Sé perfectamente la contestación que se suelta habitualmente en cuanto cualquier mindundi como un servidor empieza con la cantinela de que la programación televisiva es insufrible y de que hace falta estómago para aguantar noche tras noche de canal en canal, que es más bien de ciénaga en alcantarilla y de retrete en estercolero, en lugar de irse a la cama a echar de una maldita vez un polvo como Dios manda -me ha quedado bien esta licencia literaria, no me digan que no- o de ponerse a leer una buena novela o la serie completa del Capitán Trueno. Al osado que ataca la caja tonta se le responde que sí, sí, pero que si tanto habla es porque él también se da al vicio y que, si no, por qué se sabe qué pasos bailó la última tarasca de Mira quién baila o el nombre del penúltimo oligofrénico de veinticinco centímetros que salió de la casa de El Gran Hermano. Y razón hay para tales réplicas, pues gran parte de la gente hace trampas y niega las horas que pasa ante el televisor con la misma contundencia con que antaño le negaba al confesor las pajillas o los pensamientos lúbricos con el del quinto.
Hoy quiero ir a otra cosa, aunque relacionada, a un tema sobre el que se podrá meditar en estas supuestas fiestas que vienen, que nos van a regalar tantas oportunidades de convivencia familiar entrañable con los dedos cruzados. ¿Se han fijado ustedes que función terapéutica y lenitiva cumple en las comidas y reuniones familiares varias el hablar de las cosas de la tele? Ponga usted un banquete casero con nutrida presencia de (con)suegros/as, yernos/nueras, cuñados/as, hermanos que, calculadora en ristre, especulan para sus adentros sobre herencias futuras, hijos/as adolescentes dispuestos a colocarse su mejor cara de póquer cuando los mayores comenten que qué horror la litrona y que ahora hasta dicen que se fuman porros en los institutos, niños al borde de la primera comunión capaces de justificar con exquisitas razones por qué se les quedó desfasada y no reciclable la videoconsola que era el último grito y el mayor precio cuando su cumpleaños de hace dos meses, abuelas amenazando a su dios con perder la fe si les manda un nieto sarasa –y su dios que se lo manda para que deje la señora de joderle la paciencia-, primos pescadores empeñados en narrarles cuántos picaron anteayer a primos cazadores que desprecian a esos zánganos de la pesca y que contraatacan con atrevidas expediciones cinegéticas por los montes –bajos- de la pedanía vecina, la mujer de aquel primo que repite cada vez que durante el año que estuvieron buscando a su Borja Alejandro hacían el amor todas, toditas las noches y que si no es así no preñas –y en este punto mira para el matrimonio rival y sin hijos con postiza concupiscencia de hetaira de saldo-. And so on.
Luego, cada familia es un mundo. En muchas esta manera de tocarse sistemáticamente los/as cataplines/as es lo que se entiende por estar a gusto e, hija, como con los tuyos no te lo pasas con nadie, llegan estas fechas y es una paz y un afecto... En otras, más shakespeareanas, la tragedia se masca en cada giro de la conversación y las miradas se llenan de puñales, pero la sangre al río llega muy de tarde en tarde, sustituida por una amplia gama de sucedáneos en forma de mohines, desprecios sonrientes y larguísimas conversaciones de alcoba, ya a dúo, en las que cada par se repite en confianza todas las frescas que no tuvo bemoles de soltar en la entrañable reunión
Pero vengo observando un curioso fenómeno desde hace tiempo y aquí pido al lector experimentado su amable corroboración o su discrepancia fundada. Existe una solución mágica, un medio pacificador, un analgésico fulminante de los trastornos familiares, una manera de reconducir conversaciones y debates para convertirlos en constructivo intercambio de pareceres y orgullosa exhibición de sabidurías compartidas: hablar de los programas de la tele y de sus personajes.
Mano de santo. Así se recompone la armonía familiar cual si mano invisible tornara en afectos reales los vínculos consanguíneos, en convivencia afable el parentesco colateral y en dulce conciliábulo la áspera competición entre cuñados/as. Llegan los postres, pasan los cafés y hasta los licores de la sobremesa dejan de ser acicate de las violencias simbólicas cuando la conversación deriva hacia la manera que tiene la Franco Martínez Bordiú de marcar los pasos del tango -¿ven como lo de la memoria histórica es misión imposible?- las razones ocultas para que de El Gran Hermano hayan expulsado a aquella pelandrusca tan simpática o lo mucho que estará sufriendo Marujita Díaz sin el adminículo negro que se había comprado. Un grupo heterogéneo y mal avenido, como corresponde a lo artificioso de todo nexo meramente jurídico, se vuelve equipo solidario, comunidad de sentimientos y unidad de destino en las ondas hertzianas. ¿Eso por qué será? Se me ocurren algunas hipótesis que paso a exponer a este depurado auditorio de científicos sociales, antropólogos y filósofos que frecuenta este humilde blog.
1. Gracias a la televisión las relaciones familiares dejan de ser relaciones directas, personales, y se convierten en relaciones mediadas, relaciones indirectas, metarelaciones casi. Los individuos interactúan a base de conversar sobre peripecias ajenas, distantes, virtuales incluso. Las rivalidades de la vida real se reorientan gracias a la pasión compartida por eventos fantasmagóricos y chabacanos que la televisión crea y difunde. La enorme distancia entre el espectador y el personaje televisivo es una barrera de seguridad que ya no pueden traspasar ni los celos ni el sutil entramado de poderes, controles, vigilancias y represiones que hacen de la familia real una institución tan encantadora.
Antiguamente esa función la cumplía el cotilleo familiar sobre los vecinos y los conocidos comunes. Pero como ahora ya no se conoce al de al lado ni se comparten en el círculo social próximo ni modos de vida ni aspiraciones ni intimidades, el campo de los cercanos a los que despellejar o de los que compadecerse con íntima soberbia es reemplazado por esos seres de cartón piedra que se diseñan y se contratan en los estudios de televisión.
2. Los abundantes conocimientos sobre la vida y hazañas de los protagonistas de concursos, series, culebrones y programas del corazón (¡?) son consuelo de ignorantes y campo de exhibición para presumidos sin mejores recursos. Todos los que tuercen el gesto cuando algún despistado comenta los últimos sucesos del conflicto palestino-israelí o ponen cara de ausente desinterés si sale el tema de la Constitución europea o de la enfermedad de Fidel Castro, recobran el ánimo y el aliento en cuanto pueden meter baza sobre si la tal Chindasvinta se tiró o no se tiró al hortera aquel en El Gran Hermano o sobre si la Pantoja está o no pringada en los manejos de su Julián. Así, igualando por abajo, cesa el riesgo de que unos puedan saber más que otros u opinar con mejores argumentos en cosas que al mundo le importen para algo. Es más, si en la reunión se encuentra alguno que no esté al corriente de semejantes zarandajas de casquería se le puede mirar con comprensiva conmiseración, desde la compartida conciencia de que si tanto lee no puede ser normal, no me jodas, no saber quién es Manu Tenorio o que a Rosa le han hecho una liposucción en el bulbo raquídeo.
3. Se refuerza simultáneamente la confianza social y la intragrupal, por obra de la fe común en fenómenos inasibles para la razón. Gracias a que se amortiguan las distancias entre realidad y ficción, el grupo puede vivir en un mundo imaginario tenido por verdadero. Antes ese mundo, necesario como cemento de la vida social, lo formaban santos, duendes, vírgenes, trasgos, brujas y señores del saco. Ahora el ciudadano común ya no cree apenas en fantasías tales, sino en el sufrimiento real de Fran Rivera, las cuitas póstumas de Lola Flores o el orgasmo estrambótico de una Gran Hermana mientras se prepara unos macarrones sintiendo en el cogote el aliento con caries de un gañán de Tomelloso.
Pruebe usted a soltar en un momento de esos, de exaltada comunión familiar, que todo es artificio, guión, apaño, precio y manejo de gónadas bobas mediante mando a distancia y contratos de exoneración de responsabilidad. Esfuerzo inútil, contra la fe no se argumenta, los sueños no se razonan, a los consoladores no se les mira la fecha de caducidad. Esas mismas personas que no encuentran la postura cuando un par de cuñados las miran, viven firmemente convencidas de que lo que ocurre en la casa de El Gran Hermano bajo las luces de diez cámaras es real y espontáneo o de que los que en Dónde estás corazón se echan en cara eyaculaciones precoces, impotencias encadenadas y frigideces polares hablan sólo para desahogar su alma sensible y no pleitean por pura filantropía.
Al fin la gente tiene familia real. El mejor hermano: El Gran Hermano.
Hoy quiero ir a otra cosa, aunque relacionada, a un tema sobre el que se podrá meditar en estas supuestas fiestas que vienen, que nos van a regalar tantas oportunidades de convivencia familiar entrañable con los dedos cruzados. ¿Se han fijado ustedes que función terapéutica y lenitiva cumple en las comidas y reuniones familiares varias el hablar de las cosas de la tele? Ponga usted un banquete casero con nutrida presencia de (con)suegros/as, yernos/nueras, cuñados/as, hermanos que, calculadora en ristre, especulan para sus adentros sobre herencias futuras, hijos/as adolescentes dispuestos a colocarse su mejor cara de póquer cuando los mayores comenten que qué horror la litrona y que ahora hasta dicen que se fuman porros en los institutos, niños al borde de la primera comunión capaces de justificar con exquisitas razones por qué se les quedó desfasada y no reciclable la videoconsola que era el último grito y el mayor precio cuando su cumpleaños de hace dos meses, abuelas amenazando a su dios con perder la fe si les manda un nieto sarasa –y su dios que se lo manda para que deje la señora de joderle la paciencia-, primos pescadores empeñados en narrarles cuántos picaron anteayer a primos cazadores que desprecian a esos zánganos de la pesca y que contraatacan con atrevidas expediciones cinegéticas por los montes –bajos- de la pedanía vecina, la mujer de aquel primo que repite cada vez que durante el año que estuvieron buscando a su Borja Alejandro hacían el amor todas, toditas las noches y que si no es así no preñas –y en este punto mira para el matrimonio rival y sin hijos con postiza concupiscencia de hetaira de saldo-. And so on.
Luego, cada familia es un mundo. En muchas esta manera de tocarse sistemáticamente los/as cataplines/as es lo que se entiende por estar a gusto e, hija, como con los tuyos no te lo pasas con nadie, llegan estas fechas y es una paz y un afecto... En otras, más shakespeareanas, la tragedia se masca en cada giro de la conversación y las miradas se llenan de puñales, pero la sangre al río llega muy de tarde en tarde, sustituida por una amplia gama de sucedáneos en forma de mohines, desprecios sonrientes y larguísimas conversaciones de alcoba, ya a dúo, en las que cada par se repite en confianza todas las frescas que no tuvo bemoles de soltar en la entrañable reunión
Pero vengo observando un curioso fenómeno desde hace tiempo y aquí pido al lector experimentado su amable corroboración o su discrepancia fundada. Existe una solución mágica, un medio pacificador, un analgésico fulminante de los trastornos familiares, una manera de reconducir conversaciones y debates para convertirlos en constructivo intercambio de pareceres y orgullosa exhibición de sabidurías compartidas: hablar de los programas de la tele y de sus personajes.
Mano de santo. Así se recompone la armonía familiar cual si mano invisible tornara en afectos reales los vínculos consanguíneos, en convivencia afable el parentesco colateral y en dulce conciliábulo la áspera competición entre cuñados/as. Llegan los postres, pasan los cafés y hasta los licores de la sobremesa dejan de ser acicate de las violencias simbólicas cuando la conversación deriva hacia la manera que tiene la Franco Martínez Bordiú de marcar los pasos del tango -¿ven como lo de la memoria histórica es misión imposible?- las razones ocultas para que de El Gran Hermano hayan expulsado a aquella pelandrusca tan simpática o lo mucho que estará sufriendo Marujita Díaz sin el adminículo negro que se había comprado. Un grupo heterogéneo y mal avenido, como corresponde a lo artificioso de todo nexo meramente jurídico, se vuelve equipo solidario, comunidad de sentimientos y unidad de destino en las ondas hertzianas. ¿Eso por qué será? Se me ocurren algunas hipótesis que paso a exponer a este depurado auditorio de científicos sociales, antropólogos y filósofos que frecuenta este humilde blog.
1. Gracias a la televisión las relaciones familiares dejan de ser relaciones directas, personales, y se convierten en relaciones mediadas, relaciones indirectas, metarelaciones casi. Los individuos interactúan a base de conversar sobre peripecias ajenas, distantes, virtuales incluso. Las rivalidades de la vida real se reorientan gracias a la pasión compartida por eventos fantasmagóricos y chabacanos que la televisión crea y difunde. La enorme distancia entre el espectador y el personaje televisivo es una barrera de seguridad que ya no pueden traspasar ni los celos ni el sutil entramado de poderes, controles, vigilancias y represiones que hacen de la familia real una institución tan encantadora.
Antiguamente esa función la cumplía el cotilleo familiar sobre los vecinos y los conocidos comunes. Pero como ahora ya no se conoce al de al lado ni se comparten en el círculo social próximo ni modos de vida ni aspiraciones ni intimidades, el campo de los cercanos a los que despellejar o de los que compadecerse con íntima soberbia es reemplazado por esos seres de cartón piedra que se diseñan y se contratan en los estudios de televisión.
2. Los abundantes conocimientos sobre la vida y hazañas de los protagonistas de concursos, series, culebrones y programas del corazón (¡?) son consuelo de ignorantes y campo de exhibición para presumidos sin mejores recursos. Todos los que tuercen el gesto cuando algún despistado comenta los últimos sucesos del conflicto palestino-israelí o ponen cara de ausente desinterés si sale el tema de la Constitución europea o de la enfermedad de Fidel Castro, recobran el ánimo y el aliento en cuanto pueden meter baza sobre si la tal Chindasvinta se tiró o no se tiró al hortera aquel en El Gran Hermano o sobre si la Pantoja está o no pringada en los manejos de su Julián. Así, igualando por abajo, cesa el riesgo de que unos puedan saber más que otros u opinar con mejores argumentos en cosas que al mundo le importen para algo. Es más, si en la reunión se encuentra alguno que no esté al corriente de semejantes zarandajas de casquería se le puede mirar con comprensiva conmiseración, desde la compartida conciencia de que si tanto lee no puede ser normal, no me jodas, no saber quién es Manu Tenorio o que a Rosa le han hecho una liposucción en el bulbo raquídeo.
3. Se refuerza simultáneamente la confianza social y la intragrupal, por obra de la fe común en fenómenos inasibles para la razón. Gracias a que se amortiguan las distancias entre realidad y ficción, el grupo puede vivir en un mundo imaginario tenido por verdadero. Antes ese mundo, necesario como cemento de la vida social, lo formaban santos, duendes, vírgenes, trasgos, brujas y señores del saco. Ahora el ciudadano común ya no cree apenas en fantasías tales, sino en el sufrimiento real de Fran Rivera, las cuitas póstumas de Lola Flores o el orgasmo estrambótico de una Gran Hermana mientras se prepara unos macarrones sintiendo en el cogote el aliento con caries de un gañán de Tomelloso.
Pruebe usted a soltar en un momento de esos, de exaltada comunión familiar, que todo es artificio, guión, apaño, precio y manejo de gónadas bobas mediante mando a distancia y contratos de exoneración de responsabilidad. Esfuerzo inútil, contra la fe no se argumenta, los sueños no se razonan, a los consoladores no se les mira la fecha de caducidad. Esas mismas personas que no encuentran la postura cuando un par de cuñados las miran, viven firmemente convencidas de que lo que ocurre en la casa de El Gran Hermano bajo las luces de diez cámaras es real y espontáneo o de que los que en Dónde estás corazón se echan en cara eyaculaciones precoces, impotencias encadenadas y frigideces polares hablan sólo para desahogar su alma sensible y no pleitean por pura filantropía.
Al fin la gente tiene familia real. El mejor hermano: El Gran Hermano.
En efecto, nunca valoraremos bastante la aportación de nuestra querida caja tonta a la felicidad propia y ajena. Además, no creo que el cuadro que usted pinta tan acertadamente sea exclusivo de las navideñas comilonas familiares, sino de cualquier otra reunión similar (comidas de empresa, compañeros de viajes organizados, etc. etc.). Pues, como usted dice, lo que el Gran Hermano sustituye no es la familia, sino la misma vida, la realidad tal cual, y en ello radica su fascinación.
ResponderEliminarPersonalmente, creo que el tipo de sociedad en que vivimos (o, para ser más exactos, el sector mayoritario de su clase dirigente) precisa para su propia existencia transformarnos a todos en súbditos, en personas incultas incapaces de pensar por sí mismas y de interrogar la realidad circundante. No lo ha conseguido aún, al menos totalmente, pero lo intenta, vaya si lo intenta. Y para ello la caja tonta es una herramienta inestimable.
Sin embargo, la base de todo es la ausencia de educación, debida fundamentalmente al brutal deterioro del sistema educativo. Si no fuera así, el Gran Hermano no existiría.
a) Cáspita, mire que conozco gente de la que describe usted en el punto segundo. Incluso como (comía) el rancho con ellos alguna que otra vez. Alguien sacaba un tema de enjundia (un buen libro o uno detestable... o una buena peli... o política internacional... u otra vez más Alexy y su santa madre... o el típico doctorando obsesivo comentaba algo de lo suyo... yo qué sé) y de repente, por arte de birlibirloque, el memito de turno lograba sacar el tema de Andestás Corpachón, salía de su estado de hidropesía y comenzaba a rajar. Vergüenza ajena para algunos comensales, pero no para otros, que se unen al coro: los hay que van a pelo y a pluma. No sé quién es peor.
ResponderEliminar2. O sea: que al final va a ser verdad y Gran Hermano es un experimento sociológico.
O quizá no: War is Peace; Freedom is Slavery; Ignorance is strength.
("Hay que decirlo máaas...")