Estoy plenamente a favor de la inmigración y de los inmigrantes. Son un potente motor de nuestra economía, como reconocen hasta los más conservadores nacionalistas (perdón por la redundancia). Los inmigrantes son, en su inmensa mayoría, buena gente, honesta, trabajadora y llena de las virtudes que entre los adocenados españoles van escaseando: laboriosidad, afán de superación, capacidad de sacrificio, empuje, buen ánimo, ganas de vivir, lealtad, solidaridad. La porción de delincuentes o sinvergüenzas no es mayor que la que se da entre los de aquí de toda la vida, con la diferencia de que ellos van escapando de la miseria y la discriminación y tienen que tragar, también entre nosotros, con carros y carretas.
Lo anterior no se contradice con que también me parezca que la política de inmigración que nos gastamos en este país, supuestamente avanzado y compasivo, es un simulacro sin pies ni cabeza, síntesis perfecta de los equívocos y ambigüedades, esquizofrenias incluso, que corroen el pensamiento débil de tanto progre de consigna fácil y discurso fofo.
Vamos a ver. Pongamos que usted es colombiano y pobre y que intenta entrar en España sin visado por un aeropuerto. Lo embarcarán de regreso con cajas destempladas y vaya usted a contar que viene huyendo del hambre y la violencia y dispuesto a trabajar de sol a sol. No le servirá de nada mostrar fotos de la misérrima vereda en la que se quedó su familia ni de las huellas que la enfermedad, la explotación o la guerra han dejado en sus propias carnes o las de sus hijos. Para usted no habrá ni centros de acogida ni autobuses que lo trasladen a Málaga o Murcia a buscarse la vida sin papeles, rehén de mafias y carne de patronos sin entrañas casi siempre. No, media vuelta y para casa. En cambio, si su país estuviera más cerca y consiguiera llegar hasta una costa española en patera o cayuco, casi con toda seguridad podría quedarse aquí o trasladarse a la mayoría de los países de la UE.
Los aeropuertos se controlan para que no pase quien no debe; en los mares sucede al revés. Las fronteras aéreas están firmemente guardadas, las marítimas no existen, al parecer. ¿Por qué? ¿Será que nos gusta más que los inmigrantes que lleguen hayan tenido que jugarse la vida a cara o cruz y que muera una buena cantidad de ellos en el intento, de sed, de hambre o ahogados? ¿Será que abonan ellos mejor la falsa piedad de políticos y demagogos? Repiten los políticos y los comentaristas el tópico del «drama humano» de los subsaharianos que ahora arriban a Canarias. Es un drama, sí, pero no muy distinto del que padecen miles y millones de habitantes de otros países y regiones, comenzando por tantísimos latinoamericanos. ¿Por qué el trato es diferente? ¿Por el morbo de los cadáveres en las playas y las embarcaciones hundidas? ¿Porque ayudan mejor los muertos y los extenuados a que tanto fariseo con cargo exhiba su falsa compasión?
No tiene pies ni cabeza todo esto. El control eficaz y serio de las fronteras marítimas no añade inhumanidad ni aumenta la tragedia; al contrario, ya a corto plazo ahorraría vidas, pues las frágiles embarcaciones dejarían de zarpar hacia la Península en cuanto se supiera con alguna certeza que el intento de llegar y quedarse resulta baldío. Y evitaría todos esos muertos, todas esas tragedias. Y si no se quiere controlar el mar o se piensa que no se debe cerrar la puerta de este Estado, que se les permita venir en ferry o en avión. A todos, de todas partes. Les resultaría a los subsaharianos más barato en vidas y dineros y sólo saldrían perdiendo los que de ellos se aprovechan, allá al salir y aquí al llegar. ¿Y qué decir de ese empeño en mendigar ayuda de la UE para que nos presten un par de barcos y otro de aviones durante dos meses? La panacea, ya ven qué suerte, parece que con tan poca cosa se resuelve el problema, visto el entusiasmo con que nos han presentado ese llamado plan Fontex. Se ve que nosotros no disponíamos de tan elementales medios o no sabíamos usarlos.
Por mí, que vengan todos los que quieran, que se supriman las fronteras, que compitan con nosotros libremente y en buena lid, que no haya más nación que el mundo ni más Estado que la humanidad. Pero que no se obligue a nadie a arriesgar gravemente la vida so pretexto de que así manifestamos sensibilidad ante el «drama humano» de los que se salvan y se convierten en ganancia de desaprensivos. O con fronteras o sin fronteras, pero no en la procesión y repicando. O somos Estado soberano o no lo somos, pero no esta caricatura de cuarto y mitad de Estado con soberanía vergonzante. Que no sea el precio de nuestras hipocresías la vida de nadie y que no tranquilicemos nuestra conciencia haciendo la regla y tolerando al tiempo la excepción. Que haya una regla, sí, y discutamos cuál ha de ser. Que la ley siente condiciones y medidas, si ha de haberlas, y que se cumpla. Yo ya he manifestado mis preferencias. Pero conste que comprendo mejor al que mantiene una postura única y coherente, la que sea, de puertas abiertas o de puertas cerradas, que al que nada entre dos aguas, guarda la ropa y busca, de paso, beneficio político al hacerse la foto con el superviviente o componiendo estudiado gesto compungido ante los cadáveres en la playa.
Si queremos soberanía a la antigua y fronteras, resguardemos éstas y regulemos de otro modo la venida de los inmigrantes que necesitemos. Si, por contra, somos en verdad piadosos ciudadanos del mundo, no juguemos con la vida de esa buena gente simulando un amor al prójimo que nos queda grande. No lavemos nuestro egoísmo xenófobo metiendo en campamentos, autobuses y trabajo clandestino a los supervivientes, sólo a los supervivientes.
No se cierran fronteras para que no entren inmigrantes sino para que no se salgan nacionales.
ResponderEliminarEstoy contigo, Juan Antonio, lo coherente sería abrir aquí y ahora el acceso. ¡Abajo las caenas!
ResponderEliminarPero es preciso señalar que, por una vez, la hipocresía no es sólo patria, sino que viene también de Bruselas.
Saludos a todos,