Austria vuelve a estar de moda, y no precisamente como destino turístico –y lo es, maravilloso- ni como patria de algunos de los movimientos culturales, artistas y escritores más atractivos de aquel primer tercio del siglo XX, efervescente, sísmico. No, se habla otra vez de Austria como país del abuso sexual, del incesto, patria de sádicos sin alma y de obsesos con gran seso para el mal.
Los periódicos del propio país parecen sumidos en una catarsis y una muy dolorida interrogación. ¿Qué pasa aquí?, se preguntan. En esos pueblos de postal, en esas villas lustrosas y como detenidas en el tiempo, acecha el monstruo. Ya no es Transilvania, ya no son los Cárpatos los escenarios del horror mítico, sino las seductoras aldeas austriacas. Ahí el sádico secuestra muchachas y las encierra durante años, a ser posible de por vida, para servirse de ellas, para sentirse amo y señor de su cuerpo y su alma. Se supo hace un par de años el caso de Natascha Kampus y se descubre ahora la historia de Josef Fritzl con su hija y los hijos que a ésta le hizo durante veinticuatro años de cautiverio y violencia, puro espanto.
La prensa austriaca trata de dirigir la purificación nacional y formula las preguntas más dolorosas, sin evadir las respuestas más duras: pasa en Austria porque las gentes de este país carecen de coraje cívico, porque no hay una sociedad civil activa y sana, porque todo el mundo se ha acostumbrado a mirar para otro lado, a callar, a no meterse en líos e ir a lo suyo. Uno va leyendo esas imputaciones y se pregunta si Euskadi no será una región austriaca caída por accidente en la Península Ibérica. Pero sigamos con los periódicos de Austria y que cada cual saque sus conclusiones o haga sus comparaciones. En Der Standard, Ch. E. Ritterband se hace las preguntas obligadas: ¿cómo es posible que nadie haya visto ni oído ni sospechado nada durante más de veinticuatro años y con toda la logística y la infraestructura que el padre criminal ha tenido que organizar para consumar durante tanto tiempo su perverso propósito? Y, curiosamente, miren lo que cuenta el comentarista: en el lugar del crimen, Amstetten, existieron dos campos auxiliares del campo de concentración de Mauthausen, pero en la postguerra nadie allí sabía nada de la criminalidad de los nazis en los campos. Muchos de los rectores de esos y otros campos murieron muchos años después tranquilos y en paz en los pueblos vecinos y sin que nadie se metiera con ellos. La actitud de los lugareños la caracteriza el autor en su propio dialecto: nix gesehen, nix gehört, nix geredet (no se ha visto nada, no se ha oído nada, no se dice nada). Y el diagnóstico: cada uno se autoprotege yendo a lo suyo y negando la realidad. Maldita sea, vuelvo a acordarme de nuestros vecinos del Norte. Pero sigamos con los austriacos: “nadie quiere quemarse los dedos, nadie quiere molestias, se desea evitar las incomodidades. El coraje civil es raro por aquí, en mi opinión”. Eso dice el comentarista austriaco en el periódico austriaco hoy. Posiblemente quiere crispar.
Tampoco hay sociedad civil, nos dice, Ritterband, pues las gentes del país están demasiado acostumbradas a delegarlo todo en la autoridad, en la que confían ciegamente y a la que usan para descargarse de toda responsabilidad personal por lo que ocurra. Diablos, ahora se me viene la imagen de todo este puto país nuestro, por entero, más atento a diseños y poses que a lo que le ocurra realmente al vecino de al lado, más entusiasmado porque tenemos el gobierno más fashion del planeta que preocupado porque puede haber por aquí cada día gente más discriminada y hundida, bajo el ojo pintado, eso sí, de todo un Ministerio de Igualdad.
En Die Presse, Michael Fleischhacker (el apellido de este buen hombre se las trae, pero no vamos a hacer chistes a su costa ahora) osa formular algunas preguntas incómodas: ¿por qué a los funcionarios policiales se les pregunta en sus comparecencias sobre la potencia sexual del criminal? ¿Por qué esa obsesión por averiguar cómo se siente la mujer de Josef F. después de saber lo que se traía entre manos su marido durante estos años? La prensa austriaca seria está haciéndo estos días la crítica de los medios de comunicación nacionales y respondiendo sin tapujos a estas cuestiones: imperan periódicos sensacionalistas que dan carnaza a lectores crecientemente inmaduros. Pero en este artículo de Die Presse se añade algo más: cualquiera que contemple a los más altos representantes de la autoridad en sus comparecencias de estos días captará una realidad dramática: son perfectos analfabetos secundarios. ¿Pasará sólo en Austria tal cosa?
Pero no hace falta esperar a que surjan estas noticias para tomar conciencia de los desgarros internos de la sociedad austriaca. Como siempre, la literatura hace las mejores radiografías. Recordemos la furia incontenible de Thomas Bernhard contra sus compatriotas. Pero, para mi gusto, hay un novelista austriaco, mucho menos conocido, que retrata con más sutileza, con precisión de cirujano, esos tumores que emponzoñan el alma de muchos austriacos y esas deudas con un pasado tejido de cobardías y silencios. Se trata de Hans Lebert, de quien me permito recomendar dos novelas tremendas: La piel del lobo y El círculo de fuego.
Qué pena todo, pues para mí Austria es el país de las emociones juveniles. Recién acabada la carrera, para allá me fui, muy a principios de los ochenta, en compañía de Aquilino (actualmente Chusón) y de Ricardo Caballero. Nos habíamos matriculado en el Goethe-Institut de Viena para estudiar alemán. No teníamos beca ni nada. Mi padre había vendido una vaca y gracias a esos dineros pude comenzar a aprender algo de esa lengua endemoniada y hermosa. Estábamos alojados en una residencia al lado de una casa en la que había vivido Beethoven, sufríamos con los ejercicios diarios de la puñetera Sprache y aprovechábamos muchos fines de semana para viajar en tren a ciudades cercanas, donde nos alojábamos en modestas fondas y buscábamos discotecas con el inútil propósito de ligar un poco. En el colmo de la osadía, nos fuimos en una ocasión a Budapest ese verano y allí nos engañaron como a estúpidos occidentales con el cambio callejero. Por nuestros billetes austriacos recibimos unos hermosísimos recortes de periódico.
Cada cual tiene su temperamento. El de un servidor debe de ser tirando a extraño, pues si tuviera que irme a vivir a otro país por muchos años y con dinero suficiente para no andar en preocupaciones, elegiría, sin dudarlo, cualquier lugar de la Centroeuropa de habla alemana. Y no sé explicar por qué. Quizá porque, en el fondo, son tan miserables como nosotros, pero no lo llevan con una alegría tan insultante.
Los periódicos del propio país parecen sumidos en una catarsis y una muy dolorida interrogación. ¿Qué pasa aquí?, se preguntan. En esos pueblos de postal, en esas villas lustrosas y como detenidas en el tiempo, acecha el monstruo. Ya no es Transilvania, ya no son los Cárpatos los escenarios del horror mítico, sino las seductoras aldeas austriacas. Ahí el sádico secuestra muchachas y las encierra durante años, a ser posible de por vida, para servirse de ellas, para sentirse amo y señor de su cuerpo y su alma. Se supo hace un par de años el caso de Natascha Kampus y se descubre ahora la historia de Josef Fritzl con su hija y los hijos que a ésta le hizo durante veinticuatro años de cautiverio y violencia, puro espanto.
La prensa austriaca trata de dirigir la purificación nacional y formula las preguntas más dolorosas, sin evadir las respuestas más duras: pasa en Austria porque las gentes de este país carecen de coraje cívico, porque no hay una sociedad civil activa y sana, porque todo el mundo se ha acostumbrado a mirar para otro lado, a callar, a no meterse en líos e ir a lo suyo. Uno va leyendo esas imputaciones y se pregunta si Euskadi no será una región austriaca caída por accidente en la Península Ibérica. Pero sigamos con los periódicos de Austria y que cada cual saque sus conclusiones o haga sus comparaciones. En Der Standard, Ch. E. Ritterband se hace las preguntas obligadas: ¿cómo es posible que nadie haya visto ni oído ni sospechado nada durante más de veinticuatro años y con toda la logística y la infraestructura que el padre criminal ha tenido que organizar para consumar durante tanto tiempo su perverso propósito? Y, curiosamente, miren lo que cuenta el comentarista: en el lugar del crimen, Amstetten, existieron dos campos auxiliares del campo de concentración de Mauthausen, pero en la postguerra nadie allí sabía nada de la criminalidad de los nazis en los campos. Muchos de los rectores de esos y otros campos murieron muchos años después tranquilos y en paz en los pueblos vecinos y sin que nadie se metiera con ellos. La actitud de los lugareños la caracteriza el autor en su propio dialecto: nix gesehen, nix gehört, nix geredet (no se ha visto nada, no se ha oído nada, no se dice nada). Y el diagnóstico: cada uno se autoprotege yendo a lo suyo y negando la realidad. Maldita sea, vuelvo a acordarme de nuestros vecinos del Norte. Pero sigamos con los austriacos: “nadie quiere quemarse los dedos, nadie quiere molestias, se desea evitar las incomodidades. El coraje civil es raro por aquí, en mi opinión”. Eso dice el comentarista austriaco en el periódico austriaco hoy. Posiblemente quiere crispar.
Tampoco hay sociedad civil, nos dice, Ritterband, pues las gentes del país están demasiado acostumbradas a delegarlo todo en la autoridad, en la que confían ciegamente y a la que usan para descargarse de toda responsabilidad personal por lo que ocurra. Diablos, ahora se me viene la imagen de todo este puto país nuestro, por entero, más atento a diseños y poses que a lo que le ocurra realmente al vecino de al lado, más entusiasmado porque tenemos el gobierno más fashion del planeta que preocupado porque puede haber por aquí cada día gente más discriminada y hundida, bajo el ojo pintado, eso sí, de todo un Ministerio de Igualdad.
En Die Presse, Michael Fleischhacker (el apellido de este buen hombre se las trae, pero no vamos a hacer chistes a su costa ahora) osa formular algunas preguntas incómodas: ¿por qué a los funcionarios policiales se les pregunta en sus comparecencias sobre la potencia sexual del criminal? ¿Por qué esa obsesión por averiguar cómo se siente la mujer de Josef F. después de saber lo que se traía entre manos su marido durante estos años? La prensa austriaca seria está haciéndo estos días la crítica de los medios de comunicación nacionales y respondiendo sin tapujos a estas cuestiones: imperan periódicos sensacionalistas que dan carnaza a lectores crecientemente inmaduros. Pero en este artículo de Die Presse se añade algo más: cualquiera que contemple a los más altos representantes de la autoridad en sus comparecencias de estos días captará una realidad dramática: son perfectos analfabetos secundarios. ¿Pasará sólo en Austria tal cosa?
Pero no hace falta esperar a que surjan estas noticias para tomar conciencia de los desgarros internos de la sociedad austriaca. Como siempre, la literatura hace las mejores radiografías. Recordemos la furia incontenible de Thomas Bernhard contra sus compatriotas. Pero, para mi gusto, hay un novelista austriaco, mucho menos conocido, que retrata con más sutileza, con precisión de cirujano, esos tumores que emponzoñan el alma de muchos austriacos y esas deudas con un pasado tejido de cobardías y silencios. Se trata de Hans Lebert, de quien me permito recomendar dos novelas tremendas: La piel del lobo y El círculo de fuego.
Qué pena todo, pues para mí Austria es el país de las emociones juveniles. Recién acabada la carrera, para allá me fui, muy a principios de los ochenta, en compañía de Aquilino (actualmente Chusón) y de Ricardo Caballero. Nos habíamos matriculado en el Goethe-Institut de Viena para estudiar alemán. No teníamos beca ni nada. Mi padre había vendido una vaca y gracias a esos dineros pude comenzar a aprender algo de esa lengua endemoniada y hermosa. Estábamos alojados en una residencia al lado de una casa en la que había vivido Beethoven, sufríamos con los ejercicios diarios de la puñetera Sprache y aprovechábamos muchos fines de semana para viajar en tren a ciudades cercanas, donde nos alojábamos en modestas fondas y buscábamos discotecas con el inútil propósito de ligar un poco. En el colmo de la osadía, nos fuimos en una ocasión a Budapest ese verano y allí nos engañaron como a estúpidos occidentales con el cambio callejero. Por nuestros billetes austriacos recibimos unos hermosísimos recortes de periódico.
Cada cual tiene su temperamento. El de un servidor debe de ser tirando a extraño, pues si tuviera que irme a vivir a otro país por muchos años y con dinero suficiente para no andar en preocupaciones, elegiría, sin dudarlo, cualquier lugar de la Centroeuropa de habla alemana. Y no sé explicar por qué. Quizá porque, en el fondo, son tan miserables como nosotros, pero no lo llevan con una alegría tan insultante.
Enhorabuena por el post
ResponderEliminar(sencillamente co-jo-nu-do)
Otra manera de comprender el alma austríaca -un poco a lo bestia- es leer la pentalogía autobiográfica de Thomas Bernhard (especialmente, "El origen").
Del mismo autor me gustaría recomendar también, para quien no lo haya leído, "El sobrino de Wittgenstein"
un saludo cordial,
ludwig
¿Se imaginan los amigos del blog qué de voces se hubiesen alzado berreantes si la perra esta violadora hubiese sido nazi?
ResponderEliminar¿Qué ocurre, qué esta alimaña no tenía ideología política?
¿No sería de izquierdas de casualidad?
Cuando yo andaba por la Mitteleuropa esa, estaba aún caliente el asunto Dutroux, el violador pederasta belga.
ResponderEliminarEntonces hacían un chiste de humor negrérrimo: ¿en qué se distinguen una patata y una niña belga?
En que la patata primero está bajo tierra y después la meten en la bodega, mientras que a la niña belga...
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Otro chiste cabrón que oí por aquel entonces era: ¿qué es Baviera? Baviera es eso que puso Dios entre los austríacos y las personas.