Una taberna en Combarro, Galica. Ribeiro en tazón, generoso. Le pregunto al hombre que está detrás de la barra de qué pez es un curioso esqueleto que cuelga en una pared. Me lo dice y de inmediato tercia un lugareño que fumaba apoyado en el mostrador. Siguen quince minutos de narración fascinante. De los peces pasa a los mares y de ahí a sus navegaciones. Nos cuenta sus singladuras por las costas africanas y cómo muchas veces compraba a los nativos piezas de marfil que luego revendía al llegar a puertos españoles. Unas veces eran colmillos enormes, otras veces tallas esmeradas.
Se demora el hombre y sabe administrar el clímax de sus cuentos. Es un maestro de los silencios. Habla sin prisa y coloca las pausas en el lugar exacto en que sirven para mantener al oyente cautivo, apresado en los vericuetos más notables de sus historias. No tiene afán por acabar, no está urgido por poner los puntos finales, quizá porque en la mirada de los interlocutores capta que no osaríamos interrumpirlo y arriesgarnos a que no culminara. Pero sus peripecias son como los mares, infinitas, entrelazadas. Recuerdan los dibujos de Escher, se tejen como espirales perversas. Parece como si ninguna anécdota acabara, pues cada una enlaza con la siguiente, en sucesión infinita, como si fuera la vida misma la que hablara sin más secuencia que el puro acontecer azaroso.
Me quedo pensando que hay algo más que argumentos, que por algún lado asoma la literatura y que tiene que ser por cosa distinta de los puros argumentos. Y me convenzo de que es su modo de gestionar los silencios. Los tiende como redes que nos atrapan, le pone respiración a sus episodios, combina el ritmo de lo contado con el aliento de lo que aún ha de venir, son como latidos las frases y en cadencia hipnótica se intercalan con los espacios sin palabras.
Ese hombre sabe hablar porque no lo necesita, no siente la compulsión de sorprendernos, no nos cuenta por ninguna razón lo que nos cuenta, habla porque sí y por eso es libre para recrearse en la pura forma, él no es más que el canal por el que se expresa la pura vida a su manera, casual, caprichosa, dominante. No está en promoción, no busca auditorio, le interesamos sólo porque somos el pretexto para sus recuerdos. Goza la libertad del que está de vuelta, del que ha tornado a puerto y ya descansa, de la paz del que ni siquiera tiene que reencontrarse.
Hacía tiempo que no escuchaba a alguien hablar. Lo habitual es puro ruido del entrechocar de egos.
Se demora el hombre y sabe administrar el clímax de sus cuentos. Es un maestro de los silencios. Habla sin prisa y coloca las pausas en el lugar exacto en que sirven para mantener al oyente cautivo, apresado en los vericuetos más notables de sus historias. No tiene afán por acabar, no está urgido por poner los puntos finales, quizá porque en la mirada de los interlocutores capta que no osaríamos interrumpirlo y arriesgarnos a que no culminara. Pero sus peripecias son como los mares, infinitas, entrelazadas. Recuerdan los dibujos de Escher, se tejen como espirales perversas. Parece como si ninguna anécdota acabara, pues cada una enlaza con la siguiente, en sucesión infinita, como si fuera la vida misma la que hablara sin más secuencia que el puro acontecer azaroso.
Me quedo pensando que hay algo más que argumentos, que por algún lado asoma la literatura y que tiene que ser por cosa distinta de los puros argumentos. Y me convenzo de que es su modo de gestionar los silencios. Los tiende como redes que nos atrapan, le pone respiración a sus episodios, combina el ritmo de lo contado con el aliento de lo que aún ha de venir, son como latidos las frases y en cadencia hipnótica se intercalan con los espacios sin palabras.
Ese hombre sabe hablar porque no lo necesita, no siente la compulsión de sorprendernos, no nos cuenta por ninguna razón lo que nos cuenta, habla porque sí y por eso es libre para recrearse en la pura forma, él no es más que el canal por el que se expresa la pura vida a su manera, casual, caprichosa, dominante. No está en promoción, no busca auditorio, le interesamos sólo porque somos el pretexto para sus recuerdos. Goza la libertad del que está de vuelta, del que ha tornado a puerto y ya descansa, de la paz del que ni siquiera tiene que reencontrarse.
Hacía tiempo que no escuchaba a alguien hablar. Lo habitual es puro ruido del entrechocar de egos.
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