También este escrito de Joaquín Leguina me lo enviaron hace unos días y aquí va.
Queridos maestros. Por Joaquín Leguina.
Durante mis años de juventud y aprendizaje, primero en Bilbao y luego en París y en Madrid, tuve una convencida devoción por el marxismo y no sólo como militante, como activista político contra una dictadura que –para quienes la soportábamos- amenazaba con ser inmortal, pues aquel general bajito y de voz aflautada (que estaba convencido de poder pasar a la Historia por todas las virtudes de las que carecía) no daba señales de querer morirse.
Muchos llegamos a creer, en efecto, que el marxismo, es decir, “el materialismo histórico”, era una ciencia al estilo de la Física. Una ciencia que había tenido en Carlos Marx a su Copérnico y también a su Newton. Tratábamos de hacer con esa poderosa arma, “científicamente”, la revolución que nos traería, a impulsos del proletariado, un mundo libre al fin, es decir, sin clases. Sin explotación del hombre por el hombre.
El marxismo había movido en el pasado muchas conciencias, incluso había sido capaz –revolución mediante- de crear unas sociedades sin capitalistas, por ejemplo, en Rusia y en China. Claro que veíamos a esos países anticapitalistas con no pocas reticencias, pues sabíamos que allí no había, ni por asomo, libertades civiles…. aunque tampoco existían banqueros. “Vaya lo uno por lo otro”, era ésta, quizá, nuestra justificación de lo injustificable.
Mas, en lo tocante a la citada ciencia, las modas –también en el marxismo- venían de París y se llamaban entonces “estructuralismo”… y como en cualquier culto, tenían sus teólogos y sus pontífices y, en primer lugar, a Louis Althusser, un profesor de la École Normal, que vivía en una residencia universitaria de la Rue D’Ulm. Althusser era por aquellos días el gurú del “marxismo estructuralista”, un pensamiento con gran prestigio entre la progresía universitaria, dentro de la cual brillaban con luz propia muchos de los alumnos normaliens de Althusser que se habían pasado al maoísmo y se dedicaron a aplaudir en revistas “teóricas” o en hojas volanderas las virtudes de aquel escarnio que se llamó “Revolución cultural”.
En el otoño de 1966, siendo yo estudiante en la Sorbona visité -con ocasión de un acto que estábamos montando en solidaridad con los demócratas españoles- a Althusser en su residencia de la Rue D’Ulm.
El filósofo, de mirada perdida, camisa gris mal planchada y pantalón del mismo color, me recibió en pantuflas en lo que parecía una celda conventual. En efecto, todo en aquel recinto tenía aires monásticos. Una cama grande, un armario, dos sillas, una biblioteca a rebosar y una puerta que, seguramente, daba al baño. Al fondo de la habitación, otra puerta corredera desembocaba en un despacho con su mesa de trabajo -orientada a un jardín otoñal- y su silla. Dos sillones de orejas y una mesa baja poblada de libros completaban la estancia. El filósofo me hizo sentar en uno de los sillones, se mantuvo de pie, leyó el manifiesto, lo firmó y me despidió. Eso fue todo.
Saqué la impresión de que sobre aquel hombre pesaba algún dolor, quizá a causa de una enfermedad física o, más probablemente, mental. Tampoco envidié su vida de intelectual abandonado en aquel reducto deprimente.
Althusser era apreciado entre la izquierda –ya lo he dicho- y sus discípulos habían comenzado en 1965 a editar la revista Cahiers Marxistes-Léninistes, que dedicó su número 11 precisamente al maestro. Éste publicó en 1965 su libro canónico: “Pour Marx” y en 1966, su Vulgata: “Para leer El capital”. Libros que Siglo XXI se encargó de traducir al castellano. Aquellas obras, junto a los tratados económicos de Bettelheim, fueron el alimento de un marxismo juvenil y dogmático al que se había adscrito con mayor o menor entusiasmo una buena parte del movimiento progre de la época.
Algo más tarde, una alumna aventajada de Althusser llamada Marta Harnecker –una chilena a quien por entonces yo solía ver predicando la buena nueva a sus fieles latinoamericanos en el restaurante universitario de Mabillon- escribiría un par de catecismos althusserianos que se vendieron como churros entre los aprendices -castellano-parlantes- de marxismo a un lado y otro del Atlántico.
Pero, ¿quién era este Althusser? Su mentalidad torturada y tortuosa, de la que habría de dar cumplidas muestras, le había llevado desde Acción Católica –en la que militó antes de la guerra mundial- al Partido Comunista francés, el más estalinista de Occidente. De ahí –y de la mano de algunos de sus alumnos- pasó al maoísmo, para retornar definitivamente al catolicismo en los últimos días de su vida. No por casualidad en aquella biblioteca de la Rue D’Ulm pude ver que los libros de Santa Teresa de Ávila acompañaban a las Obras Escogidas de Lenin.
En lo que se refiere al marxismo althusseriano, éste logró envolver con los ropajes del estructuralismo a pensamientos tan envejecidos como “Sobre el materialismo histórico y el materialismo dialéctico”, cuyo autor era –el ya por entonces innombrable- José Stalin. Sólo por su envoltorio estructuralista, aquellas vejeces se vendían como novedades… con un toque, incluso, de psicoanálisis vía Lacan, a quien Althusser debía el concepto de sobredeterminación.
Althusser y los suyos hablaban de “inversión, de puesta sobre sus pies” de la dialéctica idealista y hegeliana en materialista y marxista. Incluso fueron más allá y sostuvieron, siguiendo a Bachelard, que hacia 1845 se había producido un corte epistemológico entre el joven Marx –que según ellos no era todavía marxista- y el Marx de la madurez. Un Marx maduro que ya no tenía nada que ver con la dialéctica hegeliana, un Marx que ya era “el verdadero Marx”. De esta guisa, los althusserianos descubrieron en El Capital conceptos y verdades que su autor ignoraba. Por eso resucitaron a Stalin –uno de los asesinos en serie más mortíferos de la Historia-, considerándolo un teórico muy superior al propio Marx “juvenil”.
En vísperas del mayo francés aparecieron los Cahiers pour l’Analyse dedicados a recoger, mezclar y revolver las ideas de Althusser con las de Lacan, Foucault y las del mismo Lévi-Strauss, el antropólogo fundador del estructuralismo francés.
Las contradicciones sociales tenían, según Althusser y sus seguidores, su origen y fundamento en las leyes de la materia. Para ellos, la conciencia no era sino un mero reflejo de la acción humana, un producto fatal. El marxismo, en sus manos, abandonaba al fin la filosofía y la práctica política para convertirse en una ciencia con fundamentos parejos a los de las ciencias de la naturaleza.
Cuando, en 1956, se celebró el XX Congreso del PCUS y Kruschev descubrió alguno de los masivos crímenes de Stalin, Althusser, por exigencias del guión, dejó de ser estalinista, pero acabó por buscar refugio en Mao. Lo demuestra el hecho de que publicara en el número 14 de Cahiers Marxistes-Léninistes, un artículo elogioso sobre aquella aberración -a la que ya he aludido- que se llamó Revolución Cultural china.
Mientras el populacho apoyado por las más altas magistraturas del Estado chino, con Mao a la cabeza, se dedicaba a maltratar de las más viles formas a los profesores e intelectuales de su país, incluyendo a simples oficinistas, esa parte de la inteligentzia francesa se hacía lenguas a favor de la proletarización impuesta por una sedicente “Revolución cultural”, cuyos objetivos verdaderos no eran otros que la toma del poder por una pandilla de forajidos políticos: “la banda de los cuatro”.
Tras asesinar a su mujer, estrangulándola con un pañuelo de seda –precisamente sobre la cama que yo había visto en aquella residencia monacal-, Louis Althusser fue recluido en un convento, donde murió en el seno de la Iglesia Católica. Pero antes habría de escribir sobre sí mismo unas confesiones que destruyeron definitivamente el crédito –si alguna vez lo habían tenido- de sus ideas. Soy un ser –escribió- lleno de artificios e imposturas… y nada más. Un filósofo que no conocía casi nada de historia de la filosofía y casi nada de Marx… Raymond Aron no estaba equivocado al hablar de mí y de Sartre como “marxistas imaginarios”.
Un final de traca para una gran impostura que colonizó -¡y de qué manera!- a una parte de la izquierda y no sólo en Francia, pues por nuestros pagos abundaron también los traductores-introductores.
El final tragicómico de Althusser no fue una excepción en aquella generación de maestros, fue una epidemia. Así ocurrió con su contradictor más relevante dentro del PCF, Roger Garaudy, con quien Althusser sostuvo en La Nouvelle Critique, la revista teórica del Partido, una larga controversia que había comenzado en 1955 y que concluyó en 1966.
El PCF permitió ese debate por ver de recuperar algo del prestigio perdido entre los intelectuales, pero al final (1966) se inclinó por las tesis del “humanismo marxista” que representaba Garaudy, silenciando definitivamente a Althusser. Garaudy estuvo empeñado por entonces en el diálogo cristiano-marxista que él mismo propició y mantuvo en el candelero como nadie. Este influyente pensador comunista no acabó como Althusser en las filas de la Iglesia Católica, con cuyos miembros tanto había bregado, sino que, después de abandonar el PCF, abrazó la fe… pero la del Islam (“cosas veredes, amigo Sancho”).
Nikos Poulantzas, el más político de la cuadra del marxismo estructuralista, tal vez dolido por el fracaso de sus ideas, a finales de 1979 agarró sus obras, salió al balcón y se arrojó a la calle –abrazado a sus libros-desde un décimo piso. El año siguiente, 1980, resultó aún peor para aquella influyente tropa intelectual. En enero, Lacan disolvió la Escuela Freudiana, en noviembre, Althusser enloqueció, asesinó a su esposa y fue recluido en un convento hasta que, en diciembre, murió y a Roland Barthes lo atropelló y mató un camión. En 1981, Lacan moría afásico y en 1984 Foucault se extinguió, víctima del SIDA. Gilles Deleuze se suicidó en 1995…
En realidad, la fiesta post-estructuralista había durado poco más de una década. Sólo Lévi-Strauss, el padre fundador -negado por sus seguidores marxistas a quienes él, por cierto, despreciaba- los sobrevivió a todos en una tranquila y prolongada vejez.
Sartre, dueño de una filosofía más solvente que la aquí descrita, también acabaría como el rosario de la aurora, defendiendo –tras el mayo revolucionario de 1968- una causa imposible: “La causa del pueblo”, un infumable panfleto maoísta que el ya anciano filósofo vendía personalmente por las calles del Barrio Latino.
Tampoco el “fin de fiesta” de Marta Harnecker fue como para tirar cohetes. Tras su periplo francés regresó a Chile y allí dirigió, después del triunfo de Allende, un influyente semanario: Chile hoy. Su atractiva figura de entonces (era una chica, en verdad, muy “neumática”) la podemos ver, mientras “mitinea”, en el famoso documental de Patricio Guzmán: “La batalla de Chile”. Después de sufrir –como todos- el golpe militar del 11 de septiembre (1973), la Harnecker se exilió en Cuba y en aquella isla se casó con Piñeiro, el jefe de la Policía Política de Castro. Y allí sigue, ya viuda, pues Piñeiro murió, hace ya algunos años, en un accidente de tráfico que, según los cubanos del exilio, no fue tal, sino un atentado preparado por el régimen contra un hombre que, obviamente, “sabía demasiado”.
¿Y nosotros qué? Pues visto a la distancia que el tiempo procura resulta incomprensible que nos dejáramos pastorear intelectualmente por una traílla de embaucadores en una impostura política con aires de secta religiosa. Una ensoñación de la cual sólo la realidad –que se abrió paso tras la muerte del dictador- fue capaz de sacarnos.
Muchos llegamos a creer, en efecto, que el marxismo, es decir, “el materialismo histórico”, era una ciencia al estilo de la Física. Una ciencia que había tenido en Carlos Marx a su Copérnico y también a su Newton. Tratábamos de hacer con esa poderosa arma, “científicamente”, la revolución que nos traería, a impulsos del proletariado, un mundo libre al fin, es decir, sin clases. Sin explotación del hombre por el hombre.
El marxismo había movido en el pasado muchas conciencias, incluso había sido capaz –revolución mediante- de crear unas sociedades sin capitalistas, por ejemplo, en Rusia y en China. Claro que veíamos a esos países anticapitalistas con no pocas reticencias, pues sabíamos que allí no había, ni por asomo, libertades civiles…. aunque tampoco existían banqueros. “Vaya lo uno por lo otro”, era ésta, quizá, nuestra justificación de lo injustificable.
Mas, en lo tocante a la citada ciencia, las modas –también en el marxismo- venían de París y se llamaban entonces “estructuralismo”… y como en cualquier culto, tenían sus teólogos y sus pontífices y, en primer lugar, a Louis Althusser, un profesor de la École Normal, que vivía en una residencia universitaria de la Rue D’Ulm. Althusser era por aquellos días el gurú del “marxismo estructuralista”, un pensamiento con gran prestigio entre la progresía universitaria, dentro de la cual brillaban con luz propia muchos de los alumnos normaliens de Althusser que se habían pasado al maoísmo y se dedicaron a aplaudir en revistas “teóricas” o en hojas volanderas las virtudes de aquel escarnio que se llamó “Revolución cultural”.
En el otoño de 1966, siendo yo estudiante en la Sorbona visité -con ocasión de un acto que estábamos montando en solidaridad con los demócratas españoles- a Althusser en su residencia de la Rue D’Ulm.
El filósofo, de mirada perdida, camisa gris mal planchada y pantalón del mismo color, me recibió en pantuflas en lo que parecía una celda conventual. En efecto, todo en aquel recinto tenía aires monásticos. Una cama grande, un armario, dos sillas, una biblioteca a rebosar y una puerta que, seguramente, daba al baño. Al fondo de la habitación, otra puerta corredera desembocaba en un despacho con su mesa de trabajo -orientada a un jardín otoñal- y su silla. Dos sillones de orejas y una mesa baja poblada de libros completaban la estancia. El filósofo me hizo sentar en uno de los sillones, se mantuvo de pie, leyó el manifiesto, lo firmó y me despidió. Eso fue todo.
Saqué la impresión de que sobre aquel hombre pesaba algún dolor, quizá a causa de una enfermedad física o, más probablemente, mental. Tampoco envidié su vida de intelectual abandonado en aquel reducto deprimente.
Althusser era apreciado entre la izquierda –ya lo he dicho- y sus discípulos habían comenzado en 1965 a editar la revista Cahiers Marxistes-Léninistes, que dedicó su número 11 precisamente al maestro. Éste publicó en 1965 su libro canónico: “Pour Marx” y en 1966, su Vulgata: “Para leer El capital”. Libros que Siglo XXI se encargó de traducir al castellano. Aquellas obras, junto a los tratados económicos de Bettelheim, fueron el alimento de un marxismo juvenil y dogmático al que se había adscrito con mayor o menor entusiasmo una buena parte del movimiento progre de la época.
Algo más tarde, una alumna aventajada de Althusser llamada Marta Harnecker –una chilena a quien por entonces yo solía ver predicando la buena nueva a sus fieles latinoamericanos en el restaurante universitario de Mabillon- escribiría un par de catecismos althusserianos que se vendieron como churros entre los aprendices -castellano-parlantes- de marxismo a un lado y otro del Atlántico.
Pero, ¿quién era este Althusser? Su mentalidad torturada y tortuosa, de la que habría de dar cumplidas muestras, le había llevado desde Acción Católica –en la que militó antes de la guerra mundial- al Partido Comunista francés, el más estalinista de Occidente. De ahí –y de la mano de algunos de sus alumnos- pasó al maoísmo, para retornar definitivamente al catolicismo en los últimos días de su vida. No por casualidad en aquella biblioteca de la Rue D’Ulm pude ver que los libros de Santa Teresa de Ávila acompañaban a las Obras Escogidas de Lenin.
En lo que se refiere al marxismo althusseriano, éste logró envolver con los ropajes del estructuralismo a pensamientos tan envejecidos como “Sobre el materialismo histórico y el materialismo dialéctico”, cuyo autor era –el ya por entonces innombrable- José Stalin. Sólo por su envoltorio estructuralista, aquellas vejeces se vendían como novedades… con un toque, incluso, de psicoanálisis vía Lacan, a quien Althusser debía el concepto de sobredeterminación.
Althusser y los suyos hablaban de “inversión, de puesta sobre sus pies” de la dialéctica idealista y hegeliana en materialista y marxista. Incluso fueron más allá y sostuvieron, siguiendo a Bachelard, que hacia 1845 se había producido un corte epistemológico entre el joven Marx –que según ellos no era todavía marxista- y el Marx de la madurez. Un Marx maduro que ya no tenía nada que ver con la dialéctica hegeliana, un Marx que ya era “el verdadero Marx”. De esta guisa, los althusserianos descubrieron en El Capital conceptos y verdades que su autor ignoraba. Por eso resucitaron a Stalin –uno de los asesinos en serie más mortíferos de la Historia-, considerándolo un teórico muy superior al propio Marx “juvenil”.
En vísperas del mayo francés aparecieron los Cahiers pour l’Analyse dedicados a recoger, mezclar y revolver las ideas de Althusser con las de Lacan, Foucault y las del mismo Lévi-Strauss, el antropólogo fundador del estructuralismo francés.
Las contradicciones sociales tenían, según Althusser y sus seguidores, su origen y fundamento en las leyes de la materia. Para ellos, la conciencia no era sino un mero reflejo de la acción humana, un producto fatal. El marxismo, en sus manos, abandonaba al fin la filosofía y la práctica política para convertirse en una ciencia con fundamentos parejos a los de las ciencias de la naturaleza.
Cuando, en 1956, se celebró el XX Congreso del PCUS y Kruschev descubrió alguno de los masivos crímenes de Stalin, Althusser, por exigencias del guión, dejó de ser estalinista, pero acabó por buscar refugio en Mao. Lo demuestra el hecho de que publicara en el número 14 de Cahiers Marxistes-Léninistes, un artículo elogioso sobre aquella aberración -a la que ya he aludido- que se llamó Revolución Cultural china.
Mientras el populacho apoyado por las más altas magistraturas del Estado chino, con Mao a la cabeza, se dedicaba a maltratar de las más viles formas a los profesores e intelectuales de su país, incluyendo a simples oficinistas, esa parte de la inteligentzia francesa se hacía lenguas a favor de la proletarización impuesta por una sedicente “Revolución cultural”, cuyos objetivos verdaderos no eran otros que la toma del poder por una pandilla de forajidos políticos: “la banda de los cuatro”.
Tras asesinar a su mujer, estrangulándola con un pañuelo de seda –precisamente sobre la cama que yo había visto en aquella residencia monacal-, Louis Althusser fue recluido en un convento, donde murió en el seno de la Iglesia Católica. Pero antes habría de escribir sobre sí mismo unas confesiones que destruyeron definitivamente el crédito –si alguna vez lo habían tenido- de sus ideas. Soy un ser –escribió- lleno de artificios e imposturas… y nada más. Un filósofo que no conocía casi nada de historia de la filosofía y casi nada de Marx… Raymond Aron no estaba equivocado al hablar de mí y de Sartre como “marxistas imaginarios”.
Un final de traca para una gran impostura que colonizó -¡y de qué manera!- a una parte de la izquierda y no sólo en Francia, pues por nuestros pagos abundaron también los traductores-introductores.
El final tragicómico de Althusser no fue una excepción en aquella generación de maestros, fue una epidemia. Así ocurrió con su contradictor más relevante dentro del PCF, Roger Garaudy, con quien Althusser sostuvo en La Nouvelle Critique, la revista teórica del Partido, una larga controversia que había comenzado en 1955 y que concluyó en 1966.
El PCF permitió ese debate por ver de recuperar algo del prestigio perdido entre los intelectuales, pero al final (1966) se inclinó por las tesis del “humanismo marxista” que representaba Garaudy, silenciando definitivamente a Althusser. Garaudy estuvo empeñado por entonces en el diálogo cristiano-marxista que él mismo propició y mantuvo en el candelero como nadie. Este influyente pensador comunista no acabó como Althusser en las filas de la Iglesia Católica, con cuyos miembros tanto había bregado, sino que, después de abandonar el PCF, abrazó la fe… pero la del Islam (“cosas veredes, amigo Sancho”).
Nikos Poulantzas, el más político de la cuadra del marxismo estructuralista, tal vez dolido por el fracaso de sus ideas, a finales de 1979 agarró sus obras, salió al balcón y se arrojó a la calle –abrazado a sus libros-desde un décimo piso. El año siguiente, 1980, resultó aún peor para aquella influyente tropa intelectual. En enero, Lacan disolvió la Escuela Freudiana, en noviembre, Althusser enloqueció, asesinó a su esposa y fue recluido en un convento hasta que, en diciembre, murió y a Roland Barthes lo atropelló y mató un camión. En 1981, Lacan moría afásico y en 1984 Foucault se extinguió, víctima del SIDA. Gilles Deleuze se suicidó en 1995…
En realidad, la fiesta post-estructuralista había durado poco más de una década. Sólo Lévi-Strauss, el padre fundador -negado por sus seguidores marxistas a quienes él, por cierto, despreciaba- los sobrevivió a todos en una tranquila y prolongada vejez.
Sartre, dueño de una filosofía más solvente que la aquí descrita, también acabaría como el rosario de la aurora, defendiendo –tras el mayo revolucionario de 1968- una causa imposible: “La causa del pueblo”, un infumable panfleto maoísta que el ya anciano filósofo vendía personalmente por las calles del Barrio Latino.
Tampoco el “fin de fiesta” de Marta Harnecker fue como para tirar cohetes. Tras su periplo francés regresó a Chile y allí dirigió, después del triunfo de Allende, un influyente semanario: Chile hoy. Su atractiva figura de entonces (era una chica, en verdad, muy “neumática”) la podemos ver, mientras “mitinea”, en el famoso documental de Patricio Guzmán: “La batalla de Chile”. Después de sufrir –como todos- el golpe militar del 11 de septiembre (1973), la Harnecker se exilió en Cuba y en aquella isla se casó con Piñeiro, el jefe de la Policía Política de Castro. Y allí sigue, ya viuda, pues Piñeiro murió, hace ya algunos años, en un accidente de tráfico que, según los cubanos del exilio, no fue tal, sino un atentado preparado por el régimen contra un hombre que, obviamente, “sabía demasiado”.
¿Y nosotros qué? Pues visto a la distancia que el tiempo procura resulta incomprensible que nos dejáramos pastorear intelectualmente por una traílla de embaucadores en una impostura política con aires de secta religiosa. Una ensoñación de la cual sólo la realidad –que se abrió paso tras la muerte del dictador- fue capaz de sacarnos.
Será genial cuando dentro de otros 25 años (que le deseo que cumpla) escriba quién era el que le camelaba hoy, y lo increíble que le resulta visto desde el año 2032...
ResponderEliminarLa clave de todo el artículo está en una de las primeras frases:
ResponderEliminarMuchos llegamos a creer, en efecto, que el marxismo, es decir, “el materialismo histórico”, era una ciencia al estilo de la Física. Una ciencia que había tenido en Carlos Marx a su Copérnico y también a su Newton.
Porque nunca descrubrieron que después de estos estaba Max Planck. A finales del siglo XIX apareció el "acto de desesperación" de Planck y cambió el concepto de ciencia determinista, después ya todo fue distinto en la descripción de la Naturaleza. No hubo un post-marxista que hiciera el papel de Planck.
Por cierto que en una biografía que he leído este verano de Xavier Zubiri descubrí que era muy amigo de Erwin Schrodinger, que conoció y discutió con toda la pleyade de físicos que desarrollaron la Mecánica Cuántica, incluido Max Planck, Wolfgang Pauli, Albert Einstein, etc. Es decir, descubrí que hay otro mundo fuera de las rigideces del "marxismo".
Impresionante palinodia. Hay que decirle a Leguina que escriba sus memorias.
ResponderEliminarMas que sus memorias, lo que seguro escribirá Leguina será sus desmemorias, tal como hizo Alfonso Guerra, e incluso Felipe González, con la complicidad (en sentido penal) de Juan Luis Cebrián. Aunque, en su descargo, hay que decir que es lo habitual: con poquísimas excepciones, nadie escribe sobre si mismo sino para justificarse y darse incienso. Además, ya se sabe que la memoria es selectiva, sobre todo la histórica.
ResponderEliminarSaludos.