Estos días los medios de comunicación han recogido profusamente el caso del juez (sustituto) que ha revocado una orden de alejamiento de una madre hacia su hija después de pedir -el juez- a Dios que le asista en el cumplimiento de su deber, y que ha tomado tal decisión en consecuencia con su concepción cristiana de la familia, a tenor de la cual “no se pude privar a los hijos de su madre ni a ésta de sus hijos”.
Ha resonado en la sociedad el ruido del rasgado de vestiduras, inducido por periódicos, cadenas de radio y de televisión y en justa correspondencia con el talante farisaico que esta sociedad nuestra va asumiendo a marchas forzadas. No seré yo quien defienda la idea cristiana, o, más concretamente, católica de la familia. Pero es esa decisión judicial es un buen motivo para reflexionar un poco sobre cosas de jueces y sobre el lugar de las ideologías y la convicciones personales de los juzgadores en las sentencias.
Lo primero que pensará cualquiera que sepa algo de asuntos jurídicos es que este juez es un perfecto pardillo, y no le faltará razón. ¿Por qué? Por plasmar negro sobre blanco en su resolución los motivos personales que la determinan. Lo peculiar del caso no es el contenido de la decisión, sino el ataque de sinceridad del juez y su curioso propósito de dar testimonio de su fe y sus convicciones particulares por esa vía.
¿Acaso los jueces son autómatas capaces de poner radicalmente entre paréntesis su pensamiento privado cuando resuelven los asuntos que se someten a su competencia? Poco apoyo teórico encontrará tal pretensión, pues hace tiempo que ha quedado bien demostrado lo ingenuo e irreal de la misma. Todos, desde profesores del tema hasta políticos, asumen hoy que la ideología de los jueces determina en alguna medida e inevitablemente el cariz de sus fallos. Si no fuera así y no se asumiera así, no tendrían explicación las peleas políticas para colocar en los más altos tribunales magistrados de esta o aquella tendencia, conservadores o progresistas, por ejemplo. Lo que sucede es que les exigimos que trasciendan sus móviles individuales, no en el sentido de evitarlos, empeño seguramente vano, sino en el de revestir sus decisiones de justificaciones que puedan considerarse razonables incluso por aquellos ciudadanos que no compartan las convicciones del juez.
Hace ya un buen puñado de décadas, los teóricos del llamado realismo jurídico lanzaron un órdago importante frente a la creencia de que los jueces podían operar en su labor con perfecta neutralidad y objetividad, desembarazándose de su ideología, de sus opiniones, gustos, inclinaciones, complejos y hasta manías, para ver sólo puro Derecho y soluciones estrictamente jurídicas donde el común de los mortales se dejaría arrastrar por esos factores personales. Ese desafío “realista” se sintetizó en la siguiente fórmula, muy conocida: “los jueces primero deciden y después motivan”. Esto significa que sus móviles particulares, su visión de las cosas, del mundo y de las personas, guían su opción decisoria y que, luego, a la hora de motivar, tales móviles personales determinantes son hábilmente camuflados en una motivación de la sentencia que apela a argumentos de apariencia puramente técnica y estrictamente jurídica. Durante un tiempo la disputa teórica se dio entre ese “realismo” y el idealismo de quienes afirmaban la capacidad de los jueces para desembarazarse verdaderamente de su personalidad a la hora de juzgar. Así puesta la disputa, no llevaba muy lejos. Más recientemente, autores ligados a las llamadas teorías de la argumentación jurídica han dado con una salida que parece razonable: los motivos personales del juez son seguramente ineliminables y, además, incognoscibles o indemostrables, salvo que, como en el caso que comentamos, sea tan ingenuo el juez como para proclamarlos abiertamente; lo que tenemos que juzgar a la hora de analizar las resoluciones judiciales no son tales motivos, sino la calidad de las motivaciones que en la sentencia se expresan, la fuerza de convicción de tales razones que se aportan como fundamento de la decisión. Será aceptable la sentencia cuando las mismas puedan ser asumidas como aceptables, válidas y acordes con las reglas del juego jurídico por cualquier observador, aun cuando las convicciones personales y la ideología de éste sean diversas. En suma, las sentencias han de basarse en razones que apelen a los fundamentos comunes y admitidos con carácter general en un sistema jurídico y en una sociedad en un momento dado. No importa que, además de su capacidad de convicción general, esas razones encubran también los motivos particulares del juzgador. De lo que se trata es de que quien vea la sentencia pueda decir que él también habría podido decidir así con base en tales fundamentos, que no son chirriantes ni indican parcialidad, aun cuando ése que examina la sentencia se acoja a convicciones ideológicas diferentes de las del juez.
Pongamos un par de ejemplos. Alguien decide invitarle a usted esta noche a cenar un suculento plato de verduras a la plancha. Usted le pregunta que por qué ese plato y él argumenta que estamos en temporada de las mejores verduras, que en ese restaurante las preparan magníficamente, que las verduras aportan vitaminas muy importantes para la salud y que está bien comerlas al menos de vez en cuando. Usted las toma y queda plenamente satisfecho y relamiéndose. Luego descubre que su compañero es vegetariano y que su verdadero propósito era el de hacer propaganda y apología del vegetarianismo, aunque no se lo haya confesado así. ¿Acaso perderían valor las razones que le dio y por las que usted se animó a comer ese plato que le dejó tan buen sabor de boca? De esa persona podríamos decir que no ha sido sincera, pero de la concreta decisión de tomar verduras esta noche no hay por qué afirmar que haya sido irrazonable. Diferente sería que le hubiera dicho que usted tenía que comerlas porque es pecado comer carne, porque son unos malnacidos los que la incluyan en su dieta y porque le retira el saludo si no acepta cenar lo mismo que él. En suma, que lo que hace razonable o no el hecho de que usted haya decidido comer esas verduras son las razones en que se apoya esa decisión, no la intención de quien le expresó a usted esas razones que le convencieron.
Ahora compliquemos el ejemplo y hagámoslo jurídico. Supongamos que dos jueces iguales van a juzgar dos casos perfectamente idénticos, casos penales. El primero, al que llamaremos juez A, en cuanto le ve las pintas al acusado decide que lo va a condenar pase lo que pase. El segundo, juez B, está obsesionado por la imparcialidad y porque no se cuelen en sus decisiones sus personales fobias y filias. El juez A condena, pero en la motivación de su sentencia ofrece argumentos sumamente convincentes, tanto que nos hacen pensar que bien condenado está y que cualquier otro juez podría perfectamente haber condenado igual y por idénticas razones. El juez B no decide hasta el último momento, después de un inaudito esfuerzo de reflexión, y condena finalmente, pero los argumentos de su motivación son tan endebles y torpes que pensamos que la decisión malamente se sostiene. ¿Cuál de los dos es mejor persona y más honesto? Sin duda B. ¿Cuál es mejor juez y hace mejor labor en Derecho? Seguramente A. ¿Por qué? Porque las decisiones jurídicas no son trabajo de ángeles bañados de pureza y capaces de no dejarse influir por sus determinaciones personales, sino de humanos dotados de capacidad técnica y argumentativa para trascender sus motivaciones personales mediante argumentos que pongan sus fallos en buena sintonía con el Derecho vigente y sus fundamentos y con el sentir general, al menos el sentir general de los juristas. De ahí que hoy sea moneda común admitir que lo más importante de las sentencias –salvo para las partes, claro- no es el fallo, sino la motivación en la que el fallo expresamente se justifica mediante argumentos.
¿Dónde estuvo el error del este juez del que hablan hoy los periódicos? En haber expuesto en la motivación sus motivos, como si éstos pudieran ser los motivos de cualquier ciudadano, los motivos de todos. Lo dicho, un pardillo que no encontró mejor lugar para hacer apostolado.
¿Y por qué no han de valer sus razones religiosas como apoyo expreso de su resolución? Al fin y al cabo, serán muchos los jueces que operen llevados por idéntico credo, del mismo modo que a otros les podrán sus convicciones machistas o feministas o neoliberales o simplemente liberales o socialistas, etc., etc.; o el puro deseo de quedar bien ante los poderes establecidos o de que los inviten a dar conferencias en New York. La cuestión está en que en una sociedad pluralista y en la que la propia Constitución garantiza la libertad de todo tipo de credos religiosos e ideológicos, nadie que juzgue de los asuntos de interés social –y la aplicación de la ley democráticamente legitimada es el interés social primero- está facultado para hacer pasar a los demás, a la sociedad, por el aro de sus opiniones personalísimas, sino que ha de buscar con ahínco que sus decisiones pasen por el tamiz de lo común, de las reglas y las convicciones generales que puedan ser aceptables incluso para el que piense distinto y tenga otros móviles personales. Al Derecho se juega desde el interés común y desde reglas generales, no desde propósitos particulares o convicciones personales de virtud o de salvación.
Ha resonado en la sociedad el ruido del rasgado de vestiduras, inducido por periódicos, cadenas de radio y de televisión y en justa correspondencia con el talante farisaico que esta sociedad nuestra va asumiendo a marchas forzadas. No seré yo quien defienda la idea cristiana, o, más concretamente, católica de la familia. Pero es esa decisión judicial es un buen motivo para reflexionar un poco sobre cosas de jueces y sobre el lugar de las ideologías y la convicciones personales de los juzgadores en las sentencias.
Lo primero que pensará cualquiera que sepa algo de asuntos jurídicos es que este juez es un perfecto pardillo, y no le faltará razón. ¿Por qué? Por plasmar negro sobre blanco en su resolución los motivos personales que la determinan. Lo peculiar del caso no es el contenido de la decisión, sino el ataque de sinceridad del juez y su curioso propósito de dar testimonio de su fe y sus convicciones particulares por esa vía.
¿Acaso los jueces son autómatas capaces de poner radicalmente entre paréntesis su pensamiento privado cuando resuelven los asuntos que se someten a su competencia? Poco apoyo teórico encontrará tal pretensión, pues hace tiempo que ha quedado bien demostrado lo ingenuo e irreal de la misma. Todos, desde profesores del tema hasta políticos, asumen hoy que la ideología de los jueces determina en alguna medida e inevitablemente el cariz de sus fallos. Si no fuera así y no se asumiera así, no tendrían explicación las peleas políticas para colocar en los más altos tribunales magistrados de esta o aquella tendencia, conservadores o progresistas, por ejemplo. Lo que sucede es que les exigimos que trasciendan sus móviles individuales, no en el sentido de evitarlos, empeño seguramente vano, sino en el de revestir sus decisiones de justificaciones que puedan considerarse razonables incluso por aquellos ciudadanos que no compartan las convicciones del juez.
Hace ya un buen puñado de décadas, los teóricos del llamado realismo jurídico lanzaron un órdago importante frente a la creencia de que los jueces podían operar en su labor con perfecta neutralidad y objetividad, desembarazándose de su ideología, de sus opiniones, gustos, inclinaciones, complejos y hasta manías, para ver sólo puro Derecho y soluciones estrictamente jurídicas donde el común de los mortales se dejaría arrastrar por esos factores personales. Ese desafío “realista” se sintetizó en la siguiente fórmula, muy conocida: “los jueces primero deciden y después motivan”. Esto significa que sus móviles particulares, su visión de las cosas, del mundo y de las personas, guían su opción decisoria y que, luego, a la hora de motivar, tales móviles personales determinantes son hábilmente camuflados en una motivación de la sentencia que apela a argumentos de apariencia puramente técnica y estrictamente jurídica. Durante un tiempo la disputa teórica se dio entre ese “realismo” y el idealismo de quienes afirmaban la capacidad de los jueces para desembarazarse verdaderamente de su personalidad a la hora de juzgar. Así puesta la disputa, no llevaba muy lejos. Más recientemente, autores ligados a las llamadas teorías de la argumentación jurídica han dado con una salida que parece razonable: los motivos personales del juez son seguramente ineliminables y, además, incognoscibles o indemostrables, salvo que, como en el caso que comentamos, sea tan ingenuo el juez como para proclamarlos abiertamente; lo que tenemos que juzgar a la hora de analizar las resoluciones judiciales no son tales motivos, sino la calidad de las motivaciones que en la sentencia se expresan, la fuerza de convicción de tales razones que se aportan como fundamento de la decisión. Será aceptable la sentencia cuando las mismas puedan ser asumidas como aceptables, válidas y acordes con las reglas del juego jurídico por cualquier observador, aun cuando las convicciones personales y la ideología de éste sean diversas. En suma, las sentencias han de basarse en razones que apelen a los fundamentos comunes y admitidos con carácter general en un sistema jurídico y en una sociedad en un momento dado. No importa que, además de su capacidad de convicción general, esas razones encubran también los motivos particulares del juzgador. De lo que se trata es de que quien vea la sentencia pueda decir que él también habría podido decidir así con base en tales fundamentos, que no son chirriantes ni indican parcialidad, aun cuando ése que examina la sentencia se acoja a convicciones ideológicas diferentes de las del juez.
Pongamos un par de ejemplos. Alguien decide invitarle a usted esta noche a cenar un suculento plato de verduras a la plancha. Usted le pregunta que por qué ese plato y él argumenta que estamos en temporada de las mejores verduras, que en ese restaurante las preparan magníficamente, que las verduras aportan vitaminas muy importantes para la salud y que está bien comerlas al menos de vez en cuando. Usted las toma y queda plenamente satisfecho y relamiéndose. Luego descubre que su compañero es vegetariano y que su verdadero propósito era el de hacer propaganda y apología del vegetarianismo, aunque no se lo haya confesado así. ¿Acaso perderían valor las razones que le dio y por las que usted se animó a comer ese plato que le dejó tan buen sabor de boca? De esa persona podríamos decir que no ha sido sincera, pero de la concreta decisión de tomar verduras esta noche no hay por qué afirmar que haya sido irrazonable. Diferente sería que le hubiera dicho que usted tenía que comerlas porque es pecado comer carne, porque son unos malnacidos los que la incluyan en su dieta y porque le retira el saludo si no acepta cenar lo mismo que él. En suma, que lo que hace razonable o no el hecho de que usted haya decidido comer esas verduras son las razones en que se apoya esa decisión, no la intención de quien le expresó a usted esas razones que le convencieron.
Ahora compliquemos el ejemplo y hagámoslo jurídico. Supongamos que dos jueces iguales van a juzgar dos casos perfectamente idénticos, casos penales. El primero, al que llamaremos juez A, en cuanto le ve las pintas al acusado decide que lo va a condenar pase lo que pase. El segundo, juez B, está obsesionado por la imparcialidad y porque no se cuelen en sus decisiones sus personales fobias y filias. El juez A condena, pero en la motivación de su sentencia ofrece argumentos sumamente convincentes, tanto que nos hacen pensar que bien condenado está y que cualquier otro juez podría perfectamente haber condenado igual y por idénticas razones. El juez B no decide hasta el último momento, después de un inaudito esfuerzo de reflexión, y condena finalmente, pero los argumentos de su motivación son tan endebles y torpes que pensamos que la decisión malamente se sostiene. ¿Cuál de los dos es mejor persona y más honesto? Sin duda B. ¿Cuál es mejor juez y hace mejor labor en Derecho? Seguramente A. ¿Por qué? Porque las decisiones jurídicas no son trabajo de ángeles bañados de pureza y capaces de no dejarse influir por sus determinaciones personales, sino de humanos dotados de capacidad técnica y argumentativa para trascender sus motivaciones personales mediante argumentos que pongan sus fallos en buena sintonía con el Derecho vigente y sus fundamentos y con el sentir general, al menos el sentir general de los juristas. De ahí que hoy sea moneda común admitir que lo más importante de las sentencias –salvo para las partes, claro- no es el fallo, sino la motivación en la que el fallo expresamente se justifica mediante argumentos.
¿Dónde estuvo el error del este juez del que hablan hoy los periódicos? En haber expuesto en la motivación sus motivos, como si éstos pudieran ser los motivos de cualquier ciudadano, los motivos de todos. Lo dicho, un pardillo que no encontró mejor lugar para hacer apostolado.
¿Y por qué no han de valer sus razones religiosas como apoyo expreso de su resolución? Al fin y al cabo, serán muchos los jueces que operen llevados por idéntico credo, del mismo modo que a otros les podrán sus convicciones machistas o feministas o neoliberales o simplemente liberales o socialistas, etc., etc.; o el puro deseo de quedar bien ante los poderes establecidos o de que los inviten a dar conferencias en New York. La cuestión está en que en una sociedad pluralista y en la que la propia Constitución garantiza la libertad de todo tipo de credos religiosos e ideológicos, nadie que juzgue de los asuntos de interés social –y la aplicación de la ley democráticamente legitimada es el interés social primero- está facultado para hacer pasar a los demás, a la sociedad, por el aro de sus opiniones personalísimas, sino que ha de buscar con ahínco que sus decisiones pasen por el tamiz de lo común, de las reglas y las convicciones generales que puedan ser aceptables incluso para el que piense distinto y tenga otros móviles personales. Al Derecho se juega desde el interés común y desde reglas generales, no desde propósitos particulares o convicciones personales de virtud o de salvación.
Dicho todo esto, bien está que le aticemos al ese juez alicantino, pero apliquemos siempre la misma pauta y juzguemos igual al que en su sentencia proclame como guía o inspiración cualquier otra convicción que no tenga por qué resultar aceptable y razonable para todos. Que hay mucho juez también de discurso único y políticamente correcto, y de “religión” secular, que hace de su capa un sayo a base de poner muy metafísicos principios donde éste ponía a Dios y a la fe católica; y ésos suelen irse de rositas. Para más inri, suelen estar en los tribunales constitucionales, y a veces incluso llegan a ellos por su condición de fieles de algún credo simpático a los poderes más terrenales. Y, para colmo, hasta disimulan fatal.
Pues no lo tengo yo muy claro. Si el juez B condena con argumentos endebles, tanto que su decisión apenas se sostiene, de fijo que el acusado recurre la sentencia y ésta es revocada por el Tribunal superior. Así que, atendiendo tanto a la calidad de la sentencia, como al resultado, no parece que el juez B sea mejor que el juez A, ni que haga mayor labor jurídica.
ResponderEliminarEn mi opinión, la única argumentación convincente es la que se sustenta en el derecho (con independencia de que éste sea siempre expresión de una determinada ideología, no lo olvidemos), y no en las convicciones más o menos generales. Conceptos tales como "interés comùn" o "convicciones generales" me parecen pura metafísica al margen del sistema de normas legales.
Por otra parte, coincido con ud. en que los jueces primero deciden, y después motivan, pero ello implica un gravísimo problema: que la motivación a posteriori implica, las más de las veces, una absoluta parcialidad en la apreciación de la prueba, que es valorada para que justifique el sentido de la decisión. Y cuando los hechos fundamentales para decidir se sustentan en una prueba de libre valoración (testigos o peritos), la discreccionalidad más absoluta entra por la puerta a costa de que la justicia salga por la ventana.
Me parece que no se acierta denominando "juez" a un sustituto, mero licenciado en derecho, la mayor parte de las veces sin formación ni experiencia alguna, al que eventualmente y a causa de las numerosas vacantes, se coloca al frente de un juzgado, disparate sin parangón en el mundo civilizado, que aquí es moneda corriente. Si alguien se molestara en indagar sobre las noticias de disparates judiciales (yo lo he hecho) se encontraría que un porcentaje abrumadoramente mayoritario corresponde a jueces sustitutos, magistrados suplentes y favorecidos por el "cuarto turno". Extraigan las consecuencias.
ResponderEliminarComparto la visión crítica sobre las puertas traseras de acceso a la carrera judicial, y tengo bastante claro que en la evidentemente irreal hipótesis de que cualquier gobierno futuro decidiese verdaderamente apostar por la modernización y la eficiencia del país dedicaría los dineros de carreteras, aeropuertos y trenes de alta velocidad a poner en pie, por primera vez en nuestra historia, una justicia profesional e independiente que cumpliese el -bastante modesto- objetivo de producir sistemáticamente las sentencias de primera instancia en 100 días naturales, contados desde el inicio del procedimiento.
ResponderEliminarYo personalmente -y conozco unos cuantos de la misma opinión- aceptaría encantado que el tiempo de viaje a Madrid se doblara, si nos diesen a cambio esa minucia.
No ocurrirá, así que dejo de soñar despierto.
Añado, aunque sea salirme de la discusión jurídica, que parece ser que el individuo de marras tiene fácil crítica:
-está condenado por el juzgado de Primera Instancia e Instrucción número seis de Dénia a reconocer un hijo extramatrimonial tenido en 2004,
-administra una empresa.
O a lo mejor es que es duro de oído, escucha a Dios unas veces y otras no. ¿Organizamos una colecta para regalarle un Teosonotone?
Saludos a todos,
Estimado Antón, discúlpeme, pues me equivoqué en el texto al señalar a los jueces A y B. Ya está corregido y, con ello, restablecido nuestro acuerdo.
ResponderEliminarParticipo de las consideraciones de los otros amigos sobre los jueces sustitutos, cómo no.
Un saludo cordial a todos.
Estoy de acuerdo en tus argumentos, pero me gustaría hacer una matización porque el ejemplo de los dos jueces penales no es trasladable sin más al caso del Juez sustituto de Alicante. Y es que la ley en ocasiones deja al "prudente arbitrio del Juez" la decisión. En esos casos, como es el de decidir lo mejor para los hijos, no veo tan mal que se aleguen razones ideológicas o morales, porque esas decisiones no se apoyan en argumentos jurídicos, ni tampoco tiene que ser así; porque el prudente arbitrio del Juez es del Juez, no de la ley. En definitiva, que en estos casos lo veo razonable y lo hecho por el Juez sustituto no es tan descabellado o inocente.
ResponderEliminarEs mal asunto dejar nada al prudente arbitrio de los jueces, y la norma que así lo establece siempre me ha parecido imperfecta. La arbitrariedad no tiene cabida en la aplicación de una justicia democrática, y cualquier decisión judicial deber ser, ante todo, reconocible como parte de la estructura jurídica en la que se inserta. Las únicas razones ideológicas o morales a las que debe atender una decisión judicial son aquellas que forman parte integrante de las normas jurídicas, y no otras, puesto que la ideología o la moral ajena a dichas normas debe siempre mantenerse en el ámbito de lo privado, y nunca puede ser impuesta por un juez. Por ejemplo, no sería admisible que una resolución judicial denegara una solicitud de divorcio porque el juez entendiera, desde su ideología religiosa, que el matrimonio es indisoluble.
ResponderEliminarDe igual modo, me parece por completo contrario al derecho fundamental a una tutela judicial efectiva que el juez fundamente sus resoluciones en argumentos políticos, al margen de las normas juridico-políticas aplicables en cada caso. Criticar, por ejemplo, que los jueces se oponen al gobierno socialista o al proceso de paz porque siguen procesando y condenando a los terroristas de ETA a pesar de la "tregua", no es sino la expresión de una ideología en la que la justicia, lejos de considerarse independiente, y obligada a actuar conforme a la ley, se considera que debe estar subordinada a los intereses políticos del partido gobernante. Lo cual, desde luego, es abiertamente contrario a nuestra norma constitucional.
En el caso del juez de Alicante, a no ser que en la sentencia se razonara que habían desaparecido las causas que justificaron en su día la orden de alejamiento (causas, desde luego, de las previstas en la ley: seguro que no se justificó el alejamiento en que el padre era tartamudo, o ateo, pongamos por caso), dejarla sin efecto por razones ajenas al sistema de normas legales aplicables al caso no es sino la sustitución de la justicia por la arbitrariedad.
Un último comentario: estoy de acuerdo en que los jueces sustitutos, salvo poquísimas excepciones que nada justifican, carecen de sentido y deben desaparecer de inmediato. Pero subrayar una y otra vez que el autor de la resolución de Alicante era un juez sustituto no debe distraernos ni hacernos pensar que los jueces "pata negra" no resuelven nunca de parecida forma. Algunos -pocos- lo hacen. E insistentemente. Y, si son medianamente hábiles, con total impunidad. En esto último sí suelen diferenciarse netamente de los sustitutos.