Hace un momento he leído el comentario de un anónimo al post anterior. Debe de ser un peligrosísimo reaccionario, pues osa poner en solfa nuestro prodigioso régimen territorial autonómico, parafederal con incrustaciones de lapizlázuli y caja de cambios funcionando por libre. Pero, ya puestos con el tema, vamos a darle unas vueltas, aunque caiga sobre uno un rayo divino o nacional(ista), que viene a ser lo mismo.
Meterse con el régimen autonómico (o lo que sea) debe de ser heterodoxia propia de carcas, pues en ese tema, como en muchos, la mordaza del progresismo irreflexivo –malo por irreflexivo y tópico, no por progresismo- suele llevarnos a tragar con carros y carretas. Pues no, meditemos un poco y debatamos amigablemente.
Vivimos en este país atrapados entre nacionalismos asfixiantes y prejuiciosos. Uno, el de esa derecha que cultiva una idea mítica de España, como realidad metafísica y sublime. Ese nacionalismo antepone la nación, España, al Estado como organización política y jurídica de la convivencia entre ciudadanos. Son los que mantienen en su magín el mito de España una, grande y libre y a los que se les abren las carnes de pura angustia cuando ven tantas banderas, tantas lenguas y tantos parlamentos. El otro, el de esa otra derecha disfrazada de izquierda, pero en palmaria contradicción con lo que han sido tradicionalmente los programas y propósitos del pensamiento progresista, que anteponía la libertad e igualdad de cada persona a los fantasmagóricos derechos colectivos de naciones y pueblos. ¿Acaso no podemos escapar de ese bocadillo en el que unos y otros nos meten para comernos la moral y la capacidad de discernimiento?
Las justificaciones teóricas para constituir un Estado fuertemente descentralizado y con alto grado de autogobierno de los territorios de que se compone son de dos tipos. El primero hace referencia a la identidad colectiva peculiar de ciertos grupos asentados en cierto territorio y que serían pueblos o naciones titulares del derecho a autodeterminarse como tales. La derecha más atrabiliaria entiende de esa manera a España como un todo y por eso reacciona críticamente frente a cualquier manera de romper esa mítica unidad de tintes trascendentes y esotéricos. Los llamados nacionalismos periféricos, como el catalán, el vasco o el gallego, cultivan idéntico mito, pero circunscrito al respectivo pueblo o nación. Por lo mismo que piensan los primeros que España tiene que ser, como nación, la base de un Estado único y unitario, opinan los otros que el destino natural y justo de Cataluña, País Vasco o Galicia es funcionar, de hecho o de Derecho, como un Estado independiente. Subyace a esa postura estructuralmente idéntica una rancia concepción del Estado como Estado-nación, de manera que la sustancia de la respectiva nación es la base material de todo Estado posible y adecuado.
Esa visión inquieta y desagrada a los que, como éste que suscribe, cultivan un individualismo liberaloide que tiene en más a los individuos que a los grupos y que lleva a preferir la libertad de cada uno y la básica igualdad entre todos antes que la realización y desarrollo de esos entes grupales llamados naciones o pueblos. Los escépticos que desconfiamos de teologías, incluidas la teologías políticas, y que pensamos que los espíritus de los pueblos y las esencias de las naciones no son más que fantasmas creados por la imaginación de profetas iluminados o de pícaros aprovechados, no podemos sentirnos cómodos con semejante explicación de nuestra forma de Estado, sea unitaria, autonómica, federal o confederal.
La otra justificación de la descentralización política echa mano de razones instrumentales y prácticas, básicamente de la idea de que el ciudadano sale ganando cuando quien le gobierna está más próximo y es más cercanamente controlable. Pero una fundamentación así, basada en resultados, tiene que superar la prueba de los hechos. Es decir, se ha de poder demostrar que esas ventajas son reales y tangibles, que de ese modo vivimos mejor todos y que no se vulnera en la práctica la raíz de dicho fundamento; esto es, que efectivamente estamos mejor y todos salimos ganando así organizados.
Esta última forma de defender el Estado autonómico (o lo que sea), choca con una paradoja aquí y ahora. En efecto, si el ideal es acercar a los ciudadanos el poder y la administración, ¿por qué no se otorgan mayores competencias y más medios a los ayuntamientos? La razón me parece clara: porque no es ésta visión, sino la anterior, la que en el fondo cultivan los nacionalismos periféricos y la que se está contagiando, a la defensiva, a todas las autonomías territoriales, con el resultado práctico de que el ciudadano no alcanza el protagonismo que se pretende y se queda como mero espectador perplejo del nacimiento de naciones y paranaciones en competencia feroz e irracional. De pronto el ciudadano valenciano descubre, gracias a un Estatuto y unas cuantas leyes, que existe la valencianidad –como veíamos ayer- y se pone como loco a palparse las ropas, el cuerpo y la lengua para ver dónde se la encuentra y cómo la tiene de lozana. Y acabarán los riojanos creyéndose distintos del resto porque poseen la riojaneidad. La política deja de ser asunto puramente humano y prosaico y adquiere tintes de sacramentalidad.
Los que no creemos mayormente en pueblos e identidades colectivas tan potentes como para fundar Estados necesarios simpatizamos con el espíritu descentralizador, bajo condición de que sus frutos sean ciertos y no ficticios o meros pretextos para alimentar parasitismos políticos y sociales. Pero la primacía otorgada al ciudadano individual nos lleva a demandar salvaguardas para que el carro no pase delante de los bueyes. Estimamos positiva la diversidad de todo tipo como fuente de elecciones individuales. Por ejemplo, nos parece bueno y enriquecedor que unos prefieran escribir en castellano y otros en catalán, vasco o gallego y que todas las lenguas se protejan y ninguna sea perseguida o discriminada. Pero hablemos con mayor precisión: para nosotros, lo que se persigue o discrimina no son las lenguas, sino los individuos que las hablan, por lo que tan opresivo y reprochable nos parece que en cualquier parte de un Estado plurilingüe se fuerce a los ciudadanos a hablar una lengua o la otra, la otra o la una. Que cada cual, pudiendo elegir, haga lo que quiera y lo que juzgue que más le conviene para su vida, su trabajo o su negocio.
Puestos a imaginarse nuevas quimeras, concedamos que sería más que conveniente una reforma constitucional a fondo en este Estado español. Y, ya metidos a especular, propondría una nueva organización territorial con comunidades autónomas bien cargadas de competencias, pero con el límite de tres principios básicos.
Primero, el principio de autonomía personal, el principio de libertad: nadie puede ser obligado a adoptar ni unas señas de identidad colectiva ni una lengua, ni discriminado si opta por otros modelos dentro de cualquier territorio. También podemos llamarlo principio del pluralismo: que cada comunidad vele por sus peculiaridades sociales o lingüísticas para que sus ciudadanos tengan más donde elegir en cuanto a sus formas de vida y maneras de comportamiento.
Segundo, el principio de igualdad: que en los asuntos de mayor relevancia para la vida de las personas no se establezcan diferencias de trato entre los habitantes de las distintas comunidades. Un ejemplo bien claro me parece el de que a igual trabajo igual remuneración. ¿Por qué tengo yo, por ejemplo, que cobrar por mi labor de funcionario universitario más o menos que mis colegas de Navarra, Cataluña o Murcia que hacen exactamente lo mismo que yo? Habría que comenzar, pues, por elaborar la relación de cuestiones que, por resultar fundamentales para los ciudadanos, no deben quedar sometidas a trato desigual. La convivencia familiar me parece un tema de este tipo. Les ha entrado a las comunidades autónomas la fiebre de elaborar sus propios códigos civiles o sus leyes de familia. Si se trata de repetir lo que dispone el Código Civil, mejor evitar semejantes redundancias, que salen caras; si va a resultar que las condiciones de separación o divorcio cambien con el paso del Ebro o del Tajo, mal asunto y viva el caos jurídico y vital.
Tercero, el principio económico o del ahorro. Si la fuerte descentralización administrativa es más eficiente y económica, bendita sea. Pero ¿está ocurriendo eso? ¿Cuánto dinero se nos va en la multiplicación de entes administrativos, gobiernos, cargos, parlamentos, que necesitan fingirse activos y capaces a base de inventarse chorradas? Un ejemplo del ámbito universitario: ¿por qué han de superponerse una ANECA estatal y diecisiete anequitas autonómicas? Podrían multiplicarse las muestras hasta el infinito.
¿Que quien le pone el cascabel al gato y que imposible ponerse de acuerdo en estas cosas tan simples? Puede ser, pero aquí sólo estamos echando a volar la imaginación y el sentido común. Por de pronto, yo me lo figuraría así: los partidos que quieran entrar al juegos bajo esas condiciones mínimas elaborarían la correspondiente reforma constitucional. Previamente a su tramitación definitiva o a su entrada en vigor, referendum de autodeterminación en todos los territorios que muestren una mínima inquietud nacionalista. Y que cada cual se las componga como mejor desee. Con los que libremente prefieran constituirse en Estado pleno e independiente, un cordial abrazo y adiós, muy buenas. Sin acritud, que decía aquél. Y los que se queden, a trabajar en serio, sin más peleas para llevarse por el morro la mejor parte del pastel. No más chantajes ni posturitas ofendidas.
Meterse con el régimen autonómico (o lo que sea) debe de ser heterodoxia propia de carcas, pues en ese tema, como en muchos, la mordaza del progresismo irreflexivo –malo por irreflexivo y tópico, no por progresismo- suele llevarnos a tragar con carros y carretas. Pues no, meditemos un poco y debatamos amigablemente.
Vivimos en este país atrapados entre nacionalismos asfixiantes y prejuiciosos. Uno, el de esa derecha que cultiva una idea mítica de España, como realidad metafísica y sublime. Ese nacionalismo antepone la nación, España, al Estado como organización política y jurídica de la convivencia entre ciudadanos. Son los que mantienen en su magín el mito de España una, grande y libre y a los que se les abren las carnes de pura angustia cuando ven tantas banderas, tantas lenguas y tantos parlamentos. El otro, el de esa otra derecha disfrazada de izquierda, pero en palmaria contradicción con lo que han sido tradicionalmente los programas y propósitos del pensamiento progresista, que anteponía la libertad e igualdad de cada persona a los fantasmagóricos derechos colectivos de naciones y pueblos. ¿Acaso no podemos escapar de ese bocadillo en el que unos y otros nos meten para comernos la moral y la capacidad de discernimiento?
Las justificaciones teóricas para constituir un Estado fuertemente descentralizado y con alto grado de autogobierno de los territorios de que se compone son de dos tipos. El primero hace referencia a la identidad colectiva peculiar de ciertos grupos asentados en cierto territorio y que serían pueblos o naciones titulares del derecho a autodeterminarse como tales. La derecha más atrabiliaria entiende de esa manera a España como un todo y por eso reacciona críticamente frente a cualquier manera de romper esa mítica unidad de tintes trascendentes y esotéricos. Los llamados nacionalismos periféricos, como el catalán, el vasco o el gallego, cultivan idéntico mito, pero circunscrito al respectivo pueblo o nación. Por lo mismo que piensan los primeros que España tiene que ser, como nación, la base de un Estado único y unitario, opinan los otros que el destino natural y justo de Cataluña, País Vasco o Galicia es funcionar, de hecho o de Derecho, como un Estado independiente. Subyace a esa postura estructuralmente idéntica una rancia concepción del Estado como Estado-nación, de manera que la sustancia de la respectiva nación es la base material de todo Estado posible y adecuado.
Esa visión inquieta y desagrada a los que, como éste que suscribe, cultivan un individualismo liberaloide que tiene en más a los individuos que a los grupos y que lleva a preferir la libertad de cada uno y la básica igualdad entre todos antes que la realización y desarrollo de esos entes grupales llamados naciones o pueblos. Los escépticos que desconfiamos de teologías, incluidas la teologías políticas, y que pensamos que los espíritus de los pueblos y las esencias de las naciones no son más que fantasmas creados por la imaginación de profetas iluminados o de pícaros aprovechados, no podemos sentirnos cómodos con semejante explicación de nuestra forma de Estado, sea unitaria, autonómica, federal o confederal.
La otra justificación de la descentralización política echa mano de razones instrumentales y prácticas, básicamente de la idea de que el ciudadano sale ganando cuando quien le gobierna está más próximo y es más cercanamente controlable. Pero una fundamentación así, basada en resultados, tiene que superar la prueba de los hechos. Es decir, se ha de poder demostrar que esas ventajas son reales y tangibles, que de ese modo vivimos mejor todos y que no se vulnera en la práctica la raíz de dicho fundamento; esto es, que efectivamente estamos mejor y todos salimos ganando así organizados.
Esta última forma de defender el Estado autonómico (o lo que sea), choca con una paradoja aquí y ahora. En efecto, si el ideal es acercar a los ciudadanos el poder y la administración, ¿por qué no se otorgan mayores competencias y más medios a los ayuntamientos? La razón me parece clara: porque no es ésta visión, sino la anterior, la que en el fondo cultivan los nacionalismos periféricos y la que se está contagiando, a la defensiva, a todas las autonomías territoriales, con el resultado práctico de que el ciudadano no alcanza el protagonismo que se pretende y se queda como mero espectador perplejo del nacimiento de naciones y paranaciones en competencia feroz e irracional. De pronto el ciudadano valenciano descubre, gracias a un Estatuto y unas cuantas leyes, que existe la valencianidad –como veíamos ayer- y se pone como loco a palparse las ropas, el cuerpo y la lengua para ver dónde se la encuentra y cómo la tiene de lozana. Y acabarán los riojanos creyéndose distintos del resto porque poseen la riojaneidad. La política deja de ser asunto puramente humano y prosaico y adquiere tintes de sacramentalidad.
Los que no creemos mayormente en pueblos e identidades colectivas tan potentes como para fundar Estados necesarios simpatizamos con el espíritu descentralizador, bajo condición de que sus frutos sean ciertos y no ficticios o meros pretextos para alimentar parasitismos políticos y sociales. Pero la primacía otorgada al ciudadano individual nos lleva a demandar salvaguardas para que el carro no pase delante de los bueyes. Estimamos positiva la diversidad de todo tipo como fuente de elecciones individuales. Por ejemplo, nos parece bueno y enriquecedor que unos prefieran escribir en castellano y otros en catalán, vasco o gallego y que todas las lenguas se protejan y ninguna sea perseguida o discriminada. Pero hablemos con mayor precisión: para nosotros, lo que se persigue o discrimina no son las lenguas, sino los individuos que las hablan, por lo que tan opresivo y reprochable nos parece que en cualquier parte de un Estado plurilingüe se fuerce a los ciudadanos a hablar una lengua o la otra, la otra o la una. Que cada cual, pudiendo elegir, haga lo que quiera y lo que juzgue que más le conviene para su vida, su trabajo o su negocio.
Puestos a imaginarse nuevas quimeras, concedamos que sería más que conveniente una reforma constitucional a fondo en este Estado español. Y, ya metidos a especular, propondría una nueva organización territorial con comunidades autónomas bien cargadas de competencias, pero con el límite de tres principios básicos.
Primero, el principio de autonomía personal, el principio de libertad: nadie puede ser obligado a adoptar ni unas señas de identidad colectiva ni una lengua, ni discriminado si opta por otros modelos dentro de cualquier territorio. También podemos llamarlo principio del pluralismo: que cada comunidad vele por sus peculiaridades sociales o lingüísticas para que sus ciudadanos tengan más donde elegir en cuanto a sus formas de vida y maneras de comportamiento.
Segundo, el principio de igualdad: que en los asuntos de mayor relevancia para la vida de las personas no se establezcan diferencias de trato entre los habitantes de las distintas comunidades. Un ejemplo bien claro me parece el de que a igual trabajo igual remuneración. ¿Por qué tengo yo, por ejemplo, que cobrar por mi labor de funcionario universitario más o menos que mis colegas de Navarra, Cataluña o Murcia que hacen exactamente lo mismo que yo? Habría que comenzar, pues, por elaborar la relación de cuestiones que, por resultar fundamentales para los ciudadanos, no deben quedar sometidas a trato desigual. La convivencia familiar me parece un tema de este tipo. Les ha entrado a las comunidades autónomas la fiebre de elaborar sus propios códigos civiles o sus leyes de familia. Si se trata de repetir lo que dispone el Código Civil, mejor evitar semejantes redundancias, que salen caras; si va a resultar que las condiciones de separación o divorcio cambien con el paso del Ebro o del Tajo, mal asunto y viva el caos jurídico y vital.
Tercero, el principio económico o del ahorro. Si la fuerte descentralización administrativa es más eficiente y económica, bendita sea. Pero ¿está ocurriendo eso? ¿Cuánto dinero se nos va en la multiplicación de entes administrativos, gobiernos, cargos, parlamentos, que necesitan fingirse activos y capaces a base de inventarse chorradas? Un ejemplo del ámbito universitario: ¿por qué han de superponerse una ANECA estatal y diecisiete anequitas autonómicas? Podrían multiplicarse las muestras hasta el infinito.
¿Que quien le pone el cascabel al gato y que imposible ponerse de acuerdo en estas cosas tan simples? Puede ser, pero aquí sólo estamos echando a volar la imaginación y el sentido común. Por de pronto, yo me lo figuraría así: los partidos que quieran entrar al juegos bajo esas condiciones mínimas elaborarían la correspondiente reforma constitucional. Previamente a su tramitación definitiva o a su entrada en vigor, referendum de autodeterminación en todos los territorios que muestren una mínima inquietud nacionalista. Y que cada cual se las componga como mejor desee. Con los que libremente prefieran constituirse en Estado pleno e independiente, un cordial abrazo y adiós, muy buenas. Sin acritud, que decía aquél. Y los que se queden, a trabajar en serio, sin más peleas para llevarse por el morro la mejor parte del pastel. No más chantajes ni posturitas ofendidas.
¿Por qué ha de ser imposible, si parece razonable? O será que estoy obcecado, quién sabe. Pero en una cosa estaremos de acuerdo, supongo: esto no hay quien lo aguante y da una grima insoportable.
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