17 septiembre, 2007

La berrea del político. Por Francisco Sosa Wagner

La berrea es -casi todo el mundo lo sabe- la época de celo del ciervo, aquella en la que el macho llama a la hembra con berridos agudos y ansiosos, henchidos de verriondez y de vida. Constituye un espectáculo tan magnífico que existen excursiones organizadas y apostaderos especiales para oír el acucioso bramido, lo que demuestra que los humanos nos divertimos a veces de manera un tanto estrambótica. Creo que los deseos fornicadores del cérvido merecen mayor respeto como lo merecen en general los animales que tan disciplinados son en el trance del desahogo, con sus épocas y momentos perfectamente identificados y codificados. Ello es signo de orden y contrasta vivamente con lo desparramado que viven el hombre y la mujer sus impulsos sexuales, repartidos a lo largo del año sin orden ni concierto, aquí te pillo, aquí te mato, todo seguido y sin más método que el de Ogino.

Pero lejos de avergonzarnos con esta actitud de fisgones e indiscretos y de meternos donde nadie nos llama, lo cierto es que blasonamos de ello y ahora es de buen tono contar -entre amigos- la berrea vivida en una madrugada de la sierra cordobesa. En la especie humana no existe la berrea como vengo recordando pues que somos víctimas de una permanente desazón, que no claudica nunca, ante los atractivos del sexo opuesto y esta disposición de ánimo, cuando no va seguida de la acción remuneradora, nos hace perder muchísimas energías.

Los únicos que practican una modalidad original de berrea son los políticos en su época de celo. Cuál sea esta época es cosa de todos conocida: la electoral, aquella en la que se divisan en el horizonte las urnas, las papeletas, los recuentos, los resultados, la alegría, el desencanto... El período electoral es una especie de cuaresma con sus sermones -que son los mítines- y su dieta pues el político se ve obligado a comer todo lo que de singular existe en cada rincón que visita. Dijérase que el político se da un atracón en esos momentos de señas de identidad: mucha paella, mucha fabada, mucho lechazo, mucho pescaíto frito y así hasta el hartazgo.

Y es probablemente este régimen alimenticio el que le desordena sus desagües interiores y el que le lleva a practicar la berrea. No a la luz de los amaneceres tibios, allá cuando se nos enredan las supersticiones y se desperezan nuestras soledades interiores, sino a la luz de los titulares de los periódicos que son carros voladores, lumbres que emiten -incansables- ondas fugaces y fugitivas. Entonces es cuando el político berrea, no llamando a la hembra para entregarse con ella a esa turbulencia erótica destinada a apagar las ardentías, sino llamando al votante a entregarse a la urna, a derramarse en ella y procrear una mayoría parlamentaria.

El método utilizado no es tampoco el usual en los bosques, el bramido macho que es al tiempo lanza y bayoneta, sino el grito destemplado en medio del mitin -esa bazofia de la democracia- prometiendo a la pareja anhelante una vivienda, al niño que nace unos pañales y al viejo que muere una dentadura ...

Esta es la modalidad de berrea del político en esta su época de mayores exigencias sexuales, cuando el voto es falo y la urna, vasija plena de recompensas. Y cuando la excitación se trueca en fecunda fantasía, entonces es la autopista, el tren, la Universidad, el hospital, el sueldo triplicado, lo que berrea -campanudo y desafiante- el político, ya libre de cualquier atadura y entregado al vértigo del trajín sexual sin sexo que eso es al cabo la política, mujer engañosa, trápala de hielo.

Que dure lo menos posible esta desazón erótica del político es a lo único que podemos aspirar quienes no berreamos más que de tedio.

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