yo, modestamente, quiero también inspirarme en los mejores e irme con ellos. A la jodida Universidad que le den dos duros. Ayer mismo le anuncié a mi queridísimo amigo el Decano de mi Facultad que servidor se declara indiferente a los institucional y objetor de lo burocrático. Que les den dos duros y por ahí a las comisiones, comités, juntas, consejos y direcciones. Perder el tiempo en esas cosas es, aquí y ahora, como hacerle la corte al cadáver putrefacto de una dama que en vida fue hermosa: rotunda belleza la pretérita, sí, pero ahora es un fiambre que hiede.
Uno siempre va con el vaso lleno y haciendo equilibrios para no verterse el líquido encima. Ayer me cayó en él una gota más y lo colmó. Lo cuento brevísimamente. Un grupo de profesores había trabajado duro para proponer a la instancia política correspondiente una nueva titulación. Se rellenaron prolijos formularios y hubo que exponer complicadas metodologías y que detallar programas complejos. Aun con todo el empeño que esa gente puso, seguro que el proyecto no es perfecto y tiene partes sumamente criticables, es posible que no merezca objetivamente la aprobación que pretendía. Pero, ay, amigo mío, ayer cayó en mis manos el informe negativo del evaluador que lo juzgó negativamente. Y una cosa es que algo tenga defectos y otra muy distinta que esté cualquier tarado en condiciones de verlos. Da vergüenza, y grima, y asco, y náusea leer aquellas lerdas frases con las que el fulano o la fulana (desconozco tanto el género del evaluador o evaluadora como el uso que gusta hacer de su género; aunque algo puedo colegir sólo con ver cómo escribe y qué cositas tan monas dice) trata vanamente de sustentar su veredicto. Es espeluznante que un asunto de tal importancia lo pueda despachar cualquier cantamañanas amigo de no sé quien y nombrado a dedo (seguramente por habilidades que tienen más que ver con el dedo mismo que con cualquier otra cosa) con cuatro frases absolutamente vacuas, lugares comunes sin relación con lo que se juzga, y demostrando bien a las claras que el/la sujeto/a o no leyó lo que tenía entre manos (me refiero a los papeles) o no entendió ni palabra, pobrecito mi cuquín, con lo tierno que es él para todo.
Pero eso no fue todo. Supe que el excelso árbitro –lo digo porque supongo que el pito jugó un papel bien relevante en su juicio- no era de esta Universidad mía, pues se cruzan las evaluaciones para evitar corruptelas, oiga, que menudos somos de puros y estirados, aquí un amigo, aquí mi señora. Estas conversaciones siempre acaban en un matiz que se te pega al estómago, es lo que tienen. Y en esta ocasión el matiz fue que mi informante me dijo quién era el superevaluador leonés para este tipo de menesteres. Y que cómo no, pues es el ojete (perdón, el ojito) derecho de todas las altas instancias que pitan (y dale con lo de pitar; tengo hoy la prosa sonora) en la cosa educativa y universitaria de la junta que se arrejunta.
He tenido bastantes conversaciones esta temporada con esos compañeros a los que quiero y admiro. Y siempre terminamos igual: esto se acabó, a nosotros sólo nos queda refugiarnos en los cuarteles de invierno, el que venga detrás que arree, este hedor es insufrible, etc., etc.
De verdad que no quiero dramatizar en exceso ni hacer un post lacrimógeno. Y menos aún lograr que nadie sienta compasión de estas personas, pues para nada la necesitan. Su propia capacidad y su formación les proporcionan recursos más que suficientes para disfrutar haciendo lo que de verdad les gusta y para esponjar sus espíritu con actividades más gratas que estas de la brega con una institución atrozmente decadente. Y en eso yo, modestamente, quiero también inspirarme en los mejores e irme con ellos. A la jodida Universidad que le den dos duros. Ayer mismo le anuncié a mi queridísimo amigo el Decano de mi Facultad que servidor se declara indiferente a los institucional y objetor de lo burocrático. Que les den dos duros y por ahí a las comisiones, comités, juntas, consejos y direcciones. Perder el tiempo en esas cosas es, aquí y ahora, como hacerle la corte al cadáver putrefacto de una dama que en vida fue hermosa: rotunda belleza la pretérita, sí, pero ahora es un fiambre que hiede.
Uno siempre va con el vaso lleno y haciendo equilibrios para no verterse el líquido encima. Ayer me cayó en él una gota más y lo colmó. Lo cuento brevísimamente. Un grupo de profesores había trabajado duro para proponer a la instancia política correspondiente una nueva titulación. Se rellenaron prolijos formularios y hubo que exponer complicadas metodologías y que detallar programas complejos. Aun con todo el empeño que esa gente puso, seguro que el proyecto no es perfecto y tiene partes sumamente criticables, es posible que no merezca objetivamente la aprobación que pretendía. Pero, ay, amigo mío, ayer cayó en mis manos el informe negativo del evaluador que lo juzgó negativamente. Y una cosa es que algo tenga defectos y otra muy distinta que esté cualquier tarado en condiciones de verlos. Da vergüenza, y grima, y asco, y náusea leer aquellas lerdas frases con las que el fulano o la fulana (desconozco tanto el género del evaluador o evaluadora como el uso que gusta hacer de su género; aunque algo puedo colegir sólo con ver cómo escribe y qué cositas tan monas dice) trata vanamente de sustentar su veredicto. Es espeluznante que un asunto de tal importancia lo pueda despachar cualquier cantamañanas amigo de no sé quien y nombrado a dedo (seguramente por habilidades que tienen más que ver con el dedo mismo que con cualquier otra cosa) con cuatro frases absolutamente vacuas, lugares comunes sin relación con lo que se juzga, y demostrando bien a las claras que el/la sujeto/a o no leyó lo que tenía entre manos (me refiero a los papeles) o no entendió ni palabra, pobrecito mi cuquín, con lo tierno que es él para todo.
Pero eso no fue todo. Supe que el excelso árbitro –lo digo porque supongo que el pito jugó un papel bien relevante en su juicio- no era de esta Universidad mía, pues se cruzan las evaluaciones para evitar corruptelas, oiga, que menudos somos de puros y estirados, aquí un amigo, aquí mi señora. Estas conversaciones siempre acaban en un matiz que se te pega al estómago, es lo que tienen. Y en esta ocasión el matiz fue que mi informante me dijo quién era el superevaluador leonés para este tipo de menesteres. Y que cómo no, pues es el ojete (perdón, el ojito) derecho de todas las altas instancias que pitan (y dale con lo de pitar; tengo hoy la prosa sonora) en la cosa educativa y universitaria de la junta que se arrejunta.
Y, sí, es él.
Así que para casita y a disfrutar de la vida privada. Fue bonito mientras duró, pero aquélla que amábamos se nos volvió una raposa. ¿Han visto que fino me quedó el sinónimo?
Así que para casita y a disfrutar de la vida privada. Fue bonito mientras duró, pero aquélla que amábamos se nos volvió una raposa. ¿Han visto que fino me quedó el sinónimo?
Habría que ver soluciones para que estos profesores (con mayúscula) "docentes inquietos e innovadores, intelectuales completos, académicos por los cuatro costados", no tirasen la toalla.
ResponderEliminarSe me ocurre proponerles que dediquen sólo 3 horas menos, de su precioso y poco apreciado tiempo, a la semana a su docencia universitaria estricta y la repartieran en dar docencia a licenciados en Derecho recién graduados o con menos de 10 años de ejercicio (así me beneficiaría yo entre otros, egoismo puro en este aspecto), que seguro que se les agradecería en cantidad por los alumnos ya más reposados en sus conocimientos y sin necesidad de no hablar por miedo a tal y cuál notas aunque hubiese exámenes... y seguro que el ministerio remuneraría bien a los profesores ya que a la corta se notaría su interés y el de los alumnos fijo.
Por lo que a mí respecta firmo donde sea (con dignidad)
Y al final quien era la raposa? "Rediez"
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