¡Bendita aquella época en la que un dios lejano, colérico, con barbas alborotadas, era el responsable del pedrisco que arruinaba las cosechas! Y digo bendita porque al humano le sosiega disponer de un ser imaginario a quien imputar lo malo que le ocurre, mayormente para saber cómo gastárselas con él. En buena medida las religiones nacen del miedo a lo imprevisto, de ahí que existan tantas advocaciones en las paganas y en las cristianas relacionadas con la agricultura. El labrador griego indefenso se dirigía a Deméter que se cuidaba de alimentar a sus pechos a la tierra joven y aun verde, que daba vida a la vida y mataba a la muerte, y aun se entretenía en mantener matrimonios para que no se deshicieran entre los torpes engaños de los esposos. Con su soplo traía las estaciones del año y las alejaba con lo que ello significaba para el ciclo de los frutos de la tierra: decretaba la llegada de la primavera y, cuando esta ya estaba cansada, convocaba al verano para que cumpliera su función ritual y así sucesivamente.
En el momento en que los dioses griegos se hicieron latinos, esta diosa se llamó Ceres y fue ella la que enseñó al personal del imperio a recoger el trigo y hacer el pan, ayudada por otros dioses menores, unos dedicados a hacer surcos en la tierra, otros a transformarla en barbecho o a clarearla y así hasta abarcar todos los afanes agrícolas y ganaderos.
Se daba de esta forma seguridad a los humanos y, cuando ese festival de dioses en que consistieron los cultos paganos dio paso a las religiones monoteístas, se volvió a repetir la historia, solo que aplicada ahora a vírgenes y santos. Una vela encendida a tiempo en un templo, un exvoto colocado junto a la santa lugareña, la imagen bien procesionada, escoltada por clérigos ataviados por lo fino y lo litúrgico, aseguraban que vendría la lluvia o que luciría el sol... Si luego no funcionaba, también se tenía a mano a un diablo al que imputar el fracaso de las cautelas tomadas, que para eso cobran los diablos, para aliviarnos de mayores precisiones.
Es decir, que los dioses y los diablos, seres desconocidos, quiméricos, imposibles de representar -porque las barbas de dios o los cuernos del diablo son figuraciones nuestras- han servido siempre para explicar lo inexplicable y justificar lo injustificable.
El problema es que ahora los seres que rigen nuestros destinos y nos lo amargan son perfectamente identificables y los vemos con panza altanera en las televisiones o en las fotos de los periódicos. Así, ese tipo torvo que, entre paredes insonorizadas y moquetas mullidas, decide la subida de los tipos de interés, sabemos dónde está, cómo se llama, de qué país procede y, hurgando un poco, hasta podríamos informarnos si tiene el colesterol alto o cultiva el rijo con el personal menudo a su servicio. Al poseer sus huellas dactilares, ese individuo es lo más alejado de una quimera y lo más cercano a una pesadilla.
¿Y qué decir de esos mahometanos que visten de chilaba y se tocan con turbante que suben y suben los precios del barril de petróleo como el que eleva una cometa? Nos pueden resultar más extraños por sus vestimentas orientales pero no tardamos en reconocerles y odiarles como los causantes que son de que nos suban la gasolina, los tomates, las aspirinas y los helados.
¿Qué hacemos contra ellos? ¿cómo combatimos su influjo maléfico? ¿cómo nos protegemos de sus designios perversos?
La televisión ha desnudado los misterios y ahora vemos que sin misterios nuestra indefensión es mayor.
Habrá que recurrir al vudú.
En el momento en que los dioses griegos se hicieron latinos, esta diosa se llamó Ceres y fue ella la que enseñó al personal del imperio a recoger el trigo y hacer el pan, ayudada por otros dioses menores, unos dedicados a hacer surcos en la tierra, otros a transformarla en barbecho o a clarearla y así hasta abarcar todos los afanes agrícolas y ganaderos.
Se daba de esta forma seguridad a los humanos y, cuando ese festival de dioses en que consistieron los cultos paganos dio paso a las religiones monoteístas, se volvió a repetir la historia, solo que aplicada ahora a vírgenes y santos. Una vela encendida a tiempo en un templo, un exvoto colocado junto a la santa lugareña, la imagen bien procesionada, escoltada por clérigos ataviados por lo fino y lo litúrgico, aseguraban que vendría la lluvia o que luciría el sol... Si luego no funcionaba, también se tenía a mano a un diablo al que imputar el fracaso de las cautelas tomadas, que para eso cobran los diablos, para aliviarnos de mayores precisiones.
Es decir, que los dioses y los diablos, seres desconocidos, quiméricos, imposibles de representar -porque las barbas de dios o los cuernos del diablo son figuraciones nuestras- han servido siempre para explicar lo inexplicable y justificar lo injustificable.
El problema es que ahora los seres que rigen nuestros destinos y nos lo amargan son perfectamente identificables y los vemos con panza altanera en las televisiones o en las fotos de los periódicos. Así, ese tipo torvo que, entre paredes insonorizadas y moquetas mullidas, decide la subida de los tipos de interés, sabemos dónde está, cómo se llama, de qué país procede y, hurgando un poco, hasta podríamos informarnos si tiene el colesterol alto o cultiva el rijo con el personal menudo a su servicio. Al poseer sus huellas dactilares, ese individuo es lo más alejado de una quimera y lo más cercano a una pesadilla.
¿Y qué decir de esos mahometanos que visten de chilaba y se tocan con turbante que suben y suben los precios del barril de petróleo como el que eleva una cometa? Nos pueden resultar más extraños por sus vestimentas orientales pero no tardamos en reconocerles y odiarles como los causantes que son de que nos suban la gasolina, los tomates, las aspirinas y los helados.
¿Qué hacemos contra ellos? ¿cómo combatimos su influjo maléfico? ¿cómo nos protegemos de sus designios perversos?
La televisión ha desnudado los misterios y ahora vemos que sin misterios nuestra indefensión es mayor.
Habrá que recurrir al vudú.
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