21 julio, 2007

AVEría

Como buen paleto, y como norteño discriminado por las naciones emergentes, no he viajado mucho en AVE. Anteayer, jueves 19, me tocaba ir a Andalucía en misión propia de Anacleto, agente secreto. Así que, todo contento, tomé a mediodía el AVE en Atocha. Mis expectativas no fueron defraudadas, leído como estaba sobre la fauna que lo frecuenta.
La primera hora transcurrió según lo previsto. El pasaje, una buena síntesis de ejecutivos de marca y especímenes nacionales con plumaje de verano: camiseta, pantalón corto, gordas pantorrillas peludas y chanclas. Qué tiempos aquellos, cuando el cante lo daban los guiris ingleses y centroeuropeos, en contraste con la austera dignidad del lugareño castellano de raído traje negro y camisa blanca abrochada hasta el cerebro con alevosía e indiferencia climática. No consigo concentrarme en la lectura, pues a mi lado, pasillo de por medio, viajan abuela y mamá con dos niños, escuálido el pequeño, obeso el otro. La mamá les dice cosas amables y mira complacida alrededor cuando los infantes le replican con descaro. La abuela les grita con desconocimiento de las modernas consignas educativas. Nos ponen la comida y el pequeño gordinflón quiere que le unten la mantequilla y el quesito en el pan. La abuela se opone con vehemencia senil y señala las elevadas calorías. La madre se muestra transigente y conciliadora. Luego la mamá toma el móvil y llama a un tal Jacobo. Por la manera de gritar diríase que se trata del marido; por el contenido amable de las frases y por la sonrisa pudiera ser que no.
En el recinto para las maletas un perro aúlla todo el rato. Privilegios caninos. Si yo me pusiera a cantar a voz en grito el Asturias patria querida se me echarían encima los pasajeros y tomaría cartas la autoridad. De tanto en tanto una señora de negro se acerca al chucho y le recita requiebros que no lo aplacan lo más mínimo.
A mi espalda un tipo impecablemente trajeado llama con su móvil y se presenta a su distante interlocutor como directivo de Sacyr. En un periquete cierra la construcción de un parque y queda acordada la financiación de la obra. País de negocios rodantes y rodados.
Para el tren en Puertollano y ahí se queda: avería. La happy family se muestra complacida porque les devolverán el importe del billete. Intento seguir leyendo como si nada, pero pronto nos mandan bajar, pues, al parecer, nos trasbordan a un tren lanzadera. Diablos, se me dispara la imaginación. Pero a donde nos lanzan es al andén, con un calor del demonio. Media hora. Luego nos hacen subir a otro tren que no tiene aspecto de lanzar nada y que camina cuarenta metros y vuelve a detenerse. Caigo de nuevo al lado de la familia ejemplar y también me toca cerca una especie de Joaquín Cortés en miniatura, gitano-souvenir que tararea por soleares con voz de vicetiple. El perro ya no está. Un poco más allá un señor entrado en años y un joven con pinta de tercero de ingeniería industrial se escandalizan a dúo porque en un ayuntamiento de no sé dónde han pactado el PP e IU. Intolerable. Pero qué vas a esperar del progreso, si hasta el AVE se atranca.
Echa a andar el nuevo tren al cabo de casi dos horas y mi mirada busca desesperadamente una señora con gallina y bocadillo de chorizo casero. No hay tal. Ha desaparecido de nuestro horizonte cultural figura tan entrañable, devorada por la modernidad y la globalización.
Vuelvo al libro de Ferrán Gallego, Todos los hombres del Führer, y me quedo pensando en el siguiente párrafo (pp. 30-31): “Contemplándolos de cerca, uno puede considerar la forma en que Chateaubriand se excusaba ante los lectores de sus memorias al acabar la etapa dedicada a Napoleón, indicando que, desaparecidos los grandes hombres, sólo nos quedan los acontecimientos”.

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