En nuestros pagos se le conoce como el marido de Sissi, la princesa que iba a caballo por las montañas hermosas de Baviera y de Austria. Era la esposa -fría y una pizca botarate- de Franz Joseph, el emperador de Austria-Hungría, cuya muerte se produjo el 21 de noviembre de 1916. Hace pues noventa años. Había logrado un récord de trienios como soberano: sesenta y ocho años estuvo sentado en el trono.
Mucho tiempo pero, en rigor, el mínimo imprescindible para lograr entender el magno embrollo político de nacionalidades, religiones y lenguas que presidía, escoltado por una turba de personajes palatinos refitoleros y algunas -pocas- personalidades notables que acudían, en cuanto el tiempo lo permitía, a Ischl o a Marienbad, a beber aguas de vagos efectos y someterse a curas complacientes. Todo bien ensamblado por el hormigón del Ejército y una burocracia escéptica pero leal e instruida. Allá a lo lejos, los acordes agobiantes de la marcha “Radetzky”, compuesta por el viejo Strauss, interpretada por unas bandas militares incansables. Siempre me pregunto por qué hoy se toca en España con ocasión de la Navidad y es además seguida con pasión por un público que a buen seguro ignora su significado. Entusiasta Francisco José de los uniformes y las paradas militares, poco interesado por la cultura, conoció todas las calamidades del mundo (“en mi Imperio la desgracia no conoce el ocaso” musitó cuando un anarquista asesinó a Sissi), con plena conciencia de presidir un Estado que era una supervivencia histórica. Abandonado -de hecho- por su mujer, supo consolarse hasta la ancianidad con jóvenes súbditas, como demuestra el siguiente cotilleo -difundido en las memorias de Alma Mahler-Werfel-: la mujer del compositor Alban Berg, Helena Berg, era hija ilegítima de su majestad, habida con una cestera cincuenta años más joven que él y con la que trabó relación en uno de esos paseos matutinos a los que tan aficionado era el soberano y que le servían para entonar las neuronas antes de dar vueltas a los escritos de rumanos, rutenos, checos, polacos y demás pueblos de aquel Imperio, urdimbre de fragmentos traviesos, trozos de un cántaro roto hacía ya muchos años, cuando desapareció la esperanza de encontrar el pegamento salvador.
En una obra de Alexander Lernet-Holenia, Die Standarte, novela con barones, sirvientes fieles, oficiales del Ejército y algún amorío, aparecida en 1934, es decir, en plena nostalgia habsburga, cuando ya se sabía dolorosamente quién era Dollfuss y por ello se intuía que Hitler no andaba lejos -de hecho fue Hitler quien ordenó asesinar a Dollfuss, a la manera del actual demócrata Putin-, aparece un personaje que asegura con la voz quejosa de quien trata de borrar la historia: “a veces los hombres destruyen edificios que han construido las generaciones anteriores como si no fueran nada. Son capaces de quemar palacios tan solo para calentarse las manos”. Es “el mundo de ayer”, de la apacible juventud perdida, que tan bien describe -desde el lado austriaco- Stefan Zweig en sus memorias, o Sándor Márai -desde el húngaro- en sus “confesiones de un burgués” y en algunas otras obras.
Lo cierto es que, tras la muerte del emperador y la finalización de la guerra en 1918, en el firmamento de aquel noviembre, un cometa desplegaba su luz: el principio de las nacionalidades, ideado por el presidente de los Estados Unidos, Woodrow Wilson. Tal ocurrencia, una de las más nefastas de la Historia (Hobsbawn dixit), traerá una larga cola de fuego. Que todavía emite llamas en los trozos descolgados del Imperio habsburgo y que aquí por cierto parece que queremos reproducir inventado naciones, realidades nacionales y demás peligrosas identidades.
Mucho tiempo pero, en rigor, el mínimo imprescindible para lograr entender el magno embrollo político de nacionalidades, religiones y lenguas que presidía, escoltado por una turba de personajes palatinos refitoleros y algunas -pocas- personalidades notables que acudían, en cuanto el tiempo lo permitía, a Ischl o a Marienbad, a beber aguas de vagos efectos y someterse a curas complacientes. Todo bien ensamblado por el hormigón del Ejército y una burocracia escéptica pero leal e instruida. Allá a lo lejos, los acordes agobiantes de la marcha “Radetzky”, compuesta por el viejo Strauss, interpretada por unas bandas militares incansables. Siempre me pregunto por qué hoy se toca en España con ocasión de la Navidad y es además seguida con pasión por un público que a buen seguro ignora su significado. Entusiasta Francisco José de los uniformes y las paradas militares, poco interesado por la cultura, conoció todas las calamidades del mundo (“en mi Imperio la desgracia no conoce el ocaso” musitó cuando un anarquista asesinó a Sissi), con plena conciencia de presidir un Estado que era una supervivencia histórica. Abandonado -de hecho- por su mujer, supo consolarse hasta la ancianidad con jóvenes súbditas, como demuestra el siguiente cotilleo -difundido en las memorias de Alma Mahler-Werfel-: la mujer del compositor Alban Berg, Helena Berg, era hija ilegítima de su majestad, habida con una cestera cincuenta años más joven que él y con la que trabó relación en uno de esos paseos matutinos a los que tan aficionado era el soberano y que le servían para entonar las neuronas antes de dar vueltas a los escritos de rumanos, rutenos, checos, polacos y demás pueblos de aquel Imperio, urdimbre de fragmentos traviesos, trozos de un cántaro roto hacía ya muchos años, cuando desapareció la esperanza de encontrar el pegamento salvador.
En una obra de Alexander Lernet-Holenia, Die Standarte, novela con barones, sirvientes fieles, oficiales del Ejército y algún amorío, aparecida en 1934, es decir, en plena nostalgia habsburga, cuando ya se sabía dolorosamente quién era Dollfuss y por ello se intuía que Hitler no andaba lejos -de hecho fue Hitler quien ordenó asesinar a Dollfuss, a la manera del actual demócrata Putin-, aparece un personaje que asegura con la voz quejosa de quien trata de borrar la historia: “a veces los hombres destruyen edificios que han construido las generaciones anteriores como si no fueran nada. Son capaces de quemar palacios tan solo para calentarse las manos”. Es “el mundo de ayer”, de la apacible juventud perdida, que tan bien describe -desde el lado austriaco- Stefan Zweig en sus memorias, o Sándor Márai -desde el húngaro- en sus “confesiones de un burgués” y en algunas otras obras.
Lo cierto es que, tras la muerte del emperador y la finalización de la guerra en 1918, en el firmamento de aquel noviembre, un cometa desplegaba su luz: el principio de las nacionalidades, ideado por el presidente de los Estados Unidos, Woodrow Wilson. Tal ocurrencia, una de las más nefastas de la Historia (Hobsbawn dixit), traerá una larga cola de fuego. Que todavía emite llamas en los trozos descolgados del Imperio habsburgo y que aquí por cierto parece que queremos reproducir inventado naciones, realidades nacionales y demás peligrosas identidades.
Todas las identidades son asesinas, Amin Maalouf dixit, y tiene razón. Pero la legión de pesebreros de la burocracia es infinita, y necesitan de la patria para sobrevivir.
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