De vez en cuando es preciso renovar los sistemas políticos. El democrático ha vivido a lo largo de ciento y pico de años mutaciones trascendentales: desde el sufragio censitario, en el que solo votaban quienes disponían de una determinada renta o estudios acreditados, al sufragio universal de hombres y, después, de hombres y mujeres. Ha sido una larga serpiente de conquistas protagonizadas por ciudadanos audaces que salían a la calle y se manifestaban, como fue el caso de aquellas sufragistas de principios del XX que no pararon de enarbolar pancartas hasta que se les reconoció el derecho de acercarse a las urnas y depositar en ellas su recado político.
Hoy, con la experiencia que cargamos a nuestras espaldas, empezamos a ver los feos costurones de los sistemas electorales por lo que se impone volver a meditar sobre ellos. Como no es cuestión de formulara quí un tratado de ciencia política (dos palabras que acaso encierren un oxímoron), me conformaré con formular algunas propuestas para que la autoridad competente adopte la resolución adecuada.
La primera es la de sustituir lisa y llanamente el sistema costosísimo de las elecciones por el de sorteo de los ciudadanos llamados a ocupar un escaño de diputado o una poltrona de ministro. El día señalado, cada antiguo elector tendría un número -como el de la lotería- y si sale se calza la representación de la provincia de Logroño. Por un período corto para que no pueda desatender la farmacia de que es titular o la panadería, como aquella que tenía Pío Baroja en Madrid. Ya estoy adivinando más de una sonrisa y ya oigo a algún lector ceñudo que me llama frívolo. Pues a estos atrevidos les diré que así, justamente así, es decir, por sorteo, se elige a los miembros de un jurado que pueden enviar a un prójimo treinta años a la cárcel. Y lo consideramos el colmo del progresismo procesal y leguleyesco.
Otro sistema que se me ocurre es el que explica excelentemente el Profesor César Rascón en su reciente“Síntesis de historia e instituciones de derecho romano”. Se trataría de copiar las magistraturas de la época republicana, aprovechando que ahora la república hace tanto tilín. Entonces, el cargo de magistrado -más o menos elegidos en asambleas populares- no era retribuido y en ocasiones incluso resultaba oneroso para quienes lo desempeñaban. Además, con el fin de que las personas no se perpetuaran en ellas, se prohibió que se ocuparan más de un año, al cabo del cual, expiraba sin más el mandato y el preboste a casa, al atrio, a ver las colinas, leer algunos rollos de Sófocles y degustar de vez en cuando un bocado de pastel de cordero. Había además un “cursus” de manera que era obligado el ascenso paulatino: de cuestor a edil, de edil a pretor y así sucesivamente. Y, atención, lo más importante: las magistraturas romanas eran colegiadas, lo que permitía que el magistrado con superior potestad pudiera oponer el veto (“intercessio”) a las resoluciones adoptadas por sus colegas en el ejercicio del cargo, con suspensión de sus efectos. ¿Se imagina alguien esta maravilla? Nada menos que la posibilidad de paralizar los disparates del colega. Traducido a la actualidad: que el ministro de trabajo pudiera impedir que el de cultura llevara acabo sus desatinados designios. Por último, el delito de concusión impedía que los magistrados se adueñaran de los bienes de las personas sobre las que ejercían su autoridad. ¿Alguien dá más?
Por más vueltas que le doy no veo más que ventajas a esta experiencia romana. Excepto que queramos instaurar el sistema de pasarela, es decir, que desfilen los aspirantes al cargo y se lo lleva quien rebose mejores hechuras.
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