Anoche cena de matrimonios. Ahjjjjjjj, ya sé, mal empieza esto. ¿Alguien espera algo bueno de una reunión semejante? Suele ser una forma de suicidio colectivo de las neuronas y de ratificación de lo bien que está uno en su casa y a su bola. Salvo cuando se trata de amigos antiguos y constantes, claro.A algunos de los de ayer nunca los había visto. Me armo de paciencia con el mismo esmero que ZP de mala hostia cuando promete que no insultará ni ayudará a la crispación del país. Yo me repito para mis adentros que voy a ser muy amable, que no voy a poner caras ni a hacer juegos de palabras que no me entiendan y que sonreiré divinamente cada vez que hablen de a cómo está el metro cuadrado de piso en Badajoz o de lo que te ayuda un perrito a pasar la crisis de los cuarenta.
Pero la suerte no está de mi parte. Me toca enfrente una mujer, seguramente buenísima persona y con un corazón bien grande, pero que me pone de los nervios. Es que, además, tenía yo principios de constipado y el estómago algo revuelto, no sé si lo he dicho. El caso es que la pobre dama remataba cada frase suya con una risotada como de camionero enardecido, y no precisamente porque fueran graciosas las cosas que decía. De vez en cuando miraba también a su marido, al otro extremo de la mesa, en diagonal conmigo, y le decía a que sí, Pepe. Pepe no se enteraba de la conversación, pero respondía con otra risa igual de absurda y entusiasta.
Me levanté a mear tres o cuatro veces antes de que se acabaran los postres, y no porque la próstata anduviera en plan manifa del PP, sino porque no sabía en qué entretenerme y en estos casos lo mejor es el cultivo de uno mismo. Hasta que pasó lo que tenía que pasar y ya me quedé definitivamente pegado a mi silla: se pusieron a hablar de los niños. ¡Ay!
Una de las parejas engullía agobiadamente, pues tenía prisa por terminar. Les habían prometido a sus hijos, de seis y ocho años, que antes de la una de la madrugada estarían en casa de vuelta. Y, según contaban, no podían incumplir tal compromiso, pues los pequeños se preocupaban y se ponían muy indignados, tanto que otro día les podría resultar a los padres poco menos que imposible salir de cena sin sus ricuras. Y no es que estuvieran solos en casa, aprovechando para ver la porno del Plus (si es que tal cosa aún existe, que no lo sé), como uno espera de unos niños normales, no. Estaban con una hermana de ella. Pero es que la hermana se encontraba medio agotada, la pobre, porque esta temporada anda haciendo un “curso de energía”. Así dijeron, “un curso de energía”. Por lo que escuché, se trata de que llega un profesor vietnamita y hace no sé qué con una pirámide y uno se carga de energía hasta el alma. Lo que pasa es que la hermana estaba agotada de tanta energía en el curso y se temía por su capacidad para defenderse de los niños si éstos decidían al unísono pasar a la casaborroka.
Mano de santo lo de la descendencia en estas cenas tan eróticas y tan estimulantes de la vocación monacal. En cuanto una pareja saca los niños a relucir, allá van todas a contar las maravillas más aterradoras. Porque es de lo más curioso ver cómo no rige aquí el principio de contradicción. Todos se quejan de que qué horror, qué cansancio, cuánto agotamiento, qué denodado esfuerzo, pero todos viven su entrega a los zotes y malas bestias que parieron como el sentido supremo de sus vidas y lo más gratificante que haya podido ocurrirles nunca. Y sí, uno va repasando cada cara y cada gesto y acaba admitiendo que en efecto, que seguro que no saben lo que es bueno y que hasta un grano en el trasero te puede dar consuelo y entretenimiento cuando estás tan colgao.
Parece que son bastantes los que tienen que negociar con sus pequeños monstruos las muy ocasionales salidas nocturnas y sus horarios y que al día siguiente resulta de lo más arduo contener las iras del gusano que te pregunta dónde estabas hasta esas horas, qué hacías y por qué no habías llegado a tiempo para leerle a él el puto cuento de cada noche. También anima bastante oír la lista de destrozos hogareños que en el último mes ha provocado cada una de esas fieras sin alma. Y de cómo hay que echarles tanta paciencia para que coman y cuáles son las marcas de zumo que desayunan con menos protestas y sin tantas pestes por su parte.
Ah, y los viajes con ellos, con los pequeños. Que sí, que se puede viajar con los niños y que se pasa bomba. Concretamente a Port Aventura. Que a otras partes no conviene, pues se cansan y se mosquean, pero a Port Aventura sí que es una gozada y que sólo tienen que procurar los padres no vomitar cuando se suban a las infernales atracciones que apasionan a sus torturadores. Pero cómo los vas a dejar subirse solos, hija, pobrecines, tan endebles, tan sensibles, tan necesitados de ti.
Esto de Port Aventura me recordó una cena reciente en Medellín. Un afamado abogado colombiano, más que forrado de dólares, contaba que él llevó a sus hijos unas diez veces a Disney World, allá en USA. Y que cuando su hija cumplió dieciocho años y su hijo ya había hecho diecinueve les preparó un viaje de un mes por los rincones más exóticos e impresionantes de Sudamérica. El día que se lo comunicó a los chavales, muy bien y tal, pero a los dos días se encerraron con él y, con cara de circunstancias, le preguntaron si se podía cambiar ese viaje de ensueño por otro que les hacía mucha más ilu. Les contestó que sí y entonces se sinceraron: papi, queremos volver a Disney, porque puede que ésta sea la última vez. ¿Te importa? Anda, papi, porfa, venga. Y el hombre cedió. Criaturitas, tan tiernas. Herodes, ven.
Cada día agradezco más y más mi infancia de aldea y dignísima pobreza. Miro atrás y veo que estaba todo lleno de gente normal. Es increíble, no había ni uno solo de estos padres y madres gilipollas ni de sus niñitos asesinables. Subíamos a los árboles, nos tirábamos piedras, comíamos bocadillos de chorizo, bebíamos leche de vaca sin pasteurizar y nos llevábamos un pescozón si intentábamos putear a nuestros viejos. Fantásticos padres, estupendos hijos. No estas piltrafillas de niñitos y de papis, de papis que ya no valen ni para una cena de sábado hablando de lo que hay que hablar, carajo: de fútbol, de política y de sexo.
Cada día agradezco más y más mi infancia de aldea y dignísima pobreza. Miro atrás y veo que estaba todo lleno de gente normal. Es increíble, no había ni uno solo de estos padres y madres gilipollas ni de sus niñitos asesinables. Subíamos a los árboles, nos tirábamos piedras, comíamos bocadillos de chorizo, bebíamos leche de vaca sin pasteurizar y nos llevábamos un pescozón si intentábamos putear a nuestros viejos. Fantásticos padres, estupendos hijos. No estas piltrafillas de niñitos y de papis, de papis que ya no valen ni para una cena de sábado hablando de lo que hay que hablar, carajo: de fútbol, de política y de sexo.
"Mejor imposible", gracia y retranca a mansalva. Muy bueno.
ResponderEliminarUn abrazo.
Todo me parece de lo más normal. Como sostiene un buen amigo, la paternidad (y la maternidad, no se mosquee nadie) es una eutanasia a plazos. Eutanasia de los progenitores perpetrada por las tiernas criaturas.
ResponderEliminarTuve la oportunidad de pasar el invierno del 2006 en España y quedé alucinado con el asunto de la niñolatría. Me parece muy atinada la crítica que Toño García Amado viene haciendo del asunto en este blog.
ResponderEliminarAl leer el artículo de hoy evoqué tres ejemplos de mi estancia en tierras españolas. Un domingo quedé atónito al leer en el País que en algún lugar de Castilla, cuyo nombre es mejor olvidar, se había creado un centro de ayuda psicológica a padres maltratados por sus hijos. Hasta dónde ha llegado el Estado Social!!! Lo peor del artículo era la manera en que se conmiseraba a los padres por padecer a manos de sus propios monstruos. Me perdonarán los progres del primer mundo, pero la Biblia dice que los padres tienen que castigar a sus hijos con vara. Y a mí me parece que un poquito de vara a tiempo y con mesura, sin violar los derechos humanos, desde luego, le vendría bien a las actuales generaciones españolas de chavales. Creo que si un padre es maltratado por su hijo, merece perfectamente recoger los frutos de su siembra.
El segundo ejemplo: en una comida con catedráticos. El hijo de un afamado catedrático tuvo la osadía de esputar a uno de los comensales un cállate imbecil. El padre, un reconocido intelectual, expresó su satisfacción acerca del carácter recio de su creaturita y de lo desenvuelto que era. Me perdonan de nuevo los progres, pero eso es intolerable. En mi país un crío hace una mala cara a una visita y, como literalmente dicen las madres, le dejan la boca de vaivén. Permitir la mala educación es la peor de todas las educaciones.
Ahí va el tercer ejemplo: en la misma comida con catedráticos, mi mujer intentó darle un trozo de pan una cría de un año. La madre de inmediato reaccionó con un grito y una mirada de fusil. Le preguntó a mi mujer cómo se le ocurría darle pan a una niña de una año, con la de alergias que producía el cereal. De nuevo me perdonan los progres, y los científicos y pediatras del siglo XXI, pero es una aberración que, en un mundo en donde mueren miles de niños en las calles a causa del hambre, no se enseñe a los niños a comer de lo que hay y de lo bueno. Hace dos meses leí en el New York Times un estupendo artículo de un nutricionista americano que, ante la epidemia de obesidad que azota a los Estados Unidos, daba un consejo sabio: no coma Usted nada que su bisabuela no considerara comida. Pues, a dónde iremos a parar si a los críos no puede dárseles sino compota y adorárseles como a diosesillos.
Podrán tildarme de conservador, pero un niño no puede ser objeto de idolatría. No es un asunto de criar ahora como se criaba en el pasado. No todo tiempo pasado fue mejor, pero hombre, hay que esforzarse por que las generaciones del presente y del futuro tengan un mínimo de decencia. Menos Portaventura y más disciplina es lo que necesitan algunos niños y adolecentes para que aprendan a tener libertad con un mínimo de decencia.