Afortunadamente, las conquistas que el pensamiento igualitario ha hecho en las últimas décadas no son nada desdeñables. Pero todo es poco y el imperio varonil apunta aún en múltiples instancias, se resiste en los más rebuscados recovecos. Hoy quiero parar mientes en un caso que seguramente es secundario en su importancia material, pero bien relevante por su carga semiótica, significativa.
El pasado fin de semana me encontraba al caer la noche en un bar madrileño, zona Malasaña. Varias amigas y varios amigos hablábamos apaciblemente, sentados en torno a una mesa, degustando rebuscados cócteles los unos, dosis generosas de Vichy Catalán los otros. Me levanté para ir al baño. Ya en el trecho que hube de recorrer tuve que vivir, por enésima vez, la violencia contenida de las miradas varoniles que se posaban sobre mis nalgas o que trataban de desentrañar los pormenores o pormayores de mi busto. Siempre esa molesta sensación, ese padecimiento, la certeza de ser contemplada con la agresividad, apenas contenida, del macho primario, del animal que acecha.
Tal vez por lo intensas, opresivas, que en la ocasión me habían resultado las referidas actitudes de los presuntos machos que llenaban el local, al llegar a la puerta de los urinarios reparé, con particular agudeza, en un nuevo y poco comentado signo de la diferencia opresiva: las figuras con las que se señalaban las puertas de los baños correspondientes a los varones y a las mujeres. En la de ellos, una silueta en la que aparecían marcadas dos piernas y un colgajo. En la de ellas, la figura estilizada de un ser humano con una falda y ningún otro atributo alusivo a la diferencia natural entre los sexos.
Y me pregunto, ¿por qué en la silueta que representa al varón las piernas aparecen enteras y además, en ocasiones y como era el caso, se representa el pene como rasgo identificador, mientras que la figura femenina tiene como único signo específico y especificador un elemento tan artificial y, al tiempo, tan representativo de toda una cadena de opresiones y condicionamientos, como es la casta faldita por debajo de la rodilla? Puestos a señalar las diferencias físicas entre los dos sexos, y ya que a él le colocan un colgajo, ¿por qué no representarla a ella con una rajita o con dos bolas en la parte del pecho?
No es inocente la diferencia, diferencia que se prolonga en el momento mismo de la micción. El hombre orina sujetándose el pene con la mano, y en ese acto se concentra una toma de conciencia de su propia realidad sexuada, se hace presente la inmediación de la diferencia, la inmediatez del órgano de uso múltiple. Tomar en la mano el pene, aun flácido, indica al varón que es dueño de su uso, que se trata de herramienta a su disposición, que él gobierna sus circunstancias y sus aplicaciones. En cambio, la hembra orina sentada, su chorro fluye cual manantial libérrimo que le es ajeno, no se toca sino con la intermediación de un papel, en gesto que, al tiempo, la hace pensarse sucia, contaminada, distanciada de sus humores y sus rasgos, alienada, presa, condicionada. Su estarse sentada se asocia inconscientemente a pasividad y abandono, a la condición de cuerpo que se degrada en objeto y se conforta en un autodistanciamiento que es disponibilidad circunstancial para el otro, apertura a ser dominada, disposición a la autodegradación.
Está llegado el tiempo de unificar los excusados y hasta de prescindir de palabras como ésa, llenas de resonancias represivas y de fobia a la propia materia corporal y a sus necesidades elementales. No hay por qué buscar excusa para la micción ni, menos aún, brindar acatamiento a las viejas reglas que determinan la relación con el cuerpo y la imagen del que y la que micciona. Arranquemos los signos, los símbolos, los letreros, arrojemos los mensajes, invirtamos los indicarores, deconstruyamos las significaciones y liberemos los órganos. Reconozcámonos también en ese gesto íntimo que tiene que ser personal, sí, pero no discriminatoriamente genérico. Rotulemos los espacios para la micción con mensajes no sexistas; por ejemplo, urinarios/as.
(Fragmento tomado del libro de Amalia Arias, Análisis estructural y semiológico de los textos y los contextos del sexismo cotidiano, Editorial Entrambasaguas, Moratalaz, 2006, pp. 68-69).
El pasado fin de semana me encontraba al caer la noche en un bar madrileño, zona Malasaña. Varias amigas y varios amigos hablábamos apaciblemente, sentados en torno a una mesa, degustando rebuscados cócteles los unos, dosis generosas de Vichy Catalán los otros. Me levanté para ir al baño. Ya en el trecho que hube de recorrer tuve que vivir, por enésima vez, la violencia contenida de las miradas varoniles que se posaban sobre mis nalgas o que trataban de desentrañar los pormenores o pormayores de mi busto. Siempre esa molesta sensación, ese padecimiento, la certeza de ser contemplada con la agresividad, apenas contenida, del macho primario, del animal que acecha.
Tal vez por lo intensas, opresivas, que en la ocasión me habían resultado las referidas actitudes de los presuntos machos que llenaban el local, al llegar a la puerta de los urinarios reparé, con particular agudeza, en un nuevo y poco comentado signo de la diferencia opresiva: las figuras con las que se señalaban las puertas de los baños correspondientes a los varones y a las mujeres. En la de ellos, una silueta en la que aparecían marcadas dos piernas y un colgajo. En la de ellas, la figura estilizada de un ser humano con una falda y ningún otro atributo alusivo a la diferencia natural entre los sexos.
Y me pregunto, ¿por qué en la silueta que representa al varón las piernas aparecen enteras y además, en ocasiones y como era el caso, se representa el pene como rasgo identificador, mientras que la figura femenina tiene como único signo específico y especificador un elemento tan artificial y, al tiempo, tan representativo de toda una cadena de opresiones y condicionamientos, como es la casta faldita por debajo de la rodilla? Puestos a señalar las diferencias físicas entre los dos sexos, y ya que a él le colocan un colgajo, ¿por qué no representarla a ella con una rajita o con dos bolas en la parte del pecho?
No es inocente la diferencia, diferencia que se prolonga en el momento mismo de la micción. El hombre orina sujetándose el pene con la mano, y en ese acto se concentra una toma de conciencia de su propia realidad sexuada, se hace presente la inmediación de la diferencia, la inmediatez del órgano de uso múltiple. Tomar en la mano el pene, aun flácido, indica al varón que es dueño de su uso, que se trata de herramienta a su disposición, que él gobierna sus circunstancias y sus aplicaciones. En cambio, la hembra orina sentada, su chorro fluye cual manantial libérrimo que le es ajeno, no se toca sino con la intermediación de un papel, en gesto que, al tiempo, la hace pensarse sucia, contaminada, distanciada de sus humores y sus rasgos, alienada, presa, condicionada. Su estarse sentada se asocia inconscientemente a pasividad y abandono, a la condición de cuerpo que se degrada en objeto y se conforta en un autodistanciamiento que es disponibilidad circunstancial para el otro, apertura a ser dominada, disposición a la autodegradación.
Está llegado el tiempo de unificar los excusados y hasta de prescindir de palabras como ésa, llenas de resonancias represivas y de fobia a la propia materia corporal y a sus necesidades elementales. No hay por qué buscar excusa para la micción ni, menos aún, brindar acatamiento a las viejas reglas que determinan la relación con el cuerpo y la imagen del que y la que micciona. Arranquemos los signos, los símbolos, los letreros, arrojemos los mensajes, invirtamos los indicarores, deconstruyamos las significaciones y liberemos los órganos. Reconozcámonos también en ese gesto íntimo que tiene que ser personal, sí, pero no discriminatoriamente genérico. Rotulemos los espacios para la micción con mensajes no sexistas; por ejemplo, urinarios/as.
(Fragmento tomado del libro de Amalia Arias, Análisis estructural y semiológico de los textos y los contextos del sexismo cotidiano, Editorial Entrambasaguas, Moratalaz, 2006, pp. 68-69).
Bueno que pase lo de la chica vestida y lo del chico desnudo.
ResponderEliminarPero lo de las miradas varolines mirando los atributos femeninos esta demás; juer que pasa que las mujeres no miran? en fin. Que cosas. ¿Qué miraran? ¿Repararía a alguien en ella? Lo mismo es simplemente una mirada aburrida. Carga semiotica sí.
Sigue dándome morbo lo de la lluvia dorada, me da igual que se siente o que la eche de pie la dama en cuestión.
ResponderEliminarLO DE URINARIOS/AS SI ESTUVIESE HECHO APOSTA SERÍA UN CHISTE BUENÍSIMO
ResponderEliminarLeyendo el título de libro parece que nos encontramos ante algo serio y pesado (tipo Naturaleza Jurídica de ...) pero viendo el fragmento parece un panfleto (o un chiste para contar en Paramoun comedy). Se le subieron a la cabeza los güisquis tomados en esa terraza de Malasaña.
ResponderEliminarLo de las miradas de los hombres es perfectamente comprensible. Al revés también sucede. Ellas hacen caso cuando les interesa así que no se quejen de que las miran, que suele ser el primer signo que reconocen cuando quieren enrollarse con un hombre.
ResponderEliminarNo sólo aseos compartidos es la solución correcta; apicando la misma lógica, tambien vestuarios. Y artes marciales para todos, desde la escuela primaria.
ResponderEliminarDiccionario de la Real Academia:
ResponderEliminar"Apócrifo".- 1. Fabuloso, supuesto o fingido. 2. Dicho de un libro atribuido a autor sagrado: Que no está, sin embargo, incluido en el canon de la Biblia.
"Heterónimo".- Seudónimo.
Diccionario de la Irreal Academia de Moratalaz:
ResponderEliminarTontolhaba: dícese del que no lee los posts más que por encima, y pica como un chino.
AHORA BIEN:
Cómo debe andar el patio para que nos traguemos una como esta. Es que la caricatura no anda tan lejos de lo caricaturizado...