Me pasma la pésima relación de tantísima gente con la naturaleza y, en especial, con los animales. Hablo de muchos amigos, vecinos y parientes, de los que casi ninguno es un urbanita de toda la vida. Más bien la mayoría nació o vivió largo tiempo en el campo, o jugó en barrios periféricos visitados por lagartijas y ratones. Muchos participaron en su infancia en aquellos crueles ritos de cortarles la cola a las lagartijas, arrancarles las alas a las moscas o inflar los sapos con el humo de un cigarrillo. Los abuelos de la mayoría criaban gallinas y conejos, mantenían atados de por vida a sus famélicos perros y sacrificaban de propia mano el gallo o el pavo de las grandes celebraciones. Cuando éstos que hoy contemplo vivían en la aldea paterna o corrían por los descampados en que se difuminaba el arrabal, no se había inventado el aután ni se contaban aún historias de alergias a ninguna picadura ni se fabulaba sin tasa sobre los aterradores efectos de la mordedura del mosquito pastueño.
Porque eso es lo que me tiene perplejo esta temporada, la reacción desmedida, histérica, histriónica, de tantos amigos y conocidos ante la aparición de cualquier bichito que no sea su hijo del alma, casi siempre más venenoso y con más peligro que los demás animalillos de la Creación. Puro asombro me provoca llegar con un grupo a un prado y escuchar que hay dos o tres mujeres que se niegan a pisar en él, con el argumento de que seguro que está lleno de “bichos”. Deberían los semiólogos ocuparse de la carga semántica y mistérica de tal expresión, “bichos”. Alguien de otro planeta pensaría, visto el terror en el gesto y el temblor en la voz, que cuando dicen que seguro que hay “bichos” se están refiriendo a fieras espeluznantes o a seres de otro mundo, fantasmas, trasgos, duendes malignos, zombies, diablos. O a fauna salvaje y caza mayor, leones, tigres, leopardos, bisbales. Pero no puede ser, porque en el prado en cuestión se vio la última alimaña antes de la primera guerra carlista y no cabe esperar más que algún alegre saltamontes, unas pocas mariposas y un puñado de abejas. Ay, amigo, pero hemos dicho abejas. Qué gritos, qué desbandadas, qué afanes y trajines los de media humanidad de estos días cuando aparece una abeja camino de su flor, parece que se estuviera filmando El día de la bestia o Independence Day. Aullidos, carreras, ojos desorbitados y peticiones angustiadas de ayuda. Y la abeja a lo suyo, ajena a semejante enjambre de gilipollas ansiosos de aventura inenarrable y peligros sin cuento. Qué inseguro es el campo, hija, si vieras qué abejorro me atacó, tenía una boca así y un aguijón como de nácar. La fabulación post-abeja tampoco tiene desperdicio.
Insisto, no puedo entender que a personas que no han nacido precisamente en Manhattan y no han vivido toda su vida en la Castellana o la Diagonal, sino, por ejemplo, en la parte de León donde hasta ayer pastaron las ovejas, que no llevan en sus venas sangre azul, sino polvorienta de caminos, que no descienden del mayordomo de algún noble inglés, sino de tramperos y furtivos castellanos o sádicos de los montes asturianos, organicen tamaño escándalo cuando se les mete en la terraza un mosquito, sufran conmoción semejante con el avistamiento lejano de una libélula o aseguren que la picadura de un saltamontes puede gangrenarte la pierna o las entrañas. ¿Cómo hemos podido volvernos tan tontitos?
Con los riesgos que tienen toda generalización, me atrevo a sugerir dos causas de entre las que producen reacciones tan poco gallardas: la coquetería y la crisis de las religiones y demás mitologías. Tengo la impresión de que a muchas personas, especialmente mujeres –sorry, posiblemente sea delito ya decir esto y decirlo así, pero asumo mi culpa y ofrezco mi muñeca a las esposas-, les parece que viste mucho y queda muy fino ese mohín frente a lo natural y –supuestamente- salvaje, cual si de esa forma resaltaran su muy esmerada condición de habitantes selectos de la urbe, todas finas y lustrosas, tan civilizadas a base de artificio e invernadero. No puedo creer, francamente, que nadie en sus cabales le tenga pánico a una libélula o que se espeluzne ante un saltamontes. O es una pose intencionada o hay trabajo ahí para psiquiatras. No sé qué diría don Sigmund de lo de las libélulas.
¿Y lo de la religión? Pues antes la religión y las tradiciones populares se encargaban de rellenar esa parte de nuestro espíritu que necesita terrores y misterios nocturnos. Nos la colmaban con diablos, íncubos y súcubos, almas en pena, muertos vivientes, cocos, hombres del saco o santas compañas. Ahora esa narrativa está en crisis y ni el Papa se cree que Belcebú tenga aquella pinta horrenda y tan perversos planes, mientras que el hombre del saco de cada pueblo se ha incorporado a la identidad nacional, tiene artículo propio en el nuevo Estatuto y está subvencionado en cada lugar por la Consejería de Cultura correspondiente. De modo que el personal ha de buscar alternativas y sucedáneos, fuentes nuevas para su miedo, alimento artificial de lo inquietante, experiencias diversas con las que colmar la sed de aventura y adrenalina. Unos confían a tal fin en los marcianos, otros se van apañando con Bush y los menos complicados se lo montan a base de atribuirle picadura mortal a la mantisreligiosa o fuerza de boa constrictor al rastrero limaco, también conocido como babosa. A lo mejor, por eso votan luego lo que votan.
Porque eso es lo que me tiene perplejo esta temporada, la reacción desmedida, histérica, histriónica, de tantos amigos y conocidos ante la aparición de cualquier bichito que no sea su hijo del alma, casi siempre más venenoso y con más peligro que los demás animalillos de la Creación. Puro asombro me provoca llegar con un grupo a un prado y escuchar que hay dos o tres mujeres que se niegan a pisar en él, con el argumento de que seguro que está lleno de “bichos”. Deberían los semiólogos ocuparse de la carga semántica y mistérica de tal expresión, “bichos”. Alguien de otro planeta pensaría, visto el terror en el gesto y el temblor en la voz, que cuando dicen que seguro que hay “bichos” se están refiriendo a fieras espeluznantes o a seres de otro mundo, fantasmas, trasgos, duendes malignos, zombies, diablos. O a fauna salvaje y caza mayor, leones, tigres, leopardos, bisbales. Pero no puede ser, porque en el prado en cuestión se vio la última alimaña antes de la primera guerra carlista y no cabe esperar más que algún alegre saltamontes, unas pocas mariposas y un puñado de abejas. Ay, amigo, pero hemos dicho abejas. Qué gritos, qué desbandadas, qué afanes y trajines los de media humanidad de estos días cuando aparece una abeja camino de su flor, parece que se estuviera filmando El día de la bestia o Independence Day. Aullidos, carreras, ojos desorbitados y peticiones angustiadas de ayuda. Y la abeja a lo suyo, ajena a semejante enjambre de gilipollas ansiosos de aventura inenarrable y peligros sin cuento. Qué inseguro es el campo, hija, si vieras qué abejorro me atacó, tenía una boca así y un aguijón como de nácar. La fabulación post-abeja tampoco tiene desperdicio.
Insisto, no puedo entender que a personas que no han nacido precisamente en Manhattan y no han vivido toda su vida en la Castellana o la Diagonal, sino, por ejemplo, en la parte de León donde hasta ayer pastaron las ovejas, que no llevan en sus venas sangre azul, sino polvorienta de caminos, que no descienden del mayordomo de algún noble inglés, sino de tramperos y furtivos castellanos o sádicos de los montes asturianos, organicen tamaño escándalo cuando se les mete en la terraza un mosquito, sufran conmoción semejante con el avistamiento lejano de una libélula o aseguren que la picadura de un saltamontes puede gangrenarte la pierna o las entrañas. ¿Cómo hemos podido volvernos tan tontitos?
Con los riesgos que tienen toda generalización, me atrevo a sugerir dos causas de entre las que producen reacciones tan poco gallardas: la coquetería y la crisis de las religiones y demás mitologías. Tengo la impresión de que a muchas personas, especialmente mujeres –sorry, posiblemente sea delito ya decir esto y decirlo así, pero asumo mi culpa y ofrezco mi muñeca a las esposas-, les parece que viste mucho y queda muy fino ese mohín frente a lo natural y –supuestamente- salvaje, cual si de esa forma resaltaran su muy esmerada condición de habitantes selectos de la urbe, todas finas y lustrosas, tan civilizadas a base de artificio e invernadero. No puedo creer, francamente, que nadie en sus cabales le tenga pánico a una libélula o que se espeluzne ante un saltamontes. O es una pose intencionada o hay trabajo ahí para psiquiatras. No sé qué diría don Sigmund de lo de las libélulas.
¿Y lo de la religión? Pues antes la religión y las tradiciones populares se encargaban de rellenar esa parte de nuestro espíritu que necesita terrores y misterios nocturnos. Nos la colmaban con diablos, íncubos y súcubos, almas en pena, muertos vivientes, cocos, hombres del saco o santas compañas. Ahora esa narrativa está en crisis y ni el Papa se cree que Belcebú tenga aquella pinta horrenda y tan perversos planes, mientras que el hombre del saco de cada pueblo se ha incorporado a la identidad nacional, tiene artículo propio en el nuevo Estatuto y está subvencionado en cada lugar por la Consejería de Cultura correspondiente. De modo que el personal ha de buscar alternativas y sucedáneos, fuentes nuevas para su miedo, alimento artificial de lo inquietante, experiencias diversas con las que colmar la sed de aventura y adrenalina. Unos confían a tal fin en los marcianos, otros se van apañando con Bush y los menos complicados se lo montan a base de atribuirle picadura mortal a la mantisreligiosa o fuerza de boa constrictor al rastrero limaco, también conocido como babosa. A lo mejor, por eso votan luego lo que votan.
Oiga, que esto que dice es muy cierto. Se puede hacer un tratado sobre la ignorancia-hipercursilería ecológica que azota a gran parte de la sociedad.
ResponderEliminarPues, en BCN, se ha abierto -concretamente en el Mercado de la Boquería- una tienda dónde venden insectos para alimentación de progres.
ResponderEliminarSe paga a caro precio vivir en la ciudad (i.e. fuera del mundo).
ResponderEliminarA principios de agosto contemplé la agonía de una Parda Alpina de unos 700 kilos de peso y unas ubres "que ni pa qué".
ResponderEliminarHipóteticamente la pobre estaba recostada en el bardo prado y una serpiente debió meter su cabecita en la vagina y le endiñó un mordisco, la marca dos agujeritos en la vagina.
La sangre no caogula y te desangras.
Tres días duró la agonía: daba cabezazos contra el suelo, metía las patas delanteras en una gran charco de agua (no se sabía ya si era agua, barro o sangre) nunca antes había visto una vaca rabiada. Es penoso demasiado.
Tres días de agonía, pero tambien tres días de llamadas al perito del seguro para que la diera por muerta. Respuesta: Necesitas estar muerta. Pues así fue. Murió se le hizo la auptosia y comprobamos que era una picadura de serpiente. Una rara excepción. En fin asi funcionan los seguros agrarios combinados.
PD: Se Paga un seguro: Cobrar el seguro de una vaca bien vale una lenta y dolorosa agonía.
Sí, y no pagar los costes de un seguro bien vale una lenta y dolorosa agonía.
ResponderEliminarYa, ya: libelulas, saltamontes y amigables grillos. Incluso avispas, abejas y mosquitos. Nada que objetar. Pero en los praos esos también hay bichos que se arrastran, de esos que no tienen patas -fíjese lo que le pasó a la vaca de iurisprudent (¡por qué lo habré leído!)-. Esculibiertos -a saber cómo se escribe ésto-, culebrinas, culebronas, y hasta víboras, hay por esos prados (sobre todo si no están segados). Y a mi todo eso me da mucho, pero muchísimo asco: en el campo y en la ciudad.
ResponderEliminarNo me gustan los bichos que se arrastran -y no es metafórico-: debe ser por eso de que quien se arrastra no tropieza -esto sí lo es-.
Feliz fin de verano,
besos
ariadna, a mi me gusta pasear de noche, por donde haga falta; una vez me hiceron el comentariao de que habia serpientes por no se que costa o playa y por momentos se me quitaron las ganas.
ResponderEliminarPD: A la vaca le paso eso porque no sabía hablar. Sino habría dicho me ha picado una serpiente, qué raríaismo, me fue a tocar a mi. Tantos cm por kilo y una inyecciony a seguir pastando en el mismo lugar y listo.
No salgas al parque de tu ciudad te peudes pinchar con toras cosas peores