22 febrero, 2008

Neoconstitucionalismo. III.b.

El planteamiento de Dürig tiene consecuencias prácticas importantes y que él mismo explicita. En primer lugar, deja abierta la posibilidad de normas constitucionales inconstitucionales. Serían aquellas normas de la Constitución que permiten al legislador una configuración incompatible con ese contenido axiológico previo y prepositivo del derecho en cuestión. Pero al juez le toca evitar tal inconstitucionalidad de la norma constitucional, interpretando sus términos en clave de tales valores previos y haciendo que el poder de disposición que dichos términos otorguen al legislador sea sólo en lo que no se vulnere ese contenido moral que es propio y constitutivo del Derecho (M-D Art. 1 Abs.1, nm. 83). Vemos cómo el eje de la interpretación constitucional, por tanto, son esos contenidos morales, contenidos de esa moral bien determinada que es la esencia de la Constitución.

En segundo lugar, en el sistema de derechos fundamentales no hay lagunas, sea cual sea la lista de concretos derechos que la Constitución enumere y sean cuales sean los términos con que los recoja, pues, como sabemos, el art. 1 posee fuerza y alcance regulativo -plasmado en primer lugar en el derecho principal de libertad (art. 2. I) y en el derecho principal de igualdad (art. 3. I)- como para convertir en violación de derecho fundamental cualquier atentado contra la dignidad humana (M-D. Art. 1 Abs.II, nm. 86). Aunque sólo existiera el artículo 1 y ni una cáusula más de derechos fundamentales, el sistema de derechos fundamentales no tendría lagunas.

Esa sumisión de la práctica a los valores queda bien a las claras también desde el primer párrafo del comentario de Dürig al apartado III del art. 1[1]: “El sentido del artículo 1. III es el de transformar de cualquier modo posible en un sistema indiscutible de pretensiones el sistema de valores preestablecido a la Constitución y recibido como un todo por el artículo 1, apartados I y II, de la misma” (Art 1 Abs III nm. 91). Esto es muy importante para calar en el sentido que diferencia una doctrina así, como la de Dürig y, en buena medida, la del posterior constitucionalismo. No se trata meramente de que en la Constitución, a partir de consideraciones morales, se haya tratado de poner límites a los contenidos posibles de las acciones del legislativo, el ejecutivo y el judicial, límites directamente operantes. Esto lo puede admitir perfectamente el positivismo, entendiendo que esos límites vienen lingüísticamente marcados en los enunciados constitucionales y que la interpretación de los mismos, que acontece discrecionalmente, pero dentro de los límites que la semántica y la sintaxis de tales enunciados permita, puede tener uno de sus auxilios en la toma en cuenta de esos fines materialmente protectores de tales disposiciones constitucionales. Pero aquí Dürig, como precursor, está afirmando algo diferente, que va a concretar más a continuación: el sentido último de la acción legislativa, ejecutiva y judicial es “actualizar” esos contenidos valorativos aludidos por los dos apartados primeros del art. 1, transformando tales contenidos axiológicos previos en normas positivas.

Cuando Dürig comenta la vinculación del legislador a los derechos fundamentales comienza con un párrafo que es toda una declaración de principios que el neoconstitucionalismo posterior seguirá al pie de la letra y elevará a uno de sus tópicos principales. Dice Dürig: “Desde un punto de vista intelectual y de historia jurídica, la extensión al legislador de la vinculación a los derechos fundamentales es una clara ruptura con la fe en el poder omnímodo del legislador que era propia del positivismo jurídico”[2] (Art. 1 Abs. III, nm. 103). Y añade que no se trata sólo de desconfianza, sino de un cambio en el modo de ver la relación entre la ley y el Derecho.

¿En qué positivismo jurídico estará pensando Dürig al decir esto? Sin duda, en el mismo en que pensará siempre, después de él, el neoconstitucionalismo, en el positivismo metafísico del siglo XIX, al estilo de la Escuela de la Exégesis. Porque en el positivista por antonomasia en el tiempo en que Dürig escribe, Kelsen, no puede obviamente estar pensando, pues, entre otras muchas razones que podrían aquí aducirse, es nada menos que el creador del sistema de control concentrado de constitucionalidad y, con ello, del mismo sistema de control del legislador que la Ley Fundamental de Bonn recoge. Seamos claros de una vez por todas: lo que al iusmoralismo de Dürig, de los iusnaturalistas confesos y de los criptoiusnaturalistas llamados ahora neoconstitucionalistas molesta no es que el positivismo afirme la omnipotencia del legislador, cosa que no hace ningún positivista que señale la superioridad jerárquica de la Constitución sobre la ley y la existencia de controles de constitucionalidad de las leyes, sino la independencia del Derecho frente a la moral. Lo que el positivista del siglo XX combate no es, en absoluto, que la ley pueda ser anulada por inconstitucional (¡faltaría más!), sino que la ley pueda ser anulada por inmoral y que como pretexto se ponga a la Constitución, diciendo que, al margen y por debajo de lo que digan sus disposiciones, la Constitución es ante todo un orden objetivo de valores morales y que, en consecuencia, la ley inmoral será, al tiempo, ley inconstitucional. Con la secuela, obvia, de que los guardianes de la verdadera moral en que consiste la verdadera Constitución son los jueces, así puestos por encima del legislador, del que se desconfía por sistema, como si los jueces no hubieran hecho en el siglo XX fechorías e inmoralidades[3], incluso en esa Alemania en la que Dürig escribe y en la que parece que todos los desaguisados bajo el nazismo los realizaron los legisladores y que los jueces se conservaron como espíritus puros e incontaminados[4].

Al comentar cómo el poder ejecutivo queda también vinculado a los derechos fundamentales, hace Dürig una llamativa excepción, pese a su insistencia anterior en el carácter absoluto de tales derechos, unido a la afirmación de su efecto horizontal. Dice que, por razón misma de otros derechos fundamentales, el Estado no puede dejar de reconocer la autonomía normativa de las asociaciones privadas y las iglesias y no puede entrar a hacer valer los derechos fundamentales dentro de ellas (Cfr. M-D. Art. 1 Abs III, nm. 114). O sea, y si entendemos bien, que si una asociación o iglesia viola ad intra, en sus normas y actuaciones internas, la dignidad de los individuos, tal violación no compromete al Estado ni lo obliga a actuar, como sí estaría obligado a actuar si aconteciera ese limitación de la dignidad en otras relaciones jurídico-privadas, como un contrato, por ejemplo. ¿Por qué esa diferencia? Me parece que no hace falta dar muchas vueltas para dar con la respuesta. Dejemos que el lector, sabedor ya de la fe y las prioridades de Dürig, la imagine.

Por fin, cuando se refiere a la vinculación de los jueces a los derechos fundamentales, y muy especialmente en el recurso ante el Tribunal Constitucional por vulneración de los derechos fundamentales, sienta Dürig algo que será determinante para la autoatribución posterior de la condición de superinstancia de apelación por parte de las cortes constitucionales, atribución tan negada de palabra como afirmada en los hechos. La sentencia judicial cuestionada habrá de verse como inconstitucional por atentatoria contra el derecho fundamental afectado cuando contenga una limitación del mismo constitucionalmente injustificable. Y eso ocurrirá no sólo cuando el juez haya aplicado una norma inconstitucional, sino también cuando, al aplicar una norma perfectamente constitucional que contenga una limitación –no inconstitucional- de un derecho fundamental, la interprete de un modo constitucionalmente insostenible (M-D. Art. 1 Abs. III, nm. 125). El neoconstitucinalismo sólo necesitará añadir ulteriormente que siempre que el juez que aplique una ley no inconstitucional no dé, sin embargo, con la interpretación de la misma que para el caso el derecho fundamental en juego exige, esa sentencia debe ser anulada en vía constitucional, aun cuando para nada vulnere el tenor de la norma que aplica y cuya constitucionalidad, repetimos, no se cuestiona. Por supuesto, un modo tal de razonar presupone dos cosas: que la respuesta más acorde con el derecho fundamental existe y que es cognoscible por el Tribunal Constitucional con más fundamento y rigor que por el juez ordinario. Y, en consecuencia, que la discrecionalidad no existe, o no existe apenas, en materia de derechos fundamentales.

Vamos ahora con algunas consideraciones sobre la sentencia del Tribunal Constitucional Alemán en el caso Lüth[5], seguramente la decisión que más ha influido sobre los tribunales constitucionales, al menos sobre los europeos. Su párrafo más importante es el que a continuación traducimos: “Sin duda, los derechos fundamentales se orientan en primer lugar a asegurar una esfera de libertad de los particulares frente a las agresiones del poder público. Son derechos defensivos del ciudadano frente al Estado. Así resulta tanto del desarrollo intelectual de la idea de derechos fundamentales como de los procesos históricos que han llevado a que las constituciones de los distintos estados recojan los derechos fundamentales. Ése es también el sentido que tienen los derechos fundamentales en la Ley Fundamental de Bonn, la cual, al anteponer el capítulo de los derechos fundamentales, ha querido resaltar la prioridad de los seres humanos y su dignidad frente al poder del Estado (…) Pero igualmente cierto es que la Ley Fundamental, que no quiere ser un orden valorativamente neutral, en su capítulo sobre derechos fundamentales también ha plasmado un orden objetivo de valores y que así se expresa un importante refuerzo de la capacidad normativa de los derechos fundamentales. Este sistema de valores, que tiene su centro en la personalidad humana, desarrollada libremente dentro de la comunidad social, y en su dignidad, debe valer como decisión constitucional fundamental para todos los sectores del Derecho. Legislación, Administración y Jurisprudencia reciben de ese sistema orientación e impulso. Naturalmente, influye también en el Derecho civil. Ningún precepto jurídico-civil puede estar en contradicción con él y cada uno debe ser interpretado según el espíritu de ese sistema”.

Se mezclan en la decisión y en ese párrafo dos asuntos y tal entremezclamiento será, en mi opinión, fatídico para el futuro. Por un lado, se trata de fundar la eficacia horizontal (Drittwirkung) de los derechos fundamentales. Si se hubiera negado tal eficacia de los derechos fundamentales también en las relaciones jurídico-privadas, habría tenido que rechazarse la pretensión que en el caso se planteaba y que el Tribunal aceptó. Por otro lado, como razón para admitir tal eficacia horizontal se da la de que la Constitución contiene en su parte de derechos fundamentales un sistema u orden objetivo de valores que busca realizarse en todo tipo de relaciones sociales, tanto jurídico-públicas como jurídico-privadas. Y la pregunta que podemos plantearnos es la siguiente: ¿Lleva necesariamente lo uno a lo otro? ¿No se podría haber aceptado la Drittwirkung sin necesidad de desdoblar la Constitución añadiéndole ese cimiento de una moral objetiva y sistemática? Nos parece obvio que sí, aunque aquí no podemos extendernos sobre el particular. Pero el caso es que desde entonces quedó sentado un dogma que será determinante para la posteridad y que hallará gozosa recepción en el neoconstitucionalismo: la única manera de garantizar la plena eficacia de los derechos fundamentales es entendiendo que la Constitución los ancla –y con ello se ancla ella misma- en un sistema objetivo de valores, en una moral objetiva, de carácter prepositivo y con un grado de precisión y una capacidad de determinación de las soluciones constitucionalmente correctas muy superior a la de los puros enunciados constitucionales.

Permítaseme aquí una pequeña comparación, a modo de excurso y para que se aprecie mejor lo que venimos debatiendo. Pensemos en el reglamento que preside la práctica oficial del fútbol en competición. Qué duda cabe de que detrás de sus normas subyace una determinada moral del juego, una idea del fair play vinculada a las peculiaridades prácticas del fútbol como deporte de competición. También es perfectamente admisible que ese trasfondo “material” puede ayudar a la interpretación de las normas del reglamento en los casos dudosos. Ahora bien, seguramente nos escandalizaría que la letra del reglamento se pudiese saltar en nombre de consideraciones meramente morales sobre el sentido del deporte o de ese deporte. Por ejemplo, un defensa central hace lo que formalmente debería sin duda ser calificado como penalti, pero el árbitro no lo pita porque tiene en cuenta las siguientes razones conjuntamente: a) ese defensa es mucho más pequeñito que el delantero centro al que echó la zancadilla; b) el defensa cobra mucho menos en su equipo que el delantero centro en el suyo; c) el defensa está pasando por una difícil crisis personal que a veces lo pone inexplicablemente agresivo; d) el defensa se está acabando de recuperar de una grave lesión y todavía no es capaz de coordinar bien sus movimientos. ¿Qué pensaríamos de ese árbitro y de su decisión así justificada? Que es un pésimo árbitro y que la decisión es absolutamente antirreglamentaria. ¿Por qué ha de ser distinto un tribunal constitucional? Y no digamos si confundimos la aplicación del reglamento con la predeterminación del resultado de los partidos de fútbol. ¿Qué opinaríamos si se entendiera que las normas del reglamento futbolístico, que velan por el fair play, tienen como cometido último el de ayudar a que cada partido lo gane el equipo que más lo merece y las utilizáramos como disculpa para que la Federación de Fútbol diese como ganador de cada encuentro al equipo que en justicia más merece la victoria por la calidad y limpieza de su juego, en lugar de tener en cuenta los goles que cada uno metió y que pueden servir para que gane, por pura aritmética, el equipo con memores merecimientos “objetivos”? Pues habríamos acabado con el fútbol. ¿Por qué debe ser distinta la aplicación de las demás normas jurídicas?

Pero sigamos con el Lüth-Urteil. Recojamos un segundo párrafo importantísimo de esta sentencia: “El Tribunal Constitucional ha de examinar si el tribunal ordinario ha juzgado correctamente el alcance y el efecto del derecho fundamental en el el Derecho civil. De ahí resulta, al mismo tiempo, la limitación de su revisión: no es asunto del Tribunal Constitucional el examinar las sentencias del juez civil desde el punto de vista de todos sus posibles defectos. El Tribunal Constitucional tiene meramente que juzgar del <> (Austrahlungswirkung) de los derechos fundamentales sobre el Derecho civil y que hacer valer el contenido valorativo del enunciado constitucional. El sentido del instituto de la Verfassungsbeschwerde[6] es el de que todos los actos del poder legislativo, ejecutivo y judicial deban ser controlados en cuanto a su <> (Grudrechtsmässigkeit) (§ 90 BVerfGG). Tanto como no está el Tribunal Constitucional llamado a convertirse en una instancia de revisión o de <> frente a los tribunales civiles, tanto menos puede abstenerse del control de tales sentencias y dejar de lado el desconocimiento que en ellas se haga de las normas y pautas (Normen und Masstäbe) de derechos fundamentales”.

El Tribunal Constitucional español, por ejemplo, a día de hoy sigue pronunciando similares palabras unos cientos de veces al año, al resolver recursos de amparo. Pero con ese planteamiento estamos ante una de las más insondables aporías de la justicia constitucional y una de sus supremas paradojas. Traducido al lenguaje de los tribunales constitucionales, como el Tribunal Constitucional español, tenemos que, puesto que no pueden ser instancias de superrevisión y supercasación, les está vedado dirimir sobre la valoración de la prueba o sobre la interpretación de la legislación que haya hecho el tribunal ordinario en la decisión que se juzga. Sin embargo, puesto que han de medir el resultado de esa decisión para ver si en ella se hace a los hechos del caso la justicia que el contenido constitucional del derecho fundamental en juego requiere, lo que el Tribunal Constitucional acaba necesariamente por realizar es una nueva valoración de esos hechos e, incluso, una nueva interpretación de la norma, por mucho que lo niegue para disimular el hecho de que en realidad se ha convertido en esa superrevisión que, conforme a la legalidad constitucional, no debería ser. Y todo ello es consecuencia de una creencia de fondo, que ya se apuntó en este caso Lüth: la creencia de que para cada caso está en la Constitución predeterminado el peso y alcance exacto del derecho fundamental respectivo, cosa que es creíble sólo al precio de pensar que el derecho fundamental es un valor objetivo y de contornos materiales precisos y cognoscibles, y no un mero enunciado más o menos indeterminado y con un trasfondo moral, sí, pero nunca tan concreto como para determinar por sí mismo el peso exacto de tal derecho en el caso. Es lo que venimos llamando la práctica sacerdotal u oracular del Derecho constitucional por los tribunales constitucionales y que encuentra en la sentencia del caso Lüth su mejor precedente y su excusa eterna.

El esquema que en la sentencia del caso Lüth queda diseñado puede sintetizarse así. El juez ha de ver si en la aplicación de un precepto legal a un caso queda afectado negativamente un derecho fundamental. Si resulta que sí, debe el juez modificar “la interpretación y la aplicación de ese derecho fundamental”[7]. No estamos hablando meramente de que haga prevaler la interpretación más favorable a los derechos fundamentales, sino de que en nombre del núcleo de valor de ese derecho fundamental que resulta afectado se haga una excepción a la aplicación de esa norma legal que es constitucional y que vale, se supone, con carácter general. Todo esto estaría bien si esa afectación negativa del derecho y su alcance exacto fuera algo que el juez pudiera conocer con certeza y objetividad. Pero nos tememos que no es así. El juez ve una luz, capta un destello, percibe el efecto de irradiación (Austrahlungswirkung) del valor-derecho sobre el caso. Más precisión que la que pueda haber en esa metáfora naturalista, de tanto éxito posterior, no se detecta aquí. Con idéntico rigor se podría haber dicho que el juez oye voces o dialoga con espíritus. Se nos dice en la sentencia que es “el específico valor” del derecho fundamental lo que ata y determina al juez. Como si ese valor específico de un derecho fundamental en un caso dado fuera una magnitud objetiva de la que el juez levanta acta.

Y esos valores objetivos dónde viven? El Bundesverfassungsgericht en esta sentencia se apunta a una de las doctrinas al respecto y difiere en esto de Dürig. Dice que “se ha de partir ante todo de la totalidad de las ideas de valor ha alcanzado en un determinado momento de su desarrollo espiritual y cultural y que ha fijado en su Constitución”[1]. Y se añade que la vía de entrada en el derecho privado de esos contenidos valorativos propios de los derechos fundamentales está en las cláusulas generales del tipo de las que apelan a la buena fe o las buenas costumbres.


[1] Tiene gracia que esto se escriba en serio en Alemania en 1958, a sólo trece años del final de aquel especial desarrollo espiritual y cultural que el pueblo ario alemán alcanzó entre 1933 y 1945.

3 comentarios:

  1. Y la sentencia del Tribunal Constitucional español ¿se adscribe a esta corriente o simplemente a la de la tradicional ley del embudo?

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  2. Me refiero, claro está, a la de los "Albertos", que erspero merezca post independeinte, porque no tiene desperdicio: toda ella lo es.

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  3. Profesorete: No se si se habrá dado cuenta, pero un post suyo sobre su experiencia en Colombia ha salido publicado en la Revista Semana (en el blog de cesar rodriguez, colega suyo). Creo que patiaste la lonchera muchacho.

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