28 febrero, 2008

Hay que poner al Tribunal Constitucional en su sitio (su sitio constitucional)

En el sentido a que me voy a referir, la Sentencia reciente del TC en el caso de “los Albertos” no tiene gran cosa de particular, aunque haya levantado gran polvareda por otras razones. Con ello no digo que esté bien y sea constitucionalmente adecuada al papel que al TC le asignan la Constitución y su propia Ley Orgánica, sino al contrario: está tan fuera de lugar como muchísimas, tal vez la mayoría, de las que dicta al resolver recursos de amparo. La extralimitación competencial del TC no es la excepción, sino prácticamente la regla. Expliquemos esto ahora brevemente y mañana entraremos en un cierto análisis de la referida Sentencia.
Conforme a la Constitución y a la legalidad correspondiente, al TC no le compete ni la valoración de las pruebas habidas en un proceso ni la interpretación de la legalidad ordinaria. Puesto que el TC no es cúspide de la jurisdicción ni, por tanto, supremo órgano de apelación o supercasación, la valoración de la prueba y la interpretación de la legalidad corresponden a los órganos propiamente jurisdiccionales, con el Tribunal Supremo en su cabeza. No hace falta que nos detengamos aquí en la mención o exégesis de las normas que así lo establecen, comenzando por el propio artículo 123 de la Constitución, pues es doctrina indiscutible, asentada –en teoría- y constantemente repetida por el propio TC. Ahora bien, el propio TC vulnera constantemente tales restricciones de su competencia.
Tratemos de aclarar estos extremos con suprema sencillez y espíritu didáctico.
La estructura de una decisión judicial “normal” y habitual puede explicarse con el siguiente esquema elemental:
"Se ha realizado por el sujeto S la acción A que, conforme a la norma N, es calificable como un supuesto S y que, en consecuencia y a tenor de dicha norma N, lleva a la imposición de la consecuencia jurídica C".
También cabe la conclusión negativa “No se tiene por realizada la acción A o no se tiene por realizada por el sujeto S o no queda abarcada dicha acción A bajo la norma N, por lo que no cabe la imposición de la consecuencia jurídica C que dicha norma estipula”.
Pero, en aras de la simplicidad, quedémonos con la formulación positiva que hemos esquematizado primeramente.
Dos juicios previos anteceden necesariamente a la referida aserción positiva: (i) el de que A ha acontecido y es obra de o imputable a S y (ii) el de que A es subsumible bajo N, que A queda abarcada bajo la regulación contenida en N, es un caso de aquellos a los que N se refiere.
Ahora veamos lo que supone cada uno de esos dos juicios, siempre con arreglo a los requisitos mínimos que operan en un Estado de Derecho.
(i) La afirmación de que A ha acontecido y/o de que S es el autor de esa acción A (prescindamos de casos en que operen mecanismos más complejos de imputación a S de la responsabilidad por A) ha de estar basada en pruebas. Por regla general, en los casos que llegan a los tribunales la afirmación de que A ha ocurrido y S es su autor no se basa en pruebas perfectamente demostrativas y concluyentes, sino en indicios y datos que se aportan en la actividad procesal probatoria –confesiones, testimonios, dictámenes de peritos...-, actividad sometida por el Derecho a garantías y restricciones, dado que la averiguación de la verdad no es el único valor que aquí está en juego. Por esto último, por ejemplo, se ha de tener por no probada A o la autoría de S si la prueba existente y concluyente es una prueba ilícita con arreglo a Derecho.
En consecuencia, a la afirmación de que A ha ocurrido y/o de que S es su autor antecede un juicio previo en el que se contiene la valoración positiva de las pruebas concurrentes por parte del juez. Dicho juicio es reconducible al siguiente esquema básico:
"Yo, juez, valoradas las pruebas practicadas y que sean válidas con arreglo a Derecho, estimo que ha quedado probado A y/o la autoría de S".
Para que ese juicio pueda tener una base suficientemente fiable, el Derecho fija ciertas condiciones para la práctica de las pruebas en el proceso.
Para evitar la fácil arbitrariedad en la valoración de la prueba, el Derecho obliga a motivar el juicio del juez al respecto, a que exponga las razones de su conclusión sobre los hechos y sus pruebas.
Pues bien, el TC, a tenor de las normas que establecen sus competencias, no es competente para enmendar esa valoración de las pruebas, y el consiguiente juicio sobre los hechos acontecidos, que lleva a cabo la jurisdicción ordinaria.
ii) La afirmación de que la acción A del sujeto S encaja bajo la regulación contenida en la norma N y de que, en consecuencia, es merecedora de la consecuencia prevista en N para los casos bajo ella abarcados, presupone la interpretación de los términos de N.
Tampoco es el TC competente para corregir esa interpretación judicial de N, si N es una norma de la legislación ordinaria. Por legislación ordinaria entendemos la normativa jurídica infraconstitucional.
Por si algún lego en Derecho aún anda leyendo esta nota, pongamos un ejemplo aclaratorio de este asunto de la interpretación.
Supongamos que N dice lo siguiente: “Al que entrare en el recinto X vistiendo prendas de abrigo se le impondrá la sanción Y”. Es lo mismo que decir que queda prohibido entrar en el recinto X vistiendo penas de abrigo y que se impondrá a modo de sanción la consecuencia Y al que vulnere tal prohibición.
Pongamos ahora que alguien entra en el recinto X vistiendo una gabardina. ¿Es una gabardina una “prenda de abrigo”? Depende de lo que entendamos por “prenda de abrigo”, de cómo definamos “prenda de abrigo”. Hay prendas que sin duda no encajan bajo esa definición (por ejemplo, un bikini tipo tanga), otras que sin duda encajan (por ejemplo, un grueso abrigo) y otras que pueden encajar o no, en función de la extensión que demos a esos términos sin dar patadas a la semántica usual de nuestro lenguaje; por ejemplo, una gabardina.
Para llevar a cabo esa labor llamada interpretación, los jueces disponen de ciertos criterios, argumentos o métodos consolidados y generalmente admitidos, especialmente los llamados cánones de la interpretación, como el teleológico, el sistemático, etc.
A fin de evitar la fácil arbitrariedad, el Derecho obliga a que el juez exponga razonadamente, argumente con coherencia, seriedad y de manera razonable las razones por las que prefirió una interpretación u otra de N.
Pues bien, el problema clave está en que el TC no puede, a tenor de su carácter y sus competencias en nuestro sistema constitucional, ni entrar al valorar por su cuenta las pruebas de A (y/o de la autoría de S) ni la interpretación preferible de N. En eso la prioridad, la supremacía, la tienen los jueces ordinarios y, en última instancia, el Tribunal Supremo.
¿Entonces qué le queda al TC, puesto que a él le corresponde velar porque en la sentencia del juez no se vulnere un derecho fundamental de los que son protegibles por vía de recurso de amparo ante el TC? La respuesta nos guste o no, es ésta: si se atiene a ese diseño de sus propias competencias, a ese reparto de competencias entre la jurisdicción ordinaria y el propio TC, le queda muy poca cosa. En concreto: (i) respecto del juicio sobre los hechos (sobre el acaecimiento de A y/o la autoría de S), velar porque la práctica de las pruebas se haya realizado con las debidas garantías procesales y con respeto a los imperativos legales y porque la motivación del juicio del juez sobre este extremo sea suficiente y no contenga conclusiones claramente erróneas; (ii) respecto del juicio sobre la interpretación de la norma aplicable, velar porque dicha interpretación no sea totalmente irrazonable por atentatoria contra el significado evidente de las palabras y porque esté suficientemente motivada, sin errores lógicos o conceptuales graves.
Téngase en cuenta que estamos pensando en casos en que no se planteen dudas sobre la constitucionalidad de la norma N o en que dicha constitucionalidad haya quedado previamente sentada de modo irrebatible (por ejemplo, en una sentencia de constitucionalidad previa del propio TC).
Y ahora viene la gran cuestión: ¿cómo puede el TC proteger frente a las sentencias judiciales los derechos fundamentales susceptibles de amparo? La respuesta, otra vez guste o no, es sencilla: sólo del modo descrito; o sea, sólo frente a casos de evidente arbitrariedad del juez al valorar las pruebas (o al admitirlas o rechazarlas o dirigir su práctica) o a la hora de interpretar la norma y aplicarla al caso.
¿Qué viene haciendo, en cambio, el TC? Saltarse esos límites de su competencia. ¿Cómo? Mediante la combinación de dos vías o artimañas. Una, enjuiciando aquello que no puede enjuiciar y que él miso dice que no enjuicia: los hechos del caso y su prueba y la interpretación de las normas de legislación ordinaria aplicables. Y, dos, entendiendo que el contenido de los derechos fundamentales susceptibles de amparo no viene dado por el sentido o los sentidos posibles de las palabras de los preceptos constitucionales que recogen tales derechos, sino que dicho contenido es, en su fondo o esencia, un contenido axiológico, que tal contenido axiológico es mucho más preciso de lo que precisas puedan ser las palabras del correspondiente precepto y dando por sentado que sólo es admisible la valoración de los hechos del caso y la interpretación de la norma (ordinaria) del caso que sirva para maximizar la realización de ese contenido axiológico de ese derecho fundamental que esté en juego. De esa manera se autoatribuye el TC la competencia que no tiene y que dice no tener: la de revisar la interpretación de N llevada a cabo por la jurisdicción ordinaria y la de enmendarla o anularla cuando no sirva para dar al derecho fundamental en el caso el alcance que según el TC debe tener. Por eso, además de afirmar en la práctica el TC una competencia que en la teoría –y en su propia teoría- no tiene, la jurisprudencia del TC es estrepitosamente casuística e imprevisible: porque sólo él (¿habría que decir Él?) sabe en cada caso cuál es el contenido constitucionalmente necesario del correspondiente derecho fundamental para ese caso. Y sólo lo sabe él (¿Él?) por una simple razón, expresada sin tapujos: porque ese contenido se lo inventa él. La condición de supremo intérprete de la Constitución se ha mutado, por obra de tal jurisprudencia constitucional –y de la correspondiente doctrina “neoconstitucionalista” que la jalea- en la de supremo sacerdote de los valores exactos que subyacen bajo cada derecho fundamental y oráculo de lo que exactamente prescriben para cada caso esos valores. La cuestión ha dejado de ser de interpretación (entendiendo por tal la elección entre sentidos posibles de un término o enunciado), y ha pasado a ser de adivinación; o de legislación constitucional pura y dura.
Así podemos entender que el TC afirme simultáneamente (en la Sentencia de “los Albertos” lo hace de nuevo) que no le corresponde a él la interpretación de la legislación ordinaria (en el caso de “los Albertos” qué haya de entenderse por “procedimiento” en el art. 114 del Código Penal de 1973) y que sí le corresponde a él procurar que en la respectiva sentencia judicial que revisa se respete el “contenido constitucional necesario” del derecho fundamental en juego. Puesto que “por contenido constitucional necesario” no se alude a los posibles significados de la respectiva norma constitucional, sino a los contenidos axiológicos que constituyen, según esa visión materializada de la Constitución, la esencia invulnerable del derecho fundamental en cuestión, al final no le queda más remedio que enmendar la interpretación judicial que ha dicho que no puede enmendar: anulará la sentencia que no interprete la norma de la manera que, a juicio del TC, suponga la mejor realización de esos contenidos axiológicos del derecho fundamental o, al menos, que no vulnere esos contenidos axiológicos.
Como si dijéramos, es como si el TC nos contara que no corrige la interpretación del tribunal ordinario porque la cuestión no es de palabras, sino de correspondencia con esencias axiológicas. Lo malo es que esas esencias axiológica sólo las conoce él, el TC, en su exacto contenido; que su labor de más alto intérprete de la Constitución la concibe como labor de supremo develador de las esencias axiológicas de la Constitución y que en tal tarea se atribuye un monopolio que choca frontalmente con la separación de poderes y los presupuestos de una Constitución que también ampara como supremo valor el pluralismo y como principios básicos de funcionamiento político los de soberanía popular y separación de poderes.
Mañana o más tarde ilustraremos lo principal de lo anterior con buenos ejemplos y acabaremos viendo la sentencia de “los Albertos”. Sentencia, que como al principio hemos indicado, no es más que culminación de un camino ya muy transitado por el TC y que no lleva más que a un destino: a que el TC haga impunemente lo que le dé la gana en cada caso. Al fin y al cabo, nadie puede controlar –al menos jurídicamente- al supremo controlador. Si, además, van apareciendo en la jurisprudencia del TC preocupantes indicios de clasismo y de sumisión a imperativos que caritativamente podemos llamar sistémicos, será indicio de que sí caben otros controles de ese órgano jurídicamente incontrolable. Un desastre.

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