Igual que los jovenzuelos, la mayoría universitarios, se citan para celebrar el botellón, debido, entre otras cosas, a lo que cuestan las copas en los locales al uso, así los ya creciditos, padres y madres de familia, profesionales de clase media, empleados de todo pelaje, prejubilados y pensionistas con marcha en el cuerpo, deberíamos juntarnos cada tanto en los mismos terrenos y hacer un cazuelón. Pásalo.
¿Por qué? Por cómo se nos han puesto los precios de los restaurantes. Uno se acerca el sábado hasta el Barrio Húmedo, busca alguna casa de comidas digna, pero sin condecoración de tenedores en guías gastronómicas o de estrellas en el firmamento de Michelín, se pide unas mollejas a la plancha y un poco de lengua curada, lo riega con un vino de esos que en el supermercado se consiguen por seis o siete euros y, a la hora de pagar, se deja la Visa herida de muerte y como si nos hubiera cocinado Ferrán Adriá algún platito de humo con aroma de perejil. Y más ahora que la inflación nos enseña sus negras fauces y ya se nos fue la posibilidad de darnos una alegría financiera al vender el pisito de la abuela en el extrarradio a precio de apartamento parisino con vistas al Sena.
Siempre nos queda la muy honesta alternativa de permanecer en casa, ver el partido de fútbol con unas cervezas y unas aceitunas rellenas, cenar en conyugal armonía unas setas con torreznos, brindar en pareja con una de aquellas botellas de cuando estuvo en casa el primo de la Rioja e irnos a la cama aprovechando que es sábado y aunque no hayamos estrenado camisa. Pero hasta las mejores rutinas caseras necesitan el aliento de alguna escapadita festiva y acabaremos echando de menos el callejeo y el que nos vean los amigos con la chaqueta nueva.
Así que podríamos juntarnos de vez en cuando los mayores, al menos en primavera, en los terrenos del campus universitario, perfumarlo con el aroma de las tortilla caseras y los filetes empanados y regarlo de caldos bercianos y hasta con algún orujito de Valdebimbre. Luego se armarían grupos para jugar a la escoba, cotorrear sobre lo caro que se ha puesto todo y especular sobre por qué agujero se habrán escapado los dineros del Ayuntamiento. Llegado el caso, podrían aportarse unos casetes y cabría marcarse unos bailes, no necesariamente regionales, entre la alegre concurrencia y con el respeto debido a la contraparte siempre vigilante.
Para rectores y decanos no supondría mayor quebranto, pues de gentes con nuestra solera no es esperable que atentemos contra las farolas o alfombremos de humores corporales los sagrados recintos del alma mater. No haría falta mandar a los municipales y, si alguno se acercara, recibiría el agasajo de unos chorizos al vino o un trozo de empanada.
Que se vea que el afable burgués también existe.
¿Por qué? Por cómo se nos han puesto los precios de los restaurantes. Uno se acerca el sábado hasta el Barrio Húmedo, busca alguna casa de comidas digna, pero sin condecoración de tenedores en guías gastronómicas o de estrellas en el firmamento de Michelín, se pide unas mollejas a la plancha y un poco de lengua curada, lo riega con un vino de esos que en el supermercado se consiguen por seis o siete euros y, a la hora de pagar, se deja la Visa herida de muerte y como si nos hubiera cocinado Ferrán Adriá algún platito de humo con aroma de perejil. Y más ahora que la inflación nos enseña sus negras fauces y ya se nos fue la posibilidad de darnos una alegría financiera al vender el pisito de la abuela en el extrarradio a precio de apartamento parisino con vistas al Sena.
Siempre nos queda la muy honesta alternativa de permanecer en casa, ver el partido de fútbol con unas cervezas y unas aceitunas rellenas, cenar en conyugal armonía unas setas con torreznos, brindar en pareja con una de aquellas botellas de cuando estuvo en casa el primo de la Rioja e irnos a la cama aprovechando que es sábado y aunque no hayamos estrenado camisa. Pero hasta las mejores rutinas caseras necesitan el aliento de alguna escapadita festiva y acabaremos echando de menos el callejeo y el que nos vean los amigos con la chaqueta nueva.
Así que podríamos juntarnos de vez en cuando los mayores, al menos en primavera, en los terrenos del campus universitario, perfumarlo con el aroma de las tortilla caseras y los filetes empanados y regarlo de caldos bercianos y hasta con algún orujito de Valdebimbre. Luego se armarían grupos para jugar a la escoba, cotorrear sobre lo caro que se ha puesto todo y especular sobre por qué agujero se habrán escapado los dineros del Ayuntamiento. Llegado el caso, podrían aportarse unos casetes y cabría marcarse unos bailes, no necesariamente regionales, entre la alegre concurrencia y con el respeto debido a la contraparte siempre vigilante.
Para rectores y decanos no supondría mayor quebranto, pues de gentes con nuestra solera no es esperable que atentemos contra las farolas o alfombremos de humores corporales los sagrados recintos del alma mater. No haría falta mandar a los municipales y, si alguno se acercara, recibiría el agasajo de unos chorizos al vino o un trozo de empanada.
Que se vea que el afable burgués también existe.
No es mala idea... yo me apuntaría también a eso (además del cazuelón).
ResponderEliminarquise decir... además del botellón.
ResponderEliminarAporto tortilla con extra (plus) de cebolla y lentejas au parfum du cholestérol. Y Ribeiro noble (noble bruto, quicir). Y torrijas.
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