Un enigma me inquieta cada vez más, como a tantos, imagino. Es la pregunta de por qué los políticos se dedican a la política. Me refiero a los políticos profesionales, a los de alto standing, aunque no sólo. Pero hablemos de ésos.
Con los años y las decepciones uno se va apeando, a la fuerza, de toda concesión a los idealismos en este tema. Por consiguiente, renuncio desde ya a tomar en cuenta la posibilidad, nula o muy marginal, de que los mueva un loable propósito de conformar la sociedad con arreglo a cualquier género de ideales o de concepción del bien o la vida buena. Puede que, curiosamente, eso sea lo que impulse a los más extremistas, a los fanáticos incluso, a los que todavía creen que es posible construir sobre la tierra alguna forma de paraíso, o pergeñar una sociedad santa y pura. Malos son esos extremos, pues suelen cobrarse sus anhelos en sangre y su frustración en víctimas inocentes, tratando con crueldad al reticente y con saña al que mantiene el ideal opuesto.
Pero no parecen de ésos los que vemos a diario en la tele u oímos en la radio, diciendo hoy una cosa y mañana su contraria, proclamando ahora un programa que al día siguiente sacan a subasta, diciendo digo donde ayer dijeron Diego y afirmando, al tiempo, su coherencia personal e ideológica con frases cada vez más abstrusas. En esa capacidad para enmascarar sus incongruencias con frases inverosímiles y reñidas con el sentido común y la más elemental semántica se aprecia en este tiempo la única habilidad reseñable de nuestros políticos, y a tal punto que la ciudadanía comienza a valorarlos sólo por eso. Hace un par de décadas la gente aún se extasiaba ante el dato superficial de que tal político era guapo de cara o poseía una oratoria exquisita y afilada. Pero ahora ya ensalzamos como suprema virtud digna de aprecio la zorrería, el talante de pillo, la falta de escrúpulos adornada de descaro y desenvoltura. Y no pongo ejemplos porque no hace falta y para que no me digan que se me ve no se qué plumero. Y porque me los puedo ahorrar, pues los tenemos a todas las bandas y en todos los bandos.
Así que dejemos el asunto en sus términos más abstractos y centrémonos en la pregunta de por qué son como son y obran como obran. Sugiero, como hipótesis, que en esos políticos se da una combinación variable de los siguientes factores: afán alimenticio, pulsión morbosa por el poder como fin en sí mismo y, en un grado más, malévolo y narcisista goce de la manipulación.
Lo del ánimo alimenticio concierne en particular a esos políticos que no tienen más oficio ni beneficio. Los ciudadanos deberíamos estar permanentemente informados de tales circunstancias, de qué era cada uno antes de concurrir al cargo o de qué destino laboral lo espera cuando le toque retornar al tajo. Yo nunca votaría una lista integrada mayoritariamente por personas que no tienen otro lugar en el que caerse muertas. No se trata de volver a la vieja teoría decimonónica, que sostenía que tanto el sufragio activo como el pasivo deberían ser exclusivos de gentes con posibles, para que los apuros de su economía personal no lastraran su atención al interés general. No, no se trata de eso, sino de comprensión con el desvalido. Ese diputado que despotrica off the record de la política de su partido y que a la hora de votar o manifestarse en público es un disciplinado peón y un aburrido repetidor de la consigna oficial es digno de pena. Pero también dan lástima esos inocentes mosquitos que aplastamos de un manotazo cuando se empecinan en chuparnos las sangre de las pantorrillas. Supongo que será esa la explicación de tantos comportamientos de diputados actuales, muchos de pata negra y añeja trayectoria: que no tienen más flores en que libar que esa, medio marchita, que su partido les ofrece a cambio de sumisión. Mas deberían abstenerse del gesto contrito con que tratan de mostrarnos su interior desgarro. Igual que, mutatis mutandis (ojo al matiz, ¿eh?, luego que no me digan que insulto), la buena prostituta (o el buen prostituto) no le muestra su asco y su desamparo al que le paga lo estipulado. El servicio incluye la sonrisa, así que a ver si estamos a lo que estamos como es debido. Que debe ser de la venal entrega el fingimiento abono (sutil juego de palabras, me ha quedado, pardiez; me he levantado entre quevedesco y culterano). Si tienen hipotecada la virtud, que le pongan convencimiento al oficio, por lo menos.
La pulsión de poder debe de contar también bastante. Creo que era Adler el que le rebatía a Freud que fuera nuestro motor principal el afán libidinoso y proponía como alternativa o complemento el ansia de poder, de dominio sobre los otros. Lo que en el habla común llamamos la erótica del poder. Y algo de eso debe de haber. Lo vemos a diario, en el medio de cada cual. En el mío, universitario, sólo así se puede comprender la fruición que a tantos embarga cuando pillan carguillo y componen un orden del día. Si a eso le añadimos coche oficial, despacho con tumbona y salir en la tele con cara de tener muchos proyectos, para qué queremos más. Y en la medida en que importa más el símbolo que el contenido, la apariencia de autoridad por encima del poder del que en verdad se dispone, se torna compatible el dárselas de jefe y el adoptar, al tiempo, una actitud en pompa ante el que nos quita y nos pone (dicho lo de poner en el sentido de disponer, no de otros más vulgares e impropios de una prosa tan pura como esta).
Pero en esto también existen escalas. Porque hay alguno que otro que tiene vocación de mando real, que ansía ser macho (con perdón; no es una expresión de género, es una expresión genérica) dominante. Si en éstos se combina semejante pasión por cortar el bacalao con la ausencia de un mínimo bagaje intelectual, ése que permite a su dueño juzgar con alguna ecuanimidad de las consecuencias de todo tipo que puedan reportar sus propios actos, con una ausencia de ideología definida, con una total falta de ideales que trasciendan y frenen su enfermizo ánimo de dominio, nos topamos con un cóctel explosivo. Son los que no reparan en gastos –especialmente gastos ajenos- ni medidas, los que pagan cualquier precio por perpetuarse en el sillón, los que pueden tergiversar y retorcer hasta lo insospechado los programas que los auparon y las convicciones de quienes de buena fe los apoyan, los que abominan de toda ética de convicciones sin ser capaces a cambio, tan siquiera, de mantenerse fieles a una ética de la responsabilidad, los que ya no se guían ni por razón de partido ni por razón de Estado y obran llevados solamente por su pulsión perversa, por puro narcisismo. Son los parásitos de un sistema, el democrático-representativo, que sólo puede funcionar con alguna soltura y eficacia cuando sus supremos ejecutores mantienen unos mínimos de lealtad a las reglas del juego y de decencia en el trato con los electores, tanto propios como ajenos.
Cuando caemos en manos de los políticos con servidumbres y taras como las descritas quedamos, los ciudadanos, a merced de los elementos, de semejantes elementos. Únicamente subsiste alguna esperanza de salir del trance si dichos individuos tienen enfrente una sociedad civil mínimamente sana, que sea capaz de contrapesarlos con su firmeza. No parece nuestro caso. Más bien nos hipnotiza la pasión de tamaños gavilanes.
Con los años y las decepciones uno se va apeando, a la fuerza, de toda concesión a los idealismos en este tema. Por consiguiente, renuncio desde ya a tomar en cuenta la posibilidad, nula o muy marginal, de que los mueva un loable propósito de conformar la sociedad con arreglo a cualquier género de ideales o de concepción del bien o la vida buena. Puede que, curiosamente, eso sea lo que impulse a los más extremistas, a los fanáticos incluso, a los que todavía creen que es posible construir sobre la tierra alguna forma de paraíso, o pergeñar una sociedad santa y pura. Malos son esos extremos, pues suelen cobrarse sus anhelos en sangre y su frustración en víctimas inocentes, tratando con crueldad al reticente y con saña al que mantiene el ideal opuesto.
Pero no parecen de ésos los que vemos a diario en la tele u oímos en la radio, diciendo hoy una cosa y mañana su contraria, proclamando ahora un programa que al día siguiente sacan a subasta, diciendo digo donde ayer dijeron Diego y afirmando, al tiempo, su coherencia personal e ideológica con frases cada vez más abstrusas. En esa capacidad para enmascarar sus incongruencias con frases inverosímiles y reñidas con el sentido común y la más elemental semántica se aprecia en este tiempo la única habilidad reseñable de nuestros políticos, y a tal punto que la ciudadanía comienza a valorarlos sólo por eso. Hace un par de décadas la gente aún se extasiaba ante el dato superficial de que tal político era guapo de cara o poseía una oratoria exquisita y afilada. Pero ahora ya ensalzamos como suprema virtud digna de aprecio la zorrería, el talante de pillo, la falta de escrúpulos adornada de descaro y desenvoltura. Y no pongo ejemplos porque no hace falta y para que no me digan que se me ve no se qué plumero. Y porque me los puedo ahorrar, pues los tenemos a todas las bandas y en todos los bandos.
Así que dejemos el asunto en sus términos más abstractos y centrémonos en la pregunta de por qué son como son y obran como obran. Sugiero, como hipótesis, que en esos políticos se da una combinación variable de los siguientes factores: afán alimenticio, pulsión morbosa por el poder como fin en sí mismo y, en un grado más, malévolo y narcisista goce de la manipulación.
Lo del ánimo alimenticio concierne en particular a esos políticos que no tienen más oficio ni beneficio. Los ciudadanos deberíamos estar permanentemente informados de tales circunstancias, de qué era cada uno antes de concurrir al cargo o de qué destino laboral lo espera cuando le toque retornar al tajo. Yo nunca votaría una lista integrada mayoritariamente por personas que no tienen otro lugar en el que caerse muertas. No se trata de volver a la vieja teoría decimonónica, que sostenía que tanto el sufragio activo como el pasivo deberían ser exclusivos de gentes con posibles, para que los apuros de su economía personal no lastraran su atención al interés general. No, no se trata de eso, sino de comprensión con el desvalido. Ese diputado que despotrica off the record de la política de su partido y que a la hora de votar o manifestarse en público es un disciplinado peón y un aburrido repetidor de la consigna oficial es digno de pena. Pero también dan lástima esos inocentes mosquitos que aplastamos de un manotazo cuando se empecinan en chuparnos las sangre de las pantorrillas. Supongo que será esa la explicación de tantos comportamientos de diputados actuales, muchos de pata negra y añeja trayectoria: que no tienen más flores en que libar que esa, medio marchita, que su partido les ofrece a cambio de sumisión. Mas deberían abstenerse del gesto contrito con que tratan de mostrarnos su interior desgarro. Igual que, mutatis mutandis (ojo al matiz, ¿eh?, luego que no me digan que insulto), la buena prostituta (o el buen prostituto) no le muestra su asco y su desamparo al que le paga lo estipulado. El servicio incluye la sonrisa, así que a ver si estamos a lo que estamos como es debido. Que debe ser de la venal entrega el fingimiento abono (sutil juego de palabras, me ha quedado, pardiez; me he levantado entre quevedesco y culterano). Si tienen hipotecada la virtud, que le pongan convencimiento al oficio, por lo menos.
La pulsión de poder debe de contar también bastante. Creo que era Adler el que le rebatía a Freud que fuera nuestro motor principal el afán libidinoso y proponía como alternativa o complemento el ansia de poder, de dominio sobre los otros. Lo que en el habla común llamamos la erótica del poder. Y algo de eso debe de haber. Lo vemos a diario, en el medio de cada cual. En el mío, universitario, sólo así se puede comprender la fruición que a tantos embarga cuando pillan carguillo y componen un orden del día. Si a eso le añadimos coche oficial, despacho con tumbona y salir en la tele con cara de tener muchos proyectos, para qué queremos más. Y en la medida en que importa más el símbolo que el contenido, la apariencia de autoridad por encima del poder del que en verdad se dispone, se torna compatible el dárselas de jefe y el adoptar, al tiempo, una actitud en pompa ante el que nos quita y nos pone (dicho lo de poner en el sentido de disponer, no de otros más vulgares e impropios de una prosa tan pura como esta).
Pero en esto también existen escalas. Porque hay alguno que otro que tiene vocación de mando real, que ansía ser macho (con perdón; no es una expresión de género, es una expresión genérica) dominante. Si en éstos se combina semejante pasión por cortar el bacalao con la ausencia de un mínimo bagaje intelectual, ése que permite a su dueño juzgar con alguna ecuanimidad de las consecuencias de todo tipo que puedan reportar sus propios actos, con una ausencia de ideología definida, con una total falta de ideales que trasciendan y frenen su enfermizo ánimo de dominio, nos topamos con un cóctel explosivo. Son los que no reparan en gastos –especialmente gastos ajenos- ni medidas, los que pagan cualquier precio por perpetuarse en el sillón, los que pueden tergiversar y retorcer hasta lo insospechado los programas que los auparon y las convicciones de quienes de buena fe los apoyan, los que abominan de toda ética de convicciones sin ser capaces a cambio, tan siquiera, de mantenerse fieles a una ética de la responsabilidad, los que ya no se guían ni por razón de partido ni por razón de Estado y obran llevados solamente por su pulsión perversa, por puro narcisismo. Son los parásitos de un sistema, el democrático-representativo, que sólo puede funcionar con alguna soltura y eficacia cuando sus supremos ejecutores mantienen unos mínimos de lealtad a las reglas del juego y de decencia en el trato con los electores, tanto propios como ajenos.
Cuando caemos en manos de los políticos con servidumbres y taras como las descritas quedamos, los ciudadanos, a merced de los elementos, de semejantes elementos. Únicamente subsiste alguna esperanza de salir del trance si dichos individuos tienen enfrente una sociedad civil mínimamente sana, que sea capaz de contrapesarlos con su firmeza. No parece nuestro caso. Más bien nos hipnotiza la pasión de tamaños gavilanes.
"voy haciendo mis planes, voy sabiendo quien soy; voy buscando mi parte, voy tomando el control;
ResponderEliminarvan jugando contigo, van rompiendo tu amor.. van dejandote solo.."
Yo creo que es una frenetica busca del poder, mordiscos feroces y besitos tiernos de lobo. eso internamente;
asi que en conjuncion con atras camadas distintas cualquier cosa.
Manual para e buen politico decir lo que piensa siempre: hoy día daría resultado.
Romper con la practica comun. sin mas.