24 abril, 2007

Los misterios del tiempo

No, no vamos a hablar aquí ahora del cambio climático. Tampoco nos lo vamos a montar en plan Stephen Hawkin de provincias. Toca post de perplejidades personales, pero no se trata de darle vueltas a cómo se va envejeciendo y que nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que de pronto son años, sin pasar tu por mí, detenida. Sólo quiero compartir una elemental reflexión sobre el misterio siguiente: por qué en el trabajo universitario a medida que se asciende y se podrían hacer más cosas útiles y que justifiquen el sueldo, ocurre todo lo contrario y no alcanzan las horas para más que bobadas estériles.

Es una especie de impepinable ley de rendimientos decrecientes. ¿Porque se van atorando las neuronas? Pues será también por eso, no digo que no. Pero hay algo más. En la universidad conviven –más o menos- dos tipos de profesionales: la mangancia que lo tiene muy claro desde su tierna infancia y que aplica a rajatabla la ley del mínimo esfuerzo y el aquí me las den todas, y los que consideran que después de meterles tantos años a los libros –y/o a las probetas y demás artilugios para experimentos, en su caso- el esfuerzo debería cundir de otra manera. Los primeros no se frustran; al contrario, se sienten realizados en su dulce holganza y les alcanza el título de la tarjeta –suelen adornar sus tarjetas con prolijidad de títulos, distinciones y cargos más o menos risibles- para rellenarse el paquete intelectual. Su carrera profesoral suele comenzar lentamente, sin especiales agobios y con una irrefrenable vocación funcionarial de nueve a dos, con sus cafelitos a media mañana, y con el paso de los ascensos la escasa aceleración alcanza ese punto muerto que se parece tanto al nirvana académico. Ponen cara de sabios estoicos volcados en su feliz ataraxia, pero cuando han acabado de amueblar el loft se les van las ganas en cargos y reuniones, para matar el tiempo más que nada, para asesinarlo alevosamente. Estragados de su quietud intelectual, llega el día en que, por leer algo, hasta repasan minuciosamente los programas electorales de los rectores, a la busca de alguna nueva dirección de área que puedan echarse a la bolsa con unas dosis de coba, para sí o para un discípulo sumiso, pues en las semanas que no se juega la Champions bien está un poco de mamoneo universitario. La suya es pura vocación de servicio, en el sentido de excusado de caballeros, y en él se aplican al lavado de manos y a los demás menesteres del caso, como corresponde a su vocación de estar a bien en cada instante con el que parta el bacalao. Sólo coquetean con la oposición cuando se acerca periodo electoral y la vaca lechera que hasta hoy alimentaba el ego y el complemento se halla exhausta sin vuelta de hoja. Nunca apuestan a caballo perdedor y acaba beneficiándose siempre su propio rucio.

Pero yo quería hablar de los otros, de los que pensaban que su estudio de ayer serviría para su mejor rendimiento académico de hoy y de mañana. Resulta muy curioso que todos estos acaban añorando aquel tiempo en que elaboraban su tesis doctoral. Costaba, agotaba, desesperaba entonces, pero con qué nostalgia se recuerda luego, pues las horas daban de sí y el fruto acababa apareciendo. Pero después, con los años y los éxitos..., qué fracaso. La gran mayoría de los que conozco y siguen al día y publicando algo interesante lo hacen a base de hurtarle tiempo al fin de semana, a la noche, a la familia. Se pasan en su Facultad tanto tiempo como el que más, pero no les da para más. ¿Por qué?

Existe algo que pervierte la vida profesoral tomada en serio, que anula las horas que pasamos en nuestros despachos y que las hace inanes, inútiles, vanas. Creo que es la combinación de burocracia y de fragmentación del tiempo. No hay apenas manera de lograr una hora de concentración. Cada dos por tres suena el teléfono y casi siempre es por alguna pendejada. Luego están las mil convocatorias de juntas, consejos, comisiones y reuniones varias, en los que toca tratar de asuntos que o no importan o no tienen arreglo o ya están decididos en oscuras esferas altas y que hay que legitimar con apariencias de democracia deliberativa, que manda narices. Y cada dos o tres días, el papelín de rigor. Que si prepara una memoria, que si justifica un proyecto, que si complementa una documentación, que si cuelga en la red un programa, previo devanarse los sesos para ver cómo se maneja algún infernal programa informático que te obliga a escribir con los dedos del pie mientras con las dos manos sujetas una antena parabólica. Cada semana, más o menos, se te pide que envíes escaneado tu DNI a alguna instancia oficial, cuyo servidor te rechaza el correspondiente archivo, no se sabe si por lo feo de tu jeta o porque has pillado a la máquina en su hora y media de café. El curriculum es un sinvivir, pues cada quien (ministerios, juntas, consejerías, diputaciones, ayuntamientos...) te lo pide en un formato distinto y hace que se lo envíes a través de página web más esquiva que las mozas de antaño. Ah, y luego la corrección de errores, apasionante aventura, insospechada expedición a lo desconocido.

Contaré un caso reciente. Envío al Más Allá la documentación pertinente para la cosa de los sexenios (el que no sea del gremio que no se apure, es un trámite para el control descontrolado de la investigación). Al cabo de un mes o dos recibo un correo electrónico en el que se me dice que falta uno de los papeles capitales. Cáspita, yo lo había mandado, pero me armo de paciencia. Releo el mensaje y está muy claro: falta el anexo 3. Bueno, pues lo envío de nuevo. Pasan dos semanas, suena y teléfono y una dulce voz me pregunta que por qué les he vuelto a mandar aquello. Corazón, porque me lo pidieron ustedes en un mensaje que lo decía bien clarito. Y entonces la sensible funcionaria me explica lo inexplicable, a saber: que no, hombre, que no, que sólo hacía falta que les dijera el ISBN de un libro y que eso lo podía haber hecho por teléfono en un momento. Le replico, manso como un corderito, que qué bien, pero que el mensaje decía lo que decía. Y me contesta que sí, que es que los mensajes salen así, con una fórmula estándar que es igual para todos, les falte lo que les falte. Vamos, como si a todos los que fueran al hospital los operaran de cataratas, aunque fuera el juanete lo que les doliera. Excelente aplicación de los medios de la informática, la robótica y la ergonomía.

Así que, en resumen, te tiras en tu Facultad cinco o seis horas seguidas y cada cinco días, más o menos, tienes una horita libre para leerte unas páginas de libro. Y total para qué, ya te trae más cuenta entrar en internet a mirar unas tías en bolas o consultar el Marca para ver si hizo algún nuevo fichaje el Pájara Playas.

Eso sí, el personal de administración y servicios ayuda un montón. Como en todas partes, hay de todo, seamos justos. Pero lo estadísticamente normal es que cuando vas a que te echen una mano con algún trajín administrativo (por lo de la administración, mayormente; en lo de los servicios no me meto, no vayamos a liarla) te ocurra alguna de estas cosas. Que el que buscas porque corresponde a tu Facultad-Departamento-Área-Hectárea-Sección y Tomo se haya operado de un lunar en salva sea la parte y esté completando sus reglamentarios tres meses de baja; y, claro, el sustituto, si lo hay, está en la inopia y te pone caritas de no sabe-no contesta. O que ese funcionario que ingenuamente ansías haya enlazados sus interminables moscosos con el puente anterior y las vacaciones posteriores. O que te diga que sí, que interesante lo tuyo, pero que no es tema de su incumbencia, pues para eso están sus compañeros del Vicerrectorado de Planeación Aleatoria Unificada, que son unos cabrones, no hacen nada y, encima, tienen un nivel ochocientos y un complemento de productividad con hipotenusa de seda. Y pides perdón y te marchas cabizbajo y doliéndote de lo que sufre esa gente.

Y, claro, para decirlo todo, luego llegas a casa y pasa lo que pasa. Con lo bien que se podría vivir sin dar golpe y rascándole el lomo al cantamañanas de turno con mando en plaza. A quién se le ocurre querer leer y escribir cosas. ¡Joder!

7 comentarios:

  1. Por suerte no siempre ocurre lo que Vd. cuenta. Los alumnos ni aparecen por los Seminarios, los profesores sólo viven conectados a su ordenador y rellenan formularios quienes quieren. En este otro ambiente sí se puede disfrutar de la compañía de los buenos libros. Un saludo, R.

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  2. ¡Claro que no siempre debe ser así! Yo sé poco de la Universidad pero tengo una fantástica amiga, gran profesora y mejor investigadora, que estudia y publica sobre las trascendentales interacciones por puente de hidrógeno y también sobre las becarbolinas y más...Y ahora la envidio porque estoy segura de que exprime muy bien su tiempo y estará disfrutando en la Feria de Sevilla.

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  3. Muchos alumnos si agradecemos los esfuerzos de los profesores, es más, los consideramos esenciales y necesarísimos en un Estado social.

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  4. Muchos otros [alumnos] invertimos nuestro tiempo libre en calcular cuán grande debiese ser una crisis económico para que sus hígados entraran en caos.

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  5. Las Escuelas universitarias son un buen sitio para perder el tiempo, por eso hay profesores que estudian en casa, aunque eso sólo tiene emoción cuando se es médico forense.

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  6. Si ya me lo decía mi abuela: "Hijo, tu al Seminario, y no te faltará nunca el pan".

    Santa mujer.

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  7. Querida Pippa, que va!, está aquí a mi lado corrigiendo la "printer proof" de un artículo imposible de entender sobre "Fluorescence quenching of betacarboline...", o sea primero se pega un buen rato de puentes de hidrógeno y después se va a la Feria, es incansable!. Es lo malo de ser inteligente y lúcida.
    Pero lleva tanta razón el anfitrión de este blog!.
    La semana pasada nos tuvieron la mañana entera a los profesores del Departamento para explicarnos en que se va a gastar la Universidad de Sevilla los CUATRO MILLONES DE EUROS para adaptarnos al Espacio Europeo de Enseñanza Superior. Sí, era eso, muchas páginas webs, mucha enseñanza no presencial y muchos portátiles para los amigos (al indiferente, ya se sabe, la legislación vigente). Lo más divertido lo contó un colega que había pasado un sabático en USA.
    Un profesor, Premio Nobel, utilizaba pizarras y tizas, esas maravillosas pizarras que tienen los gringos que se desplazan en vertical y que permiten escribir y escribir sin tener que borrar, pizarras mucho más baratas que los "cañones" que nos han instalado en todas las aulas.

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