Una carencia del panorama bibliográfico hispano es la referida al análisis de nuestras instituciones, del sistema político y de sus claves de funcionamiento. Lo contrario ocurre en Francia donde entrar en una librería es un gozo para los aficionados a este tipo de literatura. En Italia ha hecho furor en fechas bien recientes un libro titulado La casta, que ofrece las vísceras del sistema parlamentario con crudeza quirúrgica. En la misma Alemania, donde el hombre de pluma en ristre es bastante más circunspecto, en los últimos años, sin embargo, es de ver cómo se arraciman títulos golosos que abarcan tanto el estudio del cuerpo del poder político como de las pústulas que padece el sistema federal.
Por el contrario, en España, en las obras de fácil acceso (otra cosa son los libros de texto para universitarios), no existen explicaciones sencillas, solventes y atractivas, bien escritas, de la Constitución y de la maquinaria institucional; mucho menos estudios comprometidos de la fea realidad que se halla agazapada tras el texto legal, es decir, de sus engaños y fraudes. Dicho de otra forma: no hay clases de fisiología, menos de patología. Ni siquiera las épocas electorales, como la que acabamos de vivir, parecen propicias para ofrecer estos frutos. Claro es que por estos pagos se lleva más la sal gruesa del mitin donde, en lugar de las divinas y latinas palabras valleinclanescas, lo que se esparcen son esos conjuros mágicos con los que los oradores administran el santo sacramento del truco y la trápala.
Menos mal que siempre hay excepciones estimulantes. Una de ellas -hay más pero quedan en círculos muy restringidos- es la obra que acaba de publicar Alejandro Nieto titulada El desgobierno de lo público. A los lectores amantes del género que podríamos llamar de acoso y derribo de los tópicos, el nombre de Nieto les suena bastante. Con justicia, porque lleva años publicando libros que disparan sobre el blanco de nuestra realidad institucional, a la que enfrenta a un juego de espejos que, hábilmente desplegado, permite su contemplación in puribus.
El primero de ellos fue La organización del desgobierno, que cosechó un gran éxito; incluso destacados miembros de los círculos gubernamentales lo leyeron con sumo interés. Lástima que el mismo interés pusieron en no hacerle el más mínimo caso y pasaron página como si no hubiera quedado denunciada sin piedad la deforme realidad de nuestras Administraciones. A él siguieron otros como La nueva organización del desgobierno y El desgobierno judicial, una crítica de nuestro sistema de justicia, de los mecanismos de elección de los magistrados que están en la cumbre de los Tribunales, de la contaminación política que ya nadie se molesta en disimular. En fin, no queda títere con cabeza en las páginas que al gobierno de los jueces dedica Nieto. Lectura imprescindible para las personas a quienes aburren las insulsas palabras del lenguaje institucional, abismo de vacuidades, cueva de Montesinos de todos los encantamientos verbales.
Ahora, en El desgobierno de lo público, lo que trata de averiguar Nieto es «si la Monarquía constitucional nacida en 1978 constituye un auténtico sistema democrático o si, por el contrario, se ha desviado en la perversión de un desgobierno». Que el autor diferencia, por un lado, del mal gobierno al definirlo como «el establecimiento o fijación de unas políticas públicas erróneas», por otro, de la mala administración que sería «su gestión o realización desacertada». El desgobierno supone, por el contrario, «una condición distinta puesto que lleva consigo la nota de intencionalidad y no la mera ignorancia o incapacidad que provocan un mal gobierno o una mala administración».
Si el lector juzga este juego de conceptos poco provocador, allá va este otro referido a las técnicas de manipulación con que desde el poder se nos obsequia a los ciudadanos: «Gracias a ellas puede desgobernarse descaradamente bajo la cobertura de un sistema formalmente democrático. Los monarcas y los caudillos absolutistas no aceptaban el presupuesto electoral que para ellos suponía un cierto riesgo de fracaso. La clase política moderna lo acepta puesto que sabe que con unas elecciones debidamente manipuladas (como sucedía hasta hace poco -se refiere a la Restauración-) o con unos electores debidamente manipulados, como hoy se practica, se puede entrar tranquilamente en el juego democrático sin riesgo alguno».
Otro rasgo del «desgobierno» es la personalización en el ejercicio del poder y la recuperación de las relaciones feudales. Los viejos poderes absolutos ligados a un rey, caudillo o gran timonel ya no se llevan. Podría decirse que los caudillos ya no nacen, sino que se hacen, «se fabrican y venden con técnicas refinadas». Lo importante no es la calidad del producto, sino su presentación publicitaria y el hecho de que «el carisma individual y la fuerza hipnótica no dependen tanto del protagonista como del escenario». Consecuencia de ello es que «hoy no hacen falta políticos sino actores». Pues no «vivimos en la edad de la razón sino de la imagen y de la publicidad: mi partido es progresista y lo contrario es fascista y no necesito explicar qué es lo progresista ni qué es lo fascista».
Al estar hoy, además, el sistema político constituido por una red de relaciones personales e intereses singulares, se está poniendo en pie un sistema feudal remozado que conecta a los individuos por intereses de grupo, territoriales y corporativos: «algo concreto se da a alguien y algo concreto de él se recibe».
Ese peligro de feudalización nueva y, por tanto, joven y vigorosa conoce muchas variantes, pero la que más interesa a Nieto es la representada por el partido político que «da a los suyos cargos determinados que ocupar, acceso al poder y protección universal incluso en supuestos delictivos. Y recibe en contraprestación fidelidad y servicios».
Nieto no cuestiona la existencia de los partidos ni cae en nostalgias dictatoriales, tan propias de las críticas a la democracia que se hicieron en los años 30 por plumas totalitarias, de derechas o de izquierdas. Para él «una democracia parlamentaria no puede funcionar sin partidos» pero «lo que hoy se discute es el alcance real de la transformación de una democracia verbal en una partitocracia real que ha significado la transferencia del poder estatal a los partidos y la instauración de un Estado de partidos».
Partidos que lanzan al «abordaje del Estado», de un Estado desideologizado donde «el enfriamiento ideológico se pretende compensar con un calentamiento verbal, con la estigmatización del adversario, con el insulto personal, con la declarada intención de convertir las elecciones no en una lucha política, y mucho menos ideológica, sino en un fenómeno catártico que permite la exteriorización de pulsiones agresivas aunque hayan sido artificialmente provocadas... Por donde se descubre el parentesco entre la confrontación electoral y la deportiva que acompaña a los grandes encuentros futbolísticos». De ahí, añado yo, la necesidad del bipartidismo, porque al balón juegan dos y nada más que dos.
Las estructuras funcionariales, me refiero a las reales, no a las que circulan por la ley que regula el empleo público, o el papel de los intelectuales «incapaces de elaborar un pensamiento sólido al negarse a salir de su surco disciplinar, lo que les impide ganar perspectiva y volumen en una visión completa» son asuntos que, asimismo, aborda Nieto en este ensayo que debe servir para que las mentes se vuelvan flexibles y críticas, de análoga forma a cómo las terapias modernas sirven para recuperar la elasticidad del cuerpo agarrotado. Quien no se sienta concernido por el libro de Nieto es que tiene, en vez del alma de nardo del árabe español, el alma irrecuperable de un subsecretario empedernido.
Por el contrario, en España, en las obras de fácil acceso (otra cosa son los libros de texto para universitarios), no existen explicaciones sencillas, solventes y atractivas, bien escritas, de la Constitución y de la maquinaria institucional; mucho menos estudios comprometidos de la fea realidad que se halla agazapada tras el texto legal, es decir, de sus engaños y fraudes. Dicho de otra forma: no hay clases de fisiología, menos de patología. Ni siquiera las épocas electorales, como la que acabamos de vivir, parecen propicias para ofrecer estos frutos. Claro es que por estos pagos se lleva más la sal gruesa del mitin donde, en lugar de las divinas y latinas palabras valleinclanescas, lo que se esparcen son esos conjuros mágicos con los que los oradores administran el santo sacramento del truco y la trápala.
Menos mal que siempre hay excepciones estimulantes. Una de ellas -hay más pero quedan en círculos muy restringidos- es la obra que acaba de publicar Alejandro Nieto titulada El desgobierno de lo público. A los lectores amantes del género que podríamos llamar de acoso y derribo de los tópicos, el nombre de Nieto les suena bastante. Con justicia, porque lleva años publicando libros que disparan sobre el blanco de nuestra realidad institucional, a la que enfrenta a un juego de espejos que, hábilmente desplegado, permite su contemplación in puribus.
El primero de ellos fue La organización del desgobierno, que cosechó un gran éxito; incluso destacados miembros de los círculos gubernamentales lo leyeron con sumo interés. Lástima que el mismo interés pusieron en no hacerle el más mínimo caso y pasaron página como si no hubiera quedado denunciada sin piedad la deforme realidad de nuestras Administraciones. A él siguieron otros como La nueva organización del desgobierno y El desgobierno judicial, una crítica de nuestro sistema de justicia, de los mecanismos de elección de los magistrados que están en la cumbre de los Tribunales, de la contaminación política que ya nadie se molesta en disimular. En fin, no queda títere con cabeza en las páginas que al gobierno de los jueces dedica Nieto. Lectura imprescindible para las personas a quienes aburren las insulsas palabras del lenguaje institucional, abismo de vacuidades, cueva de Montesinos de todos los encantamientos verbales.
Ahora, en El desgobierno de lo público, lo que trata de averiguar Nieto es «si la Monarquía constitucional nacida en 1978 constituye un auténtico sistema democrático o si, por el contrario, se ha desviado en la perversión de un desgobierno». Que el autor diferencia, por un lado, del mal gobierno al definirlo como «el establecimiento o fijación de unas políticas públicas erróneas», por otro, de la mala administración que sería «su gestión o realización desacertada». El desgobierno supone, por el contrario, «una condición distinta puesto que lleva consigo la nota de intencionalidad y no la mera ignorancia o incapacidad que provocan un mal gobierno o una mala administración».
Si el lector juzga este juego de conceptos poco provocador, allá va este otro referido a las técnicas de manipulación con que desde el poder se nos obsequia a los ciudadanos: «Gracias a ellas puede desgobernarse descaradamente bajo la cobertura de un sistema formalmente democrático. Los monarcas y los caudillos absolutistas no aceptaban el presupuesto electoral que para ellos suponía un cierto riesgo de fracaso. La clase política moderna lo acepta puesto que sabe que con unas elecciones debidamente manipuladas (como sucedía hasta hace poco -se refiere a la Restauración-) o con unos electores debidamente manipulados, como hoy se practica, se puede entrar tranquilamente en el juego democrático sin riesgo alguno».
Otro rasgo del «desgobierno» es la personalización en el ejercicio del poder y la recuperación de las relaciones feudales. Los viejos poderes absolutos ligados a un rey, caudillo o gran timonel ya no se llevan. Podría decirse que los caudillos ya no nacen, sino que se hacen, «se fabrican y venden con técnicas refinadas». Lo importante no es la calidad del producto, sino su presentación publicitaria y el hecho de que «el carisma individual y la fuerza hipnótica no dependen tanto del protagonista como del escenario». Consecuencia de ello es que «hoy no hacen falta políticos sino actores». Pues no «vivimos en la edad de la razón sino de la imagen y de la publicidad: mi partido es progresista y lo contrario es fascista y no necesito explicar qué es lo progresista ni qué es lo fascista».
Al estar hoy, además, el sistema político constituido por una red de relaciones personales e intereses singulares, se está poniendo en pie un sistema feudal remozado que conecta a los individuos por intereses de grupo, territoriales y corporativos: «algo concreto se da a alguien y algo concreto de él se recibe».
Ese peligro de feudalización nueva y, por tanto, joven y vigorosa conoce muchas variantes, pero la que más interesa a Nieto es la representada por el partido político que «da a los suyos cargos determinados que ocupar, acceso al poder y protección universal incluso en supuestos delictivos. Y recibe en contraprestación fidelidad y servicios».
Nieto no cuestiona la existencia de los partidos ni cae en nostalgias dictatoriales, tan propias de las críticas a la democracia que se hicieron en los años 30 por plumas totalitarias, de derechas o de izquierdas. Para él «una democracia parlamentaria no puede funcionar sin partidos» pero «lo que hoy se discute es el alcance real de la transformación de una democracia verbal en una partitocracia real que ha significado la transferencia del poder estatal a los partidos y la instauración de un Estado de partidos».
Partidos que lanzan al «abordaje del Estado», de un Estado desideologizado donde «el enfriamiento ideológico se pretende compensar con un calentamiento verbal, con la estigmatización del adversario, con el insulto personal, con la declarada intención de convertir las elecciones no en una lucha política, y mucho menos ideológica, sino en un fenómeno catártico que permite la exteriorización de pulsiones agresivas aunque hayan sido artificialmente provocadas... Por donde se descubre el parentesco entre la confrontación electoral y la deportiva que acompaña a los grandes encuentros futbolísticos». De ahí, añado yo, la necesidad del bipartidismo, porque al balón juegan dos y nada más que dos.
Las estructuras funcionariales, me refiero a las reales, no a las que circulan por la ley que regula el empleo público, o el papel de los intelectuales «incapaces de elaborar un pensamiento sólido al negarse a salir de su surco disciplinar, lo que les impide ganar perspectiva y volumen en una visión completa» son asuntos que, asimismo, aborda Nieto en este ensayo que debe servir para que las mentes se vuelvan flexibles y críticas, de análoga forma a cómo las terapias modernas sirven para recuperar la elasticidad del cuerpo agarrotado. Quien no se sienta concernido por el libro de Nieto es que tiene, en vez del alma de nardo del árabe español, el alma irrecuperable de un subsecretario empedernido.
El análisis que hace el Sr. Nieto de la situación política española me parece francamente duro, injusto y parcial.
ResponderEliminarResumiendo, interpreto de su artículo que el autor sólo aprecia en la política española la existencia de hijos de puta, pues percibe el imperio de la intencionalidad, derivando éste en el desgobierno que da título a la obra.
No señor, eso es una verdad a medias y en ocasiones eso es peor que una mentira.
La clase política española está compuesta por una importante masa de hijos de puta, acompañada por otra no menos importante de tontos del culo.
Y ya que nombra la importancia mediática en la génesis del poder, utilizando el eslogan oido hace algún tiempo de "Teruel también existe", afirmo que "El político Tonto del Culo también existe".
Así unos y otros alternan estrategias malintencionadas y desatinos involuntarios en proporciones en continua mutación, siendo complejo establecer una victoria destacada de unas sobre otros.
Si se tratase de una quiniela pondría:
Hijos de Puta - Tontos del Culo: X