Para entender lo que está pasando en la política de este país es necesario ajustar bien la mira, afinar el análisis. Va siendo tan hondo el contraste entre la teoría política democrática y la práctica real de nuestros partidos y gobernantes, que aquella teoría acaba siendo pura tapadera, burdo pretexto para un proceder que, en el fondo, hace escarnio de toda doctrina respetable.
La más radical distorsión proviene de la desideologización de los partidos. Aquello del fin de las ideologías, que hace un puñado de décadas profetizaba Daniel Bell y aquí adaptaba interesadamente Gonzalo Fernández de la Mora, acaba haciéndose verdad cuando menos lo pensábamos y mal que nos pese. Es un fenómeno general y toca incluso a los partidos que se dicen más a la izquierda de la izquierda. Esa carencia se aprecia en la incapacidad radical para articular un discurso o un programa que no estén atestados de metafísica para crédulas cabezas de chorlito y de eslóganes sin más valor que su efecto hipnótico en mentes predispuestas al vaciamiento indoloro. En los tiempos del marxismo serio y estudioso, los análisis podían ser certeros o descaminados, pero había análisis. Se partía de conocer la realidad social, la historia, la economía, las costumbres, para, sobre esa base, diagnosticar el estado de justicia o injusticia del mundo o del Estado de que se tratara y, por fin, proponer, como terapia para las iniquidades, una determinada acción política. Pues bien, ese proceder, que hacía del trabajo intelectual el cimiento de la acción política, ha pasado a mejor vida, se lo han comido los gusanos del escaño. Ahora casi todos o todos esos partidos que se dicen a la izquierda (de la derecha no hablamos ahora, y en su caso las metafísicas y el engañabobos son novedad menor) rehúsan con plena conciencia todo intento de actividad intelectual seria, pues, estando como están en manos de trepas sin formación y sin más propósito que el de sacarle brillo al sillón con sus posaderas, emplean el mayor celo para eliminar de su horizonte todo riesgo de rigor intelectual y de cultivo esmerado de las ciencias sociales. De ahí el aparentemente sorprendente desapego de esta izquierda a una universidad que merezca tal nombre, o su empeño en desairar toda cultura independiente, al mismo tiempo que generosamente financia a bufones de toda laya que, con cámara, verso, partitura o pincel, ponen su mayor empeño en divulgar las consignas al uso y acrecentar los estereotipos sociales y políticos más estériles para las mentes y más productivos en votos para los desalmados. Aquella meritoria izquierda, hija de la ilustración y volcada a la radicalización de los ideales del racionalismo, aquella izquierda que se movía por ideas y que quería hacer de la cultura y la educación el eje de las reformas sociales, se ha convertido en esta cosa actual que crea y ordeña mitos con sádica y muy utilitarista delectación, que recompensa las lealtades perrunas mucho mejor que el cultivo independiente de la ciencia o el arte, que vive de inventarse afrentas históricas y territoriales tanto como de ignorar las verdaderas injusticias entre las gentes y los pueblos, que medra a base de proclamar su solidaridad con los insolidarios. Es una izquierda traidora, espuria, descreída, cínica, mercenaria, puerilmente maniquea, intelectualmente insolvente, liquidadora de los ideales verdaderos de cualquier progresismo real, suplantadora de los que antes se movían por ideales de transformación social genuina, sucedáneo de un pensamiento liberador al que actualmente ella asfixia y persigue en mayor medida y con mayor saña que la derecha misma.
En el esquema de la teoría política democrática los distintos partidos representan ideas diferentes sobre el modo mejor de organizar los asuntos sociales y, en consecuencia, defienden programas distintos. Sus candidatos hacen política por razón de ésas sus convicciones y por ellas se comprometen ante sus electores. En consecuencia, el acceso al poder mediante la acción política es un puro medio para cumplir aquel fin de acción social. De esto hoy apenas queda rastro, pues esa relación de medios y fines se ha invertido: la ideología y los programas no son más que el medio para obtener poder y éste, el poder, es un fin en sí mismo, no el instrumento para hacer realidad ideas. Las ideas y los programas se tornan intercambiables, puramente fungibles, de usar y tirar al ritmo que señalen las encuestas de opinión. Es el cargo por el cargo lo que se ansía, generalmente por políticos que poco tendrían que rascar si hubieran de ganarse el pan en trabajos comunes y compitiendo en buena lid con el común de los mortales. Convertida la política en medio de vida particular, en lugar de ser vía para proyectos mínimamente altruistas y atentos al interés general, las convicciones hacen mutis por el foro y quedan solamente los personales deseos: yo quiero ser diputado, yo quiero ser ministro, yo quiero ser presidente del gobierno. ¿A qué precio? A cualquiera, puesto que ninguna idea de lo debido o lo decente me frena, puesto que es mi ambición mucho más fuerte que mis reparos intelectuales o éticos, puesto que, a fin de cuentas, estoy luchando por mi cocido y por mi comodidad y no por el bienestar de nadie más, aunque a cualesquiera personas o grupos pueda utilizarlos como pretexto en mis discursos: a los trabajadores, a los “nacionales” de esta tierra o de la otra, a las mujeres, a los inmigrantes, a los parados, a los ocupados… Dar gusto a todos cuando nadie más importa que yo mismo y los míos, ésa es la estrategia.
Es tanta la doblez y tan común en los partidos éstos, que los ciudadanos acabamos por acostumbrarnos y a los políticos que así nos chulean ya no los valoramos por la seriedad o la sinceridad de sus proclamas o por su coherencia, sino por sus dotes histriónicas, por el arte con que nos engañan, por el celo que pongan en contarnos lo que sabemos todos, ellos y nosotros, que es mentira. De ahí la ventaja con la que cuenta hoy el político más tarambana y con menos escrúpulos, frente al político de convicciones firmes y límites que no se vendan por votos ni se subasten a la mejor encuesta. A este último se le acusará de rígido, de inflexible, de dogmático, mientras que el oportunismo del otro se tiene por recomendable ejercicio de cintura, por capacidad de adaptación a las circunstancias y, pasmémonos, por apertura al diálogo y a la consideración de todos los puntos de vista. Un político que por igual dialoga con asesinos o víctimas, con maltratados y maltratadores, con explotadores y explotados, con rectos o delincuentes, que a todos sonríe idénticamente y que con todos busca acuerdos que a él beneficien, es, hablando con propiedad, un intrigante sin reparos y un inmoral disfrazado de ecuménico cordero. Pero gusta, pues la sociedad ya confunde la flexibilidad con la falta de consistencia; es lo que se lleva, ya que a los ciudadanos de a pie nos enseña y nos da ejemplo de algo que en el fondo nos gusta: que no hay por qué cumplir la palabra ni atenerse a promesa ninguna, que las ideas están al servicio de los intereses y no a la inversa, que no importa tanto ser honrado como parecerlo, que no hay por qué cortarse de delinquir con tal de que no te cojan con las manos en la masa o con tal de que tengas capacidad para negociar o chantajear a quien haya de juzgarte, que las convicciones han de manejarse a conveniencia según donde y con quien, que importa más cargo o prebenda en mano que ideales volando, que al que la suerte se la dé, el Derecho se la bendecirá, y más si la ley la hacen los de la misma manada.
Aquella kantiana voz de la conciencia ha sido sustituida por los periódicos resultados del CIS y aquella marxista-leninista disposición para ser vanguardia de los oprimidos, voz de la clase universal de los desheredados, se ha quedado en portavocía del propio afán rastrero. El elector ya no es destinatario de la política que se le propone, sino comparsa de un designio profundamente a-político, pues no se pretende tanto el gobierno de la polis para el bien de la polis, sino el medro propio y de los próximos a costa del gobierno e la polis.
Y, a todo esto, hoy no hemos dicho nada aún de Zapatero. Para qué, si parece que le hubiéramos hecho un retrato en las líneas anteriores. Alquimista y mago habría que ser para sacar de ese hombre un listado mínimo de convicciones coherentes, un principio no disléxico, una idea no tartamuda. Mejor dicho, una sí tiene: quiere gobernar, tener poder, mandar. ¿Para hacer qué? Para mandar, coño. Ah, bueno. Y para conseguirlo, ¿qué hace? Hoy dialoga, mañana detiene; hoy llama pacifistas a los que mañana denominará criminales; hoy querrá pactar con los que mañana presentará como correveidiles de los asesinos; hoy cuestiona la nación española y mañana se la pone por montera; hoy toma medidas a favor de los sin casa, mañana de los propietarios de casas; hoy no se levanta ante la bandera estadounidense, mañana firme ante ella como un palo; hoy pacta aquí con nacionalistas, mañana en Navarra con nacionalistas no pacta; hoy discute con los obispos y les mete una asignatura que no quieren, mañana le aumenta a la iglesia católica el porcentaje en el impuesto sobre la renta. ¿Y qué problema tiene? Ninguno, pues carece de moral o ideología que le sirvan de cortapisa y, además, a sus electores les encanta así, pícaro, maniobrero, sin principios, ambicioso con esa elemental ambición del que no quiere las cosas para hacer algo con ellas, sino porque sí, porque le da gusto tenerlas, como los niños, como los lelos. Y, sobre todo, les gusta porque se opone a los malos de la derechona. Pero, ¿cómo diantre se oponen dos ideologías desideologizadas y plenamente coincidentes en un único designio, el poder por el poder y el medro por el medro?
Desde Max Weber andamos dando la matraca con aquello de la ética de principios o convicciones y la ética de la responsabilidad, y decimos que el político no puede obcecarse en conseguir lo inviable y ha de hacer virtud del juego con lo posible; que las convicciones más profundas muchas veces han de ceder en la práctica política para dejar paso al ten con ten, a la negociación, al ir tirando lo mejor que se pueda; que el supremo bien acaba mutando en el conformarse con el mal menor. Eso es la política, sí, y por eso el buen político ha sido siempre el político versátil, el que no embiste con los ojos cerrados, el que pondera consecuencias y no sólo objetivos. Pero, con todo y con eso, los políticos que aquí tenemos en estos tiempos no cuelan tampoco como orientados por esa ética política de la responsabilidad, pues no es que refrenen sus ideales para acompasarlos a lo que en verdad se pueda hacer, ni que sacrifiquen sus programas de máximos a las servidumbres del pacto y la puntual convivencia. No, es que no tienen ideales ni programas de máximos, de mínimos ni de nada, salvo que por tal entendamos un enfermizo empeño en ganar elecciones para sentirse la mar de potentes y colocar de paso a todos sus amigotes y amigotas.
¿Que igual que pongo de ejemplo, y hasta caricatura, de todo esto a Zapatero podría poner a Rajoy? Seguro, no hay más que ver con qué coherencia critica ciertas medidas del gobierno para, acto seguido, prometerlas él iguales y multiplicadas si gana las elecciones, o cómo rechaza para Cataluña lo que aprueba para Valencia o Andalucía, o cómo teme el adoctrinamiento de los niños mediante la educación para la ciudadanía, pero nada objeta a otros adoctrinamientos con sotana y afición sectaria y minorera.
¿Y Llamazares qué? Un respeto, hombre. Hasta ahí sí que no me rebajo. ¿De qué partido dicen que es? ¿De uno con mucha historia y brillante pasado en el mundo mundial? ¿Y su ideología, la de ese paisano, de qué va? Por favor, por favor.
La más radical distorsión proviene de la desideologización de los partidos. Aquello del fin de las ideologías, que hace un puñado de décadas profetizaba Daniel Bell y aquí adaptaba interesadamente Gonzalo Fernández de la Mora, acaba haciéndose verdad cuando menos lo pensábamos y mal que nos pese. Es un fenómeno general y toca incluso a los partidos que se dicen más a la izquierda de la izquierda. Esa carencia se aprecia en la incapacidad radical para articular un discurso o un programa que no estén atestados de metafísica para crédulas cabezas de chorlito y de eslóganes sin más valor que su efecto hipnótico en mentes predispuestas al vaciamiento indoloro. En los tiempos del marxismo serio y estudioso, los análisis podían ser certeros o descaminados, pero había análisis. Se partía de conocer la realidad social, la historia, la economía, las costumbres, para, sobre esa base, diagnosticar el estado de justicia o injusticia del mundo o del Estado de que se tratara y, por fin, proponer, como terapia para las iniquidades, una determinada acción política. Pues bien, ese proceder, que hacía del trabajo intelectual el cimiento de la acción política, ha pasado a mejor vida, se lo han comido los gusanos del escaño. Ahora casi todos o todos esos partidos que se dicen a la izquierda (de la derecha no hablamos ahora, y en su caso las metafísicas y el engañabobos son novedad menor) rehúsan con plena conciencia todo intento de actividad intelectual seria, pues, estando como están en manos de trepas sin formación y sin más propósito que el de sacarle brillo al sillón con sus posaderas, emplean el mayor celo para eliminar de su horizonte todo riesgo de rigor intelectual y de cultivo esmerado de las ciencias sociales. De ahí el aparentemente sorprendente desapego de esta izquierda a una universidad que merezca tal nombre, o su empeño en desairar toda cultura independiente, al mismo tiempo que generosamente financia a bufones de toda laya que, con cámara, verso, partitura o pincel, ponen su mayor empeño en divulgar las consignas al uso y acrecentar los estereotipos sociales y políticos más estériles para las mentes y más productivos en votos para los desalmados. Aquella meritoria izquierda, hija de la ilustración y volcada a la radicalización de los ideales del racionalismo, aquella izquierda que se movía por ideas y que quería hacer de la cultura y la educación el eje de las reformas sociales, se ha convertido en esta cosa actual que crea y ordeña mitos con sádica y muy utilitarista delectación, que recompensa las lealtades perrunas mucho mejor que el cultivo independiente de la ciencia o el arte, que vive de inventarse afrentas históricas y territoriales tanto como de ignorar las verdaderas injusticias entre las gentes y los pueblos, que medra a base de proclamar su solidaridad con los insolidarios. Es una izquierda traidora, espuria, descreída, cínica, mercenaria, puerilmente maniquea, intelectualmente insolvente, liquidadora de los ideales verdaderos de cualquier progresismo real, suplantadora de los que antes se movían por ideales de transformación social genuina, sucedáneo de un pensamiento liberador al que actualmente ella asfixia y persigue en mayor medida y con mayor saña que la derecha misma.
En el esquema de la teoría política democrática los distintos partidos representan ideas diferentes sobre el modo mejor de organizar los asuntos sociales y, en consecuencia, defienden programas distintos. Sus candidatos hacen política por razón de ésas sus convicciones y por ellas se comprometen ante sus electores. En consecuencia, el acceso al poder mediante la acción política es un puro medio para cumplir aquel fin de acción social. De esto hoy apenas queda rastro, pues esa relación de medios y fines se ha invertido: la ideología y los programas no son más que el medio para obtener poder y éste, el poder, es un fin en sí mismo, no el instrumento para hacer realidad ideas. Las ideas y los programas se tornan intercambiables, puramente fungibles, de usar y tirar al ritmo que señalen las encuestas de opinión. Es el cargo por el cargo lo que se ansía, generalmente por políticos que poco tendrían que rascar si hubieran de ganarse el pan en trabajos comunes y compitiendo en buena lid con el común de los mortales. Convertida la política en medio de vida particular, en lugar de ser vía para proyectos mínimamente altruistas y atentos al interés general, las convicciones hacen mutis por el foro y quedan solamente los personales deseos: yo quiero ser diputado, yo quiero ser ministro, yo quiero ser presidente del gobierno. ¿A qué precio? A cualquiera, puesto que ninguna idea de lo debido o lo decente me frena, puesto que es mi ambición mucho más fuerte que mis reparos intelectuales o éticos, puesto que, a fin de cuentas, estoy luchando por mi cocido y por mi comodidad y no por el bienestar de nadie más, aunque a cualesquiera personas o grupos pueda utilizarlos como pretexto en mis discursos: a los trabajadores, a los “nacionales” de esta tierra o de la otra, a las mujeres, a los inmigrantes, a los parados, a los ocupados… Dar gusto a todos cuando nadie más importa que yo mismo y los míos, ésa es la estrategia.
Es tanta la doblez y tan común en los partidos éstos, que los ciudadanos acabamos por acostumbrarnos y a los políticos que así nos chulean ya no los valoramos por la seriedad o la sinceridad de sus proclamas o por su coherencia, sino por sus dotes histriónicas, por el arte con que nos engañan, por el celo que pongan en contarnos lo que sabemos todos, ellos y nosotros, que es mentira. De ahí la ventaja con la que cuenta hoy el político más tarambana y con menos escrúpulos, frente al político de convicciones firmes y límites que no se vendan por votos ni se subasten a la mejor encuesta. A este último se le acusará de rígido, de inflexible, de dogmático, mientras que el oportunismo del otro se tiene por recomendable ejercicio de cintura, por capacidad de adaptación a las circunstancias y, pasmémonos, por apertura al diálogo y a la consideración de todos los puntos de vista. Un político que por igual dialoga con asesinos o víctimas, con maltratados y maltratadores, con explotadores y explotados, con rectos o delincuentes, que a todos sonríe idénticamente y que con todos busca acuerdos que a él beneficien, es, hablando con propiedad, un intrigante sin reparos y un inmoral disfrazado de ecuménico cordero. Pero gusta, pues la sociedad ya confunde la flexibilidad con la falta de consistencia; es lo que se lleva, ya que a los ciudadanos de a pie nos enseña y nos da ejemplo de algo que en el fondo nos gusta: que no hay por qué cumplir la palabra ni atenerse a promesa ninguna, que las ideas están al servicio de los intereses y no a la inversa, que no importa tanto ser honrado como parecerlo, que no hay por qué cortarse de delinquir con tal de que no te cojan con las manos en la masa o con tal de que tengas capacidad para negociar o chantajear a quien haya de juzgarte, que las convicciones han de manejarse a conveniencia según donde y con quien, que importa más cargo o prebenda en mano que ideales volando, que al que la suerte se la dé, el Derecho se la bendecirá, y más si la ley la hacen los de la misma manada.
Aquella kantiana voz de la conciencia ha sido sustituida por los periódicos resultados del CIS y aquella marxista-leninista disposición para ser vanguardia de los oprimidos, voz de la clase universal de los desheredados, se ha quedado en portavocía del propio afán rastrero. El elector ya no es destinatario de la política que se le propone, sino comparsa de un designio profundamente a-político, pues no se pretende tanto el gobierno de la polis para el bien de la polis, sino el medro propio y de los próximos a costa del gobierno e la polis.
Y, a todo esto, hoy no hemos dicho nada aún de Zapatero. Para qué, si parece que le hubiéramos hecho un retrato en las líneas anteriores. Alquimista y mago habría que ser para sacar de ese hombre un listado mínimo de convicciones coherentes, un principio no disléxico, una idea no tartamuda. Mejor dicho, una sí tiene: quiere gobernar, tener poder, mandar. ¿Para hacer qué? Para mandar, coño. Ah, bueno. Y para conseguirlo, ¿qué hace? Hoy dialoga, mañana detiene; hoy llama pacifistas a los que mañana denominará criminales; hoy querrá pactar con los que mañana presentará como correveidiles de los asesinos; hoy cuestiona la nación española y mañana se la pone por montera; hoy toma medidas a favor de los sin casa, mañana de los propietarios de casas; hoy no se levanta ante la bandera estadounidense, mañana firme ante ella como un palo; hoy pacta aquí con nacionalistas, mañana en Navarra con nacionalistas no pacta; hoy discute con los obispos y les mete una asignatura que no quieren, mañana le aumenta a la iglesia católica el porcentaje en el impuesto sobre la renta. ¿Y qué problema tiene? Ninguno, pues carece de moral o ideología que le sirvan de cortapisa y, además, a sus electores les encanta así, pícaro, maniobrero, sin principios, ambicioso con esa elemental ambición del que no quiere las cosas para hacer algo con ellas, sino porque sí, porque le da gusto tenerlas, como los niños, como los lelos. Y, sobre todo, les gusta porque se opone a los malos de la derechona. Pero, ¿cómo diantre se oponen dos ideologías desideologizadas y plenamente coincidentes en un único designio, el poder por el poder y el medro por el medro?
Desde Max Weber andamos dando la matraca con aquello de la ética de principios o convicciones y la ética de la responsabilidad, y decimos que el político no puede obcecarse en conseguir lo inviable y ha de hacer virtud del juego con lo posible; que las convicciones más profundas muchas veces han de ceder en la práctica política para dejar paso al ten con ten, a la negociación, al ir tirando lo mejor que se pueda; que el supremo bien acaba mutando en el conformarse con el mal menor. Eso es la política, sí, y por eso el buen político ha sido siempre el político versátil, el que no embiste con los ojos cerrados, el que pondera consecuencias y no sólo objetivos. Pero, con todo y con eso, los políticos que aquí tenemos en estos tiempos no cuelan tampoco como orientados por esa ética política de la responsabilidad, pues no es que refrenen sus ideales para acompasarlos a lo que en verdad se pueda hacer, ni que sacrifiquen sus programas de máximos a las servidumbres del pacto y la puntual convivencia. No, es que no tienen ideales ni programas de máximos, de mínimos ni de nada, salvo que por tal entendamos un enfermizo empeño en ganar elecciones para sentirse la mar de potentes y colocar de paso a todos sus amigotes y amigotas.
¿Que igual que pongo de ejemplo, y hasta caricatura, de todo esto a Zapatero podría poner a Rajoy? Seguro, no hay más que ver con qué coherencia critica ciertas medidas del gobierno para, acto seguido, prometerlas él iguales y multiplicadas si gana las elecciones, o cómo rechaza para Cataluña lo que aprueba para Valencia o Andalucía, o cómo teme el adoctrinamiento de los niños mediante la educación para la ciudadanía, pero nada objeta a otros adoctrinamientos con sotana y afición sectaria y minorera.
¿Y Llamazares qué? Un respeto, hombre. Hasta ahí sí que no me rebajo. ¿De qué partido dicen que es? ¿De uno con mucha historia y brillante pasado en el mundo mundial? ¿Y su ideología, la de ese paisano, de qué va? Por favor, por favor.
Y encima tienen el mantra que les justifica : Este es el sistema menos malo...dicen. Y lo dijo Churchill, que era del sistema.
ResponderEliminarParece que hubiera hecho una descripción de mi país. ¿Dónde está la democracia avanzada que el proceso del 78 introdujo como modelo para latinoamérica? ¿Es posible que un país cambie tanto en tan poco tiempo?
ResponderEliminarSaludos desde Lima y felicitaciones por el blog. Desde hace tiempo lo sigo pero recién hoy me animo a escribirle (Es que me he sentido identificado más que nunca).
Amigo(a)Carolus
ResponderEliminarPonga usted bien la dirección URL que ha salido incompleta y por tanto inaccesible
Un saludo