(Una presentación sin power point; nº 6 de “Birds”; “Club Leteo”; 6-junio-2008; Instituto Leonés de Cultura)
Sólo porque Alberto es insistente y antojado estoy aquí. Hubiera sido más cómodo enviar una carta, ya que estamos homenajeando un dossier epistolar, para que la leyera alguna “letea” de buen ver, cosa que el público agradecería. Veis? No tendría que haber venido. Ya se deslizó el primer comentario de género (masculino); ya empiezan los problemas.
Y es que a mí la escritura no me ha dado más que disgustos. Bueno, esto no es del todo exacto. Tengo con la escritura una primera aproximación gratificante y salutífera: voy buscando que me tranquilice o me cure de algo y en eso no me ha fallado, siempre ha estado ahí, abierta de… brazos. Como lo está Jessica Lange en “All that jazz” al final de aquel travelling inacabable y sensualísimo para recibir en su seno al crápula de Rod Steiger.
Así que cuando he tenido alguna obsesión, de esas que hacen presa en la chepa o en alguna neurona y empiezas a tener desarreglos, lo he puesto por escrito. Antes, quizá, con algún íntimo lo he verbalizado, como les gusta decir a los psicólogos, esa panda de abrojados (abrojado,a. adj. (Arg.) Entrometido, metiche, que se mete en asuntos ajenos). Pero no es lo mismo, las intuiciones se vuelven más claras con el esfuerzo de ponerlas en palabras. Y uno se atreve a forzar ciertos límites. Escribió Rubert de Ventós en “Oficio de Semana Santa”, “mucha gente… nunca se ha atrevido a explorar sus propias fronteras: ignorantes de lo que les sobrepasa, tampoco sabrán nunca lo que les pasa”.
A mí mi primer cuento “Dos horas de bondad y tres pecados capitales”, me sirvió para sobrellevar el mariposeo y posterior ninguneo de una camarera. En “El cuento de los cuentistas”, tenía que cotillear sobre un secreto de sumario. En el publicado en este número de la revista no me quedó más remedio que exorcizar otros demonios. Y así, buscando terapias, en varios casos.
Las consecuencias, la penitencia, los daños colaterales vinieron después. Con el primero, mi mujer me envió una temporada a dormir al salón; en el segundo, me libré de un expediente por los pelos; tras éste de hoy, algunos amigos arquitectos o periodistas van a negarme el saludo.
Así que para mí, el escribir no es una entretención –como diría un mexicano- ni la aspiración a las mieles de la fama, o al menos a esa fama lerda y un tanto escuálida de la que habla Jorge Volpi, sino la búsqueda de una cierta calma, la simpleza de dormir un poco mejor.
¿Veis por qué no tendría que haber venido? Un tipo que va pensando en su ombligo, buscando terapias, que escribe muy ocasionalmente y lo que escribe en realidad son cartas, no tiene derecho a dar explicaciones. Las únicas que le gusta dar, por un prurito de parecer “rara avis”, es a las dependientas de los estancos empeñadas en hacerle una factura por los sellos. Siempre les digo: “No la necesito, soy de los que todavía escriben cartas”.
Decía que esta última me traerá complicaciones. Se la envío a un amigo y éste va, y la publica en su blog. Alberto me pide que hable de los blogs. Comprenderéis que sólo puedo decir pestes de esa moda tonta que va a acabar con la amistad y la literatura.
Hace unos días Sidney Lumet, el director de cine, decía, “la gente pasa diez horas frente al ordenador y lo llama comunicarse”.
Con esto de los blogs, acabaremos no viéndonos. Iremos al bar esperando encontrar a otros tertulianos letraheridos y nos pasará como a Josep Pla, que visitaba todas las tardes al sepulturero de su pueblo, quien le decía: “Esto está cada día más muerto, señor Pla”.
Así que a un servidor, las blogonovelas o la regla cuarta para la supervivencia de la novela de la que hablaba Vicente Verdú hace nada en “El País”, “la fragmentación de las historias, con sus anotaciones e intervalos mentales, tiende a copiar del blog y de la comunicación fragmentaria omnipresente”, todo eso, digo, me parecen sandeces.
Además, qué manía con escribir; lo que es necesario es leer. Y ahí sí que no podemos andarnos con contemplaciones. Hay que leerlo todo.
La única grieta que todavía nos permite asomarnos al mundo de la verdad de lo inactual, escribía Azúa, es la voz de los muertos; sólo así podemos atisbar algún lejano eco de nuestro origen y de nuestro destino final.
Leer es la mejor higiene para combatir a los idiotas o desenmascarar el cinismo de los políticos, el pragmatismo imbécil, la prosa facinerosa de los psicopedagogos. Se trata de leer hasta quemarse los ojos. Discriminando un poco. Yo creo que tengo la suficiente intuición masculina (aunque ellas digan que eso no existe, que es suerte o casualidad) para saber que no he perdido nada por no leer las sombras del viento o los códigos davincis o las catedrales de los mares; sólo habría perdido tiempo.
Hace unos días una jefa me recomendó a Ian McEwan; uno de esos consejos a lo estricta gobernanta. No podía desairarla. Perdí el tiempo con “Ámsterdam”. No he escrito nada más allá de cuarenta páginas, pero dadme papel, lápiz y una semana de vacaciones y os fabrico otra “fábula moral e irónica que despliega su elegante estructura para placer de los lectores”. Otra novelita para europeos cincuentones, con un poco de sexo, paseos por la montaña, música sinfónica, intrigas periodísticas y pavesas del 68.
¿Entendéis por qué no tenía que haber venido? Resulta que llevo un buen rato pontificando. Y voy a seguir en ese plan profesoral y plúmbeo, recomendando como un gurú cultural cualquiera: Hay que leer, sobre todo, poesía. Porque no sabemos bien lo que es, pero sabemos con Brodsky que la manera de desarrollar el buen gusto en literatura es leer poesía. Y es el primer consejo que da Bradbury a quien quiera ser narrador: “Lea usted poesía todos los días”.
Aquí también no todo vale. Creo que podemos, debemos saltarnos a Ajo, un derivado de Mª José, una chica de Palencia, que asoma en la última página del País del 3 de junio. Dicen que “ha logrado la proeza de convertir la micropoesía en medio de vida”. No hay que leerla, salvo que sea amiga. Hay que leer a los amigos aunque sean insoportables, les debemos cariño e indulgencia. Y a Biedma y Machado, Auden y Larkin, Juaristi y Gil Albert. Pero hay que huir de los youtubes, myspaces, blogueros domingueros y vendedores de consignas y no ideas, novelas google y frases hechas, el todo vale como valor cultural. Vuelvo a Brodsky: “La cultura es ‘elitista’ por definición y la aplicación de los principios democráticos en la esfera del conocimiento propicia la equiparación de la sabiduría con la imbecilidad”.
Escribir no es una pamplina, es una cosa seria, ardua y penosa. Al menos hay que exigirle al plumífero que pase las de Caín, como un tal Junot Díaz, la gran esperanza de la nueva narrativa norteamericana, según El Cultural de ayer, que ha tardado once años en terminar su primera novela. Y eso no es garantía de nada si no estás tocado por la Gracia.
Poco más puedo decir. Bueno, que llevo unos años en compañía de Pla, D’Ors, Camba, Baroja, Nabokov…, que el último best seller que compré fue “El nombre de la rosa”, que mi último hallazgo es un maravillosos historiador del arte, Elie Faure, que se me están atragantando los Diarios de Valéry…
Y que no os agobiéis. Que el que escribe es porque no sirve para otra cosa. Pase que sea un pecado de juventud, porque hay exceso de energía y cierto desgobierno mental en esas épocas dominadas por hormonas y testosterona, pero más adelante es mejor dejarlo: Shakespeare lo hizo cuando le empezó a ir bien el negocio de cereales y Rimbaud se dedicó a traficar con armas. También podemos vender lavadoras y escribir un cuentito de vez en cuando, como nuestro Antonio Pereira.
Aunque reconozco que es complicado acabar con esa especie de virus. Y si insistimos en ello, hagámoslo en serio; busquemos la idea justa, la palabra perfecta. Y cuidemos los detalles. Hasta yo me he tomado en serio esto de venir hoy. He dormido la siesta; he llegado con tiempo (la última vez -Alberto lo sabe bien porque iba a una lectura suya- me metí en una conferencia sobre el Alzheimer); me he comprado un diccionario de la injuria, de dos argentinos, por si tenía que replicar a algún impertinente del público; hasta pensé en un nombre también sudaca para presentarme hoy, ya que los latinoamericanos parece que molan y han ganado los cinco últimos premios Herralde, para presentarme hoy y por si publico allá: Abel Ferrari.
Cuidemos el detalle, elijamos bien las corbatas y los amigos y seamos pacientes y resignados. Sabemos que este vicio solitario, de lectores o escritores, nos acabará convirtiendo en una pandilla de inadaptados.
Avelino Fierro.
León, 5 junio 2008.
Sólo porque Alberto es insistente y antojado estoy aquí. Hubiera sido más cómodo enviar una carta, ya que estamos homenajeando un dossier epistolar, para que la leyera alguna “letea” de buen ver, cosa que el público agradecería. Veis? No tendría que haber venido. Ya se deslizó el primer comentario de género (masculino); ya empiezan los problemas.
Y es que a mí la escritura no me ha dado más que disgustos. Bueno, esto no es del todo exacto. Tengo con la escritura una primera aproximación gratificante y salutífera: voy buscando que me tranquilice o me cure de algo y en eso no me ha fallado, siempre ha estado ahí, abierta de… brazos. Como lo está Jessica Lange en “All that jazz” al final de aquel travelling inacabable y sensualísimo para recibir en su seno al crápula de Rod Steiger.
Así que cuando he tenido alguna obsesión, de esas que hacen presa en la chepa o en alguna neurona y empiezas a tener desarreglos, lo he puesto por escrito. Antes, quizá, con algún íntimo lo he verbalizado, como les gusta decir a los psicólogos, esa panda de abrojados (abrojado,a. adj. (Arg.) Entrometido, metiche, que se mete en asuntos ajenos). Pero no es lo mismo, las intuiciones se vuelven más claras con el esfuerzo de ponerlas en palabras. Y uno se atreve a forzar ciertos límites. Escribió Rubert de Ventós en “Oficio de Semana Santa”, “mucha gente… nunca se ha atrevido a explorar sus propias fronteras: ignorantes de lo que les sobrepasa, tampoco sabrán nunca lo que les pasa”.
A mí mi primer cuento “Dos horas de bondad y tres pecados capitales”, me sirvió para sobrellevar el mariposeo y posterior ninguneo de una camarera. En “El cuento de los cuentistas”, tenía que cotillear sobre un secreto de sumario. En el publicado en este número de la revista no me quedó más remedio que exorcizar otros demonios. Y así, buscando terapias, en varios casos.
Las consecuencias, la penitencia, los daños colaterales vinieron después. Con el primero, mi mujer me envió una temporada a dormir al salón; en el segundo, me libré de un expediente por los pelos; tras éste de hoy, algunos amigos arquitectos o periodistas van a negarme el saludo.
Así que para mí, el escribir no es una entretención –como diría un mexicano- ni la aspiración a las mieles de la fama, o al menos a esa fama lerda y un tanto escuálida de la que habla Jorge Volpi, sino la búsqueda de una cierta calma, la simpleza de dormir un poco mejor.
¿Veis por qué no tendría que haber venido? Un tipo que va pensando en su ombligo, buscando terapias, que escribe muy ocasionalmente y lo que escribe en realidad son cartas, no tiene derecho a dar explicaciones. Las únicas que le gusta dar, por un prurito de parecer “rara avis”, es a las dependientas de los estancos empeñadas en hacerle una factura por los sellos. Siempre les digo: “No la necesito, soy de los que todavía escriben cartas”.
Decía que esta última me traerá complicaciones. Se la envío a un amigo y éste va, y la publica en su blog. Alberto me pide que hable de los blogs. Comprenderéis que sólo puedo decir pestes de esa moda tonta que va a acabar con la amistad y la literatura.
Hace unos días Sidney Lumet, el director de cine, decía, “la gente pasa diez horas frente al ordenador y lo llama comunicarse”.
Con esto de los blogs, acabaremos no viéndonos. Iremos al bar esperando encontrar a otros tertulianos letraheridos y nos pasará como a Josep Pla, que visitaba todas las tardes al sepulturero de su pueblo, quien le decía: “Esto está cada día más muerto, señor Pla”.
Así que a un servidor, las blogonovelas o la regla cuarta para la supervivencia de la novela de la que hablaba Vicente Verdú hace nada en “El País”, “la fragmentación de las historias, con sus anotaciones e intervalos mentales, tiende a copiar del blog y de la comunicación fragmentaria omnipresente”, todo eso, digo, me parecen sandeces.
Además, qué manía con escribir; lo que es necesario es leer. Y ahí sí que no podemos andarnos con contemplaciones. Hay que leerlo todo.
La única grieta que todavía nos permite asomarnos al mundo de la verdad de lo inactual, escribía Azúa, es la voz de los muertos; sólo así podemos atisbar algún lejano eco de nuestro origen y de nuestro destino final.
Leer es la mejor higiene para combatir a los idiotas o desenmascarar el cinismo de los políticos, el pragmatismo imbécil, la prosa facinerosa de los psicopedagogos. Se trata de leer hasta quemarse los ojos. Discriminando un poco. Yo creo que tengo la suficiente intuición masculina (aunque ellas digan que eso no existe, que es suerte o casualidad) para saber que no he perdido nada por no leer las sombras del viento o los códigos davincis o las catedrales de los mares; sólo habría perdido tiempo.
Hace unos días una jefa me recomendó a Ian McEwan; uno de esos consejos a lo estricta gobernanta. No podía desairarla. Perdí el tiempo con “Ámsterdam”. No he escrito nada más allá de cuarenta páginas, pero dadme papel, lápiz y una semana de vacaciones y os fabrico otra “fábula moral e irónica que despliega su elegante estructura para placer de los lectores”. Otra novelita para europeos cincuentones, con un poco de sexo, paseos por la montaña, música sinfónica, intrigas periodísticas y pavesas del 68.
¿Entendéis por qué no tenía que haber venido? Resulta que llevo un buen rato pontificando. Y voy a seguir en ese plan profesoral y plúmbeo, recomendando como un gurú cultural cualquiera: Hay que leer, sobre todo, poesía. Porque no sabemos bien lo que es, pero sabemos con Brodsky que la manera de desarrollar el buen gusto en literatura es leer poesía. Y es el primer consejo que da Bradbury a quien quiera ser narrador: “Lea usted poesía todos los días”.
Aquí también no todo vale. Creo que podemos, debemos saltarnos a Ajo, un derivado de Mª José, una chica de Palencia, que asoma en la última página del País del 3 de junio. Dicen que “ha logrado la proeza de convertir la micropoesía en medio de vida”. No hay que leerla, salvo que sea amiga. Hay que leer a los amigos aunque sean insoportables, les debemos cariño e indulgencia. Y a Biedma y Machado, Auden y Larkin, Juaristi y Gil Albert. Pero hay que huir de los youtubes, myspaces, blogueros domingueros y vendedores de consignas y no ideas, novelas google y frases hechas, el todo vale como valor cultural. Vuelvo a Brodsky: “La cultura es ‘elitista’ por definición y la aplicación de los principios democráticos en la esfera del conocimiento propicia la equiparación de la sabiduría con la imbecilidad”.
Escribir no es una pamplina, es una cosa seria, ardua y penosa. Al menos hay que exigirle al plumífero que pase las de Caín, como un tal Junot Díaz, la gran esperanza de la nueva narrativa norteamericana, según El Cultural de ayer, que ha tardado once años en terminar su primera novela. Y eso no es garantía de nada si no estás tocado por la Gracia.
Poco más puedo decir. Bueno, que llevo unos años en compañía de Pla, D’Ors, Camba, Baroja, Nabokov…, que el último best seller que compré fue “El nombre de la rosa”, que mi último hallazgo es un maravillosos historiador del arte, Elie Faure, que se me están atragantando los Diarios de Valéry…
Y que no os agobiéis. Que el que escribe es porque no sirve para otra cosa. Pase que sea un pecado de juventud, porque hay exceso de energía y cierto desgobierno mental en esas épocas dominadas por hormonas y testosterona, pero más adelante es mejor dejarlo: Shakespeare lo hizo cuando le empezó a ir bien el negocio de cereales y Rimbaud se dedicó a traficar con armas. También podemos vender lavadoras y escribir un cuentito de vez en cuando, como nuestro Antonio Pereira.
Aunque reconozco que es complicado acabar con esa especie de virus. Y si insistimos en ello, hagámoslo en serio; busquemos la idea justa, la palabra perfecta. Y cuidemos los detalles. Hasta yo me he tomado en serio esto de venir hoy. He dormido la siesta; he llegado con tiempo (la última vez -Alberto lo sabe bien porque iba a una lectura suya- me metí en una conferencia sobre el Alzheimer); me he comprado un diccionario de la injuria, de dos argentinos, por si tenía que replicar a algún impertinente del público; hasta pensé en un nombre también sudaca para presentarme hoy, ya que los latinoamericanos parece que molan y han ganado los cinco últimos premios Herralde, para presentarme hoy y por si publico allá: Abel Ferrari.
Cuidemos el detalle, elijamos bien las corbatas y los amigos y seamos pacientes y resignados. Sabemos que este vicio solitario, de lectores o escritores, nos acabará convirtiendo en una pandilla de inadaptados.
Avelino Fierro.
León, 5 junio 2008.
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