En días pasados coincidí, en una agradable comida y con ocasión de un evento académico, con un grupo de profesores de lo mío, de diferentes edades y estatutos y de distintas universidades, buena gente todos. La conversación, cómo no, derivó pronto hacia las habilitaciones que vienen, pendientes ahora de sorteo. Bastantes de los presentes habían leído aquel post mío de enero titulado "Unimafias". El experimento sigue rindiendo frutos sutiles y graciosos, pues son bastantes los que desde entonces me han dicho que muy bien y tal y cual, pero siempre, o casi, después de la siguiente maniobra: miran alrededor y, si hay alguna otra persona en un radio de veinte metros, me toman por el brazo con gesto circunspecto que quiere ser amistoso, me llevan a algún oscuro rincón bien apartado y me dicen "leí eso que escribiste en el blog, muy bien, muy bien". Entonces yo me animo y me pongo a contar que es que no pueden seguir las cosas así porque... Y ahí miran apurados el reloj o simulan una súbita acometida prostática, cualquier cosa para salir pitando, precisamente, no vaya a ser que alguien perciba nuestro parlamento y vayamos a tener una desgracia o padecer una maledicencia. Esta bien, nada que objetar. Es lo que hay. No constó jamás que la cohesión de los rebaños se debiese a la valentía de los pastores; ni siquiera a la fiereza adiposa de los perros. Son cosas de la ovejidad. Derecho natural propiamente dicho, sector Trasímaco.
Al poco de escribir aquello me encontré en un aeropuerto con un discípulo de uno que, cuando escribí aquí aquello, se dio por aludido por lo de capo. Es gracioso, porque yo había hablado de dos o tres posibles capos y se me ofendieron cinco o seis. ¿Seré yo, señor? Que no hombre, que no, que tú eres un pringao, de la especie circunflexus in pompam. Este muchacho del aeropuerto es buen tipo y mi relación con él siempre había sido (y sigue siendo) cordial. Lo veo, me acerco, le tiendo mi mano y me pongo a hablar con él apaciblemente y con afecto, como otras veces. Noto que le tiembla un poco la voz y que me contempla con los ojos desmesurados. Imaginé que le habrían puesto un colirio o algún dilatador de pupila y no le di más importancia. Días más tarde, conocidos comunes me explican que el hombre confesó que había sentido temor al verme y que aún no se explica cómo es que le hablé, y además con simpatía. Uno de tantos que tiene asimilada la perversa idea de que cuando uno se mosquea con los grandes le pega a los pequeños, según proceder común y valeroso. Él, como tantísimos, no tiene más culpa que la de considerar normal, psíquica y estadísticamente normal, su condición de obediente flojo por interés. Si todos fuéramos valientes se acabarían las guerras. Las hay porque por cada uno que se proclama generalísimo brotan diez mil que quieren ser sus furrieles y un millón que tienen por normal que los pongan a marcar el paso.
La comida de hace unos días fue diferente, más interesante. Al principio mi llamada a no dejar exangüe el principio constitucional de mérito y capacidad en nuestros concursos fue observada como pretensión utópica y ambición maximalista, destinada a seguir en el contenedor de basuras, en la parte de material reciclable correspondiente a las ideas nobles de las que se descojonan sus propios forjadores. Así que tuve que cargarme de algo de realismo práctico y matizar un poco. Pues, efectivamente, no tenemos el meritómetro que nos permita sentar objetivamente y hasta con decimales lo que vale cada candidato a titular o catedrático de universidad. Pero, hombre, de ahí a concluir que no hay nada que hacer y que no queda más que resignarse a seguir la dirección que marquen los dedos imperiales, va un trecho. Entre otras cosas, porque los dedos imperiales no apuntan más que al propio ombligo de sus dueños, para mostrar cómo lucen, pulidos y repulidos, tras los masajes primorosos del candidato señalado por el índice de la fortuna. Y miren que estoy hoy sutil y pulcro y nada dado a procacidades.
Así que traté de pactar con esos comensales amigos que el objetivo de nuestro esfuerzo tiene que ser una política de mínimos, resumida en las dos tesis siguientes: en los referidos concursos no debe quedar sin plaza un candidato que sea claramente superior en méritos y capacidad a sus rivales; y no debe bajo ningún concepto superar el trance ningún/a una acémilo/a consumado/a. Al ver ciertas caras, me apresuré a apostillar algo más, tal que así, con mi acrisolada finura: y no me jodáis con que lo uno y lo otro no se nota suficientemente y hasta por el examinador más lerdo. ¿O es que cuando calificamos a nuestros alumnos en los exámenes ordinarios no tenemos clara esa mayoría de casos que, de tan buenos o tan malos, no admiten ni la más mínima duda? Parece que, de pronto, a los miembros de los tribunales en los concursos universitarios nos ha invadido el escepticismo epistemológico o que tenemos un ataque repentino de solipsismo. Sí, y un carajo. Y yo con estos pelos. Mucho morro, eso es lo que hay. Porque, casualmente, casi siempre esas dudas atenazadoras o esa sobrevenida incapacidad para dirimir objetivamente conducen a un voto masivo al apuntado por el pito. Por el pito de los árbitros, quiero decir. Así que menos cuento.
Los datos son incontestables y no los niega ni la sagrada cofradía de tribunales inimputables: en más del ochenta por ciento (y me quedo deliberadamente corto, para que no se diga que exagero) de los concursos y habilitaciones cualquier persona mínimamente informada de los manejos en su disciplina y de los cambios de humor de los respectivos líderes (¿ven, si la otra vez hubiera escrito líderes en lugar de capos todo habrían sido parabienes y no me habría quedado sin algunas conferencias alimenticias) es capaz de conocer con certeza el resultado semanas antes del comienzo de los ejercicios del concurso. Basta con mirarles a los aspirantes la marca en los ijares. O con fijarse, cuando la ocasión lo permita, en su caer de párpados. Esto hace el cincuenta por ciento. La otra mitad se adivina a partir de un superficial examen de la abrumadora personalidad de (parte de) los miembros de cualquier tribunal. Gente de una pieza que no rinde más acatamiento que el de su conciencia ni se inclina ante más disciplina que la del saber. Ay, hija, qué contento me pongo sólo de pensarlo, qué tipos tan íntegros, que morales tan exquisitas, Qué tíos/as, vaya pelotos/as.
Llegamos a un pequeño y provisional consenso antes del postre. Aunque también hube de conceder que cada tribunal es un mundo y algunos un submundo, pues más de uno se ha visto en que bastantes de sus componentes tenían menos noción de nada que el más ceporro de los concursantes. Algún día deberemos estudiar en serio lo que podríamos llamar el efecto multiplicador de la estulticia universitaria: cada idiota que haces funcionario engendra a su vez un mínimo de cuatro funcionarios más idiotas, y así hasta que la institución aguante. Y este otro, que se debería denominar ley de progresión del desabroche: cada uno que llega por su habilidad oral luego pretende que la ejerciten con él al menos otros cuatro. Y, claro, si la gente se pasa el día hablando, no queda tiempo apenas para investigar.
Al poco de escribir aquello me encontré en un aeropuerto con un discípulo de uno que, cuando escribí aquí aquello, se dio por aludido por lo de capo. Es gracioso, porque yo había hablado de dos o tres posibles capos y se me ofendieron cinco o seis. ¿Seré yo, señor? Que no hombre, que no, que tú eres un pringao, de la especie circunflexus in pompam. Este muchacho del aeropuerto es buen tipo y mi relación con él siempre había sido (y sigue siendo) cordial. Lo veo, me acerco, le tiendo mi mano y me pongo a hablar con él apaciblemente y con afecto, como otras veces. Noto que le tiembla un poco la voz y que me contempla con los ojos desmesurados. Imaginé que le habrían puesto un colirio o algún dilatador de pupila y no le di más importancia. Días más tarde, conocidos comunes me explican que el hombre confesó que había sentido temor al verme y que aún no se explica cómo es que le hablé, y además con simpatía. Uno de tantos que tiene asimilada la perversa idea de que cuando uno se mosquea con los grandes le pega a los pequeños, según proceder común y valeroso. Él, como tantísimos, no tiene más culpa que la de considerar normal, psíquica y estadísticamente normal, su condición de obediente flojo por interés. Si todos fuéramos valientes se acabarían las guerras. Las hay porque por cada uno que se proclama generalísimo brotan diez mil que quieren ser sus furrieles y un millón que tienen por normal que los pongan a marcar el paso.
La comida de hace unos días fue diferente, más interesante. Al principio mi llamada a no dejar exangüe el principio constitucional de mérito y capacidad en nuestros concursos fue observada como pretensión utópica y ambición maximalista, destinada a seguir en el contenedor de basuras, en la parte de material reciclable correspondiente a las ideas nobles de las que se descojonan sus propios forjadores. Así que tuve que cargarme de algo de realismo práctico y matizar un poco. Pues, efectivamente, no tenemos el meritómetro que nos permita sentar objetivamente y hasta con decimales lo que vale cada candidato a titular o catedrático de universidad. Pero, hombre, de ahí a concluir que no hay nada que hacer y que no queda más que resignarse a seguir la dirección que marquen los dedos imperiales, va un trecho. Entre otras cosas, porque los dedos imperiales no apuntan más que al propio ombligo de sus dueños, para mostrar cómo lucen, pulidos y repulidos, tras los masajes primorosos del candidato señalado por el índice de la fortuna. Y miren que estoy hoy sutil y pulcro y nada dado a procacidades.
Así que traté de pactar con esos comensales amigos que el objetivo de nuestro esfuerzo tiene que ser una política de mínimos, resumida en las dos tesis siguientes: en los referidos concursos no debe quedar sin plaza un candidato que sea claramente superior en méritos y capacidad a sus rivales; y no debe bajo ningún concepto superar el trance ningún/a una acémilo/a consumado/a. Al ver ciertas caras, me apresuré a apostillar algo más, tal que así, con mi acrisolada finura: y no me jodáis con que lo uno y lo otro no se nota suficientemente y hasta por el examinador más lerdo. ¿O es que cuando calificamos a nuestros alumnos en los exámenes ordinarios no tenemos clara esa mayoría de casos que, de tan buenos o tan malos, no admiten ni la más mínima duda? Parece que, de pronto, a los miembros de los tribunales en los concursos universitarios nos ha invadido el escepticismo epistemológico o que tenemos un ataque repentino de solipsismo. Sí, y un carajo. Y yo con estos pelos. Mucho morro, eso es lo que hay. Porque, casualmente, casi siempre esas dudas atenazadoras o esa sobrevenida incapacidad para dirimir objetivamente conducen a un voto masivo al apuntado por el pito. Por el pito de los árbitros, quiero decir. Así que menos cuento.
Los datos son incontestables y no los niega ni la sagrada cofradía de tribunales inimputables: en más del ochenta por ciento (y me quedo deliberadamente corto, para que no se diga que exagero) de los concursos y habilitaciones cualquier persona mínimamente informada de los manejos en su disciplina y de los cambios de humor de los respectivos líderes (¿ven, si la otra vez hubiera escrito líderes en lugar de capos todo habrían sido parabienes y no me habría quedado sin algunas conferencias alimenticias) es capaz de conocer con certeza el resultado semanas antes del comienzo de los ejercicios del concurso. Basta con mirarles a los aspirantes la marca en los ijares. O con fijarse, cuando la ocasión lo permita, en su caer de párpados. Esto hace el cincuenta por ciento. La otra mitad se adivina a partir de un superficial examen de la abrumadora personalidad de (parte de) los miembros de cualquier tribunal. Gente de una pieza que no rinde más acatamiento que el de su conciencia ni se inclina ante más disciplina que la del saber. Ay, hija, qué contento me pongo sólo de pensarlo, qué tipos tan íntegros, que morales tan exquisitas, Qué tíos/as, vaya pelotos/as.
Llegamos a un pequeño y provisional consenso antes del postre. Aunque también hube de conceder que cada tribunal es un mundo y algunos un submundo, pues más de uno se ha visto en que bastantes de sus componentes tenían menos noción de nada que el más ceporro de los concursantes. Algún día deberemos estudiar en serio lo que podríamos llamar el efecto multiplicador de la estulticia universitaria: cada idiota que haces funcionario engendra a su vez un mínimo de cuatro funcionarios más idiotas, y así hasta que la institución aguante. Y este otro, que se debería denominar ley de progresión del desabroche: cada uno que llega por su habilidad oral luego pretende que la ejerciten con él al menos otros cuatro. Y, claro, si la gente se pasa el día hablando, no queda tiempo apenas para investigar.
Excepcional el concepto de circunflexum in ponpam. Olé.
ResponderEliminarTan sólo una simple pregunta, profesor: ¿en cuantos tribunales de oposición ha participado ustéd como miembro en su larga carrera académica? Porque, dada su pureza metodológica, supongo que no ha "engendrado funcionarios idiotas" y que todas sus decisiones estarían pasadas por el tamiz del mérito, faltaría más, y no se rebajaría a escuchar cantos de sirena que le prometieran falsas prebendas a cambios de votos ¿o no?
ResponderEliminarMe cago en el puto programa y en toda su puta parentela. A seguir de ayudante. En efecto, antes del concurso ya sabemos quiénes serán los bendecidos. Cuéntaselo al banco y a la hipoteca. Me doy unos meses para repensármelo, pero creo que me piro. 10 años, casi 3 de ellos fuera, publicaciones dentro y fuera, premio y tal...
ResponderEliminarY pensar que quienes cogieron la escalera recta optan ya a cátedra (con posibilidades).
¡No coja nadie la escalera larga! No investiguéis en universidades extranjeras, no hagáis investigación básica, quedaos con cositas modestas y sacad libros cortitos (dos libros cortos valen el doble que uno gordo). Daos prisa. Y a la ciencia que le den por el culo.
Ay, cuánta verdad hay en lo que dice "un amigo"...
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