Yo no existo, pese a todo el aprecio con que me contemplo. Debo de ser una excrecencia social, el terminal suspiro de algún fantasma. Usted, amigo, probablemente no existe tampoco. Y si existe cuenta menos que el amor de un machista heterosexual. No se haga ilusiones. Vea, si no, si le ocurre como a un servidor o si, por el contrario, es parte del mundo y de las cosas y seres que en él gozan de consideración y peso.
Y es que uno no está en los datos ni aparece en los cómputos, con uno no se cuenta para tejer la realidad o al enumerar lo que acontece. Me entero cada día de cómo es el mundo y cómo lo ve la gente por lo que me dicen que dice la gente que puede decir, entre los que no me hallo, por lo que se ve. ¿Cuándo le hicieron la última encuesta, amigo lector? A mí creo que nunca me han preguntado nada y me parece que entre mis conocidos no hay ni uno cuya opinión o humor haya servido en ocasión alguna para estadísticas y cálculos. Y, sin embargo, la Opinión Pública existe. Arrodillaos. Es cambiante, proteica, tornadiza, caprichosa, pertinaz, reactiva, melosa y juguetona. Como los dioses. Y siempre tiene algo que decir, ora sobre la guerra de Irak, ora sobre los méritos grasientos de Ronaldo, ora sobre el valor alimenticio de las mantecadas de Astorga. Se lo sabe todo la Opinión Pública, sin que pierda el norte ni la decencia jamás por causa de esa su pública condición o por sus hábitos callejeros. Está siempre de guardia y lista para ser requerida y castamente magreada por ministros, periodistas, oenegés, eseás y activistas perezosos de cualquier causa incausada.
A mí no me quiere nada, no sé a usted. No me alista entre los suyos, no cuento para ella, se ve que mi opinión es privada, puede que poco apta para la estadística, ni siquiera por la parte del decimal o el no sabe no contesta. Debe de ser que pienso a tontas y a locas y opino sin seso ni ponderación. Es tal mi desánimo y tan honda la crisis de mi identidad que en los últimos tiempos, lo confieso, he comenzado a sentarme por las noches ante el televisor, sin enterarme de gran cosa en medio de aquel zapeado sucederse de glúteos encrespados, chistosos de pega y presentadores peripatéticos de shows de silicona y boñiga, pero con la secreta esperanza de que se contara conmigo para alguna de esas mediciones de audiencia que dan, con pelos, señales y hasta corporales humores, la noticia exacta de cuántos parroquianos ven en cada momento cada programa y de si en los entreactos se atusan el bigote o le atizan un tiento fugaz a la parienta al confundirla con un anuncio de yogures. Y nada. Nada de nada. Me trago todo el ricino de la Una a la Seis sin que se me haga el honor de elevarme a audiencia al menos, ya que como opinión pública la mía particular no encaja. Y acabo donde imagino que vamos a parar todos los que no somos ni opinión ni audiencia ni realidad nacional ni sustancia de pedanía: ensimismado ante los polvos truculentos de esas cadenas piratas que nos llenan la noche de húmedas cavidades y falos tan inasequibles al desaliento como sensibles al aliento, cadenas en las que, al parecer, sólo nos solazamos los que no existimos, los espíritus puros y los inmigrantes sin papeles.
Estoy empezando a pensar que la Opinión Pública es algún grupo de prisioneros que el pérfido Poder tiene encerrados en una oscura prisión llena de televisores, dequeísmos y aquí no hay quien baile, y a los que cada mañana se tortura con interminables sesiones de enología y tipos de sushi, fragmentos de la nariz desnuda de Eva Hache y el mapa diario de las nuevas realidades nacionales según vas a la derecha. Qué miedo. Demonios, menos mal que somos libres. Felicitémonos, compañero, y no vendamos nuestras opiniones, no vayan a llamarlas públicas o rameras. Intercambiémoslas nosotros y guardémonos el secreto.
Y es que uno no está en los datos ni aparece en los cómputos, con uno no se cuenta para tejer la realidad o al enumerar lo que acontece. Me entero cada día de cómo es el mundo y cómo lo ve la gente por lo que me dicen que dice la gente que puede decir, entre los que no me hallo, por lo que se ve. ¿Cuándo le hicieron la última encuesta, amigo lector? A mí creo que nunca me han preguntado nada y me parece que entre mis conocidos no hay ni uno cuya opinión o humor haya servido en ocasión alguna para estadísticas y cálculos. Y, sin embargo, la Opinión Pública existe. Arrodillaos. Es cambiante, proteica, tornadiza, caprichosa, pertinaz, reactiva, melosa y juguetona. Como los dioses. Y siempre tiene algo que decir, ora sobre la guerra de Irak, ora sobre los méritos grasientos de Ronaldo, ora sobre el valor alimenticio de las mantecadas de Astorga. Se lo sabe todo la Opinión Pública, sin que pierda el norte ni la decencia jamás por causa de esa su pública condición o por sus hábitos callejeros. Está siempre de guardia y lista para ser requerida y castamente magreada por ministros, periodistas, oenegés, eseás y activistas perezosos de cualquier causa incausada.
A mí no me quiere nada, no sé a usted. No me alista entre los suyos, no cuento para ella, se ve que mi opinión es privada, puede que poco apta para la estadística, ni siquiera por la parte del decimal o el no sabe no contesta. Debe de ser que pienso a tontas y a locas y opino sin seso ni ponderación. Es tal mi desánimo y tan honda la crisis de mi identidad que en los últimos tiempos, lo confieso, he comenzado a sentarme por las noches ante el televisor, sin enterarme de gran cosa en medio de aquel zapeado sucederse de glúteos encrespados, chistosos de pega y presentadores peripatéticos de shows de silicona y boñiga, pero con la secreta esperanza de que se contara conmigo para alguna de esas mediciones de audiencia que dan, con pelos, señales y hasta corporales humores, la noticia exacta de cuántos parroquianos ven en cada momento cada programa y de si en los entreactos se atusan el bigote o le atizan un tiento fugaz a la parienta al confundirla con un anuncio de yogures. Y nada. Nada de nada. Me trago todo el ricino de la Una a la Seis sin que se me haga el honor de elevarme a audiencia al menos, ya que como opinión pública la mía particular no encaja. Y acabo donde imagino que vamos a parar todos los que no somos ni opinión ni audiencia ni realidad nacional ni sustancia de pedanía: ensimismado ante los polvos truculentos de esas cadenas piratas que nos llenan la noche de húmedas cavidades y falos tan inasequibles al desaliento como sensibles al aliento, cadenas en las que, al parecer, sólo nos solazamos los que no existimos, los espíritus puros y los inmigrantes sin papeles.
Estoy empezando a pensar que la Opinión Pública es algún grupo de prisioneros que el pérfido Poder tiene encerrados en una oscura prisión llena de televisores, dequeísmos y aquí no hay quien baile, y a los que cada mañana se tortura con interminables sesiones de enología y tipos de sushi, fragmentos de la nariz desnuda de Eva Hache y el mapa diario de las nuevas realidades nacionales según vas a la derecha. Qué miedo. Demonios, menos mal que somos libres. Felicitémonos, compañero, y no vendamos nuestras opiniones, no vayan a llamarlas públicas o rameras. Intercambiémoslas nosotros y guardémonos el secreto.
http://www.elmundo.es/elmundo/descodificador.html
ResponderEliminarNo va de opinión pública, pero sí de opiniones. Tuve el placer de acudir a una mañanada de los seminarios de profesores organizados en la facultad de derecho de León. Se discutía si la justicia tardía era justicia o no (dejando claro, por supuesto, que eso de la justicia no se sabía bien que era), entonces me gustaría saber la opinión de los filósofos del Derecho al respecto porque para mí, parafraseando a Carnelutti o la justicia tardía coincide con la justicia o es una no justicia, ejemplo : para los ucranianos si la ONU declara genocida a Stalin se habrá hecho justicia a pesar de que Stalin muriese en 1953 ; para los militantes del PP presuntamente detenidos ilegalmente en el asunto no agresión a Bono, si se absuelve a los policías que presuntamente delinquieron se habrá cometido una injusticia aunque se haya dictado sentencia en un año.
ResponderEliminarFijense el absurdo, se reconoce abiertamente por los conferenciantes intervinientes que no se sabe lo que es justicia y se habla después sin parar de justicia, esto es como si a un ateo le hablan del alma, pues escuchará por educación pero en cuanto pueda dirá oye hablamos de algo que comprendamos los dos, por favor.
No sabemos lo que es y figura por todos los sitios : en la Constitución, en los emblemas patrióticos y hasta personificada en ídolo con espada y balanza y bastante guapa, más que muchas otras hembras de carne y hueso y la seguimos buscando ¿no será otro El Dorado?