Esto del blog es divertido, pero es una tarea de órdago. Uno se empeña en alimentarlo cada día y come más que un vicerrector de relaciones institucionales. Algunos días tiene uno secas las meninges y no sale nada; otros días falta el tiempo para perpetrar algo legible y que no ponga de mal café a los amigos de guardia.
Por estas fechas me toca darle a la tecla profesional y escribir un artículo de encargo sobre las cosas del Derecho y sus perversiones. Y, como uno no puede estar a todo, hija, pues me temo que voy a incurrir en la desconsideración de ir colgando aquí de vez en cuando esta temporada alguna parte de eso que con dolor voy pariendo para mayor descrédito de la ciencia jurídica. Va sobre neoconstitucionalismo. ¿Que qué es eso? Esperen y lean los masocas de lo jurídico. Los demás, la gente normal y de bien, se lo pueden saltar sin gran pérdida.
Ahí va el primer trocillo. Es puro borrador y me disculpo si está todavía bastante crudo. Por supuesto, serán bienvenidas las consideraciones críticas de los colegas que gusten de perderse por semejantes berenjenales.
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Se suele señalar que el llamado neoconstitucionalismo es una doctrina de caracteres un tanto difusos. Entre los autores que a menudo son adscritos a la misma los más mencionados son Dworkin, Alexy, Nino o Zagrebelsky. Ciertamente, son importantes las diferencias entre todos ellos, lo cual marca una primera dificultad para decantar esos elementos comunes que permitirían identificar esa doctrina neoconstitucionalista, que ha sido a veces calificado como nuevo paradigma. Paradigma difuso debe de ser. Posiblemente la formulación más radical y terminante del neoconstitucionalismo aparece en el libro El Derecho dúctil, de Gustavo Zagrebelsky, obra que ha tenido importante eco, pero que no deja de ser un producto de menor enjundia que los escritos capitales de los otros autores mencionados. En cualquier caso, nos hallamos ante una teoría que no ha encontrado aún plasmación completa y coherente en una obra central y de referencia, por lo que sus caracteres deben ser espigados de aquí y de allá, más construidos como descripción del común denominador de una tendencia genérica actualmente dominante y presente en la teoría constitucional y iusfilosófica y, muy en particular, en la propia jurisprudencia de numerosos tribunales constitucionales, que como balance a partir de una obra canónica con perfiles bien precisos y delimitados. Está muy presente esa impregnación neoconstitucionalista en numerosos escritos teóricos y sentencias, pero puede que esa falta de definición clara, de rigor analítico y de empeño fundamentador de sus propios cultivadores sea una de las bazas que alimentan su éxito. Lo muy vago de las tesis de partida convierte al neoconstitucionalismo en teoría superficialmente atractiva y aparentemente novedosa, al tiempo que en la práctica cumple a la perfección lo que me parecen sus cometidos principales, que serían los de reforzar la influencia política de la presunta ciencia jurídico-constitucional, por un lado, y, por otro, impulsar un judicialismo que subvierte la relación entre los poderes constitucionales, pone en jaque el principio democrático y la soberanía popular y desdobla las propias constituciones, haciendo que ciertos derechos “materializados” y fuertemente vinculados a valores morales sustanciales imperen absolutamente sobre los derechos constitucionales de tipo político, participativo y procedimental.
El equilibro entre derechos humanos y soberanía popular, en el que tanto insiste por ejemplo Habermas, se rompe a favor de una concepción moralizante y absolutizadora de los primeros, con la consecuencia de que acaba por promoverse un nuevo soberano que no es otro que la judicatura, y en especial la jurisdicción constitucional, en alianza con la doctrina. Es lo que podríamos llamar el complejo académico-judicial, que desde su afán de excelencia ética y de elitismo político, pretende suplantar los dictados de un pueblo que las constituciones dicen soberano, pero que es tenido por incapaz (por sí o por sus representantes en democracia) de calar en esos contenidos morales que formarían el cimiento de las constituciones y en los que sólo logran penetrar con propiedad los profesores y los jueces de las más altas cortes.
Por razón de ese grado de indefinición teórica del neoconstitucionalismo y del designio preferentemente político de sus cultivadores, admítanlo o no, acecha siempre el riesgo de errar en la descripción de dicha doctrina o tendencia y de proyectar las críticas sobre molinos de viento, sobre un espantajo teórico que no se corresponda en verdad con ninguna teoría efectivamente operante en la actualidad. Si así lo hiciéramos, incurriríamos en parecida caricatura a la que muchos de los que se dicen neoconstitucionalistas hacen del positivismo jurídico, al imputar a éste unos atributos teóricos y una percepción del Derecho que es propia únicamente, si acaso, del ingenuo y muy metafísico positivismo decimonónico, el de la Escuela de la Exégesis o la Jurisprudencia de Conceptos.
Por razón de ese grado de indefinición teórica del neoconstitucionalismo y del designio preferentemente político de sus cultivadores, admítanlo o no, acecha siempre el riesgo de errar en la descripción de dicha doctrina o tendencia y de proyectar las críticas sobre molinos de viento, sobre un espantajo teórico que no se corresponda en verdad con ninguna teoría efectivamente operante en la actualidad. Si así lo hiciéramos, incurriríamos en parecida caricatura a la que muchos de los que se dicen neoconstitucionalistas hacen del positivismo jurídico, al imputar a éste unos atributos teóricos y una percepción del Derecho que es propia únicamente, si acaso, del ingenuo y muy metafísico positivismo decimonónico, el de la Escuela de la Exégesis o la Jurisprudencia de Conceptos.
Y no es casual que la disputa se desarrolle en esos términos, ya que es en realidad ese positivismo decimonónico el que en el neoconstitucionalismo se ve reflejado como en un espejo, esto es, invertido. Pues al positivismo del siglo XIX y al neoconstitucionalismo les son comunes una serie de notas: la confianza en el carácter en el fondo perfecto y completo de los sistemas jurídicos; el desdoblamiento del ordenamiento jurídico en una parte superficial, que es defectuosa por indeterminada y por estar llena de lagunas y antinomias, y una parte profunda o esencial, que contiene solución predeterminada para cualquier caso difícil; la afirmación de un método que permite hacer de la actividad judicial una tarea más de conocimiento que propiamente decisoria (el método meramente subsuntivo en el positivismo decimonónico, el método de la ponderación en el neoconstitucionalismo), y la consiguiente negación de la discrecionalidad judicial. Positivismo jurídico decimonónico y neoconstitucionalismo actual son extremos que se tocan y que se combaten por razón de su semejanza estructural y de sus similares pretensiones políticas. Donde aquél tomaba como axioma la idea del legislador racional, éste adopta con similar convicción el del juez racional; donde aquél quería ver en el legislador un mero portavoz de los intereses objetivos de la nación o de las esencias inmutables y necesarias del Derecho, y en la ley la plasmación perfecta de la justicia ideal, éste hace de la Constitución la quintaesencia de la verdad moral y de la justicia objetiva, y de los jueces los traductores seguros de esas verdades axiológico-jurídicas a decisiones materialmente justas y objetivamente correctas, sin asomo de subjetivismo ni desfiguración por intereses políticos o gremiales. Así como ese Derecho, que de tal forma se afirmaba en el siglo XIX como perfecto y objetivamente verdadero, se consideraba que debía pulirlo, encauzarlo y en buena medida sentarlo la ciencia jurídica, poco menos que asimilada a razón científico-natural, así este Derecho de hoy, que el neoconstitucionalismo ve como Derecho básicamente constitucional o sólo constitucional, se pretende que debe ser alumbrado también por una ciencia jurídica que interpreta la Constitución a base de bucear en el orden axiológico que es su esencia, si bien los profesores serían ahora depositarios de los supremos saberes de una muy real y objetiva razón práctica, más que de una razón científiico-natural.
De ahí que entre las notas distintivas del neoconstitucionalismo, por contraste con el positivismo jurídico, se suela mencionar la impugnación de la neutralidad de la ciencia jurídica y se haga la apología de una ciencia constitucional militante, moralmente comprometida con la verdad y las exigencias de los supremos valores, éticamente confesional. El entramado funciona a la perfección porque los jueces ven en esa doctrina la justificación perfecta para la ampliación de sus poderes frente al legislador y de su condición de oráculos de la Constutición profunda, mientras que los profesores colman sus aspiraciones cuando ven a los jueces (de)construir la Constitución con los elementos que ellos les van proponiendo. Eso sí, cuando los jueces no obedecen a los académicos, éstos echan mano de sus arcanos saberes axiológico-constitucionales, no para reprocharles un mal uso de la discrecionalidad judicial, sino que, puesto que se parte de negar o reducir sumamente la presencia de tal discrecionalidad, se les dice a los jueces simplemente que se equivocan, que han errado la decisión, que no han sabido dar con el fallo verdadero y necesario, Constitución en mano. Cuando al doctrinante neoconstitucionalista le gusta el contenido de una sentencia, señala que ésta es verdadera porque traslada al caso la solución que los valores constitucionales le prescriben y presenta esa resolución como un acertado ejercicio de ponderación, aun cuando en la sentencia en cuestión no haya ni rastro explícito del método ponderativo y aunque la motivación del fallo sea sumamente deficiente y esté llena de inferencias erróneas, sofismas y paralogismos. Pues no importa la argumentación, sino el contenido del fallo. De nuevo como en el positivismo de hace siglo y medio. Si el dictar sentencia, incluso en los casos más difíciles y complicados a tenor de los hechos o de las normas concurrentes, tiene más de saber que de decidir, es normal que se piense que la voz cantante la han de llevar los que más saben, los que mejor han estudiado, los que más fluidamente se manejan con las intimidades de la Constitución y, por extensión, del ordenamiento todo: los profesores. Una vez más, como hace siglo y medio.
Por todas esas razones, un profesor neoconstitucionalista nunca dirá de una sentencia que puede ser correcta, vistos los hechos y Derecho en mano, pero que él discrepa por tales o cuales motivos; dirá simplemente que es errónea porque el tribunal no ha ponderado como es debido y porque no da cuenta de lo que la axiología constitucional, la Constitución sustancial, prescribe para ese caso. Y basta conocer cuál es la adscripción política del neoconstitucionalista de turno y con qué patrones morales comulga, para poder anticipar con toda certeza qué fallo reputará como el único correcto para cada caso que, a tenor de esa su ideología, le parezca relevante[1]. Así que acaba por haber tantos Derechos únicos y verdaderos y tantas únicas soluciones constitucionalmente correctas para cada asunto como neoconstitucionalistas nos topemos con ideologías diversas. Todos sacerdotes de un único credo, la Constitución como sistema objetivo de valores, pero pluralidad de iglesias, de dogmas incompatibles y de te(le)ologías, y cada cual llevando el agua a su molino, pero diciendo que no es el molino suyo, sino la Constitución objetiva.
Así se explica otro hecho de los más sorprendentes de la actual teoría jurídica, como es que en esos afanes neoconstitucionalistas vengan a coincidir teóricos de derechas y de izquierdas, conservadores y reformistas radicales, fieles superortodoxos de una religión u otra y ateos: cada uno lucha por lo suyo, pero imputando cada cual lo suyo a la Constitución misma, sin dar la cara, sin llamar a las cosas por su nombre, sin indicar propiamente sus razones cada uno y diciendo que esas razones no son más que las razones de la Constitución de todos. Se trata, en suma, de una forma de hacer política, pero por el atajo, sin entrar en la discusión política ni exponerse al juicio de los electores y pretendiendo imponerse directamente a los jueces que tienen la última palabra, desde los muy problemáticos saberes de una política del Derecho que se pretende ciencia jurídica, ciencia jurídico-constitucional.
[1] Permítaseme una pequeña historia personal. En una ocasión, hace unos años, asistí, como miembro del tribunal, a la defensa de una tesis doctoral elaborada por un muy competente neoconstitucionalista. Era una obra ciertamente de calidad y muy meritoria, que luego se publicó como libro. En la primera parte el autor ponía las bases de su pensamiento neoconstitucionalista y en la segunda se detenía en el cotejo crítico de algunas decisiones del Tribunal Constitucional español. Puesto que yo conocía las muy respetables convicciones políticas del doctorando, antes de leer esa segunda parte aposté conmigo mismo a que acertaría cuál sería su veredicto sobre todas esas sentencias que iba a examinar. No me equivoqué. No era difícil adivinar el resultado de “sus” ponderaciones, pues ya conocía su balanza, me era sabido su “ponderómetro”.
De ahí que entre las notas distintivas del neoconstitucionalismo, por contraste con el positivismo jurídico, se suela mencionar la impugnación de la neutralidad de la ciencia jurídica y se haga la apología de una ciencia constitucional militante, moralmente comprometida con la verdad y las exigencias de los supremos valores, éticamente confesional. El entramado funciona a la perfección porque los jueces ven en esa doctrina la justificación perfecta para la ampliación de sus poderes frente al legislador y de su condición de oráculos de la Constutición profunda, mientras que los profesores colman sus aspiraciones cuando ven a los jueces (de)construir la Constitución con los elementos que ellos les van proponiendo. Eso sí, cuando los jueces no obedecen a los académicos, éstos echan mano de sus arcanos saberes axiológico-constitucionales, no para reprocharles un mal uso de la discrecionalidad judicial, sino que, puesto que se parte de negar o reducir sumamente la presencia de tal discrecionalidad, se les dice a los jueces simplemente que se equivocan, que han errado la decisión, que no han sabido dar con el fallo verdadero y necesario, Constitución en mano. Cuando al doctrinante neoconstitucionalista le gusta el contenido de una sentencia, señala que ésta es verdadera porque traslada al caso la solución que los valores constitucionales le prescriben y presenta esa resolución como un acertado ejercicio de ponderación, aun cuando en la sentencia en cuestión no haya ni rastro explícito del método ponderativo y aunque la motivación del fallo sea sumamente deficiente y esté llena de inferencias erróneas, sofismas y paralogismos. Pues no importa la argumentación, sino el contenido del fallo. De nuevo como en el positivismo de hace siglo y medio. Si el dictar sentencia, incluso en los casos más difíciles y complicados a tenor de los hechos o de las normas concurrentes, tiene más de saber que de decidir, es normal que se piense que la voz cantante la han de llevar los que más saben, los que mejor han estudiado, los que más fluidamente se manejan con las intimidades de la Constitución y, por extensión, del ordenamiento todo: los profesores. Una vez más, como hace siglo y medio.
Por todas esas razones, un profesor neoconstitucionalista nunca dirá de una sentencia que puede ser correcta, vistos los hechos y Derecho en mano, pero que él discrepa por tales o cuales motivos; dirá simplemente que es errónea porque el tribunal no ha ponderado como es debido y porque no da cuenta de lo que la axiología constitucional, la Constitución sustancial, prescribe para ese caso. Y basta conocer cuál es la adscripción política del neoconstitucionalista de turno y con qué patrones morales comulga, para poder anticipar con toda certeza qué fallo reputará como el único correcto para cada caso que, a tenor de esa su ideología, le parezca relevante[1]. Así que acaba por haber tantos Derechos únicos y verdaderos y tantas únicas soluciones constitucionalmente correctas para cada asunto como neoconstitucionalistas nos topemos con ideologías diversas. Todos sacerdotes de un único credo, la Constitución como sistema objetivo de valores, pero pluralidad de iglesias, de dogmas incompatibles y de te(le)ologías, y cada cual llevando el agua a su molino, pero diciendo que no es el molino suyo, sino la Constitución objetiva.
Así se explica otro hecho de los más sorprendentes de la actual teoría jurídica, como es que en esos afanes neoconstitucionalistas vengan a coincidir teóricos de derechas y de izquierdas, conservadores y reformistas radicales, fieles superortodoxos de una religión u otra y ateos: cada uno lucha por lo suyo, pero imputando cada cual lo suyo a la Constitución misma, sin dar la cara, sin llamar a las cosas por su nombre, sin indicar propiamente sus razones cada uno y diciendo que esas razones no son más que las razones de la Constitución de todos. Se trata, en suma, de una forma de hacer política, pero por el atajo, sin entrar en la discusión política ni exponerse al juicio de los electores y pretendiendo imponerse directamente a los jueces que tienen la última palabra, desde los muy problemáticos saberes de una política del Derecho que se pretende ciencia jurídica, ciencia jurídico-constitucional.
[1] Permítaseme una pequeña historia personal. En una ocasión, hace unos años, asistí, como miembro del tribunal, a la defensa de una tesis doctoral elaborada por un muy competente neoconstitucionalista. Era una obra ciertamente de calidad y muy meritoria, que luego se publicó como libro. En la primera parte el autor ponía las bases de su pensamiento neoconstitucionalista y en la segunda se detenía en el cotejo crítico de algunas decisiones del Tribunal Constitucional español. Puesto que yo conocía las muy respetables convicciones políticas del doctorando, antes de leer esa segunda parte aposté conmigo mismo a que acertaría cuál sería su veredicto sobre todas esas sentencias que iba a examinar. No me equivoqué. No era difícil adivinar el resultado de “sus” ponderaciones, pues ya conocía su balanza, me era sabido su “ponderómetro”.
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