Se supone que el profesor universitario tiene un doble cometido, la docencia y la investigación y que, en consecuencia, la calidad de ambas tareas debe ser coherentemente valorada e incentivada por los poderes públicos competentes. Formal o nominalmente así ocurre, pero deberíamos hacer un buen esfuerzo para evaluar si el ambiente universitario y las medidas que al efecto se ponen en marcha efectivamente sirven a ese propósito. Aquí hablaremos solamente de la investigación e, inevitablemente, de la investigación en las llamadas ciencias humanas, sociales y jurídicas. Lamentándolo mucho el balance no será positivo, por mucho que no queramos caer en derrotismos ni en vanos pretextos para abandonar el esfuerzo.
Tradicionalmente la gran excusa ha sido la falta de medios. Creo que ese juicio a día de hoy no puede mantenerse, por mucho que nuestro país figure en un puesto bien atrasado en cuanto a las partidas presupuestarias asignadas a la investigación universitaria y aunque la situación sea claramente mejorable. Pero medios existen y pocos serán los que en el ámbito citado puedan alegar que carecen de los recursos imprescindibles para una labor solvente. ¿Dónde estarían, pues, las dificultades? Creo que en una combinación de los factores siguientes: deficiencias organizativas de las propias universidades y pésimos sistemas de valoración de los resultados de la investigación, con una inevitable secuela de vicios inducidos por el sistema y adquiridos por los investigadores y una creciente desmoralización de muchos de los profesionales universitarios mejor dispuestos y más capaces para el esfuerzo. Desglosemos brevemente algunos de esos defectos que lastran el trabajo investigador en el medio universitario.
1. Burocratización. La universidad está burocratizada hasta la médula. Quien no quiera quedarse completamente fuera de juego y cómodamente abandonado al cultivo de su vida privada, sin merma de sueldo, está abocado a gastar cantidades ingentes de tiempo redactando informes, proyectos, memorandos, etc., o asistiendo a mil y una reuniones estériles de comisiones y juntas. Gran parte de esa labor burocrática se justifica por la necesidad de establecer controles sobre la asignación y el uso de partidas económicas para la investigación, lo cual es loable en la intención, pero adolece de graves disfuncionalidades, por dos razones principales. Una, por lo poco efectivo de tales controles, ya que normalmente se trata nada más que de acumular papeles sin una real y efectiva fiscalización de los resultados que en ellos se reflejan. Y la otra, por la falta de personal administrativo que realice una efectiva labor de auxilio a los investigadores. El personal de administración de las universidades suele contar en su ideología gremial con el convencimiento de que la investigación es labor personal del investigador, realizada por su cuenta y riesgo y para su personal beneficio, de modo que cae fuera de las obligaciones de dicho personal el prestar apoyo burocrático y administrativo a la misma. En muchas universidades han surgido conflictos, por ejemplo, sobre si el personal administrativo debe colaborar en el papeleo de los proyectos de investigación del profesorado, y la conclusión suele ser negativa. Y ahí tiene usted a los profesores perdiendo un precioso tiempo y devanándose los sesos para cuadrar contabilidades y rellenar mil y un formularios, mientras la famosa hora del café se alarga y se alarga.
2. Penosa consideración de los resultados. Quizá la lacra más terrible que padece la universidad española actual es el sectarismo. El poder y la influencia de los grupos y escuelas cuentan por lo general mucho más que la calidad de los rendimientos de cada cual. Esto se traduce en arbitrariedad y descontrol por la falta de ecuanimidad a la hora de juzgar los frutos del trabajo investigador de los profesores. Las decisiones acaban dependiendo de evaluadores y tribunales que operan con un ojo puesto en los resultados de los candidatos y otro –el bueno- en conveniencias personales y de grupos. Cuando quienes componen esas instancias juzgadoras y fiscalizadoras están o se colocan por encima de banderías académicas no hay problema. Pero muy a menudo, demasiado a menudo, evaluadores y miembros de tribunales aprovechan tales tesituras para tomarse venganza de colegas díscolos o para favorecer descaradamente a los de su bando, pasando por encima de todo propósito de objetividad y justicia.
Las enseñanzas que de todo esto se siguen, especialmente para los más jóvenes, son fuertemente descorazonadoras y se sintetizan en la idea de que vale más arrimarse a buen árbol que exhibir una competencia indubitada y por encima de todo y de todos.
3. Normas absurdas. La tendencia es a medir los resultados al peso. Usted escribe en seis años, o en diez, una única monografía que hace época y supone un avance grande en su disciplina, y lleva claramente las de perder frente al que en el mismo tiempo ha producido veinte refritos insustanciales en forma de libros o artículos. La cantidad cuenta muchísimo más que la calidad, el bulto importa más que el fruto.
Es de temer que la nueva regulación de los concursos para obtener la acreditación para profesor titular y catedrático acentúe tanto esta tendencia como la mencionada en el punto anterior. Para todo el ámbito de las ciencias sociales y jurídicas habrá un único miembro en la comisión juzgadora, el cual, por muy puras que sean sus intenciones, tendrá que juzgar al peso y por puros signos externos, cosa a la que, además, invita el propio baremo que en el proyecto de decreto en curso se contiene. Súmese a esto la eliminación del sorteo y un más que problemático sistema de nombramiento digital de los miembros de tales comisiones, para que los efectos previsibles resulten fuertemente desmoralizadores. Eso sí, a los componentes de tales comisiones se les pedirá que firmen un “código ético” que da una risa que te mueres.
Para colmo, tienden a contar junto con la investigación y en grado casi equiparable cosas tales como las estancias en el extranjero –sin control de sus resultados reales, sólo como fomento del viaje por el viaje-, el desempeño de cargos académicos –si usted ni tiene ganas de devanarse los sesos con lecturas y escritura, hágase secretario de su Facultad, que eso también computa- y tonterías como asistir a esos cursitos para lelos en los que te enseñan a usar el power point o a poner mono el portafolios de los estudiantes.
4. Creciente desconexión entre docencia e investigación. Es un tópico eso de que el buen investigador tenderá a ser un buen docente. Pero las nuevas orientaciones pedagógicas tienden a desvincular ambos discursos. Recuerdo a muchos de mis profesores de antaño que en cada tema traían a colación las polémicas doctrinales pertinentes y explicaban las tesis contrapuestas de estos o aquellos autores. Podía resultar pesado o inconveniente a veces, por excesivo o doctrinario en exceso, pero al menos adquiría el estudiante la idea de que la ciencia se hace al andar y al discutir y que los temas que en las aulas se explican no son un simple recetario de simplezas sin vuelta de hoja. Ahora se quiere una enseñanza puramente instrumental y sencilla y complementada, a ser posible, más con el comentario de noticias de prensa que con la lectura de sesudos textos técnicos. Y para recitar semejantes trivialidades desde una tarima o para discutir una hora entera sobre opiniones de andar por casa con los estudiantes el investigador avezado no es en absoluto necesario, sobra incluso.
¿Qué nos queda si en todo lo anterior hay algo de cierto? Nos queda una situación poco halagüeña en general, pero con diferentes efectos según que se trate de investigadores jóvenes que aún tengan que consolidar su puesto y su carrera profesoral o de profesores con el cocido ya bien asegurado gracias a su condición funcionarial. A los primeros más les vale meter en el cajón sus ínfulas científicas y acomodarse a los tiempos: llenar el curriculum de cositas, como cursillos, comunicaciones más o menos intrascendentes en congresos y congresillos, presencia nominal en muchos proyectos de investigación, puestos de gestión y, sobre todo, obediencia, mucha obediencia. Además, por supuesto, de escritura febril de esos textos que van a contar mucho más por la cantidad que por el contenido. Ni siquiera hay que preocuparse por la sintaxis o la ortografía: usted, joven, escriba y escriba, rellene folios, publique aquí y allá, en la plena conciencia de que seguramente nadie va a leer sus ocurrencias y de que, si alguien las lee, no le va a perjudicar ningún juicio negativo, pues aquí todo el mundo es bueno, especialmente para los amigos, y más vale mucho y malo que poco y bueno. No se trata de componer música, sino de hacer ruido, mucho ruido. Si algo queda de vocación científica seria después de pasar por ese trance y de tanto mal hábito adquirido a la fuerza, será por puro milagro y por inusitada y terca vocación del sujeto.
Los que ya tienen la vida resulta y el sueldo amarrado sentirán cada vez con más fuerza la tentación de entregarse al dolce far niente, a la vida contemplativa, al mínimo esfuerzo. Salvo prodigiosas vocaciones, otra vez, se impondrá poco a poco la convicción de que para qué leer y escribir si total casi nadie lee ya casi nada y si, además, los pequeños reconocimientos que aún caben dependen más de las relaciones sociales y las tramas académicas que de la calidad del producto que cada cual ofrezca al mercado.
¿Mercado? ¿Qué mercado? Un mercado tremendamente restringido. Fuera de todos esos condicionamientos, el único sentido que mantiene la investigación se agota en el propósito de jugar en esa pequeña liga que en cada disciplina se organiza espontáneamente, en grupos mínimos que todavía leen, debaten y se encuentran en unos pocos foros selectos, integrados por auténticos locos, por excéntricos que juegan por libre, tal vez con la secreta aspiración de que algo de su obra perdure un día y se recuerde dentro de diez o veinte años, si es que para entonces algo cuentan aún tales cosas. ¿Merecerá la pena abandonarse a esa fe? Con lo bien que podemos vivir sin dar golpe y aparentando por el morro que somos la monda de importantes...
Bueno, siempre podemos aspirar a rectores. O a presidentes de la comunidad de vecinos.
Tradicionalmente la gran excusa ha sido la falta de medios. Creo que ese juicio a día de hoy no puede mantenerse, por mucho que nuestro país figure en un puesto bien atrasado en cuanto a las partidas presupuestarias asignadas a la investigación universitaria y aunque la situación sea claramente mejorable. Pero medios existen y pocos serán los que en el ámbito citado puedan alegar que carecen de los recursos imprescindibles para una labor solvente. ¿Dónde estarían, pues, las dificultades? Creo que en una combinación de los factores siguientes: deficiencias organizativas de las propias universidades y pésimos sistemas de valoración de los resultados de la investigación, con una inevitable secuela de vicios inducidos por el sistema y adquiridos por los investigadores y una creciente desmoralización de muchos de los profesionales universitarios mejor dispuestos y más capaces para el esfuerzo. Desglosemos brevemente algunos de esos defectos que lastran el trabajo investigador en el medio universitario.
1. Burocratización. La universidad está burocratizada hasta la médula. Quien no quiera quedarse completamente fuera de juego y cómodamente abandonado al cultivo de su vida privada, sin merma de sueldo, está abocado a gastar cantidades ingentes de tiempo redactando informes, proyectos, memorandos, etc., o asistiendo a mil y una reuniones estériles de comisiones y juntas. Gran parte de esa labor burocrática se justifica por la necesidad de establecer controles sobre la asignación y el uso de partidas económicas para la investigación, lo cual es loable en la intención, pero adolece de graves disfuncionalidades, por dos razones principales. Una, por lo poco efectivo de tales controles, ya que normalmente se trata nada más que de acumular papeles sin una real y efectiva fiscalización de los resultados que en ellos se reflejan. Y la otra, por la falta de personal administrativo que realice una efectiva labor de auxilio a los investigadores. El personal de administración de las universidades suele contar en su ideología gremial con el convencimiento de que la investigación es labor personal del investigador, realizada por su cuenta y riesgo y para su personal beneficio, de modo que cae fuera de las obligaciones de dicho personal el prestar apoyo burocrático y administrativo a la misma. En muchas universidades han surgido conflictos, por ejemplo, sobre si el personal administrativo debe colaborar en el papeleo de los proyectos de investigación del profesorado, y la conclusión suele ser negativa. Y ahí tiene usted a los profesores perdiendo un precioso tiempo y devanándose los sesos para cuadrar contabilidades y rellenar mil y un formularios, mientras la famosa hora del café se alarga y se alarga.
2. Penosa consideración de los resultados. Quizá la lacra más terrible que padece la universidad española actual es el sectarismo. El poder y la influencia de los grupos y escuelas cuentan por lo general mucho más que la calidad de los rendimientos de cada cual. Esto se traduce en arbitrariedad y descontrol por la falta de ecuanimidad a la hora de juzgar los frutos del trabajo investigador de los profesores. Las decisiones acaban dependiendo de evaluadores y tribunales que operan con un ojo puesto en los resultados de los candidatos y otro –el bueno- en conveniencias personales y de grupos. Cuando quienes componen esas instancias juzgadoras y fiscalizadoras están o se colocan por encima de banderías académicas no hay problema. Pero muy a menudo, demasiado a menudo, evaluadores y miembros de tribunales aprovechan tales tesituras para tomarse venganza de colegas díscolos o para favorecer descaradamente a los de su bando, pasando por encima de todo propósito de objetividad y justicia.
Las enseñanzas que de todo esto se siguen, especialmente para los más jóvenes, son fuertemente descorazonadoras y se sintetizan en la idea de que vale más arrimarse a buen árbol que exhibir una competencia indubitada y por encima de todo y de todos.
3. Normas absurdas. La tendencia es a medir los resultados al peso. Usted escribe en seis años, o en diez, una única monografía que hace época y supone un avance grande en su disciplina, y lleva claramente las de perder frente al que en el mismo tiempo ha producido veinte refritos insustanciales en forma de libros o artículos. La cantidad cuenta muchísimo más que la calidad, el bulto importa más que el fruto.
Es de temer que la nueva regulación de los concursos para obtener la acreditación para profesor titular y catedrático acentúe tanto esta tendencia como la mencionada en el punto anterior. Para todo el ámbito de las ciencias sociales y jurídicas habrá un único miembro en la comisión juzgadora, el cual, por muy puras que sean sus intenciones, tendrá que juzgar al peso y por puros signos externos, cosa a la que, además, invita el propio baremo que en el proyecto de decreto en curso se contiene. Súmese a esto la eliminación del sorteo y un más que problemático sistema de nombramiento digital de los miembros de tales comisiones, para que los efectos previsibles resulten fuertemente desmoralizadores. Eso sí, a los componentes de tales comisiones se les pedirá que firmen un “código ético” que da una risa que te mueres.
Para colmo, tienden a contar junto con la investigación y en grado casi equiparable cosas tales como las estancias en el extranjero –sin control de sus resultados reales, sólo como fomento del viaje por el viaje-, el desempeño de cargos académicos –si usted ni tiene ganas de devanarse los sesos con lecturas y escritura, hágase secretario de su Facultad, que eso también computa- y tonterías como asistir a esos cursitos para lelos en los que te enseñan a usar el power point o a poner mono el portafolios de los estudiantes.
4. Creciente desconexión entre docencia e investigación. Es un tópico eso de que el buen investigador tenderá a ser un buen docente. Pero las nuevas orientaciones pedagógicas tienden a desvincular ambos discursos. Recuerdo a muchos de mis profesores de antaño que en cada tema traían a colación las polémicas doctrinales pertinentes y explicaban las tesis contrapuestas de estos o aquellos autores. Podía resultar pesado o inconveniente a veces, por excesivo o doctrinario en exceso, pero al menos adquiría el estudiante la idea de que la ciencia se hace al andar y al discutir y que los temas que en las aulas se explican no son un simple recetario de simplezas sin vuelta de hoja. Ahora se quiere una enseñanza puramente instrumental y sencilla y complementada, a ser posible, más con el comentario de noticias de prensa que con la lectura de sesudos textos técnicos. Y para recitar semejantes trivialidades desde una tarima o para discutir una hora entera sobre opiniones de andar por casa con los estudiantes el investigador avezado no es en absoluto necesario, sobra incluso.
¿Qué nos queda si en todo lo anterior hay algo de cierto? Nos queda una situación poco halagüeña en general, pero con diferentes efectos según que se trate de investigadores jóvenes que aún tengan que consolidar su puesto y su carrera profesoral o de profesores con el cocido ya bien asegurado gracias a su condición funcionarial. A los primeros más les vale meter en el cajón sus ínfulas científicas y acomodarse a los tiempos: llenar el curriculum de cositas, como cursillos, comunicaciones más o menos intrascendentes en congresos y congresillos, presencia nominal en muchos proyectos de investigación, puestos de gestión y, sobre todo, obediencia, mucha obediencia. Además, por supuesto, de escritura febril de esos textos que van a contar mucho más por la cantidad que por el contenido. Ni siquiera hay que preocuparse por la sintaxis o la ortografía: usted, joven, escriba y escriba, rellene folios, publique aquí y allá, en la plena conciencia de que seguramente nadie va a leer sus ocurrencias y de que, si alguien las lee, no le va a perjudicar ningún juicio negativo, pues aquí todo el mundo es bueno, especialmente para los amigos, y más vale mucho y malo que poco y bueno. No se trata de componer música, sino de hacer ruido, mucho ruido. Si algo queda de vocación científica seria después de pasar por ese trance y de tanto mal hábito adquirido a la fuerza, será por puro milagro y por inusitada y terca vocación del sujeto.
Los que ya tienen la vida resulta y el sueldo amarrado sentirán cada vez con más fuerza la tentación de entregarse al dolce far niente, a la vida contemplativa, al mínimo esfuerzo. Salvo prodigiosas vocaciones, otra vez, se impondrá poco a poco la convicción de que para qué leer y escribir si total casi nadie lee ya casi nada y si, además, los pequeños reconocimientos que aún caben dependen más de las relaciones sociales y las tramas académicas que de la calidad del producto que cada cual ofrezca al mercado.
¿Mercado? ¿Qué mercado? Un mercado tremendamente restringido. Fuera de todos esos condicionamientos, el único sentido que mantiene la investigación se agota en el propósito de jugar en esa pequeña liga que en cada disciplina se organiza espontáneamente, en grupos mínimos que todavía leen, debaten y se encuentran en unos pocos foros selectos, integrados por auténticos locos, por excéntricos que juegan por libre, tal vez con la secreta aspiración de que algo de su obra perdure un día y se recuerde dentro de diez o veinte años, si es que para entonces algo cuentan aún tales cosas. ¿Merecerá la pena abandonarse a esa fe? Con lo bien que podemos vivir sin dar golpe y aparentando por el morro que somos la monda de importantes...
Bueno, siempre podemos aspirar a rectores. O a presidentes de la comunidad de vecinos.
Por cierto: ¡nuestra identidad secreta está en peligro! Hoy me han llamado en público por mi nom de guerre (no de guarre: un respeto). Un cadeirádego, nichts wenig.
ResponderEliminar¡Pronto cualquiera descifrará su sagaz pseudónimo, auténtico prodigio de la criptografía! ¡Nadie está a salvo! Penitenziagite!
En general estoy de acuerdo con usted, pero aparte de comentar cuestiones científicas avanzadas en las clases, un buen profesor tendría que saber sacarle jugo (didáctico) a noticias de prensa, eventos sociales, opiniones y todas esas cosas que se ven a diario.
ResponderEliminarQue alguien del "público" nos cuente qué sucede en las ciencias naturales y experimentales. Gracias.
Cuando yo velaba mis primeras armas de jurista, se me ocurrió preguntarle a un abogado veterano si "había que saberse de memoria" los códigos (esa era mi obsesión de estudiante en la Facultad). Me respondió que no, que los códigos sirven para llevarlos en el bolsillo... A veinte años de mi licenciatura, pienso que la enseñanza del derecho (si no han cambiado mucho las cosas) es atroz: muchas leyes, y poco razonamiento. El "case method", con todo lo desprestigiado que se crea, enseña a formar mentes jurídicas.
ResponderEliminarBuenas noticias para mí, parece ser que los palestinos se van a reventar entre sí.
ResponderEliminarEl "alguien del público" podría ser yo, pero entre la desidia y el mucho trabajo, no lo hago. A cambio me encuentro medio hecha la tarea en un artículo que acabo de leer en Diario de Sevilla:
ResponderEliminarhttp://www.diariodesevilla.com/112360_ESN_HTML.htm
Para aquellos que sean mucho más curiosos, les recomiendo la lectura de:
http://www.madrimasd.org/revista/revistaespecial1/
En este número de la revista hay varios artículos muy interesantes, pero mi recomendación es la contribución del Prof. Mikel Buesa, tan admirable por motivos diferentes a los profesionales que muestra en este artículo.
el mundo de las ciencias esta igual. todo lo que se menciona aqui es aplicable.
ResponderEliminarMucha razón en todo lo que señalas. La institución Universitaria está absolutamente mecanizada, burocratizada y corrupta por intereses ajenos al desarrollo del saber. Aquí en Chile es peor aún con la privatización y el lucro.
ResponderEliminarSaludos cordiales