La Justicia es una señora embarazada permanentemente de problemas. Testimonio acaso de su fecundidad, pero lo cierto es que todos le agradeceríamos una cierta contención. A veces, sin embargo, del parto sale una criatura rolliza. Tal es el caso de la sentencia de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo del pasado 27 de noviembre por la que se anulan algunos nombramientos de magistrados en ese Alto Tribunal. Como se sabe, la promoción a esa elevada categoría dentro de la carrera judicial se alcanza por el nombramiento del Consejo del Poder Judicial, refrendado por el ministro de Justicia, constituyendo ésta su atribución más importante, pues las demás del Consejo podrían ser asumidas sin dificultad por otros órganos del Estado (tal ocurriría con la potestad disciplinaria o la de formación de jueces).
La singularidad de la nueva sentencia radica en que se ha erigido la falta de motivación en un vicio irremediablemente anulatorio. Algún ingenuo podría preguntar: ¿pero es que en España se designa a un magistrado del Tribunal Supremo sin motivar las razones de tal nombramiento? Por raro que parezca, así es: el acceso de un magistrado a una plaza en ese Tribunal -plaza codiciada por varios al mismo tiempo, como es lógico-, se puede llevar a las páginas del BOE sin explicar por qué se prefiere a uno y se posterga a otro.
El asunto viene de lejos. Ya una sentencia del mismo Tribunal Supremo de 30 de noviembre de 1999 abordó esta cuestión. Se trataba entonces de cubrir la vacante de la Presidencia de una Audiencia Provincial, a la que concurrían tres magistrados. El Consejo nombró a uno de ellos sin más motivación que la referencia escueta a sus propias competencias contenidas en la ley. Fue precisamente la Asociación Jueces para la Democracia la que interpuso entonces el recurso, invocando la exigencia de que los actos discrecionales debían ser motivados. El Tribunal Supremo lo desestimó porque los nombramientos de carácter discrecional se fundan en motivos insusceptibles de control jurisdiccional, ya que «la simple expresión del ejercicio de la facultad discrecional es el verdadero fundamento o motivación de aquél».
Esta forma de razonar -tan de brocha gorda- no pasó desapercibida en medios profesionales solventes, y así, Mariano Bacigalupo le propinó un enorme varapalo desde una revista especializada propugnando que en tales nombramientos se exigiera la acreditación de los fundamentos formales y materiales de la resolución adoptada.
A tales críticas hay que agregar las que se han formulado, ya con mayor amplitud y alcance, en algunos libros capitales dedicados en los últimos años a la Administración de Justicia en España, como es el caso del demoledor -y acaso por ello bastante silenciado- de Alejandro Nieto El desgobierno judicial (Trotta, 2004). A la voz y a las denuncias de Nieto se hallan unidas las bien sonoras de los catedráticos Francisco Rubio Llorente y Ramón Parada Vázquez, o la del magistrado Andrés Ibáñez, entre otras.
Es muy probable que sea en parte el humus producido por estas reflexiones poco complacientes las que hayan llevado al Tribunal Supremo a rectificar (a mi juicio, in melius) su doctrina anterior en la sentencia de 29 de mayo de 2006, reiterada en otra posterior de 27 de noviembre del mismo año (no referidas al ascenso al Tribunal Supremo, sino a otros nombramientos discrecionales). El argumento ha sido en todos estos casos el de que «precisamente porque el margen de actuación del Consejo es amplísimo no puede ser ilimitado, pues son límites de su actuación la observancia de los trámites procedimentales, el respeto a los elementos objetivos y reglados, la eventual existencia de una desviación de poder, la interdicción de los actos arbitrarios y los que incidan en una argumentación ajena a los principios de mérito y capacidad...». De otro lado, el Tribunal Supremo recuerda algo elemental, y es que el artículo 137.5 de la Ley Orgánica del Poder Judicial establece que «los acuerdos de los órganos del Consejo siempre serán motivados».
Llegamos así a la última de estas sentencias, la del 27 de noviembre, relacionada ahora con magistrados de la Sala de lo Social del Tribunal Supremo. Se anulan de nuevo los nombramientos realizados por el Consejo tras una meritoria argumentación que concluye señalando: «Una importante meta constitucional debe ser disipar cualquier sombra de sospecha sobre que la proximidad ideológica, partidaria o simplemente asociativa, pueda ser el componente principal de las decisiones que sobre nombramientos judiciales ha de adoptar el Consejo General del Poder judicial; y que la justificación y objetivación de los nombramientos judiciales, en los términos de profesionalidad que han sido apuntados, es el mejor camino para ahuyentar aquellos riesgos de sospecha y fortalecer esa confianza social en la Justicia sin la cual no puede hablarse de verdadero Estado de Derecho». La sentencia contiene algunos votos particulares de especial relevancia por el prestigio profesional de quienes los firman. Pero sus razonamientos, a mi juicio, no logran desvirtuar el núcleo esencial del bien trabado fallo de la mayoría.
Aunque éste no será el final del camino, pues la polémica continuará, pienso que esta doctrina se irá perfilando con el tiempo para adquirir contornos más precisos y seguros. Lo indudable es que no se podrá volver a los nombramientos en puestos clave de la organización judicial construidos sobre esos conceptos flexibles y de escaso rigor tantas veces empleados por el Consejo como los de «amplia cultura jurídica», «dilatada trayectoria profesional», «elevado carácter técnico de sus resoluciones»...
A la vista de esta evolución, se impone una pregunta. Si tenemos que motivar las decisiones, si tenemos que observar un procedimiento riguroso, si hemos de valorar unos méritos, ¿no estamos en puridad inventando el concurso, aunque la sentencia trate de evitar esta palabra? Porque lo cierto es que lo llamemos como queramos, los argumentos del Tribunal Supremo usados en las sentencias citadas nos llevan a descubrir el mediterráneo del concurso o, si se prefiere, un sucedáneo bastante logrado. ¡A estas alturas! Y ¡a tales horas!, podría añadirse como don Quijote a la vista de los leones.
Por ello, la forma más sencilla de evitar embrollos sería rectificar el artículo 326 de la Ley del Poder Judicial que dispone que «la provisión de destinos de la carrera judicial se hará por concurso... salvo los de presidentes de las Audiencias territoriales, Tribunales Superiores de Justicia y Audiencia Nacional y presidentes de Sala y magistrados del Tribunal Supremo». Con suprimir la salvedad, bastaría para acomodarse a las exigencias del Alto Tribunal. En el concurso o su sucedáneo se establecerán los criterios que han de servir para el ascenso de un magistrado, y en los mismos ha de quedar claro qué es lo que se valora y cómo se valora.
Ahora bien, llegados a este punto surge otra pregunta que ya produce un agobio mayor y una suerte de desazón constitucional. Para resolver este tipo de concursos ¿necesitamos 20 profesionales elegidos por las formaciones políticas en el Parlamento? ¿No sabemos que, como ha escrito Rubio Llorente, «la tendencia a incrementar su propia fuerza está en la naturaleza de los partidos, como está en la de los intermediarios financieros aumentar sus beneficios»? Personalmente tengo el pálpito, desde mi pequeñez provinciana, de que, al final, nos veremos obligados a hacer acto de contrición y reconocer sin más «el fracaso del autogobierno judicial», título precisamente de un libro de Iñiguez Hernández de inminente publicación (en Aranzadi-Civitas).
Ante tantas voces que por aquí y acullá, desde distintos rincones del espacio político, reclaman la modificación de la Constitución, ¿no es el momento de incluir al Consejo entre tales preocupaciones y, llegado el caso, pensar en el alivio que produciría aligerar el organigrama?
La singularidad de la nueva sentencia radica en que se ha erigido la falta de motivación en un vicio irremediablemente anulatorio. Algún ingenuo podría preguntar: ¿pero es que en España se designa a un magistrado del Tribunal Supremo sin motivar las razones de tal nombramiento? Por raro que parezca, así es: el acceso de un magistrado a una plaza en ese Tribunal -plaza codiciada por varios al mismo tiempo, como es lógico-, se puede llevar a las páginas del BOE sin explicar por qué se prefiere a uno y se posterga a otro.
El asunto viene de lejos. Ya una sentencia del mismo Tribunal Supremo de 30 de noviembre de 1999 abordó esta cuestión. Se trataba entonces de cubrir la vacante de la Presidencia de una Audiencia Provincial, a la que concurrían tres magistrados. El Consejo nombró a uno de ellos sin más motivación que la referencia escueta a sus propias competencias contenidas en la ley. Fue precisamente la Asociación Jueces para la Democracia la que interpuso entonces el recurso, invocando la exigencia de que los actos discrecionales debían ser motivados. El Tribunal Supremo lo desestimó porque los nombramientos de carácter discrecional se fundan en motivos insusceptibles de control jurisdiccional, ya que «la simple expresión del ejercicio de la facultad discrecional es el verdadero fundamento o motivación de aquél».
Esta forma de razonar -tan de brocha gorda- no pasó desapercibida en medios profesionales solventes, y así, Mariano Bacigalupo le propinó un enorme varapalo desde una revista especializada propugnando que en tales nombramientos se exigiera la acreditación de los fundamentos formales y materiales de la resolución adoptada.
A tales críticas hay que agregar las que se han formulado, ya con mayor amplitud y alcance, en algunos libros capitales dedicados en los últimos años a la Administración de Justicia en España, como es el caso del demoledor -y acaso por ello bastante silenciado- de Alejandro Nieto El desgobierno judicial (Trotta, 2004). A la voz y a las denuncias de Nieto se hallan unidas las bien sonoras de los catedráticos Francisco Rubio Llorente y Ramón Parada Vázquez, o la del magistrado Andrés Ibáñez, entre otras.
Es muy probable que sea en parte el humus producido por estas reflexiones poco complacientes las que hayan llevado al Tribunal Supremo a rectificar (a mi juicio, in melius) su doctrina anterior en la sentencia de 29 de mayo de 2006, reiterada en otra posterior de 27 de noviembre del mismo año (no referidas al ascenso al Tribunal Supremo, sino a otros nombramientos discrecionales). El argumento ha sido en todos estos casos el de que «precisamente porque el margen de actuación del Consejo es amplísimo no puede ser ilimitado, pues son límites de su actuación la observancia de los trámites procedimentales, el respeto a los elementos objetivos y reglados, la eventual existencia de una desviación de poder, la interdicción de los actos arbitrarios y los que incidan en una argumentación ajena a los principios de mérito y capacidad...». De otro lado, el Tribunal Supremo recuerda algo elemental, y es que el artículo 137.5 de la Ley Orgánica del Poder Judicial establece que «los acuerdos de los órganos del Consejo siempre serán motivados».
Llegamos así a la última de estas sentencias, la del 27 de noviembre, relacionada ahora con magistrados de la Sala de lo Social del Tribunal Supremo. Se anulan de nuevo los nombramientos realizados por el Consejo tras una meritoria argumentación que concluye señalando: «Una importante meta constitucional debe ser disipar cualquier sombra de sospecha sobre que la proximidad ideológica, partidaria o simplemente asociativa, pueda ser el componente principal de las decisiones que sobre nombramientos judiciales ha de adoptar el Consejo General del Poder judicial; y que la justificación y objetivación de los nombramientos judiciales, en los términos de profesionalidad que han sido apuntados, es el mejor camino para ahuyentar aquellos riesgos de sospecha y fortalecer esa confianza social en la Justicia sin la cual no puede hablarse de verdadero Estado de Derecho». La sentencia contiene algunos votos particulares de especial relevancia por el prestigio profesional de quienes los firman. Pero sus razonamientos, a mi juicio, no logran desvirtuar el núcleo esencial del bien trabado fallo de la mayoría.
Aunque éste no será el final del camino, pues la polémica continuará, pienso que esta doctrina se irá perfilando con el tiempo para adquirir contornos más precisos y seguros. Lo indudable es que no se podrá volver a los nombramientos en puestos clave de la organización judicial construidos sobre esos conceptos flexibles y de escaso rigor tantas veces empleados por el Consejo como los de «amplia cultura jurídica», «dilatada trayectoria profesional», «elevado carácter técnico de sus resoluciones»...
A la vista de esta evolución, se impone una pregunta. Si tenemos que motivar las decisiones, si tenemos que observar un procedimiento riguroso, si hemos de valorar unos méritos, ¿no estamos en puridad inventando el concurso, aunque la sentencia trate de evitar esta palabra? Porque lo cierto es que lo llamemos como queramos, los argumentos del Tribunal Supremo usados en las sentencias citadas nos llevan a descubrir el mediterráneo del concurso o, si se prefiere, un sucedáneo bastante logrado. ¡A estas alturas! Y ¡a tales horas!, podría añadirse como don Quijote a la vista de los leones.
Por ello, la forma más sencilla de evitar embrollos sería rectificar el artículo 326 de la Ley del Poder Judicial que dispone que «la provisión de destinos de la carrera judicial se hará por concurso... salvo los de presidentes de las Audiencias territoriales, Tribunales Superiores de Justicia y Audiencia Nacional y presidentes de Sala y magistrados del Tribunal Supremo». Con suprimir la salvedad, bastaría para acomodarse a las exigencias del Alto Tribunal. En el concurso o su sucedáneo se establecerán los criterios que han de servir para el ascenso de un magistrado, y en los mismos ha de quedar claro qué es lo que se valora y cómo se valora.
Ahora bien, llegados a este punto surge otra pregunta que ya produce un agobio mayor y una suerte de desazón constitucional. Para resolver este tipo de concursos ¿necesitamos 20 profesionales elegidos por las formaciones políticas en el Parlamento? ¿No sabemos que, como ha escrito Rubio Llorente, «la tendencia a incrementar su propia fuerza está en la naturaleza de los partidos, como está en la de los intermediarios financieros aumentar sus beneficios»? Personalmente tengo el pálpito, desde mi pequeñez provinciana, de que, al final, nos veremos obligados a hacer acto de contrición y reconocer sin más «el fracaso del autogobierno judicial», título precisamente de un libro de Iñiguez Hernández de inminente publicación (en Aranzadi-Civitas).
Ante tantas voces que por aquí y acullá, desde distintos rincones del espacio político, reclaman la modificación de la Constitución, ¿no es el momento de incluir al Consejo entre tales preocupaciones y, llegado el caso, pensar en el alivio que produciría aligerar el organigrama?
(Publicado en El Mundo, 17 de diciembre de 2007).
"La promoción a esa elevada categoría dentro de la carrera judicial se alcanza por el nombramiento del Consejo del Poder Judicial", refrendado no por el ministro de Justicia, como se dice en el texto, sino por el Consejo de ministros. En cuanto a que los nombramientos discrecionales son la atribución más importante del CGPJ, es cierto, siempre que se añadan las otras dos que indica la Constitución como contenido mínimo de las funciones de este órgano: inspección y régimen disciplinario, que de ninguna manera "podrían ser asumidas sin dificultad por otros órganos del Estado".
ResponderEliminarDe forma bastante desviada, a golpe de noticias de prensa, ejerce la potestad disciplinaria el Consejo. Es difícil imaginar a qué extremos se podria llegar atribuyendo esta potestad a otro organo menos independiente todavía.
Le he ledio en anteriores "posts" que era partidiario de un Estado fuerte, justificando una posición socialdemocrata en contraposición con la posición de los que defienden el liberalismo como instrumento de organización social. Me parecía razonable que fueran los Estados los que defiendan a los ciudadanos de "codicia" de las multinacionales, esas pocas compañias que "monopolizan" un tanto por ciento muy elevado del entramado económico del mundo.
ResponderEliminarLa cuestión es que si creamos un Estado fuerte cuando lo "rellenamos" por personas para que lo administren, ¿como garantizamos que no se cuelan en su estruturas los más incapaces?. Imagínese que lleva adelante el Sr. Pte. Zapatero su "amenaza" de incrementar sustancialmente los presupuestos dedicados a las universidades españolas. Teniendo en cuenta como se eligen a los Rectores, ¿como garantizamos que van a estar al frente de las universidades los más capacitados para ponerlas entre las 10 mejores del mundo, tal y como ha declarado el Sr. Pte.?.
Ya tengo dudas y estoy a empezando a confiar más en la solución "liberal" que en la "socialdemócrata". Ya sé, se corren muchos riesgos, pero con estos gobernantes no se corren riesgos, se sabe con absoluta certeza que todo va a ser un desastre.
Claro. Sin embargo, lo de heredar un paquete de acciones garantiza el gobierno de los aristoi. Baroja pensaba algo así. Pero era cuando la expansión de la próstata se ve que le afectaba ya a las funciones cerebrales superiores.
ResponderEliminarJesús, si es que va leyendo uno de sobresalto en sobresalto (ya, ya sé, culpa mía por no haber pedido "muete"... pero es que casi se me sale el café por la nariz. Estas cosas se avisan, hombre).
(Perdón por lo críptico. El anterior comentario hacía referencia al del amigo Lopera in the nest).
ResponderEliminarTan criptico que no me entero que ha querido decir. Heredar un paquete de acciones garantiza sólo eso: heredar un paquete de acciones. Si uno tiene más del 50 por ciento de acciones de una empresa gobernaría la empresa, y ya se preocupará de poner al frente de la misma a alguién que no la lleve a la ruina.
ResponderEliminarLa cita a Pio Baroja, no consigo entenderla, será debido a mi incultura.
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ResponderEliminarEstimado Lopera:
ResponderEliminarDisculpe lo críptico. Es la cosa de la hora de la siesta. Como aún no ha llegado esa hora, a ver si soy más clarito.
1. La alternativa a la gestión pública de los asuntos públicos es su gestión por entidades privadas. Por alguna apresurada identificación, se tiende a denominar "liberal" o "liberalizadora" esta tendencia.
2. Si la gestión pública la encabezamos cada X años mediante elecciones, la privada se encabeza solita, por los medios habituales de adquisición de la propiedad. La compraventa o herencia de acciones, por ejemplo. Esto no sólo no garantiza la calidad del gestor (fíjese usted en la "tercera generación" de las empresas familiares, que las suele mandar atpc), sino que plantea un problema adicional: cómo largar al mal gestor.
3. La cita de Baroja se refiere a su determinismo biológico. Afirmaba que las familias propietarias acumulaban mejoras en su herencia biológica, derivadas de la buena alimentación, la no transmisión a los descendientes de enfermedades carenciales, etc.
Qué putada ser incomprendido cuando uno no es un genio.
Apreciado Antetodo:
ResponderEliminarTiene usted razón, es una putada. Pero iré al grano. Creo que no debe confundirse la gestión privada de los asuntos propios (a los que se refieren sus ejemplos: el padre crea la empresa, el hijo la hace crecer y el nieto la dilapida etc), con la gestión privada de los asuntos ajenos, en los que el gestor no es el propietario, y debe rendir cuentas a éste. Y si el gestor de una sociedad cuyas acciones pertenecen a otros resulta un mal gestor, no lo dude: los accionistas lo pondrán el la calle sin contemplaciones.
Lo mismo sucede cuando se gestionan asuntos ajenos y estos, a su vez, son asuntos públicos, aunque en este caso también deben tenerse en cuenta otros aspectos.
En principio, me parece complicada la distinción, sin matices, entre los asuntos públicos y los privados, cuando éstos últimos consisten en la prestación de un servicio público. ¿Es la prestación del servicio telefónico un asunto público o privado? ¿Y el transporte de pasajeros por carretera?. ¿Y la enseñanza secundaria?.
Pero a lo que iba. La gestión privada de los asuntos públicos no se canaliza por los medios habituales de adquirir la propiedad, sino, generalmente a través de un concurso público que organiza la administración, y al que concurren los gestores privados (si a veces no es así, se debe por lo general a la indeseable presencia de monopolios o, sencillamente, a la corrupción).
Y en cuanto al problema de largar al mal gestor privado de los asuntos públicos, ninguno: las concesiones públicas han de ser limitadas en el tiempo, y si se incumplen las obligaciones del concesionario se rescinde la concesión por la administración, y punto pelota.
El problema, a mi juicio, está en otros sitios: la dejadez en el control público de la gestión privada de lo público, la ineficacia de la gestión funcionarial (ya me dirá usted cómo garantiza la buena gestión de la Universidad, un poner, el mero hecho de que la gestionen funcionarios públicos), y algunas otras cosas más. Todavía no me ha explicado nadie por qué razón la administración gestionaría mejor, por poner un ejemplo, un matedero municipal en forma directa que a través de una concesión a una empresa privada,
Así que, en definitiva, no hay razón alguna para afirmar que los asuntos públicos en ningún caso deben ser gestionados por entidades privadas, pues dependerá de las circunstancias, la eficiencia, la relación coste-calidad, etc. de cada caso. Y, por otra parte, con las elecciones cada X años no solo canalizamos la gestión pública de los asuntos públicos, sino también su gestión por entidades privadas, pues esta gestión está controlada por los políticos que resultan elegidos.
Saludos cordiales
Estimado Lagunilla:
ResponderEliminar1. La idea de que si el gestor es malo los accionistas lo ponen en la calle es tan sorprendentemente ingenua como la de que si un político es malo los votantes lo ponen en la calle. De hecho, es muchísimo más ingenua: el número de accionistas que ejercen su derecho al voto en una gran empresa es muy inferior al de votantes en unas elecciones generales medias. Los dogmas, pa’ los chanchos. Si los quieren.
2. Si le parece complicada hacer una distinción sin matices, hágalos, hombre, hágalos.
3. Creo que confunde usted la liberalización del servicio, es decir, la gestión de lo que antes se consideraba servicio público por mano privada (ejemplo: servicios postales, transporte aéreo, servicios policiales privados, etc.) con la liberalización de su ejecución (mera contrata o la licencia). Desde una determinada perspectiva son género y especie.
4. En cualquier caso, es impresionante la fe en otro dogma: “como el funcionario es mal gestora, que se licencie”.
Verá: ¿por qué ese funcionario mal gestor de asuntos va a ser un buen gestor de licencias? No lo es. Es un pasapapeles continuista, que en el mejor de los casos atiende a la columna que le dicen (la del precio de la licitación). En el peor, al telefonazo. No revisa la ejecución de la empresa privada (pregunte a un amigo arquitecto o ingeniero de caminos por qué hay últimamente tantos muertos y grandes amputados en obra civil por falta de entibación). Amplía el presupuesto cuando le dan cuerda (¡presupuesto que fue el principal criterio de asignación!).
Cualquiera con dos dedos de frente criminológicos sabe que la intersección entre decisión o dinero público y lucro privado es el nicho fundamental de la corrupción y la criminalidad. Este año, Transparency International pone una vez más como foco de corrupción nº 1 la obra civil (pagada por el Estado / ejecutada por empresas privadas). Es una constante universal, desde Holanda a Uganda (que rima). Esto es un hecho, no un dogma. Así que el dogma, pa` los chanchos.
5. Críptico o no, me quise referir a la privatización del servicio, no de su ejecución. Es lo que se deduce claramente de cuando hablo de la imposibilidad de relevar al gestor (p. ej., de ADIF). Eso es lo jodido y lo difícilmente reversible a medio plazo (¿alguien renacionalizará RENFE cuando sea rentable?). Lo otro es peccata minuta, lista de la compra.
(AUNQUE un liberal en sus cabales no debería estar a favor de la general liberalización de la ejecución de servicios más que como paso intermedio. Eso de mover billetes del erario público al bolsillo privado debe remover en su tumba a J. S. Mill o a J. Locke).
Apreciado Antetodo:
ResponderEliminar1. El accionariado de las grandes empresas suele estar controlado por grandes inversores (fondos de inversión, fondos de pensiones, administraciones públicas, entidades financieras, ...). Todos ellos no dudan en cambiar al mal gestor de la empresa en que invierten, si es que no liquidan su inversión (con la frecuente consecuencia de la salida de los antiguos gestores, y el nombramiento de otros por aquellos que se han hecho con las participacione liquidadas).
2. Y viceversa: ¿porqué ese mal gestor de licencias, que usted dibuja con trazo ajustado (burocracia continuista, corrupción, ...) va a ser un buen gestor de asuntos?. Claro que hay funcionarios que son magníficos gestores, yo conozco a algunos, pero son la excepción que confirma la regla. Y excepción excepcional. Y, además, es lógico. Solo hay que analizar el sistema de recluta y el de (inexistente) formación de los fucionarios - gestores para saber una de las mayores causas de tanto despilfarro en la gestión pública.
3. Tiene usted razón, y se queda corto, con el tema de la siniestralidad laboral, pero ahí deben buscarse más responsables, desde el punto y hora en que hay unas normas legales que regulan la seguridad en el trabajo, cuyo estricto cumplimiento tiene obligación de controlar la Inspeccion de Trabajo, que lo hace mal y tarde (las excusas de siempre: falta de medios, falta de personal, ...). Por cierto, en las grandes empresas constructoras, las que suelen hacer túneles sin entibación suficiente, los sindicatos mayoritarios son parte integrante y principal del Comité de Seguridad pero, salvo las protestas a toro pasado, poco o nada hacen. Otro bonito tema, éste, para charlar un rato.
4. No entiendo el ejemplo de ADIF. Según el art. 15 del Estatuto de ADIF, aprobado por Real Decreto 2395/04, el nombramiento y cese de los vocales del Consejo de Administración de ADIF (incluído su presidente) corresponde al Ministerio de Fomento. Así que, con la sola firma de Maleni, ¡zas!, se releva a los gestores de ADIF.
5. Cierto, es posible que se remuevan en su tumba si nos quedamos en la mera ejecución, y no en la gestión. Pero yo, desde luego, no soy un liberal (o a lo mejor sí: todo depende de lo que entendamos por "liberal"; de ahí mi adversión a las etiquetas), y lo único que me interesa es conseguir la mayor eficacia y rentabilidad en la utilización de los recursos públicos para la consecución de los intereses públicos. Y en esto no tengo dogmas, creame. Por tanto, pienso que, en el tema de la gestión privada de los asuntos públicos (casi) todo es discutible. Y merece ser discutido.
En cualquier caso, es posible que estemos de acuerdo en que sólo el Estado democrático debe tener capacidad para regular el marco de la gestión privada de los intereses públicos, y ningún problema habría, por ejemplo, en privatizar líneas aereas, aeropuertos, ferrocarriles, puertos, etc, SIEMPRE QUE los objetivos básicos, el diseño del conjunto y el control de la actividad sean competencia exclusiva del Estado,y SIEMPRE QUE no se trate de servicios que impliquen el ejercicio de "imperium" (fuerzas armadas, justicia, policía y tal).
Saludos cordiales