El Mundo de hoy, 19 de febrero, publica un artículo de Francisco Sosa Wagner, que recogemos a continuación.
El Tribunal Constitucional y Haydn. Por Francisco Sosa Wagner.
El Tribunal Constitucional procura algunas alegrías, especialmente a quienes ante él pleitean con éxito, pero también es habilidoso a la hora de proporcionar grandes tribulaciones al país. En estos momentos, hay un magistrado que no podrá intervenir en un asunto de importante magnitud, pero ya se anuncia que es probable que lo mismo le ocurra a otro si se pone en marcha un nuevo procedimiento de recusación. Este espectáculo me recuerda a una sinfonía de Joseph Haydn, la 45, que se llama precisamente La despedida, y en la que el tunante del compositor vienés hace ir abandonando la orquesta, uno a uno, a todos los instrumentistas, no sin que antes interpreten un solo, hasta que el escenario queda vacío y con las luces apagadas. El solo de un magistrado bien podría ser la redacción como ponente de una sentencia.
Aunque fue Georg Jellinek quien propuso, a finales del siglo XIX, la creación de un Tribunal Constitucional en el Imperio austrohúngaro, lo cierto es que el padre reconocido de esta criatura es Hans Kelsen: a él se debe su puesta en funcionamiento en la Austria -ya mutilada- posterior a la Primera Guerra Mundial. Kelsen, siempre cercano a la socialdemocracia, fue un hombre honesto y una buena persona, como bien sabemos quienes nos hemos dedicado a explicar las vidas y las obras de los maestros alemanes del Derecho Público. Tan buena persona era que formuló la Teoría Pura del Derecho. Es decir, este hombre creía que en el universo había algo puro y, encima, que tal pureza se podía aplicar a la teoría del Derecho. Mayor ingenuidad no cabe, aunque es preciso reconocer que escribió páginas memorables.
Sin embargo, él mismo tuvo ocasión de vivir en propia carne la inevitable contaminación en que se mueve el Derecho, cuando fue desposeído del cargo vitalicio de magistrado de su Tribunal Constitucional. Su destitución se debió a un enfrentamiento con la poderosa Iglesia católica austriaca, muy influyente a lo largo de la Historia en la regulación del matrimonio. Llegó un momento -bastante esperpéntico- en el que convivían en el Derecho austriaco dos principios antagónicos: el católico de la indisolubilidad, y el absolutista (regalista) de la competencia de la Administración para proporcionar determinadas dispensas que afectaban a un vínculo indisponible fuera de la Iglesia. Y todo ello, complicado con la posterior intervención de los jueces civiles.
Kelsen aprestó sus bien trabadas entendederas jurídicas para superar esta incongruencia pero, en el camino, se encontró con una terrible campaña desatada contra él desde los medios católicos. El partido socialcristiano en el poder decidió entonces la reforma de la composición del Tribunal para que los magistrados, en lugar de ser elegidos por el Parlamento, lo fueran por el presidente de la República a propuesta del Gobierno, pero para ello era necesaria una reforma constitucional, imposible sin los votos socialistas. Éstos se negaron a colaborar y el partido socialcristiano, que no se paraba en barras, amenazó a los socialistas con recortar la autonomía de Viena, único reducto donde éstos ejercían aún el poder político. Los socialistas cedieron entonces, a cambio, además, de dos puestos (de un total de 14) en el nuevo Tribunal.
El presidente del partido ofreció a Kelsen ocupar uno de los asientos reservados a la oposición. Kelsen se negó a ser magistrado de un partido político y además reprochó a los socialistas haberse prestado a un juego sucio y extremadamente peligroso. El resultado de este triste episodio es que Kelsen abandonó Viena y se trasladó a Colonia, donde pronto se toparía con los nazis que le desposeyeron de su cátedra, y comenzó un vagabundaje azaroso que acabaría en Estados Unidos.
No es éste lugar para perseguir la posterior andadura de Kelsen. Si la traigo a colación es para advertir que la politización de los tribunales constitucionales en Europa ha sido una constante desde sus mismos orígenes.
¿Cómo puede sorprendernos, pues, lo que ocurre en España? Entre nosotros se advierte que, como casi siempre ocurre, hay una fachada y una realidad. La fachada son las previsiones constitucionales para la designación de los magistrados, la realidad es que los partidos políticos se reparten los puestos a cubrir, en función de su respectivo respaldo electoral. Si avanzamos un paso más en esa realidad, nos encontramos con la evidencia de que los citados partidos como tales -a través de sus órganos estatutarios- tampoco intervienen, sino que su voluntad es desnudamente suplantada por un número reducido de muñidores que son quienes acaban decidiendo la composición de ese tribunal llamado a juzgar cuestiones delicadísimas. Esto lo sabe todo el mundo, otra cosa es que las conveniencias y el tartufismo obliguen a explicaciones más presentables. Además, con las previsiones que empiezan a colarse en los Estatutos reformados, algunas comunidades autónomas -Cataluña o Andalucía, por ejemplo-, podrán intervenir en este ameno juego, aunque al final todo conducirá otra vez a unas pocas personas que, encima, serán las mismas de toda la vida (como las que van al Cielo) pues suele tratarse de seres que, cual fantasmas acreditados y con trienios, acaban apareciéndosenos una y otra vez.
Lo sorprendente es que este enjuague -porque enjuague es- desemboque en el nombramiento de unos profesionales de primera categoría, en general, catedráticos y jueces muy acreditados en sus respectivas carreras. Ha ido cambiando el perfil desde la constitución del primer TC hasta hoy, pero la constante de la alta preparación técnica se mantiene.
¿Dónde anida, entonces, el fallo? A mi juicio, en el hecho de que, con demasiada frecuencia, se propende a buscar para el oficio de magistrado al jurista cortesano. Por tal entiendo aquel que tiene, en su biografía, lazos y especiales relaciones con la clase política en su más alto nivel, que ha practicado con ellos de alguna forma el tacto de codos. Y, si no se halla este elemento en su pasado, pronto lo incorpora, resultando así un jurista cortesano sobrevenido.
Una consecuencia de ello es la naturalidad con la que se aplica la denominación de progresista-conservador a estos grandes juristas y la naturalidad con la que ellos mismos la asumen en las votaciones que son comprometidas. Sabemos que tales etiquetas simplistas y manipuladoras son apropiadas tan solo para un mitin. Pero sabemos también que el mitin es la bazofia de la vida democrática. Y, sin embargo, ahí están tales etiquetas, sobrepuestas a unos profesionales serios, cuando tan solo deberían ser aptas para consumo de beocios titulados.
La solución por consiguiente es evitar al jurista cortesano y para ello la única solución es sacar al Tribunal Constitucional de Madrid. Es preciso seleccionar juristas que estén dispuestos a trabajar en las quietudes de una ciudad modesta española. Por eso, cuando hablo de modificar su sede, no me refiero a trasladarla a Valencia, Barcelona o Sevilla. Se trata de buscar una ciudad sin AVE, sin avión y sin obispo (aunque esta última exigencia podría dulcificarse motivadamente). Me arriesgo a proponer nombres: Teruel, Soria, Mérida, y por ahí seguido, lugares que además agradecerían verse honrados de esta manera. Una ciudad en la que ni siquiera haga falta el coche oficial porque las distancias son cortas y se cubren a pie. De manera que el magistrado, cuando tenga que viajar a Madrid, como en esas ciudades no suele haber ni tan siquiera tren, se verá obligado a tomar el autobús de línea y darse así un pequeño baño de masas, que también entona la musculación mental.
Esta solución suprimiría de la lista de candidatos a un montón de juristas, precisamente a los cortesanos, y colocaría por el contrario en línea de salida a jueces y catedráticos -cuanto más jóvenes, mejor- que estén dispuestos a ejercer su oficio en una ciudad donde el tiempo se multiplica y el aire está menos inficionado. Dispuestos, pues, a ejercer su oficio libres de la cercanía de la clase política que -no nos engañemos- tiende a ir a lo suyo. Es decir, libres de su aliento que, aunque bien intencionado, suele ser codicioso.Ésta es la fórmula existente en Alemania, donde el Tribunal Constitucional no se halla en una gran urbe, sino en una de tipo medio: Karlsruhe. Antigua capital del Gran ducado de Baden, hoy es una ciudad más -muy bella, ciertamente- del land de Baden-Württemberg. Los alemanes, en achaques federales, no son mal ejemplo y, a buen seguro, entre nosotros, esta fórmula hará las delicias de los verdaderos partidarios de la descentralización y del equilibrio territorial.
Aunque fue Georg Jellinek quien propuso, a finales del siglo XIX, la creación de un Tribunal Constitucional en el Imperio austrohúngaro, lo cierto es que el padre reconocido de esta criatura es Hans Kelsen: a él se debe su puesta en funcionamiento en la Austria -ya mutilada- posterior a la Primera Guerra Mundial. Kelsen, siempre cercano a la socialdemocracia, fue un hombre honesto y una buena persona, como bien sabemos quienes nos hemos dedicado a explicar las vidas y las obras de los maestros alemanes del Derecho Público. Tan buena persona era que formuló la Teoría Pura del Derecho. Es decir, este hombre creía que en el universo había algo puro y, encima, que tal pureza se podía aplicar a la teoría del Derecho. Mayor ingenuidad no cabe, aunque es preciso reconocer que escribió páginas memorables.
Sin embargo, él mismo tuvo ocasión de vivir en propia carne la inevitable contaminación en que se mueve el Derecho, cuando fue desposeído del cargo vitalicio de magistrado de su Tribunal Constitucional. Su destitución se debió a un enfrentamiento con la poderosa Iglesia católica austriaca, muy influyente a lo largo de la Historia en la regulación del matrimonio. Llegó un momento -bastante esperpéntico- en el que convivían en el Derecho austriaco dos principios antagónicos: el católico de la indisolubilidad, y el absolutista (regalista) de la competencia de la Administración para proporcionar determinadas dispensas que afectaban a un vínculo indisponible fuera de la Iglesia. Y todo ello, complicado con la posterior intervención de los jueces civiles.
Kelsen aprestó sus bien trabadas entendederas jurídicas para superar esta incongruencia pero, en el camino, se encontró con una terrible campaña desatada contra él desde los medios católicos. El partido socialcristiano en el poder decidió entonces la reforma de la composición del Tribunal para que los magistrados, en lugar de ser elegidos por el Parlamento, lo fueran por el presidente de la República a propuesta del Gobierno, pero para ello era necesaria una reforma constitucional, imposible sin los votos socialistas. Éstos se negaron a colaborar y el partido socialcristiano, que no se paraba en barras, amenazó a los socialistas con recortar la autonomía de Viena, único reducto donde éstos ejercían aún el poder político. Los socialistas cedieron entonces, a cambio, además, de dos puestos (de un total de 14) en el nuevo Tribunal.
El presidente del partido ofreció a Kelsen ocupar uno de los asientos reservados a la oposición. Kelsen se negó a ser magistrado de un partido político y además reprochó a los socialistas haberse prestado a un juego sucio y extremadamente peligroso. El resultado de este triste episodio es que Kelsen abandonó Viena y se trasladó a Colonia, donde pronto se toparía con los nazis que le desposeyeron de su cátedra, y comenzó un vagabundaje azaroso que acabaría en Estados Unidos.
No es éste lugar para perseguir la posterior andadura de Kelsen. Si la traigo a colación es para advertir que la politización de los tribunales constitucionales en Europa ha sido una constante desde sus mismos orígenes.
¿Cómo puede sorprendernos, pues, lo que ocurre en España? Entre nosotros se advierte que, como casi siempre ocurre, hay una fachada y una realidad. La fachada son las previsiones constitucionales para la designación de los magistrados, la realidad es que los partidos políticos se reparten los puestos a cubrir, en función de su respectivo respaldo electoral. Si avanzamos un paso más en esa realidad, nos encontramos con la evidencia de que los citados partidos como tales -a través de sus órganos estatutarios- tampoco intervienen, sino que su voluntad es desnudamente suplantada por un número reducido de muñidores que son quienes acaban decidiendo la composición de ese tribunal llamado a juzgar cuestiones delicadísimas. Esto lo sabe todo el mundo, otra cosa es que las conveniencias y el tartufismo obliguen a explicaciones más presentables. Además, con las previsiones que empiezan a colarse en los Estatutos reformados, algunas comunidades autónomas -Cataluña o Andalucía, por ejemplo-, podrán intervenir en este ameno juego, aunque al final todo conducirá otra vez a unas pocas personas que, encima, serán las mismas de toda la vida (como las que van al Cielo) pues suele tratarse de seres que, cual fantasmas acreditados y con trienios, acaban apareciéndosenos una y otra vez.
Lo sorprendente es que este enjuague -porque enjuague es- desemboque en el nombramiento de unos profesionales de primera categoría, en general, catedráticos y jueces muy acreditados en sus respectivas carreras. Ha ido cambiando el perfil desde la constitución del primer TC hasta hoy, pero la constante de la alta preparación técnica se mantiene.
¿Dónde anida, entonces, el fallo? A mi juicio, en el hecho de que, con demasiada frecuencia, se propende a buscar para el oficio de magistrado al jurista cortesano. Por tal entiendo aquel que tiene, en su biografía, lazos y especiales relaciones con la clase política en su más alto nivel, que ha practicado con ellos de alguna forma el tacto de codos. Y, si no se halla este elemento en su pasado, pronto lo incorpora, resultando así un jurista cortesano sobrevenido.
Una consecuencia de ello es la naturalidad con la que se aplica la denominación de progresista-conservador a estos grandes juristas y la naturalidad con la que ellos mismos la asumen en las votaciones que son comprometidas. Sabemos que tales etiquetas simplistas y manipuladoras son apropiadas tan solo para un mitin. Pero sabemos también que el mitin es la bazofia de la vida democrática. Y, sin embargo, ahí están tales etiquetas, sobrepuestas a unos profesionales serios, cuando tan solo deberían ser aptas para consumo de beocios titulados.
La solución por consiguiente es evitar al jurista cortesano y para ello la única solución es sacar al Tribunal Constitucional de Madrid. Es preciso seleccionar juristas que estén dispuestos a trabajar en las quietudes de una ciudad modesta española. Por eso, cuando hablo de modificar su sede, no me refiero a trasladarla a Valencia, Barcelona o Sevilla. Se trata de buscar una ciudad sin AVE, sin avión y sin obispo (aunque esta última exigencia podría dulcificarse motivadamente). Me arriesgo a proponer nombres: Teruel, Soria, Mérida, y por ahí seguido, lugares que además agradecerían verse honrados de esta manera. Una ciudad en la que ni siquiera haga falta el coche oficial porque las distancias son cortas y se cubren a pie. De manera que el magistrado, cuando tenga que viajar a Madrid, como en esas ciudades no suele haber ni tan siquiera tren, se verá obligado a tomar el autobús de línea y darse así un pequeño baño de masas, que también entona la musculación mental.
Esta solución suprimiría de la lista de candidatos a un montón de juristas, precisamente a los cortesanos, y colocaría por el contrario en línea de salida a jueces y catedráticos -cuanto más jóvenes, mejor- que estén dispuestos a ejercer su oficio en una ciudad donde el tiempo se multiplica y el aire está menos inficionado. Dispuestos, pues, a ejercer su oficio libres de la cercanía de la clase política que -no nos engañemos- tiende a ir a lo suyo. Es decir, libres de su aliento que, aunque bien intencionado, suele ser codicioso.Ésta es la fórmula existente en Alemania, donde el Tribunal Constitucional no se halla en una gran urbe, sino en una de tipo medio: Karlsruhe. Antigua capital del Gran ducado de Baden, hoy es una ciudad más -muy bella, ciertamente- del land de Baden-Württemberg. Los alemanes, en achaques federales, no son mal ejemplo y, a buen seguro, entre nosotros, esta fórmula hará las delicias de los verdaderos partidarios de la descentralización y del equilibrio territorial.
¡Qué buena idea! ¡El TC a Covadonga! Aire puro, la santina, Pelayo, los lagos: lo único que se puede hacer ahí es pensar. Sentencias a ritmo de cencerro. Y de algo de gregoriano -que seguro que los monjes de por allí también cantan-.
ResponderEliminarLa poética evocación de Karlsruhe no está nada mal ... pero descendamos a la tierra. ¿Recordáis la que se armó con "sólo" el tentativo de traslado de la Comisión Nacional del Mercado de Telecomunicaciones?
ResponderEliminarNo, aquí nos va el modelo de capital grande, ande o no ande (sobre todo, lo segundo). Para las instituciones, y para las infraestructuras ... basta pensar en el aborto deforme, inseguro e impráctico, eso sí, carísimo, de la T4.
¡Idea creativa! ¿Y si pusiésemos el Tribunal Constitucional en el galpón de extravío, huy perdón, de recogida de equipajes de la nueva terminal? Espacio hay de sobra. ¡Tampoco hay tren a la lejana Madrid, así que cumple una de las condiciones principales! Y sobre la calidad del servicio a los pasajeros no va a tener mucho impacto ...