14 marzo, 2006

Mangalicas, cerdos y reyes. Por Francisco Sosa Wagner

Para saber lo que es el mangalica hay que estar muy versado en veterinaria. Yo no lo estoy pero, según me he informado, se trata de una raza de cerdos que, asentada en Hungría, comparte orígenes con nuestro cerdo ibérico, son por tanto entre ellos parientes lejanos, que se felicitarán las navidades y se llamarán por teléfono de vez en cuando. Se ha asentado en una región que hay entre el Danubio y los Cárpatos, una llanura de fríos y nevados inviernos y de secos y cálidos veranos. Las condiciones perfectas para formar buen panículo adiposo, capital para que la carne llegue a tener “señas de identidad”, y para la curación del jamón. Tienen un pelo rizado que les asemeja a un muñequito, lo que les da un aspecto entrañable, un truco que emplean para ganarse nuestra confianza. Es el rey de la grasa y empieza a entrar en las tiendas finas españolas porque el buen degustador sabe de las propiedades notables de este animal singular. Una joya gastronómica.
Lo curioso, que el lector debe recordar, es que Hungría formó parte del Imperio austriaco que se empezó a llamar austro-húngaro a partir de 1867, cuando al emperador de Viena se le ocurrió firmar un “Compromiso” con los díscolos nacionalistas húngaros. Tal acuerdo entregaba todo el poder a una clase política húngara sedienta de privilegios que lo utilizó para sojuzgar a las minorías no húngaras e imponer el idioma magiar. Desterraron el alemán y solo más de un siglo después, cuando los húngaros han descubierto la libertad, tras la caída del Muro, han vuelto a empezar a aprender las declinaciones endiabladas alemanas, conscientes de que con el húngaro no irían muy lejos y de que el alemán era el vínculo más a mano para volver a relacionarse con Occidente. Por supuesto que esa entrega del poder a los húngaros en 1867 marcaría el comienzo del declive del Estado austriaco que se extinguiría en 1919 para reaparecer en la miniatura que es hoy.
Pero me he perdido y vuelvo con el mangalica. Bonito bicho. Los españoles mandaban todos los años, en el reinado del emperador Francisco José I, al concurso de cerdos de Viena a nuestro castizo ibérico pero nunca ganaba la medalla de oro que era para el pariente mangalica. Se trenzó una red de espionaje veterinario para saber cómo se alimentaba y cómo vivía aquel endiablado bicho que ganaba todos los certámenes. Hay que saber que la corte del emperador era una maravilla en punto a ocios y buen yantar, de mangalica y de los grandes postres dulces que son hoy orgullo de aquella tierra austriaca. El emperador, abandonado -de hecho- y muy pronto por su mujer (Sissi, una histérica refinada) hasta bien entrado en la ancianidad supo consolarse buscando a jóvenes súbditas para aplacar su fogosidad, como lo demuestra el siguiente cotilleo (difundido en las memorias de Alma Mahler-Werfel): la mujer del gran compositor Alban Berg, Helena Berg, era hija ilegítima de su majestad imperial, habida con una cestera cincuenta años más joven que él y con la que trabó relación en uno de esos paseos estivales de madrugada a los que tan aficionado era el soberano y que le servían para entonar las neuronas antes de engolfarse y dar vueltas a los escritos de su complicado gobierno imperial, urdimbre de fragmentos traviesos.
Aquella joven cestera compartiría con el emperador buenas lonchas de mangalica para reponer fuerzas del trajín entre las sábanas con el fogoso y valetudinario coronado. A lo lejos, oirían siempre los acordes agobiantes de la marcha “Radetzky”, compuesta por el viejo Strauss, interpretada por una banda militar implacable -no es fácil saber por qué hoy se toca en España con ocasión de la Navidad y Año Nuevo y es además seguida por un público que a buen seguro ignora su significado-.
Los Habsburgo reinaron en Austria pero también en España como sabían antes los alumnos de Bachillerato. De manera que, durante un trecho de la historia, hemos compartido familias de reyes y de cerdos. Dicho sea con todos los respetos y desde mis hondos miramientos monárquicos.

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